III

—Qué le anda pasando, chango —dice Santiago. Habla sin detenerse ni mirarme, sonriendo con aquel gesto socarrón y algo distante. Nos hemos cruzado en el pasillo del hotel. Trae una toalla sobre los hombros y un mate en la mano.

—Vení —agrega, cuando ya entra en su pieza—. Préndetele a unas jodidas yerbas… Sí —dice después de escuchar un rato, sentado ahí en su cama—. Sí. Como nadar en un barrizal, pesadamente. —Se ríe y me alcanza un mate.

—Otros le llaman vivir. La vida no le sienta bien a todo el mundo.

Yo antes había dicho:

—Una laguna oleosa, y sobre todo el cansancio —y me pregunté por qué estaba hablando con el jujeño de estas cosas—, pero un cansancio como de abrirse paso en un pantano. Y siempre pienso lo mismo.

—Volverte a tu pueblo, pegarte un tiro o hacerte comunista.

—Algo así. Pero vos cómo lo sabes.

—Eh —dice Santiago.

Esto sucederá al día siguiente. Ahora todavía es de noche.