No, nadie. De acuerdo. Pero a qué grado de desinterés debí llegar con los años para no vivir aplastado o idiotizado por respuestas como ésa. No, nadie. Qué significa responder no cuando uno ha preguntado quién. Qué significa esa incoherencia en boca de una mujer; qué es, en realidad, lo que está contestando; qué está negando. ¿Y por qué? Dejo el interrogante abierto a todos los adolescentes tardíos, cornudos y almas poéticas que repoblarán el florido y buen planeta viejo de Santiago; yo cultivo mi viña y crío mis abejas. Hace rato resolví estas cuestiones. ¿Nadie? Como en una placa fotográfica me quedó grabada para siempre aquella cara. Mariano. Un adolescente delgado, alto, de ojos oscuros y grandes. Pelo muy corto, como de conscripto. Esta conjetura, la de que pudiera tener veintiún años, en vez de tranquilizarme me causó un malestar parecido al miedo. Vos también eras muy joven. Y quizá menor que ese chico. La misteriosa antigüedad que yo atribuía a tu risa, la sabiduría lenta de tu paso, tu voz un poco ronca, la gota de Eleusis o de Babilonia a través de la que yo te veía, eran al fin y al cabo mi contribución mitopéyica a la realidad. Una forma de locura como cualquier otra, que me permitía escribir novelas sin necesidad de papel ni lápiz más o menos desde los cinco años. Que la gente fuera como le gustara, yo la vestía o la emplumaba, la recortaba contra un fondo de violines, le ponía un halo sobre la cabeza, la rescataba de los caníbales, la sacaba en brazos de casas incendiadas y me iba a dormir la siesta con mi perro. El problema es cuando se nos muere el perro. Y ese adolescente y vos tenían cara de tener perro. Se movían por la ciudad en el mismo espacio. La distancia, el perro muerto, estaba en mí. Yo había llegado casi a las puertas de mi inminente treintena, y en cuanto me descuidara: In mezzo del cammin di nostra vita. Ya me faltaban tres muelas. Pero no se trataba de eso (o sí, sobre todo se trata de muelas y pelos perdidos, de perros fantasmas, de baldíos en los que hubo una casa, de vías muertas donde se herrumbran trenes, pero no todavía, no entonces), sino de aquella sensación múltiple y contradictoria que recupero intacta y en la que confusamente se mezclaban no sé qué premonición de cosa maligna, cuyo símbolo era aquel saludo, y de pronto el disparate de una asociación de ideas que, debo confesarlo, todavía hoy me divierte bastante. Ese chico se parecía a Snoopy. Ignoro de qué perverso mecanismo se vale la mente —la mía, al menos— para defenderse de ciertas ideas peligrosas, para conjurar un dolor cualquiera o para racionalizar impulsos, tan poco naturales, como la irritación o el temor que me produjo esa cara. Ignoro el mecanismo, pero sé que existe. Es el mismo que nos obliga a hacer una broma en un cementerio, a contar una anécdota blasfema en un lugar santo. En fin, algo así como una manifestación de salud. Y aquel adolescente se parecía a Snoopy. Quiero ser ecuánime. No era en absoluto un rostro desagradable, al contrario, es verosímil suponer que resultara interesante. Conmovedor. Eso fue lo que pensé conmovedor. Nada del otro mundo, es cierto, pero tampoco se le podía exigir a Dios Todopoderoso que distribuyera cabezas como, en su caso, lo hubiese hecho Donatello. Sólo que esto lo pensé después; antes sentí simplemente que mi sombrío malestar daba paso a otro sentimiento, casi angelical, tan cómico que por un momento me sentí feliz. Todo lo que se quiera, pero este muchacho se parecía a Snoopy. De cualquier modo, atención. Hay algo más, reflexioné de inmediato; por alguna causa, algo me irritaba en aquel simpático conglomerado facial. Cierto ligero matiz de desamparo. Muy poético, en efecto, pero yo no me irrito sin razones. Esa cara ocultaba algo: nunca me engaño en estos casos. Vamos a ver, pensé, admitido lo de Snoopy no hay tanto que temer. Sólo que no tanto es algo más que nada. Para empezar, vos habías tardado un segundo en responder; y para empezar del todo, ustedes dos se conocían en un grado tal como para que al verte conmigo él se sorprendiera (su sorpresa no alcancé a comprobarla, la deduje), ¿pero cómo puede ser que alguien se sorprenda viendo a un conocido? Dos comechingones que se cruzan casualmente por la calle en Bielorrusia pueden quizá sorprenderse, pero no se miran con misterio. Arman sencillamente un escándalo y corren a festejar el notable acontecimiento, así se hubieran odiado antes toda la vida. No hacía falta ser un genio, le dije más tarde a Santiago, para darse cuenta de que ésa no era la situación y Santiago, chupando pensativamente la bombilla del mate, decía que sí con la cabeza. Lo único sorprendente de la situación, ¿qué era?. Vos, dijo Santiago, te juro que lo único sorprendente eras vos. Yo, muy bien. Por lo tanto a ese chico lo molesté yo, se sintió herido y, viéndonos juntos por la calle, sonrió de un modo equívoco y anormal. Ese mediodía, cuando volvíamos del Calicanto, pensé: Qué me hubiera llevado a mí, a los veinte años, a dar lástima a una mujer de una manera tan impúdica y ostensible. Respuesta: Querer dar lástima. Conclusión: Snoopy te amaba. Se sentía lastimado, celoso, herido hasta la muerte por vos, y ocultando su candor bajo sombrías pestañas de muchacho, te lo demostraba al pasar.
—Te pasa algo.
Una pregunta artera: no hay otra palabra. Era una afirmación, no una pregunta, pero hecha con una voz tan casual e inocente que se mantuvo flotando en una zona de pálida ambigüedad. Trémula mariposa verbal. Es increíble la mala fe de las mujeres cuando saben que sí, que pasa algo.
Y me quedé petrificado.
El Vesubio, leí. Un cartel de latón con el dibujo en colores de un volcán. El corazón de Nápoles en el centro de Córdoba. Eso, en la vereda enfrente, ante lo que parecía ser una cantina o una trattoria; en esta vereda, el Colegio Monserrat, su portalón cribado de remaches, sus paredes amarillas y sus rejas. Y, aferrado a las rejas, el fantasma de Monteagudo buscando eludir la vigilancia del todavía más remoto fantasma del obispo Duarte para cruzar hasta El Vesubio y comerse una porción de muzzarella. Alrededor del volcán, y sobre su cráter, el Mediterráneo y el cielo eran azules como los ojos de Julia Felice; del cráter brotaba una suerte de humito alegórico. Fue tan inesperado que me ofendí.
—Sí, me pasa algo. Me pasa que te están esperando. En tu casa. Y que dentro de diez o doce horas nos veremos en el Cerro de las Rosas. Suponiendo que no me atropelle un auto. O el tílburi de la familia Rivarola. Si es que ahora mismo no estoy muerto, porque sospecho que tengo cierto tipo de percepciones que no pertenecen del todo a este mundo. Y en el Cerro de las Rosas tal vez te encuentre siempre que te reconozca entre dos o tres mil fantasmones doctísimos y elegantísimos, amigos tuyos. Y, si te encuentro, razonaremos a cuatro metros de distancia sobre el hibridaje del ser nacional, que es un buen tema.
—No entiendo. Es…
—¿Absurdo? O injusto. Tenés cara de pensar que es injusto, lo que significa que sí entendés. O a lo mejor no entendés, cosa que no tendría nada de anormal. Me voy a almorzar con Santiago.
—Hace un minuto dijiste que necesitabas hablarme.
—Pero no así, no trotando por la calle como un turista. Y menos por esta calle de ciencia ficción. Parece un Banco de empeños, no una calle. Parece un Monte Pío. Parece la vidriera de La piel de zapa. Me querés explicar, antes de irte, qué significa eso del corazón de Nápoles frente al Monserrat. Lo pregunto en serio. Significa algo. Es una metáfora, o una clave, da una especie de miedo.
Sentí que me estabas mirando; pero no ahora: no mirándome en ese momento o desde hacía unos segundos, no Graciela Oribe en esta calle de Córdoba, que fue algo así como mi Piedra de Rosetta de la ciudad y desde donde se veía frente a la Universidad Mayor una placita que se llamaba Obispo Trejo y muchos años después, durante una semana, se llamó Cantilo Torres, y hoy podría llamarse la Ruina de los Sueños; no vos desde tus ojos, sino un genero, una raza, una especie entera, dejándome hablar como a un chiflado inofensivo y mirándome desde hacía varios milenios. La mirada antiquísima y sosegada, los ojos inmemoriales de la Bona Dea. Momento en que me oí decir que tenía sacado el pasaje a Buenos Aires y que me iba al día siguiente.
—Tengo sacado el pasaje —dije—. Me voy mañana.
Mentí, con absoluta impremeditación. Cuando terminé de hablar, era cierto.
Muchas veces, a lo largo de estos años, me he oído pronunciar palabras casi idénticas y he sentido sobre mi esa misma mirada, su apenas perceptible fulgor de ironía, esa grave ternura, parecida a la resignación, de la mujer que mira a su hijo practicar esgrima con la nada; he aprendido a reconocer los menores gestos, las mínimas crispaciones de cejas o de labios que significan que soy yo quien está fuera del natural y armónico y respetable sistema donde, al ritmo de la zampona universal, gira el buen planeta viejo del jujeño, parque de diversiones tan bien pensado que no olvidó incluir, para los sujetos de cierta calaña, el manicomio, la cárcel o esta pieza de hotel, según se decidan a seguir adelante, a hacer las del amigo Filiberto Toriano, de quien no sé si ya hablé, o a interrumpir con un balazo el sueño de los vecinos. Porque tampoco sé si ya dije que Santiago se mató esa noche, en esta misma habitación. Se pegó un tiro mientras yo estaba en el Cerro de las Rosas, en mi Walpurgis, conversando con el astrólogo de cosas como éstas en un pasillo de la quinta de Verónica.
Ya no me mirabas.
—Quiero decir —dije— que no conozco la ciudad ni tengo la menor idea de donde queda tu casa ni pienso averiguar tu número de teléfono, y es probable que nunca vaya al Cerro. Eso es lo que me pasa. Quería caminar, hablar con vos, no irme mañana, tal vez meterte en una cama y cantarte un aria de Puccini, Che gélida manina, en búlgaro.
Di media vuelta y me fui.