VI

Chango, oí a la mañana en el hotel, al despertar, y en ese mismo instante, pero en un lugar distinto, el otro sonido: la risita. La luz me embistió como un baldazo. Santiago estaba sentado en el borde de la cama y tenía un mate en la mano. Durante la noche me desperté tres veces. Recuerdo la palabra expósito, a las cuatro de la madrugada: un deslumbramiento o una revelación. Como si me hubiera fulminado el sonido. Un flash: expósito. También vi mi cuerpo caído sobre las piedras fabulosas del sueño. Me levanté y corrí. Corrí desnudo bajo el más rojo desorden planetario y llegué al sitio de siempre, a rastras sobre las afiladas piedras, deshollado y casi ciego bajo esos planetas de sangre, pero vivo. Galopes y ladridos detrás. Los perros, los perros. Y una mujer con una flor en la boca. Me despertó una risita muy suave sacudiéndome los hombros desde adentro: mi propia risa. Eran las cuatro y diez. Oigo pasos. Santiago se pasea en la habitación vecina; hace años, la habitación vecina era ésta. Un borracho pasa farfullando obscenidades por la vereda. Una mujer lejana grita que la dejen, o que la lleven: no entiendo las palabras, sólo oigo en la noche su remoto chillido de rata acosada. Las ciudades también duermen: la noche en sus calles son sus pesadillas. Una explosión. Un largo silencio. Los pasos insomnes de Santiago. Cosas que recuerdo o invento, Graciela, pero que de algún modo son como las digo. Cualquier hecho que imagine o crea recordar es real. La cláusula, el contrato es así, el insinuado contubernio que sacude los hombros al despertar. Bien, pensé, esto es Córdoba. Córdoba de la Nueva Andalucía. La única ciudad de la conquista española fundada en homenaje a una mujer. El centro exacto del país. Omphalos. El ombligo peligrosísimo de la tierra con su Catedral de frente neoclásico y cúpulas barroco portuguesas. Con su Pasaje de Santa Catalina. Que en iglesia comienza y en iglesia termina. Corredores, allá abajo, acaso donde ahora están los cimientos de este mismo hotel, vieron morir a brujas criollas condenadas según la irrefutable prueba del agua: si al ser sumergida en el río la bruja se ahoga, acaso es inocente. Si no se ahoga, es, sin lugar a dudas, bruja. Matarla sin dilación. Firmado: Inocencio. Papa. Y de pronto descubrí que la mujer del sueño, el rostro que tanto amo, se parecía a vos. Ella, la cortejada por los pájaros hasta que llegan, alevosas, las alimañas putas de la noche. Pesadilla tan repetida que hay un momento en el cual se torna previsible, no modificable pero sí previsible, y que reitera una imagen: siempre la misma mujer. Por lo tanto, había que pensar. Cuidado, fue lo primero, y esto va muy rápido. La mujer me señaló una puerta y al abrirla reparé en Santiago. ¿Qué papel podía estar jugando el jujeño, acá, con las piernas aplastadas por una viga?, él y yo ahora, los dos bajo la catástrofe, súbitamente juntos bajo el sordo cataclismo de esas lunas sangrientas. Me despertó un grito: el mío. Eran las cinco de la madrugada y me estaba quemando los dedos con el cigarrillo. Salí a la calle sin hacer el menor caso del señor Ripul, hotelero de grandiosos pantalones quien me persiguió hasta la vereda reclamándome las llaves. En una farmacia de turno pedí Dexamil; la Benzedrina idiotiza. Al volver amanecía tormentosamente y me fui derecho a la cama. Pero no tenía el menor deseo de dormir y era preferible inventar monstruitos. Eso es un murciélago, por ejemplo. Si estuviera un poco más así y no se le vieran los botones, qué espanto. Cuelga de la silla adoptando inútilmente la apariencia de un saco inofensivo. Monstrum horrendum, informe, ingens. Hocico de ratón, alas de trapo. ¿Echarás a volar? Oí la risita y en el mismo instante: «Chango». Un sonido en el entresueño y otro en la realidad, superpuestos, pero como si me tironeasen la conciencia desde dos regiones inconmensurables.

Santiago, sentado al borde de mi cama, alzó las cejas con curiosidad. Tenía un mate en la mano.

—Todo lo que puedo ofrecerte es mate —dijo—. O ginebra. O ginebra con mate.

—Qué fecha es —pregunté.

Un porroncito de ginebra pareció materializarse en la otra mano del jujeño. Con toda naturalidad bebió un trago. Después se cebó un mate.

—Me imagino que tratas de averiguar la hora. Admití que ésa había sido mi intención.

—Casi las ocho.

Yo no estaba muy seguro de haberme despertado nunca en mi vida antes de las dos de la tarde, y hasta algo peor, no estaba muy seguro de nada que hubiese ocurrido en el mundo antes de mi arribo a Córdoba. Una especie de amnesia, pero deliberada. O más bien consentida. Y ya era bastante esfuerzo saber que estaba realmente en Córdoba, como para seguir intentando en otra dirección. Suponiendo que hubiese podido. Porque lo que estoy viendo es un mamboretá. Del antepecho de la ventana saltó, verde y matemático, al barrote izquierdo de la cama y ahí se quedó, en actitud de rezo. Y ahora rota hacia mí su poliédrica cabecita de esmeralda y me mira fijamente con sus coriáceos y malignos ojitos de otro mundo. La espalda se me empapó de sudor. Aparte el asco que me inspira cualquier insecto que no sea la vaquita de San Antonio o ciertos escarabajos que son como gemas vivas, como pequeños planetas de oro, aparte el asco patológico que me producen esas infames pesadillas que en sus peores noches soñó la vida (hay que imaginarse una mosca del tamaño de un teléfono, una cucaracha que al pie de la cama pueda confundirse a primera vista con un zapato), yo tenía una cuestión personal con los mamboretá. O al menos con uno. Y el mayor inconveniente de éste es que fue absorbido ante mis ojos por el barrote de la cama.

—Carajo —dije sentándome de golpe contra el espaldar.

—Buen día —dijo Santiago.

¿Cuándo y por qué había entrado el jujeño en mi pieza? Vi a sus pies, en el suelo, un calentadorcito plateado. Un mechero en forma de budinera. Gran amigo despierta a otro con el mate, hondo sentimiento nacional. Será atado en el cielo. Dios los cría, pensé.

—No era un saludo —dije—. Es mi plegaria matutina. Dame un mate.

Traté de olvidar qué cosa desagradable había estado a punto de ocurrirme, y en qué esferas, y, por un procedimiento que me recuerdo usando desde la niñez, hice descender lentamente en algún sitio dentro de mi cabeza una compuerta pesadísima. Santiago entonces me preguntó algo y yo contesté cualquier disparate. La puntada de la noche anterior, alojada todavía en el centro de la nuca, se dilató espesamente. Un dolor familiar, un modo de tener cerebro.

—Beatriz, qué Beatriz —está diciendo el jujeño—. Graciela. La criatura divina de anoche.

Me está mirando.

—Y yo qué dije. —Me afirmé bien afirmado contra el espaldar de la cama. La puntada, yéndose de un momento a otro, iba a resultar como un mazazo. Fue un mazazo, pero al revés. Un golpe de bienestar tan súbito que casi me desmayo. Un segundo es mucho tiempo: no debo olvidarme de esto—. Estoy pensando macanas —le digo—. ¿Qué miras? Balzac lloraba cuando se le moría un personaje, a mí me pasa lo mismo. Es una cuestión de genio, en Jujuy no entienden de eso. —Y la compuerta acabó de caer pesadamente, plof, sin dejar una grieta.

—Anda a cagar a los yuyos —dijo Santiago.

—Eso sí que es poesía. Pensar que ustedes inventaron la inspiración. Si a la gente la dejaran escribir a lo que salga, el planeta estaría lleno de mierda. Es la primera palabra que se le ocurre al ser humano. Sin ánimo de ofenderte, ¿no te parece un poco temprano para la ginebra, y hasta para el mate? ¿No se te ocurrió pensar, es un decir, que yo podría estar durmiendo?

Con beatífica naturalidad bebió otro trago. Me aseguró que levantarme temprano me devolvería el amor a la vida:

—Te noto un color ceniciento que no presagia nada bueno.

—Sí —dije señalando el porrón—, se ve que vos tenés ideas muy rígidas acerca de la salud.

—Si lo decís por la ginebra, es medicinal. Verte tomar anoche era un espectáculo escalofriante. Imagino que si esta mañana no te asistía con un vasito de algo… ¿Nunca te dijeron que tenés un aire a Ray Milland en Días sin huella? Ya te lo van a decir.

—Alcánzame la camisa.

Se levantó, riendo. Dijo que él le cantaba a la luna porque alumbra y nada más, que era un guitarrero. Me tiró la camisa por la cabeza.

—¿Siempre te despenas así?

—No, a veces vuelvo todo embarrado.

—Ya me parecía —dijo Santiago—. A otros les produce nada más que cirrosis.

—Un médico de Rosario me lo advirtió hace unos días. Parece que tengo un hígado diamantino y soy inmune a la diarrea. Pero puede afectarme los sesos. De cualquier modo, nunca me emborracho antes de las cinco de la tarde. Ni uso trajes marrones. Como el duque de Edimburgo. Y vos podrías hacer lo mismo. —Me puse la camisa—. En realidad, nunca me emborracho.

—Yo nunca uso trajes marrones —dijo Santiago. Echó delicadamente un chorrito de ginebra en la tapa del porrón, y lo bebió—. Tengo una curiosidad —dijo después—. ¿Viste una especie de langosta que estaba ahí y saltó por la ventana?

—No —dije—. Pero una vez vi un mamboretá. Un mamboretá comiéndose una mariposa. Verde y esquelético, parecía comulgar. Se la comía con una parsimonia que helaba la sangre. Era casi sagrado. Yo estaba más o menos a dos centímetros. Tienen la cabeza como una esmeralda muerta. De golpe giró sus ojitos de marciano en el extremo del pescuezo y me miró.

—Bueno —dijo Santiago—. Las langostas suelen comer de todo. Mientras uno esté sobrio y la cosa esté realmente ahí…

—Dame los pantalones. El delirio alcohólico debe ser algo así. O hasta un poco mejor.

—¿No nos está saliendo una conversación algo descomunal, considerando la hora? —dijo Santiago.

Con el borde de la cobija entre los dientes, comencé a ponerme los pantalones debajo de las sábanas. Santiago seguía atentamente mis movimientos. Canturreó:

Dominus vobiscum. Juntó muy rectas las manos.

Et cum spitiru tuo —contesté.

—Jesuita.

—No, salesiano.

Durante un rato, tomando mate, evocamos la vida del internado. «Lo único que me quedó», diría él, «las tres cosas que se heredan de una buena educación religiosa, ponerme los pantalones como vos, debajo de la colcha, un latín pésimo, y esa forma rara de ateísmo que consiste paradojalmente en cagarse en Dios a cada rato». Con cuidado registré esa idea; me ofendió un poco que no fuera mía. Casi le confieso que yo había estado a punto de ingresar en el Seminario, pero me arrepentí y le propuse salir a la calle. Me habría resultado difícil explicar por qué Stefano, el Casto, renunció una noche al dulce lignum, dulce clavos, dulce pondus sustinet. Yo quería ser santo. Y antes, Papa. Hubo años salvajes en la espantosa jungla africana hasta que Roma me llamó e integré el Colegio de Cardenales. Mi celda de la meditación en los días temblorosos de la fumata, a la muerte del Santo Padre, se tiñó con lacerada sangre de mi cintura. Finalmente, yo, primer pontífice argentino y el nonagésimo nono de la Iglesia, el último, humildísim amenté me ceñía la diadema y heredaba la Tiara. ¡Papa habemus, Satana!

El señor Ripul nos miraba. Santiago me miró a mí. Yo me acordaba ahora de mis funerales, de las campanas doblando a muerto en Rusia, de las tres iglesias congregadas el día de mi canonización. Santiago parecía reflexionar.

—Y ellos se juntan —dijo mientras salíamos Graciela. Pensé. Un nombre pérfido. Dadora de Gracia. También pensé que llevaba tres noches sin dormir. Tener cuidado, ahijadito.

Salimos del hotel e ingresamos en la Historia. Nos recibieron cúpulas coloniales, fachadas veteadas de barroco, campanas fundidas hace tres siglos en Talavera de la Reina, veredas angostísimas sobre las que resonaron las botas y los pies descalzos de la Independencia, claro que había que seleccionar: saltearse el art nouveau de la Plaza España y la fórmica de las pizzerías. Nos quedaba algo más de una hora para la reunión en la Ciudad Universitaria. Santiago habló: su tonada era bella, musical. Yo pensaba en vos. No me cabía la menor duda de que estarías allá, y esta certeza, la sensación de libertad que me causaba ir postergando a mi antojo nuestro encuentro, me hizo sentir bien. Una especie de inmortalidad. Hasta el cielo había adquirido, de pronto, una discreta palidez otoñal. Odio el sol. Y muchas veces he pensado si esto del sol no es el símbolo un poco demasiado evidente de enemistad que se manifiesta en toda mi vinculación con la naturaleza, enemistad o examistad, ya irreconciliable, cada día más remota, entre ciertas cosas al estado puro y yo. Nunca he podido saber, por ejemplo, cómo se las arregla la gente para soportar el contacto de la arena en una playa, de las ramitas que se hunden en la piel, del aire, que los poetas llaman brisa pero que sólo una o dos veces en la vida normal de un ser humano sopla con tanta perfección como para no ser, o demasiado fuerte, o más bien tórrido, o francamente helado. Puedo entender y por decirlo de algún modo hasta gozar de una tormenta, de la furia que le recuerdo al río de mi infancia, su espanto de arrancar embalses e inundar las islas; hay algo salvaje y hermoso en todo eso; pero cómo es posible resignarse a la incomodidad de unas ortigas entre los pantalones, del polvo en los ojos, de las piedritas que se meten dentro de los zapatos. No sé si me explico. Y de cualquier modo no tiene nada que ver con lo que quería decir. Porque esa mañana, caminando con Santiago por las calles de Córdoba, el sol pálido, el aire, me hicieron el efecto de una ablución purificadora. Como de un campanario al que el día espanta (o posterga) sus murciélagos, se me volaron de la cabeza todas las ideas sombrías de la noche anterior. Traté de no pensar en la escena, que ahora juzgaba imbécil, de nuestra despedida. Necesitaba verte, hablar largamente con vos, confesarte unas cuantas cosas que, lo sentí de golpe, se me estaba haciendo muy tarde como para que volviera a confesarlas nunca. Lo sentí, pero por el momento no quise investigar qué significaba muy tarde, no, al menos, mientras me alegraran como entonces los hechos más triviales: un chico que pasó ululante, golpeándose el culo e inventando un vertiginoso aparato de correr que era un Centauro o un cacique. Me gustó una cúpula. Le agregué miriñaques y antiguas señoritas de un tranvía que pasaba, inmemorial y destartalado. Hoy: Hace un año en. Y comprendí que toda esa fiesta no era tanto la mañana en sí misma como la curiosa idea de que, con el tiempo, yo iba a recordar melancólicamente esa mañana.

—¿Qué? —preguntó Santiago.

Y noté que acababa de interrumpirlo diciéndole, nada menos, que hay modos idénticos, formas de la mañana que se arquetipan para siempre. Santiago levantó las cejas. Como de cualquier manera ya no tenía remedio continué:

—Ésta, por ejemplo. Fíjate. Para mí, ésta es una mañana inédita y rara. Podrá repetirse, se me repetirá, seguramente. Siempre pasa. Volverá a darse en otro lugar —y al decirlo me recordé hacia adelante. Una calle de otoño, tal vez la callecita de una ciudad europea. Fue tan vivido que me di una especie de pena—. Y cada vez que me suceda una mañana así voy a sentirla fuera de lugar.

—Lo miré de reojo, el jujeño no tenía expresión irónica, al contrario, hubiera jurado que le pareció natural. —Hay mañanas de otra parte. Maneras de ser que tiene el aire, el frío.

El jujeño parecía pensativo.

Caminaba mirándose la punta de los botines, con las manos cruzadas en la espalda, su gran carpeta negra bajo el brazo y el diario de la mañana asomándole del bolsillo del saco. Misiles, leí. Cuba.

—Pasa con los domingos —dijo sencillamente, como a la media cuadra.