El mundo helénico, según el profesor Urba, o mejor, la Casa universal que los griegos habían construido para el hombre, comenzó a rajarse desde adentro. Y el padre Cherubini dejó en suspenso el acto de sonarse la nariz cuando el astrólogo agregó que la había rajado el Mal. «¿Il male o il Malo?», preguntó el padre Cherubini. «Vos la rajaste». El Mal, repitió el astrólogo. La noción del Mal. Para Sócrates, la idea del Mal era un puro concepto negativo, no era nada; era la estupidez pura o la ignorancia. Con el judeocristianismo, con nosotros, dijo enigmático y sonriente el astrólogo, el Mal comenzó a ser una fuerza espiritual activa, un componente esencial del alma del hombre concreto. «Ecco», dijo el padre Cherubini, y se sonó. De cualquier modo, aun en los orígenes del cristianismo, el armónico ámbito de las esferas tolemaicas y sus números y su música, es decir, el viejo hogar construido hacía siglos por Pitágoras, Platón y Aristóteles, seguía siendo habitable; cabían en él el hombre y su alma doble, aunque en ella ya combatieran el ángel bueno y el otro. Al decir estas palabras, el astrólogo señaló al padre Cherubini, tocándole con un dedo la barriga, y luego se señaló. «¡Nego!», tronó el padre Cherubini, «Vos et yo sernos la mesma substancia, sernos la dual epiphanía de uno solo spíritu. Ego son la epiphanía positiva et non poluta y tú venís a resultar la antistrofa, la contradanza. O non evocas lo libro de fob». El profesor Urba, pacientemente, dijo que ésa era otra cuestión y que por favor no lo interrumpiera o no iba a terminar nunca. «Oyó silente», dijo sumiso el padre Cherubini. «Trai el boteyón». Un nuevo crujido estremeció la Casa en el siglo IV. San Agustín, aunque consiguió tapar aquella primera grieta e incorporar el Mal a la concepción metafísica del hombre de la Edad Media, tuvo la premonición de que la morada se estaba rajando también por el lado de afuera. Y aunque no vio el Espacio, sintió el Tiempo. Porque la otra grieta fue el Tiempo. Había algo, algo inquietante en el Tiempo de su tiempo, que lo alarmaba y desconcertaba. Sí nema ex me quaerat, scio, si quaerenti explican velim, nescio. Si no se lo preguntaban, lo sabía; si quería explicarlo… «No me ofendas traduciendo», dijo el padre Cherubini y agregó de corrido ¿Quid est enim tempus? ¿Quis hoc facile breviterque explicaverit? ¿Quis hoc ad verbum de illo referendum vel cogitatione comprehenderit? y dijo que ahora sí se quedaba callado aunque no sin antes agregar chúpate esta mandarina. Sí, quién podría, pensaba Agustín, explicarlo fácil y brevemente; quién podía comprender el tiempo en el pensamiento para hablar luego de él. Y por eso Agustín fue el primer hombre que planteó, en primera persona, el problema del Mal y del pecado, y el primero que sintió el Tiempo como el ámbito problemático de la existencia. Para el mundo antiguo, para el mundo precristiano, la verdad, las ideas morales, la belleza estaban por encima del tiempo, eran sub specie aeternitatis, y la eternidad era la perfección del tiempo. El tiempo era una degradación de lo eterno, más o menos como el hombre era los escombros de Adán. Una caída. Una imagen móvil y evanescente de lo Absoluto. En cuanto al Espacio, no era nada. O casi nada. Era el sitio que ocupaba la mansión, lo finito, el borde que dibujaba lo real. El hombre, acostumbrado a ver las montañas sobre el fondo de la luz, el ábside de los templos contra el azul del cielo, sólo concebía el lugar donde aparecían, netas y claras, las obras de Dios y sus propias obras. Lo infinito era lo imperfecto, tan imperfecto como el Mal. La grieta en el espacio apareció después. Antes, se oyó el crujido del primer milenio. La Iglesia, mi santa madre («Tu agüela», murmuró haciéndose el distraído el padre Cherubini) ya había conseguido poner, a su manera, la casa en orden. El Mal era una necesidad del Bien, la Tierra, redonda y quieta, era como un plato que flotaba sobre un mar inmóvil; las estrellas resplandecían sobre nuestras cabezas para que recordáramos la grandeza decorativa del Creador. Y el Tiempo, el angustioso tiempo de Agustín, se articulaba por fin con la eternidad: si el Papa era Vicario de Dios, que es lo eterno, y era soberano del mundo, que es lo temporal, podíamos dedicarnos a la quietud, a la contemplación, a iluminar los libros que guardaban para siempre todo el saber, y a estudiar, en la lengua incorruptible, las artes liberales. «E a descogotarnos en los torneos, apestarnos con la Peste, et expoliar a los poveros campesinitos, pa no fablar de los ostrogodos y otros raudos caualleros vandálicos», dijo sin poder contenerse el padre Cherubini, a lo que el profesor Urba, asintiendo con una sonrisa, respondió que por el momento sólo le interesaba la superestructura espiritual del problema. «Ma», dijo el padre Cherubini, «non érades marxista». En cierto modo, dijo el profesor Urba. «Ego te absolvo, pichón», dijo el padre Cherubini. Y fue justamente ahí, fue en ese milenario instante de casi perfecta quietud, cuando, sin saber lo que hacía, un pequeño monje benedictino quiso rematar la alta cúpula de la casa de la Fe y demostrar, con la razón, lo indemostrable. «San Anselmito!», prorrumpió exultante el padre Cherubini. «Largomento ontológico: ese cristalito diamantino con il cuale le pusimo la tapa a lo Insensato et probamos, urbi et orbi, la existencia de Tata Dios». Exacto, convino el astrólogo. «¿Anhelas que te lo recite?», preguntó el padre Cherubini y antes de que el astrólogo pudiera impedirlo lo recitó en latín y en pancocoliche, pidió más vino y se dispuso a seguir escuchando. El argumento ontológico, sí, dijo casi con melancolía el profesor Urba, argumento que fue, en rigor, la primera noticia que tuvieron los hombres de la muerte de Dios. «¿Ma, qué dice la Bestia?», se escandalizó el padre Cherubini. Digo que te calles, Custodio, y digo que en el momento preciso en que Dios necesitó ser demostrado por la razón, como si fuera un teorema, como si fuera un cálculo matemático, en ese mismo momento se oyó en lo alto del cielo un gemido de agonía que conmovió las estrellas, la casa volvió a crujir, y el mundo, que más o menos habían recompuesto la teología, el papado y la espada de los príncipes, comenzó a ser este mundo. En ese momento, que duró tres siglos, apareció el espacio. Y apareció por los cuatro costados de la casa. Los viajes, las cruzadas, la construcción de las ciudades, según el profesor Urba, hicieron del atemporal e inmóvil mundo medieval un mundo cambiante y sometido a las leyes de la historia, y el espacio plano, la tierra, dejó de ser el lugar que ocupaban las cosas para transformarse en el medio por el que se desplazaban los hombres y las cosas. Bastó, una noche, alzar la mirada y contemplar el cielo, para sentir la angustia y el esplendor del espacio. La noción de inmensidad, el terror y la fascinación de lo infinitamente extenso, conmovieron la casa hasta sus cimientos. Y eso fue el Renacimiento. La infinita divinidad de Nicolás de Cusa, el sistema de Copérnico, los inagotables orbes fulgurantes de Giordano Bruno, iban por fin, a dilatar el mundo en todas direcciones. El arte, como siempre, intuyó mucho antes esa transformación, y creyendo contar un descenso al Infierno o inventar la perspectiva, cantó y pintó el drama de su tiempo: la rajadura que se abría en el techo, en el piso, en las paredes de la casa del hombre.
—Qué te quedaste pensando —dijo Verónica.
—No pensaba —dijo Esteban—. Estaba mirando esa lámina de San Jorge y el dragón. Quién lo pintó.
—Yo no fui —dijo Verónica—. Habrás visto la fecha.
Prosigo, dijo el profesor Urba, y agregó que así como la crisis del siglo V podía en cierto modo resumirse en el pensamiento dramático y tempestuoso de San Agustín; el advenimiento de la Razón, en el Argumento Ontológico; la agonía del orden medieval en la poesía bárbara de Dante: él cifraba el espíritu de los Tiempos Modernos en los cuadros alocados de Paolo de Dono. «¿En el pajardito?», preguntó algo adormecido, aunque incrédulo, el padre Cherubini. En el Uccello, en efecto. Obsesionado por la idea de abrir un agujero en la pared, como decía Fra Angélico, soñando con romper la superficie plana, Uccello, el primer pintor de batallas y perspectivas, no sabe que ha descubierto otra perspectiva, un pasaje hacia otra cosa, ni sabe que en su corazón se está librando la última batalla entre el hombre medieval y el hombre renacentista. Basta mirar un solo cuadro suyo, un cuadro que es al arte religioso lo que El Quijote a la novela de caballería. El San Jorge y el Dragón. «¡Aro aro!», dijo despabilándose de golpe el padre Cherubini. «Aura dentra queste gaucho florido et te pinta esa fazaña. A la siniestra, la damisela captiva porta lo pioloncito con que asujeta del cogote al teratós verdolaga. Il dragone. La Bestia é un cruzamiento armado ansina: alitas de colibrí, pata e’ñandú crioyo et colita roscada in voluta. Come si sería un chancho, ma lunga. Sanjorgito, a la diestra. Muenta un lindo percherón no maculado. Trai coraza. In excelsis, uno fosco nubarrone de san puta, che nel pensier rinnova la paura. Simétrica et especulare al Sanjorgito, la caverna et su grrand misterio. ¿Dije bien?». Inmejorablemente, confirmó el profesor Urba. En Uccello se enfrentan el último de los estilos canonizados, el gótico, que abdicará un reinado de tres siglos, y una forma nueva, una nueva manera de mirar y de juzgar el mundo. La majestad de lo cómico. Es como si una carcajada hubiese explotado en una catacumba. Con Uccello, que anticipa la risa atronadora de Rabelais, que anticipa la risa piadosa pero incontenible de Cervantes, se suicida entre carcajadas el gótico y con él acaba una concepción entera de la teología, del arte, de la política, del conocimiento: del mundo. El astrólogo bebió un sorbito de vino y el padre Cherubini aprovechó la pausa para preguntarle si pensaba hacerle creer que Uccello había hecho todo eso, él solo, pregunta a la que el astrólogo respondió con un movimiento negativo de cabeza. No. El Uccello era, por así decirlo, un símbolo. O un intermediario. Una metáfora o un inocente instrumento de cierta fuerza espiritual, a la que, para abreviar, llamaremos demoníaca. En el mejor sentido de la palabra. Vale decir, angélica. Con lo que el padre Cherubini pareció relativamente conforme y el astrólogo pudo agregar que, pese a todo, en los orígenes del Renacimiento, la casa del hombre estaba en pie. O, para expresarlo de otra manera, todavía podía ser concebida. El mundo de Uccello era también el mundo de Nicolás de Cusa; y, hasta Nicolás de Cusa, la mansión era posible. Inestable, pero aún cómoda. La máquina del mundo tenía el centro en cualquier lugar y la circunferencia en ninguno, las esferas de cristal de Aristóteles habían estallado y sus estrellas quietas volaban en la inmensidad del espacio, la Tierra se movía; pero esto, para el cusano, era un simple cambio de punto de vista en la escritura de la Creación. El orden, el nuevo centro, eran la poética secreta de Dios. El hombre conservaba su privilegio de ser hombre. Homo non vult nisi homo. Al hombre sonriente de Uccello, al hombre cusano, no le había ocurrido nada irreparable. Ignoraba pero no se sentía inseguro porque su ignorancia era docta y su saber consistía, justamente, en saber que ignoraba. La divinidad podía estar oculta («¿Deus absconditus?», preguntó distraído el padre Cherubini), pero se manifestaba en la diversidad visible de las cosas y, sobre todo, no era indemostrable. Nicolás, fiel a las razones de San Anselmo, creía que la Razón seguía militando en los ejércitos de Dios. Dios lo puede hacer todo, pensaba, pero el hombre puede llegar a conocerlo todo. Dios era como el arquitecto que construye una catedral; y el hombre, el sacerdote que la contempla, la habita, la recorre y la pondera. El hombre lleva en su inteligencia todas las cosas creadas, tanto como Dios. («¿Tas siguro?», pareció preguntar el padre Cherubini). Sólo que Dios las lleva en sí como arquetipos, y el hombre como imágenes, como relaciones, como valores. Dios es por todo en todos y todo es en Dios, pero el espíritu humano, a causa de su intimidad con el espíritu de Dios, es la semilla divina que encierra los modelos de todas las cosas eternas. La homogeneidad del universo volvía a estar a salvo. Homo non vult nisi homo, pero no sólo el hombre: toda cosa anhelaba ser eternamente lo que era, conforme a su naturaleza y siempre en forma más perfecta, y el hombre, microcosmos donde coexistían lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito, conocía además su anhelo y tenía la certidumbre de esa progresiva ascensión. ¡Pobre Nicolás!, no podía saber que en su mística casi festiva ya acechaba la modernidad, la locura de la Razón, el sueño del progreso indefinido del conocimiento, que harían pedazos la unidad de su mundo… Unos años después, otro apacible canónigo, Copérnico, razonó en fórmulas astronómicas el sueño místico del cusano, y, por fin, como un león que despierta, apareció Giordano Bruno («A ése lo quemamos», observó críticamente el padre Cherubini). Lo fantástico, se interrumpió sonriendo el astrólogo, es que toda esta historia sucediera en las celdas, en los claustros, en las bibliotecas de los conventos, a lo que el padre Cherubini, con una carcajada de goliardo, dijo que era comme si lo conoscimento, acuestándose con la sancta eclesia crestiana, la habería hecho parir uno gigante de Rabelais, se dio un golpe en la barriga y, mirando a los costados con súbita seriedad, preguntó: «¿Me fablastes?». Decía, dijo el astrólogo, que Giordano Bruno llevó hasta el límite de lo imaginable la máquina celestial de Nicolás de Cusa y de Copérnico. Le bastaba alzar los ojos hacia esas chispas brillantes para ver que son mundos como el nuestro. Hechos de fuego como nuestro Sol. Hechos de agua como la Tierra. Dios, para Bruno, ya casi no era Dios: era la ley natural. Hablando de sí mismo, pero como un lapidario que grabara la piedra funeraria de los dos últimos siglos, escribió: He aquí a aquel que ha abarcado el aire, penetrado en el cielo, recorrido las estrellas, traspasado los límites del mundo… («Eroico furore», murmuró admirativamente el padre Cherubini). En fin, suspiró el astrólogo, para abreviar, cuando Galileo, Kepler y Newton llegaron al siglo XVII montados en la topadora de Copérnico, el hombre comenzó a recuperar la desnuda proporción de su ignorancia y la realidad humana empezó a ser, cada día, menos compatible con la irrealidad del universo. Pascal lo sintió. Le silénce eternel de ees espaces infinis, empezó a citar el profesor Urba en el mismo momento que, en el parque de la quinta, se oyó un trueno, y el padre Cherubini no tuvo más remedio que acotar: «¡Silénce eternel un cazzo!». El infinito silencio del espacio aterraba a Pascal; la radiante esfera cusana con su centro en cualquier parte y su circunferencia en ninguna le parecía espantosa. Lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño eran reinos de pesadilla, comarcas que el hombre no sólo ignoraba, sino que lo ignoraban a él. El hombre había empezado a transformarse en el huérfano de la creación, en un expósito…
—¿Qué? —dijo Esteban.
—Que qué —dijo sonriendo Verónica.
… expósito, dijo el profesor Urba, huérfano, hijo de nadie, guacho. Que es lo que le pasa al hombre cuando siente que se ha roto su pacto cósmico con la divinidad, como decía el viejo Martín Buber; cuando siente que el mundo ya no es más su casa, porque ha dejado de comprender el mundo, o, aunque crea comprenderlo, cuando ha dejado de concebirlo como imagen. «¿Imago mundi, imago nulla?», preguntó algo impresionado el padre Cherubini. Aut imaguncula, concedió el astrólogo. Hasta ese momento, e incluso sobre todo en ese momento, el hombre tenía o creía tener cierta comprensión del universo. Kepler, al fin de cuentas, había conseguido cifrar en tres diáfanas leyes elementales los círculos un poco aberrantes de Copérnico, transformándolos en elipsis. Ya no había centro pero había, por lo menos, focos, puntos focales en los que nuestro Sol podía simular la majestad de un orden heliotrópico hecho de parábolas elípticas, radiovectores excentricidades, y esto todavía era imaginable «¿Vos crederes?», dijo el padre Cherubini, sí, como era imaginable todavía una divinidad ordenadora, un Dios astrónomo al alcance de la fe, aunque la razón ya no lo alcanzara. «Ma, era lindo e ordenadito», dijo el padre Cherubini, «non vedo nequamquam demolizione de la Amplissima Domus». El astrólogo admitió que era cierto. El edificio estaba en pie. Cribado de goteras, con las paredes desconchadas y llenas de grietas. No era todavía escombros, pero era una ruina, apuntalada aquí y allá por vigas que se iban pudriendo y que cada nuevo albañil, a quien todavía se podía llamar filósofo, reemplazaba por otras vigas que cedían y se venían abajo cada vez más rápidamente. Cuando el heroico y candoroso hombre renacentista entró en el mundo moderno se encontró con una mansión poeniana, agónica, caminando a tientas como un ebrio por habitaciones oscuras, entre viejos retratos de familia que ya no significaban nada… «¡Tenga mano!», lo interrumpió el padre Cherubini, «a ver si te compriendo: o sea que para vos, satanito, il Rinascimento e anche lo Iluminismo vienen a ser proprio la lepra, uno morbo gnoseológico et scentífico que pudrió el cotorro spiritual del povero homecito humano, o sea que pa vos erat preferible la siesta negra de lo medioevo. Il tentadore se volvió scholástico!, démen vino que me hundo al suelo de la risa». Yo nunca dije que era preferible, contestó apaciblemente el astrólogo, sirviéndole vino al padre Cherubini, yo sólo digo que el despertar de los Tiempos Modernos fue, en términos espirituales, la quiebra más grande de todas las ilusiones de inmortalidad y conocimiento que soportó el linaje humano. La más grande hasta hoy, ya que la de hoy es la peor de todas. En nuestros días no queda un solo hombre, por grande y universal que sea, capaz de pensar el mundo como Imago, como mansión, capaz de rearmarlo desde sus escombros. Y, en aquel tiempo, por lo menos hubo uno, y fue el último. «Si me vase a nominar al taradón de Hegel», prorrumpió el padre Cherubini algo atragantado por el último vaso, «me levanto y lanzo un horrísono pedo». No, dijo el profesor Urba. Hegel no: Kant fue el hombre que hizo el último esfuerzo por poner un nuevo orden en el mundo. Se propuso salvar al mismo tiempo la razón, la fe, la libertad, las ciencias positivas, las ideas morales, la esperanza en la inmortalidad. Le costó la cabeza, pero durante unos años de luminosa locura discursiva armó el último refugio espiritual del hombre. Antes, había que empezar por demoler lo que quedaba de la casa; después, reconstruirla sobre algún fondo. E inventó un lugar imposible: el tiempo y el espacio como formas del espíritu. La Última Thule de la razón. Sólo que, a partir de Kant, la razón pura ya no servirá para probar nada. Sólo es posible conocer los fenómenos, la aparición: nadie sabrá nunca qué es la cosa en sí, suponiendo que exista. Porque no es cierto que Kant instaló en la filosofía la cosa en sí: Kant la confinó al mundo de los centauros o de los grifos. Qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, se preguntó. La respuesta a la primera pregunta, la única que concierne a la filosofía, es sencillamente: nada. La matemática conoce: la metafísica es sólo el anhelo y la imposibilidad de conocer. En cuanto a las otras dos preguntas, las responden la moral y la religión, sólo que moral y religión hacen necesario a Dios, y Dios, la absoluta cosa en sí, es irreductible al conocimiento. ¿Queda la fe?, de acuerdo. Pero también quedan la poesía, los centauros, el álgebra irrefutable de las alucinaciones y los sueños. No hay siquiera una manifestación fenoménica de Dios, como hay una aparición sensible de la rosa o de la piedra. La naturaleza no manifiesta a Dios: se manifiesta. Y las leyes de esa manifestación son, en suma, la forma de nuestro espíritu. Los abismos estelares que aterraban a Pascal, son el terror de no saber quién es ese que se aterra al contemplar el mundo. La última pregunta de Kant, por lo tanto, fue preguntar qué es el hombre. Nunca la contestó. Tal vez debió preguntar qué es el hombre moderno, para que Nietzsche, un siglo y medio más tarde, pudiera responderle: lo completamente desorientado, todo lo que está completamente desorientado; eso es el hombre moderno. Cuando Kant, uno de los pocos filósofos que realmente pensó, acabó de pensar, la filosofía quedó sepultada junto a las ruinas de la casa. A veces, todavía, algún hombre revolviendo entre las maniposterías derrumbadas y los escombros, imagina que ha encontrado una verdad. Son verdades cada día más fragmentarias, cada día más tristes: Wittgenstein, en nuestro siglo, llegó a sentir que el único territorio de la filosofía era la investigación del lenguaje… La libertad, Dios, el alma inmortal, no son demostrables ni indemostrables. La metafísica es imposible y las leyes de lo real son de la forma de nuestro espíritu. Si los insectos piensan y sueñan, la forma del universo y la forma de los sueños arman leyes e imágenes de insectos. Esto no lo dijo Kant, pero lo pensó. Lo demás es hoy, dijo el astrólogo.
Esteban vio venir a Graciela.
—Qué le pasa —había dicho Verónica.
—Un pequeño problema con el tiempo —dijo Esteban. Verónica se puso de pie.
—Ya me lo dijiste —dijo.
—Me lo imaginaba —dijo Esteban—. Déjame escuchar, por favor.
—Se llama El boulevard de la Desilusión —dijo Verónica.
—Ya sé que se llama El boulevard de la Desilusión. Déjame escuchar.
Verónica ya no estaba.
Lejos, con voz casi inaudible entre los rumores y la música, el astrólogo discute con el padre Cherubini. Se oye la última campanada de alguna hora. Graciela está sentada otra vez junto a Esteban. Graciela Oribe. Alta. Veinte o a lo sumo veintidós años. Podría tener mil, y a ella le gusta eso. Pelo lacio, muy negro. Ella habla. Tiene la voz grave y algo triste, y arrastra las erres.