La Historia Argentina, para Lalo, se reducía más o menos a una década. Empezaba hacia 1813 y terminaba en el invierno de 1821, cuando degollaron al abuelo Laureano en los pantanos del sur. Después era todavía hoy, un perfecto quilombo. Si quieren, les cuento cómo degollaron al abuelo, es una historia de amor, dijo Lalo, y la señorita Etelvina y las chicas reunidas junto a la mesita de campaña del fraile Aldao dijeron que sí. Pero antes tengo que explicarles cómo eran los argentinos de antes. Esa gente, dijo Lalo, tenía ideas y propósitos formidables. Había que independizarse de España y crear un continente, y dentro de ese continente una Nación, qué te parece Cholito. El problema es que cada uno quería crearlo a su manera, más o menos como ahora, con la única diferencia, a favor de aquéllos, de que en ese tiempo nadie pensaba en negociados ni se llevaba la plata a Suiza. No te rías, Etelvina, que estoy hablando muy en serio. Por un lado armaban ejércitos libertadores para correr a los españoles, y por el otro juraban por Fernando Séptimo o querían traer al infante de Paula para proclamar un rey propio, casar a alguien con la de Braganza o coronar a un descendiente de los incas. Sólo que también querían una república centralista unitaria y una confederación democrática, y no es solamente que unos quisieran esto y otros aquello, sino que querían esto y aquello más o menos al mismo tiempo y más o menos los mismos próceres. Te pongo el ejemplo de Belgrano. «Ah, no», dijo la señorita Etelvina, «no te voy a permitir que te metas con Belgrano». Pero si ya sé que es el más grande y conmovedor tipo humano que dio este país, Ethel, y que hizo la bandera, dijo Lalo, además viene a ser antepasado político de la parte putativa de mi rama materna, sin contar que es de los pocos próceres a los que tengo cariño, por aquello de que daba órdenes espeluznantes con vocecita de seminarista pero, mal que mal, se mandó un campañón militar para el que se necesitaba tener los huevos del tamaño de un rancho, con perdón de las chicas y sobre todo de la nena del librito, que parece al borde de algo. Sabes lo que yo creo, Ethel, yo creo que esa parte de la historia argentina debió ser escrita en verso. Esos tipos como Belgrano que no ganaban nunca una batalla o cuando la ganaban volvían a perderla por dejar libres bajo palabra a los realistas, como nos pasó después de Salta, a mí no me digas que no están por encima de los historiadores nacionales. Vilcapugio, Ayohuma. Mira qué nombres. Uno dice Vilcapugio o Ayohuma y siente una cosa acá, después te enteras de que nos derrotaron pero la impresión no cambia. Te darás cuenta de que eso no es historia, es poesía. Pensá en la Ilíada. Héctor, Patroclo, mismo el iracundo Aquiles. Terminaron hechos bolsa, y por eso son interesantes. Agamenón o Menclao, en cambio, quién los conoce, salvo por el hecho de ser cornudos. «¿Y Ulises?», dijo una chica. No me interrumpas con pavadas, nena, dijo Lalo. De qué estaba hablando, de la gesta nacional y de la muerte del abuelo. Muy bien, por un lado los ejércitos libertadores cruzando los Andes, custodiando las fronteras, arrasando godos, y por el otro los caudillos, Artigas, Güemes, el abuelo, que en la mayoría de los casos pertenecían a estos mismos ejércitos. Galopando la patria para todas partes, degollando portugueses, peleándose entre ellos y tratando de no dejarse exterminar por Buenos Aires. Y en algún lugar, Buenos Aires, que mandaba a pelear a esos ejércitos o los llamaba para que invadieran las provincias y la protegieran de esos mismos caudillos. Todo esto, chicas, no eran muchas cosas distintas y contradictorias. Todo era una misma cosa. Por eso nadie entiende a los argentinos. Yo les juro que todos esos hombres, Belgrano, Artigas, Güemes, el abuelo y hasta el tirifilo demente de Rivadavia, más o menos hasta el año 21, pongamos hasta el 22 que fue cuando San Martín dijo adiós patria y se terminó todo, esos hombres querían exactamente lo mismo. Ser libres, independientes y estar unidos. Mira qué fácil.
—Contales de Aasta y el abuelo —dijo al pasar Verónica.
Lalo dijo que eso era precisamente lo que estaba haciendo, pero que necesitaba recrear el ámbito histórico, por llamarlo así, o nadie iba a entender nada, en esa casa todo el mundo tenía cara de existencialista francés y esto era un buen pedazo criollo de historia patria.
En resumen, que el abuelo Laureano Zamudio había sido comandante de frontera en Jujuy, vale decir, estanciero y caudillo, y había peleado con Güemes y a veces un poco contra Güemes, pero sobre todo había hecho toda la campaña del ejército del Alto Perú, el de Belgrano, hasta que un día pensó que Buenos Aires era más peligrosa para la Confederación que los españoles y armó un ejército propio y se vino desde Jujuy hasta Santa Fe para unirse con Estanislao López y con Ramírez, con la intención de llegar hasta Buenos Aires. El problema es que López ya había aceptado treinticinco mil vacas de los estancieros porteños y que la cabeza de Ramírez era exhibida en la plaza de Santa Fe, en una jaula. Cuando el abuelo quiso acordarse, estaba solo, meditando arriba de un mangrullo. Yo creo que en ese momento ocurrió uno de los hechos más hermosos de la historia argentina, pero ahora tengo que irme, dijo Lalo. Esta noche se los cuento, en la quinta del Cerro.