«El abuelo», ha dicho Verónica señalando al pasar el gran retrato que acecha en el oscuro descanso de la escalera de caoba. Son las cuatro de la tarde y ella sube a su habitación seguida por un Esteban Espósito que lleva una botella de whisky y que todavía era yo. Yo, bastante joven a esa hora de la siesta. Desde la ventana se ve un sector de las Catalinas. Dos cúpulas, tres patios. En uno de los patios está el cementerio y hay un pino. Un techo de pizarra; dos de tejas españolas. El Monserrat detrás, si se hace un pequeño esfuerzo. La cúpula de la Catedral y el campanario de la Compañía de Jesús. Asomándose a la ventana, los claustros de Santo Domingo. «El abuelo», ha dicho Verónica y lo repetirá esa noche en el parque de la quinta del Cerro de las Rosas. Alguien tocaba la guitarra y cantaba una zamba con caudillos y degüellos. Un campanario dio las dos de la mañana. El tiempo seguía comportándose de una manera extraña. Esteban tenía la sensación de haber envejecido desproporcionadamente desde su aventura en la escalera. O quizá era el efecto del whisky, que se había transformado en vino de La Caroya. Un fogón o un vivac y alguien cantando la versión salteña de la Felipe Varela. Vos estabas sentada sobre el pasto y acababas de decir «No me contestaste» o «Tengo frío», lo que según el caso significa que entre tu llegada a la fiesta y estas palabras han ocurrido o dejado de ocurrir algunas cosas. El diálogo junto al San Jorge de Uccello, por ejemplo, la conversación con la señorita Etelvina, cierto encuentro imposible con el doctor Cantilo, bajo un olmo. De cualquier modo hace muchos años que no soy yo quien decide el orden de estas páginas, o, para decir la verdad, hace muchos años que nadie les impone ningún orden. Pero como es absurdo pretender que se escriban a sí mismas, lo mejor es dejar que alguien cante una zamba y que la voz de Verónica comience a hablar del abuelo. Mientras ella hable, tu mano estará sobre la de Esteban. Tu mano un poco demasiado larga como para que el engarce sea perfecto. «Esto, en otro tiempo, debió ser un país en serio», dijo Verónica, y Esteban supo que por fin iba a escuchar la historia de Laureano Zamudio, compadre de Güemes, coronel improvisado del ejército del Alto Perú, que se batió en Salta y en Tucumán y en Vilcapugio y Ayohuma por un sentimiento que tal vez estaba hecho menos de odio a los españoles que de amor y lealtad al general Belgrano, y que un día se hartó de los porteños y armó una montonera para pelearlo a Rosas si hacía falta, y acabó degollado por defender el cadáver de una mujer que él mismo había matado. Laureano Santiago Zamudio, que tenía una sola idea clara en la cabeza, la Confederación Argentina, y una sola mujer en el corazón, Aasta Solbaken, a quien dejó en Jujuy con un hijo al que apenas había visto una vez en su vida, y se vino a Córdoba, lugar al que nunca debió venir, como dirá más tarde el profesor Urba. ¿Cómo?, ¿cómo?, preguntó Esteban. «Que dejó a la mujer en Jujuy y avanzó hacia el sur, dejando el tendal y agrandando la montonera a medida que avanzaba», dijo Verónica. «La idea era juntarse con López y con los entrerrianos porque el abuelo creía que López y Ramírez todavía eran aliados». Esteban no entendía bien. ¿Si dejó la mujer en Jujuy, cómo los degollaron a los dos acá en Córdoba? Primero que no los habían degollado a los dos, sino a él solo. «A ella la mató él», dijiste vos. «Te lo conté anoche, le pegó un trabucazo en el corazón justamente para que no la degollaran». Se ve que era un sentimental, dijo Esteban, pero no podía dejar de imaginarse al abuelo con el cuchillo en una mano y el sable en la otra, y al cadáver de la mujer rubia entre sus piernas. «Y segundo», agregó Verónica, «que ella no se quedó en Jujuy sino que vino siguiendo al viejo hasta Ojo de Agua, y lo encontró». Al viejo, por qué viejo. «Porque él tenía como cincuenta años y ella veinte, si los tenía». Ah, pero entonces ésta es una historia de amor. «Por supuesto», dijo Verónica, o Esteban creía que ella era el Boletín de la Academia de Historia. Vos también habías dicho algo, y luego retiraste tu mano de la mano de Esteban y te pusiste de pie. «Y ahora lo usamos de adorno, pobre abuelo», dijo riendo Verónica. Sí, dijo Esteban, ya lo vi esta tarde en la escalera, y se interrumpió de golpe. Ninguna de las dos, sin embargo, pareció extrañada. Vos estabas de pie, mirando hacia una de las ventanas altas de la casa y dijiste que tenías frío.
—Tengo frío. Voy a buscarme un chal. Esteban parecía pensativo.
—Te cuento o no te cuento —dijo Verónica. Vos te reíste.
—Vas a tener que repetirle todo tres o cuatro veces —dijiste—. Nunca entiende nada de primera intención.
Esteban te miró caminar lentamente hacia la casa. Verte caminar le gustó. Esa muchacha tiene un cuerpo, pensó. Un pensamiento difícil de reducir a su sentido, como si pensara yo voy a acostarme con ese cuerpo y esa será una dicha inmerecida, una consumación y una venganza. Como si se pudiera odiar y sentir ternura al mismo tiempo. Algo así como lo que había sentido esa mañana al pensar que eras hermosa, sólo que a la mañana vos podías defenderte y ahora caminabas lenta y desprotegida hacia esa casa en una de cuyas ventanas altas Esteban volvía a ver aquello que lo había distraído un momento antes. Un alto y elegante señor canoso, mirando hacia acá.
—Qué estás pensando —dijo Verónica.
Esteban dijo que no entendía por qué el apellido de Verónica era Solbaken. «Porque el abuelo nunca tuvo tiempo de reconocer legalmente al hijo de Aasta, a Manuel Martín, que viene a ser el padre del padre de mi padre». O sea que el abuelo era en realidad tu tatarabuelo, dijo Esteban. «Chocolate por la noticia», dijo Verónica. Y ahora, dijo Esteban, una pregunta que no tiene nada que ver con la historia nacional.
—Cómo se llama eso que tenés puesto sobre los hombros.
—Un chal —dijo Verónica.
—Por lo tanto —dijo Esteban—, eso blanco que está ahí, sobre el pasto…
—También un chal.
—Me gustaría mucho saber cómo va a explicarme que no es de ella —dijo Esteban—. Lo traía puesto cuando salimos de la casa. Seguí nomás con la historia del abuelo —dijo después—, habíamos quedado en Fraile Muerto.
«En Ojo de Agua», dijo Verónica, «lo de Fraile Muerto fue cuando lo degollaron».
—¿Te dijeron que sos bastante inesperado?
—A cada rato. A cada rato me lo dicen.
Las lanzas de la verja de fierro, iluminadas por el fuego, parecían moverse. Como una larga línea tendida para una batalla. No era difícil imaginar al abuelo galopando de un extremo a otro («lo aprendió de los indios», dirá Verónica) arengando a aquellos gauchos inmóviles que no entendían ni necesitaban entender sus gritos. El caso es que una mañana de 1821 el abuelo pasó por encima del ejército de Lamadrid y una semana más tarde lo corrió a Bustos hasta el límite de Córdoba, y en alguna pausa de aquella carnicería se entrevistó a solas con Estanislao López, que todavía era su amigo, y allí recibió la primera sorpresa. Algo pasó y no se entendieron. La segunda sorpresa la recibió en Ojo de Agua. Laureano volvía sobre Córdoba para unirse, o eso creía, con los montoneros de Ramírez y en ese momento se le apareció la mujer, Aasta. Bajó muerta de risa de una especie de calesa, vestida y enjoyada como para una función de la Ópera de Estocolmo y le dijo algo así como que quería ver con sus propios ojos en qué correrías andaba Laureano. «¿Y el chico dónde quedó?», preguntaron Esteban y Laureano. «Con mi familia, en Salta», contestaron Verónica y Aasta. Pero Esteban no debía imaginar que esa llegada era algo tan romántico o fuera de lo común, en la Argentina de aquellos tiempos bárbaros. La Delfina, sin ir más lejos, se ponía un uniforme de dragón y lo acompañaba a Ramírez en las batallas. Cómo que quién era la Delfina. «Era la portuguesa, la mujer de Pancho Ramírez», explicó Verónica, «vos sos ignorante en serio; en aquel tiempo todo el mundo peleaba acompañado por una mujer. Mira Damasita Boedo, o Juana Azurduy». Flor del Alto Perú, dijo Esteban, en este mismo momento estoy oyendo la zamba. Y miró hacia la casa. Vos acababas de llegar a la puerta de entrada, el señor alto había desaparecido de la ventana. Vio, en cambio, la silueta de Bastían…
—Hembras eran las de antes —dijo Esteban—, para mí que es cierto que la pareja actual está en crisis.
Y a propósito, cuál era la idea del abuelo al intentar unirse a Ramírez. A ver si no había entendido mal. Salvar la Confederación, hacer fuertes a las provincias amenazadas por el centralismo de Buenos Aires, consolidar desde adentro el país real, mientras los generales se hacían la gran fiesta corriendo a los últimos gallegos que ya no sabían quién gobernaba España ni qué estaban haciendo en este infierno. «No te voy a permitir que hables así de la campaña de San Martín», dijo violentamente Verónica, con una pasión tan sorprendente y repentina que Esteban creyó intuir por un segundo qué clase de mujer había sido la abuela Aasta y qué era realmente lo que quería el abuelo Laureano. Consolidar a sangre y fuego el sueño de la Confederación, poner sitio a Buenos Aires si hacía falta, ir a sacarlo a Juan Manuel de Rosas de los Cerrillos y obligarlo a decidirse entre sus achuras y la patria federal. «Algo así», dijo resentida Verónica, «lo mismo que vio San Martín que había que hacer cuando volvió del Perú». Y Esteban iba a decir algo al respecto, pero prefirió callarse. «Qué porquería estás pensando», dijo Verónica. Nada, nada. Ninguna cosa mala contra nadie.
—Estaba pensando —dijo— cómo se las va a arreglar Graciela cuando vuelva de la casa con otro chal, y yo le muestre el que traía puesto.
Pero también pensaba que el abuelo Laureano era un iluso y un irracional. Quién le había contado que Estanislao López o Ramírez querían sitiar Buenos Aires por una cuestión de ideas. En aquel tiempo, por no hablar de éste, todo el mundo acuchillaba a todo el mundo por una cuestión de vacas, y no estoy hablando de San Martín ni de Belgrano, aclaró cautelosamente Esteban. «Claro que el abuelo era un iluso», dijo Verónica, «no te digo que estaba loco, y seguramente por eso se distanció de López», y Esteban pensó que sí, que seguramente había sido por eso. Verónica siguió hablando pero Esteban ya no la escuchaba. El fuego semiapagado del vivac se reanimó de golpe, con un fulgor hipnótico y antiguo. Más allá de las lanzas, un cerro, iluminado por un relámpago, se instaló en la nada con la solidez sosegada de lo que siempre ha estado ahí. El tiempo es una ilusión, pensó Esteban, una ilusión humana. La naturaleza es pura contemporaneidad, es el testigo indiferente de los amores, los juegos y las guerras y las locuras de los hombres. Bastaría situarse en el mundo con la naturalidad de ese cerro, para saber de qué hablan en este mismo momento el abuelo y Estanislao López. El pie de Estanislao acaba de hacer rodar un tronco hacia el fuego, y el fuego se encrespa como el pelo airado de una mujer de sueño. El abuelo piensa que más le valiera estar en su cama con Aasta que conversando con este santafecino zaino y avieso. «Un tratado es un tratado», dice López, «y yo he firmado la paz con Buenos Aires». «Lo que vos has hecho es aceptar treinticinco mil vacas de Rosas», dice Laureano. «Las vacas no son para mí, sino para mi provincia», dice con mucha calma Estanislao, «ningún pueblo ha sido tan castigado como el mío en esta guerra». Laureano piensa en Jujuy, en las casas ardiendo, en el éxodo. Se lo dice. «Bueno», sonríe López, «vos sabes tan bien como yo que Jujuy no es lo que yo llamo una provincia, es como si dijéramos el norte de Salta, y Salta es una estancia de Güemes». El abuelo se pone de pie. «Era una broma», dice López, «sentate». «Vea, general», dice el abuelo, «va a ser mejor que dejemos de tutearnos». «No veo la razón», dice López. «La razón», dice el abuelo, «es que yo no me tuteo con cabrones».
—Qué te pasa —preguntó Verónica.
—Cómo —dijo Esteban.
—Todavía seguís pensando en ese chal —dijo Verónica.
—No. Me preguntaba si se sabe por qué discutieron López y tu abuelo.
—Ni siquiera se sabe si discutieron. Tampoco es muy seguro que llegaran a entrevistarse, son historias de familia. En todo caso, hablaron un rato a solas y cada uno agarró para su lado. Algo es seguro. Cuando se cruzaron en Ojo de Agua, ya eran enemigos. —Verónica se quedó mirando los últimos restos del fuego—. Me gustaría saber si la abuela y él hicieron el amor esa noche.
—Qué noche.
—La noche de que te hablo, la noche anterior a la batalla. Vos tenías razón —dijo después, mirando hacia arriba—. Es medio lelo.
Alta en la oscuridad, parada junto a Esteban. Ahí estabas. Con los hombros desnudos.
—Fui a buscar un chal y me acordé de que ya había traído uno —dijiste.
Esteban se sorprendió de tal modo que se derramó el vino encima. Verónica dijo que por el momento Esteban sabía lo suficiente. La batalla y el degüello, eran especialidad de Lalo. Agregó que ahora la que tenía frío era ella, mejor entraban en la casa. Un reloj dio la media de las dos. Momento en que llegó un elegante y alto señor canoso y dijo:
—Yo llego y ustedes se van. Debo hablar un segundo contigo, Graciela.
Traía un vaso de whisky en la mano y decía contigo. Exactamente el tipo de hermoso caballero argentino que enfermaba a Espósito. Siempre les quedan algunas hectáreas en alguna parte. Tienen ideas propias y mujeres ajenas.
Hablan cuatro idiomas y su prima política se casó con el noveno marqués de Calatrava. Bailan el tango y hasta se parecen un poco a Güiraldes. Un tío abuelo fundó algo.
—Cómo no —dijiste.
Una respuesta absolutamente natural.
—Le prometí a tu madre que íbamos a volver a una hora discreta. Las tres te parece bien.
—No —dijiste. Él sonrió.
—Vos dirás, entonces.
Lo que vos dijiste fue:
—El tío Patricio, Esteban Espósito. Él es el papá de Mariano. Me llevó a Europa cuando en casa tenían miedo de que me hiciera monja, todo lo que ya te conté.
¿Monja? ¿Europa?
—Encantado —dijo Esteban—. Una costumbre muy cordobesa mandar a las jóvenes de excursión al Viejo Mundo, para probar su fe religiosa. Los argelinos de Montmartre. Las ruinas de Pompeya.
El tío Patricio se reía.
—Usted lo dice en broma, sin embargo no es un mal procedimiento. La verdadera vocación debería resistir cualquier prueba. Ella era una jovencita muy mal criada.
—Hizo una pausa, tan breve que no podía ser una pausa.
—Y con demasiada imaginación. Un temperamento novelesco, diría yo. Así es, Espósito. A los dieciséis años, en Córdoba, la mitad de nuestras niñas de familia sueñan con ser carmelitas.
—Me doy cuenta, y usted no tiene más remedio que llevárselas a todas a Europa.
El tío Patricio se reía con ganas, risa que Esteban aprovechó para preguntarte al oído: «¿Cuándo me contaste lo del viaje?».
—Nunca.
—Tenía ganas de que él supiera que vos sabías. Y además, qué cambia, Esteban. Acá o en París, qué cambia.
Pero el tío Patricio había vuelto a dirigirse a Esteban, de modo que no había más remedio que prestarle atención.
—Perdón —dijo Esteban—. Usted me hablaba.
—No, no. Sólo le decía que usted, Espósito, tiene una virtud que admiro: sentido del humor.
—Pero si me decía eso, me hablaba —dijo secamente Esteban. El tío Patricio parecía no entender—. Quiero decir que usted dijo «no». Yo le pregunté si usted me hablaba y usted comenzó diciendo que no. Es muy curioso, pero en Córdoba todo el mundo dice que no cuando debería decir sí. «No, nadie», por ejemplo. Y ya que su pequeño problema de horarios está resuelto y nuestra niña de familia ha renunciado para siempre a la santidad y tal vez duerma conmigo, ¿le molestaría demostrar su propio sentido del humor hasta la hora de mi ómnibus? Me voy a las nueve.
El tío Patricio no esperaba algo así. Nadie lo esperaba. Lo curioso, pensó Esteban, es que yo tampoco.
—No sé cómo calificar esto —dijo el tío Patricio. Entonces intervino Verónica. Se le acercó, lo tomó familiarmente del brazo y se rió:
—Calificar, calificar —dijo—. Aprobalos. Se alejaron hacia la casa. Vos no hablabas.
—Entonces te vas mañana —dijiste por fin. Esteban dijo:
—Qué quiere decir «acá o en París qué cambia». Lo miraste.
—Quiere decir que acá, o en París, ¿qué cambia?