Lo comprendo, joven, no crea que no lo comprendo, había dicho la noche anterior el doctor Cantilo, llamado Roque, odontólogo y catedrático de la especialidad pasturas intensivas en la universidad experimental de Ascochinga, interesante distancia, no la que mediaba entre estas dos disciplinas sino la que había hasta aquella localidad, suponiendo que fuera Ascochinga y no Fraile Muerto o Laboulaye, distancia en kilómetros que por alguna razón o, para decirlo mejor, por si acaso, fiché mentalmente mientras miraba a su mujer, Verónica, quien, en el otro extremo de la mesa, hablaba con vos de alguna cosa que era como una telaraña que avanzaba amenazadoramente sobre nosotros. Sobre Santiago y yo. Entonces supe qué era lo que me había molestado al llegar a la mesa, porque Santiago, aquella primera noche, no era todavía Santiago sino apenas el poeta jujeño. Sonó un timbrazo, comenzaron a bajar las luces y debí postergar mi conferencia destinada al doctor Cantilo, sobre la cuestión del peronismo. Cuestión en la que nunca había pensado hasta ese momento de mi vida, pero que aquella noche, aclarada en mi alma súbitamente y para siempre por algún whisky, dos benzedrinas y el anisete de la señorita Cavarozzi, que me tomé al pasar mientras nos poníamos de pie, sentí que era un deber moral exponer ante Cantilo. Estábamos entrando en la sala del teatrito y yo, ahora, escuchaba a mi lado la voz apagada de Verónica. Tenía, en efecto, la voz apagada, bella y casi grave. Había en ella, no sólo en la voz, en toda la mujer y hasta en sus gestos, algo impúdico pero casual, inquietante, de sereno estilo clásico. Cuando habló de la fiesta, por ejemplo, no habló conmigo: se dirigió a vos. La artesanía era meticulosa y sutilmente provocativa: no me hablaba a mí, hablaba de mí. Como contar un secreto para que sea transmitido en el acto, sólo que aquí se sumaba el refinamiento de que por más que vos no me lo transmitieras yo no podía dejar de escucharlo. Candilejas, spots. Detrás del torreón el mar está agitado: un centinela monta guardia junto a las baterías con su hermoso casco bávaro, y por lo tanto esto es el segundo acto de La Danza Macabra, de Strindberg, y no Pentesilea de von Kleist como imaginé o recordé hasta hoy. Mar de tormenta y ruido de olas, sea. Y Verónica. Verónica que en voz muy baja te está diciendo algo de una fiesta en el Cerro de las Rosas. Una fiesta a la que debías invitar al pescadito de color, a mí, la noche siguiente. El Capitán, delirando durante el sueño, pretendía haber resuelto el enigma del Universo; ya amanecido, descubrió la inmortalidad del alma. «Cállate», murmuró el doctor Cantilo a Verónica, suavemente, con el acento en la primera a.
Je, je, ríe Kurt en la costa bávara. Je, je, sarcástico, haciendo cuchufletas y aun chilindrinas, zumbón, cállate quieres, a costa de la persona del Capitán, ¡ja, ja! Y me tenté. No porque el Capitán se haya figurado un igual de Dios sino porque ahora era cuestión de vida o muerte: yo tenía que hablar de cualquier cosa con aquel inodoro.
La señorita Cavarozzi me está preguntando al oído de qué me río. Le susurro que no, que es una mera sonrisa. Siempre me río. Y menos mal que estoy sentado en punta de banco y vos has quedado algo lejos porque debo taparme la boca con el pañuelo; y morderlo, y trato de recuperar la seriedad pensando en la locura de Strindberg, en el terror con que debió escribir estos disparates, método que misteriosamente dio resultado inmediato. «No serás tan imbécil», dice inquieto el Capitán, «como para creer en… ciertas cosas»; quiere hacerse el agresivo pero se ve que está asustado. La cara que pone Kurt no me gusta nada, le va a contestar alguna porquería. «¿No crees en el infierno y estás metido en él?». ¿No te dije? Y ahora hace mutis, o sea que es. Pero este diálogo es del primer acto, no del segundo, esta obra marcha en sentido contrario y además por qué Kurt vase, si falta que el Capitán grite que no quiere morirse. Es una adaptación, me explica la Cavarozzi, una adaptación libre del instituto. ¿Qué instituto? De lenguas germánicas, ella misma les ayudó a los alumnos del elenco, ahora venía la parte del ventarrón, yo iba a ver en seguida qué lindo el efecto del cuervo contra la ventana y el barómetro fluorescente. «Chisstt, Ethel», murmuró Cantilo, y el Capitán, que ya se barruntaba lo del viento, dice: «Ya me lo barruntaba». Y yo siento que me voy a morir, lo barrunto. Cierro los ojos y trato de recordar cosas tristes. Una vez me mataron un conejo y me hicieron comerlo, yo no sabía que era mi conejo, hijos de puta, lo del conejo nunca me pasó pero surte efecto. Estoy llorando. La señorita Etelvina a mi lado, también llora. El cielo truena, el mar brama, el cuervo de Poe aletea contra el frágil vidrio de la ventana del mundo Y yo lloro con los ojos cerrados junto a la señorita Etelvina que medio me palmea la mano, aunque también llora, a ella seguramente sí le han hecho comer engañada el muslo de su pollo favorito, la pechuga de su ave del paraíso, el ala de su ángel guardián, tiene todo el tipo.
Fin del acto.
Aplausos. Larga oscuridad para que nos calmemos. Luz de sala.
—Perdón —dije en la mesa, mirando de golpe a Cantilo—. ¿Cómo es?
La pregunta no estaba formulada para ser comprendida. Se hizo un silencio.
—Me distraje —agregué.
Verónica y vos juntas en un ángulo del bar. Vos hablabas por teléfono. La Cavarozzi en el baño, llorando quizá por el barómetro fluorescente. Santiago, frente a mí pero como si estuviera muy lejos, fumaba y bebía. Hay que aprovechar esta especie de soledad para hacer algo con Cantilo.
—De puño y letra —volvió a explicar él—. Son mi pequeña vanidad. —Cartas, eran. Quería decir que eran cartas. Cartitas, dedicatorias, esquelas, servilletitas de papel, autógrafos, facsímiles, menús donde el valeroso militar o el concertista, el político o la danzarina moderna, el obispo o Mongo Aurelio expresaban, de puño y letra, la simpatía que les había despertado nuestro agrónomo coleccionista—. Y hasta el abanico de tía Teresita, con una cuarteta de Rubén.
Yo extraje del fondo de mi alma mi cara más impenetrablemente idiota y pregunté con fría brutalidad:
—¿Rubén? Cuál Rubén. Él dijo con sencillez:
—Darío.
Y agregó alguna cosa acerca de alguien, pero yo sólo retuve la palabra generosidad.