XVI

Doblé por cualquier parte. Tomé un taxi y a las tres cuadras me salió al paso el edificio de la vieja Terminal. Me recuerdo discutiendo por un pasaje que no quería utilizar y volviendo al hotel por una vereda junto a la que se alzaba un paredón de piedra en el que vi una puerta con la siguiente inscripción: Casa de Dios y Puerta del Cielo. Hoy sé que era el paredón de la Compañía de Jesús, entonces no lo sabía. ¿Qué pasará si entro?, me limité a pensar. Antes hay como una laguna, una zona imprecisa y ambigua donde, estoy seguro, ocurrieron las cosas definitivas. Una moneda que se me cayó de las manos. O la aparición de la sirenita. Hechos pequeñísimos de los que recuerdo la forma, pero cuyo significado real se me escapa como si mi memoria fuese exactamente una laguna, como si todo lo ocurrido aquellos dos días fuera eso, un agua caótica donde yo trato inútilmente de recoger matices, cifras, sombras, con una red demasiado tosca por donde se escurre lo que de veras importa. La señorita mayor, por ejemplo, o el color del cielo, un cielo que repentinamente se vuelve plomizo y hostil y que en aquel momento me pareció un signo anunciador de algo. Una palabra oída al pasar, que influyó quizá en mi ánimo, que tuvo sentido, que tal vez fue la verdadera causa de mi decisión de comprar aquel pasaje. Iba hacia la terminal y era como si la ciudad se borrara y en su lugar comenzara a construirse el fantasma de otra, otra que ahora es ésta, en la que no siempre las calles corren en la dirección exacta ni los monumentos o las plazas están en el punto que marcan los planos, mi ciudad, donde las paralelas se cortan y una misma ochava española puede estar en dos esquinas distintas. Era poco más de mediodía; pero parecía el atardecer. Cine General Paz, leí desde el taxi, Hace un año, en Marienbad, y pensé que si fuera de verdad el atardecer me habría gustado dar una vuelta por la Plaza Martín para ver la llegada de los tordos. Negros, cayendo como la tormenta sobre los robles y los plátanos, si no chillasen tanto serían un espectáculo alucinante, pensé. El último sombrío cuadro de van Gogh, claro que allá son cuervos. Y además no fue el último.

—De dónde salen los tordos, los de la plaza —le pregunté al hombre del taxi. Hubo una pausa extraña.

—Los tordos —dijo—. Para mí no son tordos.

—Pero de dónde salen.

—Y vaya uno a saber.

Fue todo lo que hablamos, o quizá yo no le presté atención. Mientras le pagaba, se me ocurrió la fantástica idea de que ese hombre podría haber estado tratando de insinuarme algo. Lo miré fijamente. No alzó los ojos al darme el vuelto. Tenía la cara justa de no haber querido decir nada. Pero nunca se puede estar seguro. Entonces sucedió lo de la moneda. Una moneda que el hombre acababa de darme se me escapó de las manos y cayó al suelo. Si sale ceca, pensé, va a ocurrir algo extraordinario. El automóvil arrancó y yo me quedé al borde de la vereda. No quise mirar.

Esto es la Terminal. Esto debería estar sucediendo mañana. El llamado violento de los altoparlantes anunciando coche número tanto sale con destino a tal parte. Mujeres nerviosas, hablando en voz alta. Mujeres con pañuelos en la cabeza y sus muchos colores de mujer que viaja. Hombres con valijas interplanetarias y camisas fuera de los pantalones. Chicos disfrazados de enanitos esquimales. La trepidación de los motores. El viento entrando por las dos bocas de la galería. Todo un poco estruendoso e innoble. O sea que desde este lugar infecto me voy a ir para siempre al día siguiente. ¿Y adónde me voy a ir, si se puede saber? Ahora discuto a gritos junto a una ventanilla, discuto absurda y empecinadamente para conseguir un asiento que no tengo el menor interés de ocupar. Sobre la rueda, no; jamás sobre la rueda. Imposible leer. Vea, señor, yo le pago para viajar en el asiento que a mí se me antoja, y además quiero dos, detesto que la gente se apoltrone a mi lado y converse. Una voz dijo entonces la palabra amor casi junto a mi oído, y me sobresalté. Después vi una chiquita de ocho o nueve años corriendo hacia su madre, quien acababa de llamarla con la palabra amor. Tenía un pie descalzo y en el otro llevaba un zapatito de bailarina, dorado. Sus grandes ojos de niña y su boca embadurnada de chocolate y su pie de oro. Llevaba bajo el brazo uno de esos enormes libros infantiles que leen las niñas que luego crecerán y amarán a un escritor atormentado y adulto. Si yo hubiera tenido diez años me habría puesto a caminar cabeza abajo, o por lo menos habría dicho una chanchada, para llamar su atención. Mire, le dije al tipo de la ventanilla, déme el asiento que quiera, usted no tiene la menor idea de lo que puede dejar de suceder, si no viajo.

Salí a la calle. El cielo sucio no podía estar más de acuerdo con mi alma. Siempre pasa. Un mundo que se maneja con imágenes convencionales, dioses groseros y sin fantasía. Volví a quedarme detenido en el borde de la vereda, oyendo a mi espalda el ruido de los motores y las voces en el pabellón de la Terminal. Después me agaché para buscar la moneda que había dejado caer antes de entrar. No pude encontrarla por ninguna parte. Una moneda, sin embargo, no desaparece porque sí. Nadie llega a una estación de ómnibus con tiempo para mirar el suelo y ver monedas, pero, aunque alguien la hubiese visto por casualidad, nadie se toma el trabajo de recoger diez centavos cuando está por viajar setecientos kilómetros.

—¿Perdió algo?

Unos botincitos negros, de señorita mayor, se detuvieron muy juntos a mi lado. Yo estaba en cuclillas. Los botincitos eran redondos en la punta. No tuve más remedio que recordar tus propias palabras frente a El Vesubio. «¿Te pasa algo?». La gente ve a un hombre descalabrado en el medio de la calle y lo único que se le ocurre preguntar es si se cayó. Hablan por teléfono, la comunicación se corta, vuelven a marcar el número y lo primero que dicen es: se cortó. A esta clase de cosas se le llama lenguaje humano. Alguien nos hizo creer que es un modo de comunicación muy superior al canto de los pájaros o al fanalito intermitente de las luciérnagas.

La dama de los botincitos pensaba seguramente que no había hablado lo bastante alto.

—¿Perdió algo, joven?

La miré oblicuamente, desde allá abajo.

—No. Estoy haciendo gimnasia.

La mujer, al principio, pareció sonreír. Después, su cara se contrajo. Cuando se alejó vi que iba vestida totalmente de azul y tenía puesta una gorrita estrafalaria, como de vigilante; en la cinta, grabado en letras doradas que ahora yo no podía ver, decía, por supuesto, Ejército de Salvación. Renuncié a encontrar mi moneda. Iba a ponerme de pie cuando, a unos centímetros de mis ojos, vi el dibujo a todo color de una joven de largo pelo rubio y hermosa cola de pez. El libro de la nena del pie de oro. La dueña del libro tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Mi moneda.

—Una señorita preguntó por usted —oí, en el hotel.