IV

Caras, lugares, palabras. Hay, incluso, palabras que fueron pronunciadas no sé cuándo, y que no encuentran sitio, como si hubiesen sucedido en el plazo brevísimo de un sueño que, al ser contado, maravilla por su extensión; recuerdo la palabra frialdad y una voz que dice: «Qué poco significan ciertas palabras, ésa por ejemplo, o egoísmo. Quién sabe dónde terminan la frialdad y el egoísmo y empieza lo único verdadero que tenemos, chango. Vivir. Pero a qué le llaman, qué es vivir para estos atorrantes», dijo Santiago y no se refería a nadie en especial, ni siquiera daba la impresión de estar hablando conmigo. Detrás de él había un largo paredón de piedra contra el que parecía borrarse el gris de su traje, y asomaban unos árboles. Antiguos, había dicho antes, como el miedo. «Estamos solos sobre el corazón de la tierra atravesados por un rayo de sol, y de pronto anochece», lo dijo y yo me asombré: era difícil imaginar al jujeño leyendo a Quasimodo. «Vivir. Hoy lo nombraste a Balzac: ¿vos te crees que se pueden escribir semejantes novelas si el gordo hubiera hecho alguna vez lo que éstos llaman vivir? Dos mil personajes, madre mía… Pero me gusta la vida, ahí está la cosa. La vida de ellos, sí, más que la de Balzac. Quiero tomar vino en bota y cojer tirado en el pasto, estoy podrido de libros y de emparedarme en una pieza a la luz de una lamparita eléctrica en pleno día o en plena tarde, mientras afuera un sol redondo grandote como chupetín de mil pesos. Ahí tenés una metáfora». Se rió. «Y la mujer y los hijos», dijo con seriedad, «en la pieza de al lado, tratando de no pisar fuerte para no meter bulla porque el poeta está de parto. Papá escribe… Vean qué lindo. Sin embargo, era lindo…». Me miras con cara de risa; soy contradictorio. Y cómo querés que sea. Porque oíme, ¿de qué mierda sirve la vida?… Suponete un tipo que nace a contramano, algo así como un albañil con las ideas de un arquitecto gótico, que quiere hacer la Portada de la Gloria de Santiago de Compostela, pero con un fratacho y medio kilo de cal, que viene y te dice: y vos te crees que vale la pena tu famosa vida, tus verdes yuyos y tu linda chinita, tus vides como manzanas y todo el cielo arriba y toda la gente abajo y toda la risa de dos changos gordos como el niño Jesús, y uno en camino, si no podes levantar el San Lorenzo, como quería Leonardo, y ponerlo sobre otro pedestal, o escribir los dos mil personajes de Balzac… Te regalo un tema, Espósito: un pobre infeliz que, cuando se sentía modesto, lo menos que pensaba era cantar la guerra de Troya y se enganchó en el ejército de Agamenón y anduvo a los hachazos y violó a una teucra. Y se tomó todo el vino de la ciudad, cantando y asolando. Pero escribir, no pudo. O pior, fíjate. Un día se topó con un linyera ciego que, por un vaso de tintillo, agarraba el laúd y se acompañaba en la Ilíada. Me reí.

—Llegaste tarde —dije—. Eso se llama Mozart y Salieri, y lo escribió Puschkin.

Santiago, que estaba apoyado en la pared, se puso a caminar tranquilamente. Lo seguí. Me pasó un brazo por el hombro y murmuró:

—Te das cuenta. Eso, justamente, es lo que yo digo. Luego volvió a hablar de los árboles.