V

Caminamos en silencio alejándonos del centro por veredas húmedas y cada vez peor iluminadas. Ya no lloviznaba. Viva Cristo Rey, leí. Frondizi Judas. Viva la Mazorca, comunistas y judíos a la horca. Después este boulevard arbolado, las agujas góticas de Santa Lucía, que esa noche era sólo una imponente y grave silueta innominada contra el ciclo negro, y en el centro de la calle un largo acueducto con sombrías parejas besándose, sentadas sobre el borde del parapeto. Gente apasionada a la que no afecta la humedad. ¿Y por qué me estás llevando por allí? La luz de un relámpago te sobresaltó y dejaste de hablar. Mamer, habías dicho. La Madre Superiora. Lo cual significaba ma mere, y sobre todo significaba que lo del paseo en silencio era más bien una impresión mía. ¿Has vuelto a oír el llamado del Señor, Oribe? No, madre. Ábrete a Él y escúchalo con el corazón, y sobre todo no vayas tanto al cine. Sí, madre, buenas noches y viva Jesús. Viva María, hija.

—Cómo se llama este lugar —pregunté.

—La Cañada.

Me asomé al parapeto. Un abismo bastante considerable, mucho más teniendo en cuenta que allá en el fondo no se percibía sino un tenue hilito de agua.

—Y eso, esa especie de pis de gato que corre ahí abajo, de qué torrente se trata.

Oí nacer un trueno lejano. Muy adecuado a la situación. Como provocado por mí, por mi hostilidad. Trece siglos y medio atrás me habrían dado cinco años de cárcel por causar tempestades. Líber Poenitentialis. Desde hacía un rato largo sentía la maligna necesidad de ser desagradable e hiriente. ¿Te darías cuenta?

—Un río —dijiste—. El Río Suquía.

—Caudaloso. El ingeniero que proyectó este entubamiento tenía una idea algo febril de las cosas.

—Mamama Albertina te puede contar de las inundaciones.

—¿Mamama?

El trueno se arrastró a lo largo de la noche de Córdoba como un vago bramido y se apagó al otro lado de las sierras. En el silencio, tu voz:

—Mamama. La grana mamam —en perfecto francés. Sí. Te dabas cuenta.

—Tu abuela —dije.

Oí tu risa en la oscuridad, como una absolución.

—La tuya.

Y ése hubiera sido quizá el momento de hacer algo natural y razonable. O de empezar a hacerlo. Darle alguna utilidad a ese parapeto. Besarte. Apoyar, con o sin consideración, alguna mano sobre algún lugar. Nadie se va a la cama por combustión espontánea. Y seguramente estuve por intentarlo; pero algo me lo impidió. Como brotado de la tierra apareció él. El perro. Un esquelético perrazo amarillo, intempestivo y sonriente. Los faros de un automóvil lo iluminaron a no más de medio metro de nosotros. Gritaste y te sentí pegada a mi cuerpo.

—No es para tanto —me oí decir mientras la bestia se alejaba con la cola entre las patas y yo me insultaba interiormente por lo que ibas a escuchar de inmediato. Ya no había fuerza en el mundo capaz de impedir que lo dijera—. No hacía falta este tipo de colaboración.

Te apartaste sin brusquedad, lo suficiente para mirarme. No vi tus ojos porque la luz me daba de frente. No me gusta imaginar tu mirada en ese momento. Y mucho menos mi cara. Tengo un talento especial para la ridiculez, eso no iba a poder negármelo nadie.

Después estamos ante una enorme puerta en arco y vos buscas las llaves en la cartera.

Entonces recordé que yo no conocía Córdoba. Empezaba a hacer frío y no tenía la menor idea de dónde estaba ni de cómo encontraría mi hotel. Ahora no podía preguntarte cómo me las arreglaba para volver ni pedirte que me dibujaras un mapita.

Me fui. Una solución razonable era rehacer todo nuestro trayecto al revés hasta llegar a alguna parte. Cuando pasé por la Cañada, el monstruo, babeante y sardónico, todavía estaba allí.