III

Las dos y media. ¿Las dos y media de la tarde? Según esto me has estado esperando en este café casi dos horas. Me doy vuelta y le pregunto al señor de la otra mesa qué hora dijo. El hombre, sorprendido, también se da vuelta y durante unos segundos que parecen durar muchísimo nos quedamos así, retorcidos e incómodos, casi tocándonos. Una cara solemne y vegetal. Como una mandioca que fuera al mismo tiempo profesor de urbanística. Me parece haberlo visto la noche anterior, en el Paraninfo, enmarcado en una de las paredes. No sé a quién puede haberle dicho la hora, porque con él no hay nadie. Tal vez es un hombre preocupado y habla solo; tal vez la voz vino de alguna otra parte.

—La hora —le digo.

—Ah, sí. Cómo no —dice. Busca en el chaleco su reloj de doble tapa, heredado de fray Mamerto Esquiú, lo abre, se pone los anteojos de leer—. Catorce y veinticuatro, exactamente.

—Muy amable, licenciado. Gracias.

—El gusto ha sido mío —pasmosamente dice el hombre. Tal vez tiene un sentido del humor prodigioso; tal vez es un melancólico que se ríe secretamente del mundo. Tal vez he estado dialogando sin saberlo con un ser solitario y extraño que merecía todo mi respeto De nuevo frente a mí tus ojos. La palabra es convencional pero irremplazable: relámpago. Tan fugaz que casi se me escapa. Hace un segundo significó algo.

—Qué pasa —pregunto.

—Ahora nada.

—No, no digo ahora. Hace un momento.

—Pensaba —dijiste. Acercaste tu cuerpo hacia mí por encima de la mesa. Muchacha en la cama, acurrucándose. Me invadió de pronto una invencible ternura y me dejé arrastrar por ella, qué podía perder. Un caballero angelical con cara de mandioca, tal vez algo loco, había realizado un mínimo milagro. Hay en vos, pensé, zonas claras e infantiles que me desconciertan y que acaso temo mucho más que a las otras. Y en las otras para qué pensar. Y vos dijiste—: Cosas oscuras, no sé. Tenés pozos de resentimiento y hasta de maldad. No hagas caras, es cierto. Y a veces, como hace un momento, cuando hiciste esa morisqueta, es como si salieras de un lugar tormentoso a otro de transparencia. No te rías.

—No me río.

El señor de la mesa de atrás se ha levantado. Debió correr su mesa hacia adelante para no molestarme pidiendo que yo corriera mi silla. Tan sigiloso y gentil que apenas alcanzo a verlo salir del café. Pienso algo absurdo y, por alguna razón, casi intolerable. La primera persona de la ciudad que desaparece para siempre de mi vida.