VIII

La espadaña del monasterio de Las Teresas, de una hermosura casi sobrenatural esa mañana, al menos vista de golpe desde mi festivo corazón manierista. Palomas. Las torres de la Compañía de Jesús y, de perfil, la encumbrada silueta de Fray Fernando, escribiendo alguna cosa en el aire pálido de octubre, de pie junto a su alto pupitre invisible. Todo bajo un sol casi demasiado benévolo. ¿Cómo puede causar inquietud sentirse alegre? Me estaba haciendo esta pregunta cuando vi una librería de viejo junto al inesperado cartel de un club nocturno. La cueva de la Sibila. Night Club. El nombre de la librería también resultaba un pequeño anticlímax. Fausto. Librería y papelería. Textos usados y religiosos. Menos mal que debajo de la palabra Fausto se veían dos paisanos jetones de Molina Campos, compartiendo un porrón a la sombra de un arbolito. Bueno, pensé, por lo menos se trata del Fausto Criollo, pero por qué usados y religiosos. Y tan cerca de la cueva.

—No entremos —dije.

Santiago se detuvo en seco y me miró.

—De ningún modo. —Su tono era desconcertante; al principio no entendí. Me había quedado pensando en la señorita Sibila, quien fuera. La Sibila de Cumas. La gruta sibilante de la Sibila de Cumas—. Te juro que nunca pensé entrar —dijo.

O sea que únicamente a mí se me podía ocurrir el disparate de meterme en una librería a las nueve menos cuarto de la mañana. O en un night-club. Duerma bien, pensé, coma bien camine mucho lo que usted tiene es hambre. Dije que en el fondo era una pena, pero qué le íbamos a hacer. Lo de las unidades Angstrom, lo de las combustiones químicas. Y el jujeño me rogó que me explicara mejor. El color de unos ojos o la calidez del cuerpo de una muchacha, o lo que pasa esta mañana con el aire, que todo eso pueda medirse o descomponerse en unidades Angstrom, que sea el resultado de algo que se intercambia entre unas moléculas. La famosa angustia es una cuestión orgánica, te comes un buen especial de mortadela o te tratan del hígado y adiós tristeza.

El jujeño hizo un ruidito seco, un aborto de risa entre melancólica y doctor Caligari.

—Es cierto. En los últimos años han disminuido mucho las enfermedades microbianas. Lo que sigue aumentando es la locura. Me gustas —dijo después. Lo dijo de un modo extraño, como si en realidad estuviera pensando: Aunque no me gustes nada, creo que me gustas un poco—. ¿Cuántos años tenés?

Era fatal. Volví a espiarlo de reojo. De perfil, tenía el aire de un halcón cansado. Arruguitas en las sienes. Tres largas rayas como grietas le cruzaban la frente. Me sentí liviano y nítido (pero qué era eso, qué era lo que se avecinaba, eso que se había desencadenado en algún lugar de la ciudad y se avecinaba como una informe mole sombría, por qué esta inquietud y, para decirlo de una vez, este miedo) y quise ser generoso o continuar sintiéndome generoso, porque, de un modo oscuro y difícil de precisar, lo de la desesperación que se cura como la hepatitis había sido un arrebato de alegría o de flor secreta, un homenaje, no del todo humorístico, no sabía por qué ni a quién.

Me agregué dos años, fue todo lo que pude hacer.

Vi, allá enfrente, la cúpula de mosaicos de la basílica de Santo Domingo. Estábamos a punto de cruzar la calle.

—Sos muy pichón —dijo él.

Hice un último esfuerzo. Me aferré al campanario y sus palomas, a los quioscos chinos, al aire que realmente olía a garrapiñadas.

—No te hagas el senil. En este país todo el mundo tiene el complejo de la edad.

Este país, como decir: esta pensión.

—No, chango; es algo mucho más profundo.

Y si esperaba que prosiguiera, me equivoqué. Pero qué país cachivache, realmente. Más profundo. Me irritó esa vaguedad, la sentí como un fraude, un argentinismo sencillo y astuto para fingir sabe Dios qué honduras de pensamiento, qué ideas abismales. Hoy, sin embargo, sentado frente a la ventana en el mismo cuarto de hotel que hace años ocupó Santiago, a unas pocas cuadras de aquella esquina, de aquel mismo campanario, pero separado de la ciudad por un infranqueable territorio que no miden la distancia ni las horas, sino la muerte, la ruina de los sueños, el olvido, sé que aquel lejano «más profundo» era el mejor modo de expresarlo. El jujeño cambió de brazo su carpeta negra y se echó hacia atrás el pelo con la mano. Un lindo gesto. Como un nadador que sale del agua.

Habíamos llegado a Velez Sarsfield. Eran exactamente las nueve de la mañana. Cruzar una calle no es siempre lo mismo que cruzar una calle, pensé.

—Oíme —me oí preguntar de pronto—, ¿alguna vez te sentiste…?

(…¿solo?, ¿único en el mundo?, ¿separado del resto de los hijos de puta que habitan este cementerio y te miran como a un peligroso ejemplar contra natura?, ¿jodido pero contento?, ¿como fraguado en un metal purísimo?…).

Pero mejor me callaba.

—Sí, chango —dijo entonces el jujeño—. Yo también, hace mucho, fui más joven que nadie.

Me hubiera gustado saber de qué se reía pero no tuve tiempo de preguntárselo, porque aquello, lo que fuera aquella cosa que se había desencadenado en alguna parte y avanzaba por la calle como un trueno negro ya estaba casi sobre mí, una masa sombría que patinó largamente sobre el empedrado con un vagido de animal mítico, una especie de brama o de relincho —… el de la Muerte, ahijadito, grandísima yegua que impide llegar con salud a la otra vereda, porque lo que estaba avecinándose ya llega, porque venimos avanzando vertiginosos, desgolletados, dejando el culerío— mientras el jujeño me toma del brazo y con brutalidad me aparta, y una hoja, volando de su carpeta, planea un instante en el aire y va a dar a mis manos —¡Cuidado!— y yo alcanzo a ver en la cúpula la oscilación de la campana mayor a punto de tañer la primera llamada del Oficio de las nueve y a una de las palomas que, sobresaltada, anticipándose al tañido, inicia el movimiento del vuelo en el arco del campanario, imagen que bien pudo ser… —¡Póstuma! Imagen que bien pudo ser póstuma, dulce asfódelo, porque ya hemos soltado amarras y llegamos raudos, cacofónicos, pedorreicos, tocando a la manera antigua y a los cuatro vientos una dantesca trompeta con el culo.

—¡Cuidado! —dijo Santiago.

La hoja manuscrita voló de la carpeta y quedó en mis manos, hoja de la que sólo alcancé a ver el título (escrito con nítidas letras mayúsculas en el centro de la página), y que por la disposición de su escritura, como si fueran versículos, me pareció un poema, pero, según comprobé mucho más tarde al encontrármela en el bolsillo, era, para darle algún nombre, un compendio de la Historia del Mundo en los últimos dos milenios, o al menos de una zona de esa historia, enfocada desde el punto de vista de cierta actividad del Espíritu, dicho sea con mayúscula y sin ironía alguna.

Pero todo esto lo supe mucho después. Lo que ahora está pasando puede resumirse diciendo que casi me atropella un automóvil. Oí la frenada, el grito de Santiago y un portazo. Una ráfaga o un ala me rozó la frente, algo glacial y en cierto modo repugnante. Entonces, descendiendo, llegó junto a mí, apareció en Córdoba, querido lector, un personaje desacostumbrado.

EL DIABLO

El campanario y el vuelo de la primera paloma, la página que se materializó un segundo ante mis ojos como una epifanía, mi gesto automático y vagamente clandestino de guardármela en el bolsillo, mezclados al portazo, a la voz de Santiago entre las campanas. Todo un poco mal sincronizado. Y este sonriente personaje que ahora descendía del coche, el astrólogo, un señor bajito de cejas revueltas al que hubiera jurado haber visto antes en alguna parte: el profesor Urba. Todo a destiempo, abalanzándose en cualquier orden como para llenar decorosamente un hueco de la realidad. Un enjambre, ésa es la idea: abejas que convergían atropelladísimas en el agujerito de un panal. El profesor Urba dijo que había sido un buen susto, sí señor. El hombre del taxi me preguntó a gritos de qué me reía. Yo, que había vuelto a levantar los ojos, vi en el cielo la imagen inversa del panal: un abanico. Un fulgurante abanico de palomas. Yo de azogue refractando en dos direcciones la mañana. La primera paloma no había alcanzado a sobrevolar el techo del convento; cuando repicaron a pleno las campanas, el resto de la bandada se echó a volar, abriéndose en abanico, como palomas causadas por campanas. Volví a bajar los ojos y vi, o mejor, choqué con el rostro congestionado e itálico del taxista, quien, con locura creciente, agitaba mucho las manos. «Un buen susto», oí a mi espalda, «hay que estar más atento, muy atento». El taxista se tomó la cabeza, inesperada culminación de otros dos gestos, ya que antes, como desviándose del propósito de ahorcarme, una de sus manos le pegó una terrorífica palmada a su propia frente. Con precaución, me aparté. Epa, dije al tropezar con Santiago. El jujeño (muy pálido, según alcancé a notar) tenía cerrados los ojos en ese momento, como quien descansa, motivo por el cual perdió el equilibrio y el astrólogo le tendió la mano. Santiago abrió los ojos y se la estrechó. «¡Si es nada menos que el amigo Santiago de juijuí!», dijo el astrólogo. «No digo yo que el mundo es un pañuelo. Pero con qué otra cosa», agregó, «podríamos secar las lágrimas de este Valle que me han dado, sino con un pañuelo…», y se rió con el mismo sonido que había empleado para nombrar a Jujuy: juí juí. Yo oía ahora palabras sueltas, después creí reconocer mi propio nombre pronunciado por Santiago y entendí que debía estrecharle la mano al profesor Urba: gesto que él ni remotamente esperaba, lo cual me impulsó con ridiculez a darle unas amistosas palmaditas en el hombro al chofer del taxi. Afortunadamente el hombre no lo tomó a mal, sino más bien como un gesto conciliador. Sonreímos.

Todo, lentamente, se reorganizaba.

El señor Urba ya entraba en el coche cuando se dio vuelta hacia mí. Imaginé que iba a decirme algo; pero él sólo arqueó las cejas y movió la cabeza. Tiene un aire a Einstein, se me ocurrió. Llevaba puestos unos guantes de pécari, amarillos, costaba hacerlo armonizar con el correctísimo gabán de corte europeo, y, a ambas cosas, con la estación del año en nuestro hemisferio. El astrólogo seguía observándome, ahora desde su asiento. Yo, un poco cortado, levanté a medias la mano izquierda con una tímida y automática digitación tipo saludito, y él sorpresivamente dijo:

—¡Momentito!

El taxista detuvo el motor. El astrólogo tenía la cara al nivel del borde inferior de la ventanilla, junto a la palma de mi mano. Levantó los ojos, me miró de allá abajo con mucha fijeza, volvió a bajarlos. Sujetándome la muñeca, sacó de alguna parte una lupa descomunal.

Todo esto ocurría en Córdoba, a las nueve de la mañana. En plena calle Vélez Sarsfield, supongo.

Santiago ha reiniciado el regreso a la vereda, y el astrólogo, achicando los ojitos, lo mira fríamente por encima de la lupa. Puedo haber alterado muchos hechos, puedo recordar mal o inventar cada una de las cosas que llevo escritas, pero no que Santiago, de espaldas, fue mirado de ese modo.

El astrólogo dejó de examinarme la mano dijo que era interesante, sumamente interesante. «Y en especial», dijo, «el dedo lúdico». Agregó que naturalmente ya volveríamos a encontrarnos. Y a hablar. Había una línea rara, además, y hasta inquietante: demasiado orientada hacia el centro abisma. Abisma. Se interrumpió pestañeando; abrió los ojos como quien está a punto de estornudar. «¡Abismático!», dijo al fin. «Hacia el abismático centro de la mano… ¡A la Ciudad Universitaria, postillón!», le ordenó al hombre del taxi, y yo no me asombré de que, cada cual por su lado, fuéramos todos en el mismo rumbo. «Ah, otra cosa», alcanzó a decir, dándose leves y repetidos golpecitos con el dedo meñique en mitad de la frente. Él, de ser yo, de tener esa singularísima línea (que ahora, para mi ilustración, situaba en su guante de pécari), él se cuidaría del alcohol y de los golpes. De ciertos golpes. El coche ya arrancaba; Santiago, tomándome del brazo, me arrastró hacia la vereda; dijo que mejor huyéramos de esa zona. Zona de tráfico, la llamó. Yo miraba alejarse el coche. En la cabeza: de los golpes en la cabeza. Y esto no lo escuché porque el señor Urba no lo dijo; lo deduje de su gesto. Había sacado su propia cabeza por la ventanilla, de espaldas, es decir, con la nuca hacia nosotros, y como un comediante que está seguro del efecto que ha causado, sin requerir nuestra atención pero dando por hecho que la tiene, iba señalándose con un dedo la coronilla.