Me llamo Esteban Espósito. El cielo raso, los muebles, el empapelado de luces de las paredes, todo absolutamente inocuo. Ni manchas ni rajaduras. Leonardo da Vinci, ante un espectáculo así, hubiera sentido una fuerte desolación. Leonardo da Vinci es una excusa, las frases son una excusa; no hay público, se sincero, cabrón. Esto es Córdoba de la Nueva Andalucía, en Sudamérica, el ombligo, el mándala, o tal vez el culo del mundo, y yo soy Esteban Espósito, argentino, estado civil soltero, un grandísimo hijo de puta en el más cabal y nada metafórico sentido del concepto, profesión: escritor. Soñé toda mi vida con llegar a un hotel y en el registro de pasajeros del señor Ripul gusano gelatinoso zambulléndose con lentitud dentro de sus pantalones, estampar junto a mi nombre la palabra Escritor. Qué portento, qué rareza, oh. Niñas nubiles de vestidos vaporosos rodeándome y cantando Sanctus, sanctus Stephanos qui erat, et qui est, et qui venturus est, algo así. Me dejaba crecer el pelo, por ejemplo, larga melena heroica primero; más tarde, los versos vienen solos. El mayor peligro que se corre jugando a ser un genio, es llegar a serlo. Es fatal, es Ibsen. No. Todo otra vez, payaso. Hundirse usted, meterse bien adentro hasta el límite cloacal de tu podrida almita, bello espíritu llamado Esteban Espósito, no olvidarlo: se acabó el juego, voi chentrate lasciate ogni speranza, arder y comer caca, nadie prueba en joda los famosos y nada románticos y más bien con un siniestro sabor a acumulado sufrimiento ajeno, hermanos míos, los mundialmente conocidos Elixires del Diablo.
Cortina musical de Sibelius; cuento hasta diez y empiezo, lo juro. No, querido, ya, sobre la marcha dirás vine a Córdoba huyéndole a dos cosas que son la misma, a la espantosa angustia de no ser ya adolescente, nunca más serlo, jamás volver a serlo ni cantar O solé mío por las galerías del Colegio Nacional de San Pedro, pase Espósito, no estudié, y Julieta Capuleto mirándote entre orgullosa y seguramente alarmada pensando él no estudió porque sufre. Voy a matarme ahora mismo, ahí está. Lo único que me falta es el gato de Pavese. Pero nunca voy a matarme, capaz que allá no hay nada. La cara torcida, además, toda llena de sangre; los sesos amarillos contra las paredes. La fealdad es innoble. ¿Cómo?, ¿qué? Lo otro, querido alfeñique de cuarenta y cinco kilos convertido para siempre en Charles Atlas, lo otro, la otra parte de las dos cosas que son una, la parte donde se narra por fin la decisión impostergable de quien huyendo a Córdoba se encontró con la sorpresa de no ser ya adolescente y va a tener que aceptarlo. ¿Conforme, ahora? Me llamo Esteban Espósito. Ni nombre de escritor tengo.
Glup.
Nací en el año de la Nova Hércules, el 27 de marzo de 1935. Aries. Eran las ocho de la noche. Escorpio. Signo de fuego y sexo, nuevamente oh, incurable. Cuidado con los golpes en la cabeza. No le falta más que la túnica, el zodíaco atrás y esa especie de juguete enorme, el universo, con planetas y círculos. Urba. Doctor Urba. ¿Usted se golpeaba a menudo, mijito?, no lo dijo pero lo oí, y él ponía ojillos con elle, rendijas o ranuras de alcancía, muy tipo Doktor Urba Herr Proffesor und Privatdocent Urba. Y el otro, ¿quién será? Cherubini. Padre Custodio Cherubini. ¿Y por qué habla de esa manera? Pero el hecho es que sí me golpeaba a menudo y que la cabeza cada día me duele más, como si me barrenaran el cráneo o como si quisieran arrancarme algo con una gran pinza de dentista, tirando hacia abajo para desarraigar una muela gigantesca y podrida. Quizá los fórceps. Salí todo machucado, mamá, resistiendo heroicamente hasta último momento, conmigo no podrán hijos de puta. Al menos te habrá dolido bastante, grandísima atorranta. Llámame tía y cuidadito con decirle nada a tu padre. Y creo que me daba cuenta, por supuesto que me daba cuenta, si ahora me doy cuenta es porque entonces ya me daba cuenta. Nadie recuerda lo que no recuerda. Complicidad infantil, protoalcahuetería. Estebancito Celestina de siete años traidor a la causa del gran Sandokán, su padre, con quien sin embargo navegaba de noche por la Rada de Batavia, recuerdo su voz profunda leyendo al abordaje mis tigres, voto a bríos, entre el tronar de los arcabuces y las espingardas, sin saber él que yo la llamaba tía y que el avión aquel me lo regaló un señor. Perdón, papá. ¿Quién será Bríos? Hace unos días soñé con ella, venía caminando de espaldas desde el fondo de un pabellón. De espaldas pero con la cabeza vuelta hacia mí. No fue un buen sueño. Tenía un guardapolvo con un número o una letra, que yo veía claramente pero que no podía leer. Un alfabeto de manicomio. Sus ojos, sobre todo. El lago del corazón del que hablaba Dante no está en el corazón, está en los ojos. Yo creo que la locura se hereda. En el fondo me gusta la idea. No seré noble pero vivan las taras familiares. Blasón no, ley de herencia. El menor peligro que se corre jugando a ser loco, es llegar a serlo. Fiksler también jugaba, algún día ir a visitarlo al Neuropsiquiátrico y escribir sobre la cordura de don Jacobo. Sólo que por qué jugaba. El famoso demonio de la perversión, chueco jorobadito ladino que hace leer a Artaud, al viejo Poeta, a Nerval: hacete el loco que te queda lindo. Mi madre con sus enormes ojos opacos, como cuando de noche se sentaba de golpe en la cama y me decía Esteban, tuve un presagio. ¿Qué es presagio? Una premonición, un anuncio: ellos están cerca, vienen hacia acá, me van a llevar. Y yo pensaba quién va a hacerme el café con leche por la mañana, mamá. Pensar eso era el miedo. De mañana era buena, madre-diurna, hacía caricias, contaba historias, decía que las soñaba. Y una mañana no estaba más, zas, pensé, se la llevaron, pero mi primo Julio dijo se piante con un tipo y empezamos a rodar por el patio de baldosas, caí de cabeza pero igual le gritaba retirá lo dicho. Laura estaba mirando. Sucia carroña, gritaba yo. Me parece que uno ya viene con la literatura puesta. Anankee. Las estrellas inclinan pero no determinan. Como el materialismo histórico. Santo Tomás pensaba algo parecido, el futuro de los pecadores está bajo el dominio de los astros, sólo los pecadores tienen destino. Idea rara. Algo puede haber, sin embargo. Como la influencia de la Luna sobre las mareas, algo así; o sobre las cosechas. ¿Las mujeres? Por ejemplo. Lógico: astro lógico. Mira a van Gogh, multicolor imbécil, loco ariano desorejado babeándose gritando imposible imposible. O Baudelaire. He cultivado mi histeria con regocijo y terror, ¿cómo seguía?, y hoy nosecuánto de nosequemés de nosequéaño he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad. Ahí tenés lo que se llama un presagio. Bach también de Aries, pero manso. De todas maneras uno se tiene que ir dando cuenta. Al principio debe ser algún tartamudeo. O enojarse por cualquier estupidez. O ver algo que no está. Las voces, eso es lo raro. Hace unas noches, en Rosario, en esa casa de Fisherton. Pero fue de dormir poco, y del botellón de whisky que tomamos en esa casa. Había un médico pelirrojo, pelitieso y peligroso. Parecía un fósforo recién encendido. Su apellido era fácil, significaba algo que se parecía a él, raro que no me acuerde. Nunca vi a nadie tomar tanto, creo que tenía una cuestión personal conmigo. Cantaba bien. No tan raro, ya que cuando salí de esa casa yo no sabía ni mi propio nombre. Como esta mañana. La cuestión es que lo oí clarito. Pactemos. Y me desperté, en la bañadera. Además no estaba dormido ni eran voces. Era como pensar con fuerza, como si ahora pienso: Pactemos. ¿Qué? El asunto de los pájaros ya es un poco más divertido, el cansancio hace oír pájaros. Trinos. Pajaritos en la cabeza. Signo, señal. Indicio y dato. Humo y fuego.
Pactemos.
¡Fuego!
Un tiempo de roja locura se avecina, ahijadito, galoparás, galoparás delante y te dirán maestro. Also sprach Esteban. Abandonó su patria y el río de su patria, se retiró a la montaña, una mañana se levantó con el crepúsculo del alba, increpó al Sol, se despidió de su águila y de su víbora y comenzó su Untergehen, cuesta abajo, dando gritos como un sátiro adolescente, no, nunca más adolescente, lo sé, se acabó el efebo brillante a quien rondan protectoras matronas Cavarozzis deslumbradas ah llorando su antigua nubilidad en andrajos, pensando quizá lo hubiera amado tanto, snif, el tiempo, el Tiempo. Para mí, también. Tengo tres pelitos blancos en la barba, los vi, tres níveos pelitos de un lado y cuatro del otro, que se multiplicarán como las frutas en las cumbres del Líbano, como la hierba en los prados. Motivo por el cual, caput, Jodón dios Pan de pueblo chico, basta. Cabeza de ratón ha muerto. Ecce Homo. La gran quiebra adentro, el límite aquel de la lectura: un punto del que es imposible regresar, nadie regresa. Sí, firme aquí con sangre. No, nadie regresa entero, sólo el consuelo de la letra escrita y yo con ella hasta donde aguante, reventaremos juntos, amada mía, aunque no sea lo mismo, aunque el agujero aquí, corazón de trapo. Pero y por qué. No por nada llegué huyendo, Beatriz, y te encontré Graciela Oribe alta de manos balsámicas, matadora de la serpiente. Y Esteban da siete pasos de león y mirando a su alrededor dice: Homo fuge. La cosa está que arde. ¿Volver adónde? San Pedro ya no existe. Buenos Aires nunca existió, Buenos Aires es una plaza en Flores, una plaza con robles y terebintos junto al gran colegio irlandés de tejados rojos. Y su pelo. Buenos Aires era el resplandor de su pelo tan raro por las noches, tan no sé. No parecía real visto contra la brillazón de los focos. Una calesita a lo lejos. Y, siete años después, la triste despedida, ella y yo junto al sobrerrelieve de Los Amantes, en la Plaza Irlanda, lindo lugar para la patética ceremonia. Despidiéndonos como dos enanos junto a la titánica pareja de mármol. La formidable amada de dos metros de alto mostrando el culo, y el amado descomunal, portador de una hoja de parra en el pito. No sé por qué la Municipalidad imagina qué las nalgas de una señora son menos ofensivas que su bajo vientre. Francamente. Tampoco sé cómo hacían los antiguos para taparse la pistola con una hojita deleznable sin que se les viera, no digo las pelotas, pero aunque más no sea algo de las pelotas. Me mirabas, Beatriz. Te estás sonriendo, dijiste, siempre estás sonriendo, hasta hoy. No, es que. Pero cómo explicar. Cómo explicar, mientras me dabas los anillos y me decías guárdalos vos y si dentro de un año, cómo, en qué lenguaje de este mundo explicar lo de los glúteos y la hojita. Un año, qué coraje el mío. Un año de plazo pedido por mí. Un año de ardiente soledad creadora, doce meses de libre libertad febril, trescientos sesenta y cinco domingos áureos poblados de millones de minutos fulgurantes para redactar mi Zepher Yetzirah, porque al parecer la marcada tendencia de Esteban Espósito, en esos últimos tiempos, a rodar borracho por la escalera o despertarse en camas ajenas, no era la fresca viruta sino desesperación poética. Déjame que te explique, hermana paloma: una especie de autodestrucción simbólica, de autovejación, como de santo que macera su triste carne para purificar el alma inmortal, sólo que un poco al revés. O de rebelión. Combatir la impotencia del espíritu a rudos golpes de bragueta. Me engañabas, Esteban, eso es lo único que yo sé. Cómo explicar, cómo decir que no. Que realmente era otra cosa. Y además para qué, vengan el cintillo y las alianzas y adelante con el Amor Fati. Comprometerse, cajita azul, anillos. Bien mirado hay que ser cursi. Yo, quiero decir, porque la idea se me ocurrió a mí, poeta colosal. Gran sorpresa en el Pasaje de la Piedad: Te voy a inventar un sitio, vení. El pasaje colonial engastado súbitamente como un camafeo en plena Bartolomé Mitre al 1600, a tres cuadras del siglo XX, laberinto dormido en el tiempo frente a la iglesia de la Piedad, con su letrero ruinoso ENTRADA PARA CARRUAJES y su empedrado recoleto que pisan fantasmas de enlutadas. Mira si no es de otro siglo, de otro mundo; hace abstracción de esa rata y de los tachos de basura y decíme si no es Poe. Mira esa casa. Y ahora dame la mano. No, la otra; el dedo, afloja el dedo. Ego vos conjugo. Consummatum est. Aunque declaro que su helado brillo lunar, el de las sortijas, no significa que sean de oro blanco ni mucho menos platino, en cambio la perla del solitario es auténtica y no me salgas con que trae mala suerte porque mi abuela Ramona la usó sesentitrés años y tuvo nueve hijos, sólo uno epiléptico.
Ite, missa est.
Meses más tarde: el sobrerrelieve, la giganta culo al aire, el titán atrofiado por las paperas. Y cualquier día de estos se cumplirá el año atroz y me morderé pa’no llamarte. Cuándo se cumplirá el año, dicho sea entre paréntesis. De cualquier modo, no pienso aparecer, a ver si no va. O si va. Eneas y Dido. Kierkegaard y Regina Olsen. Odi et amo. Tania y Discépolo. Esteban y… Viaje a Córdoba en los veloces y confortables trenes Flecha de Plata y toque allá la mandolina durante treinta y seis horas. Me quedan veinte.
Hay otros planes de excursión. Firme aquí.
Me llamo Esteban Espósito, no es un buen nombre.
En efecto, no es ningún nombre. Somos mil. Él es mil. Legiones de argentinos se frustran sistemáticamente alrededor de los treinta años, dejarlo que reviente. Viva el fracaso. Veinte millones de malogrados, deslucidos, abortados y fracasados te saludan, viejo Discepolín. Adelante, cabrón. Hundirse usted. Confesar me llamo expósito que no sólo no es un nombre estupendo sino siquiera un nombre de ninguna especie.
Trataré.
Ficha históricogenealógicaprenatal de Esteban Espósito, única protobiografía completa de un argentino, desde el zanjón ignoto hasta los fórceps, desde el estado espermático hasta su casi fatal naufragio fetal en el líquido amniótico, sus muchas diversas metamorfosis, y sus correspondencias con otros ensayos de la Naturaleza, análogos y monstruosos, que precedieron a la aparición del hombre sobre la Tierra.
Bien. Algún antepasado mío fue arrojado a la alcantarilla y de allí lo recogieron; aunque, si se lo mira con calma, ésta también es una idea narcisista. Dejemos la alcantarilla. El hecho es que un hombre remoto cumplió la mayoría de edad y, al salir del orfelinato, el Señor del Escritorio dijo: Atención, guachito, vamos a darte un apellido. Te llamarás Expósito. Con equis. Y él, que seguramente tenía el humor siniestro de casi toda mi familia, pensó gracias, Spicciafuocco es peor. Sin contar con que si uno se llama Gambastorda o Roncaforte puede jurar por Dios que no pertenece a la casa de Alba. Yo, en cambio, soy mi propio origen, me celebro y me fundo a mí mismo. Que vengan a probarme que no desciendo de Alfonso el Sabio o de Bernal Díaz del Castillo, gran prosista. Y él salió a la calle, miró en torno y dijo: Todos los argentinos somos expósitos. Guacho: gaucho. Un orfanato planetario de 3694 kilómetros de largo por 1460 en su anchura máxima, limitado al norte y al poniente con otros asilos de desolación, al este con el exilio y al sur con la Nada. Lo cual explica muchas cosas; entre otras, nuestra falta de orgullo nacional, nuestro sensiblero amor a la madre y nuestra moral de carpe diem. Veamos, reflexionó. Ontología patria. Expósito Ixpiacoc, el abuelo primordial, intenta echar raíces. Oye una fanfarria, ve a distancias telescópicas un árbol copudo, observa a unos niños rotosos y gambeteadores disputándose con pasión una pelota. ¿Qué ha percibido? Himno nacional que celebra de los rudos campeones los rostros, Marte mismo parece animar. No es un himno, es una payasada. Para no hablar de la Marcha de San Lorenzo, con Febo, que asoma, y un sordo ruido que oír se deja. De corceles. Ñatos matungos petisos y unos paisanos chuecos que vienen a ser las Huestes. Cero en historia. El árbol es un ombú, que ni es árbol ni pertenece al paisaje. Es una planta, un yuyo, un arbusto a escala de dinosaurios. Solo y anacrónico como los leones de don Quijote. Algo lo desarraigó de la selva y lo empujó hacia el sur, Dios, o el azar, o su propia voluntad de gigante loco que se puso a caminar contra el pampero por contrariar a la naturaleza. No sirve ni para leña ni para empalizada ni para muñirse de garrote. Fofo como una madre, sólo da sombra. Y asilo. Una planta desarraigada para el descanso de la huida de un huérfano trasplantado. Deporte típico: foot ball. Balompié es peor. Boca juniors. Algo así como un concubinato monstruoso entre Garibaldi y la Reina Victoria. Qué país, manes de Atahualpa. Si hasta él, zorzal criollo, el bronce que sonríe. Viejo Carlitos, cómo nos hiciste la porquería de nacer en Francia. Habría que fundar todo otra vez, dijo. Y creció y se multiplicó y perdió la equis. Hasta que, en la conmoción oscura y violenta de una siesta pueblerina: el Gran Misterio del Galpón. Jodienda y cachondeo sobre las tibias amarillas pajas. Ellos, los microzoos metafísicos. Conmigo a la cabeza. Eran miles, somos miles, cientos de miles arremetiendo juntos. Nunca imaginó nadie jornada más gloriosa. Un batifondo de epopeya conmoviendo los valles de la uretra, Falopio que soplaba su trompeta; los hocicos resollantes de las tencas. Y él, Güemes bicrobiano, Estebanzoide, dando feroces alaridos épicos. Y él era yo. Los otros rodearon suicidas los últimos reductos, de cabeza locamente se lanzaban hasta que las resistencias cayeron con fragor, y yo, que entonces era él, advertí de pronto la Puerta Estrecha, la grieta franca y enigmática. ¡Ábranse!, debí de gritar mientras pensaba para mis adentros: Y ahora, qué. Me derrumbó la noche. Oremus. Esbebanzoide ha muerto. Te llamarás Estebanfeto. Bien. Y él fue como los pólipos. Y él durmió, y al despertar fue como el pez de pupila alucinada. Y soñó. Y al despertar fue como los renacuajos. Entonces, meditó. Encogido sapo, filósofo uterino, reflexionó acerca de profundos misterios. Quién, qué soy, se interrogó clamando en la honda noche húmeda, de dónde vengo, para qué. Y cantó en las tinieblas su canción acuática: Oh lejana irrecuperable infancia, yo era el alegre delfín cola de pez, había sitio en el universo para mí y ahora todo tan remoto y sumergido. Porque se encontraba a punto de tomar una resolución, y Esteban, como la Naturaleza, cuando está triste o desorientado canta. Pero a veces sus cantos son espantosos. Y la resolución que él debía tomar era crecer. Y creció. Y él mismo fue en sí mismo y dentro del claustro materno todo el origen de todas las especies, y la naturaleza evocó y repitió en él sus primeros repugnantes tanteos, sus horrorizadas vueltas atrás y sus deformidades. Un día le borró la cuerda dorsal como ya otra vez había diezmado los peces de enormes caparazones. Y, delirante, al día siguiente, le inventó riñones gigantescos, esponjas bestiales que poblaron hasta casi reinar en ella, la bóveda del peritoneo. Y tuve un hígado titánico, un hígado prometeico, que combatió por su mundo visceral: un hígado como para mil buitres. Y tuve una cabeza de pesadilla, fantástica en su pavorosa degeneración, una cabeza del tamaño del vientre de mi madre, que reinó y mandó sobre mi triste cuerpo. Cosa que aún me pasa y que es algo molesta para vivir, hablando en general. Pero no quemar etapas. Natura non faecit saltum. Estamos aún en el planeta húmedo, en el fangoso y demencial período de agigantamientos, época incoherente y monstruosa que, en la panza usada por mis equinodermos y moluscos y medusas para dar una forma nueva y un alma inmortal, corresponde a las noches ciegas y horrorosas en que la vida planetaria borroneaba histéricamente bestias descabelladas, reptiles con plumas, quimeras fuera de toda lógica, bichos heteróclitos, abortando sin amor sueños infames que eran simultáneamente pájaros y caimanes y algas devoradoras y mamíferos y reyes del agua. Entonces, y no antes, comenzó la Creación: la equilibrada música, el ordenador principio masculino del arte frío y de la naturaleza diurna. Los peces de enormes caparazones, los gusanos altos como árboles de gelatina y miedo, los pobres seres gigantescos con cerebros de pollo que aprendieron a mamar de madres como montañas, fueron descartados como capítulos de borrachera y locura, y yo, que entonces era todos ellos, sentí disolverse el riñón primitivo, la vesícula umbilical, los apéndices teratológicos e irrumpió en mí o yo irrumpí en la forma, el más inexplicable secreto del universo: cayó como una magia en el centro de mi repulsión y operó fría, cautelosa, corrigiendo errores y brutalidades. Y él creció y envejeció en sus pantanos. Y una mañana, al crepúsculo del alba, fue el Diluvio microcósmico, el estallido de las bóvedas fetales, el líquido amniótico desbordado a torrentes de los ríos del cielo. Y todo era otra vez como siempre había sido. Él pensó: Voy a morir, lo sé. Lo último que sintió fue una presión formidable en la cabeza y un relámpago que lo dejó ciego. Edades glaciales se precipitaron sobre el caliente mundo. Lo deslumbró la blancura de la muerte mientras pensaba: ¿Y ahora, qué? Nací el 27 de marzo de 1935. RIP. Te llamarás Esteban Espósito. Y ahora qué.
Los caballos últimos, la alta yeguada espléndida, huerfanito, el huir para siempre de los perros vengativos que vienen con la repetida muerte: no hay más que esto, esta disparada vertiginosa hacia el Estebanfuego. Inexorable y solo. Expósito.