II

Que esta vitrina esté abierta y yo pueda meter la mano y robar ese libro, pensé, no tiene nada del otro mundo. Lo que no pensé es por qué se me ocurrió que no tenía nada del otro mundo. La soledad de la biblioteca, su convencional misterio de biblioteca en penumbras, se había vuelto vagamente amenazante. Qué hago acá y dónde se habrán metido esas momias, dos preguntas que me hice mientras esperaba. Esperar me enferma. Una mujer de bronce, sin brazos, mutilada por su autor a la altura de las rodillas, me miraba con sus órbitas negras al pie de una escalera. Las estatuas de mujer son inquietantes: sus ojos de epilépticas. Di la vuelta y me coloqué detrás. Fue peor. Ahora no podía apartar la vista de sus glúteos de etíope, formidables, un culo como para sentarse a meditar en Dios sobre la cumbre del Aconcagua. Menos mal que en seguida oí pasos y voces y el lugar se llenó de manos, apretoncitos, caras con sonrisas y toda clase de buenas costumbres. La señorita Cavarozzi dijo: «Creíamos que ya no vendría a Córdoba» y agregó que no me imaginaba así, aunque, enigmática, no dijo cómo me imaginaba. Pensando vieja loca cara de pájaro le pregunté si me quedaba tiempo de ir al hotel y pegarme un baño. La señorita Etelvina dijo que sí, me quedaba tiempo, dos horas hasta las nueve de la noche para andar por la ciudad o bañarme. Y se rió, no sé de qué. Tenía un modo de reírse, de caminar alrededor de uno, de mover las alitas, que daban ganas de tirarle alpiste. Definitivamente, esa mujer tenía algo; quiero decir la escultura. Volví a examinarla con inquietud. ¿Dónde había visto algo parecido?, ¿y por qué era importante? La vieja señorita Cavarozzi, siguiendo a saltitos mi evolución alrededor de aquel esperpento, creyó oportuno informarme acerca de su autor, especie de Rodin cordobés, gran imaginación creadora. Me doy cuenta, dije yo. Ella me habló de solidez y equilibrio. Yo le pregunté si no le parecía demasiado culona. La vieja señorita me miró. Si no la han puesto demasiado cerca de la escalera, si ese macetón no le quita espacio. Saludé y me fui. En la puerta me crucé con Santiago. Santiago o algún otro que hacía versos y que venía del norte del país.

No sé muy bien qué hice durante esas dos horas, antes de verte por primera vez, Graciela. Me acuerdo de veredas muy angostas con olor a garrapiñadas y de una tempestad de pájaros negros cayendo sobre los plátanos y los robles azules de la Plaza San Martín. Me acuerdo de una librería en la que estoy comprando el horóscopo de Aries y John Barleycorn de Jack London. Al meterlos en el portafolio vi el otro libro. Un in-octavo encuadernado en rojo con una filigrana de oro en la tapa y, en uno de los tejuelos, un diminuto tridente entre llamitas del infierno. Muy bien, lo he robado de la biblioteca de la Dirección de Cultura de Córdoba: la señorita Etelvina Cavarozzi tendrá que dar cuenta algún día de la edición facsimilar de Das Volksbuch von Doktor Faust (Frankfurt, 1587) y yo acabo de completar la documentación para el capítulo central de este libro. En una farmacia compré Benzedrina. La noche anterior no había dormido. Ni tampoco la otra. Y tal vez por eso la noche siguiente me dormiré con brutalidad abandonando mi cabeza sobre tu vientre y sin haber llegado a mirar nunca tu cuerpo larguísimo, desnudo esa noche y extendido infinitamente a mi lado; noche que entonces era mañana y fue la última, con galerías como socavones y puertas golpeándose en la oscuridad y tu sabiduría de murciélago, tu nocturno magisterio de ir guiándome exacta en la tiniebla de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas. Dos noches en vela, pensé mordiendo la Benzedrina. Cincuenta horas sin dormir, pensando. Millones de segundos lúcidos. La famosa realidad, vista desde mi Benzedrina horriblemente amarga disolviéndose entre la saliva, no era más que eso. Esa tensión. Lo que uno entiende de lo que ve, lo que pienso de las cosas mientras estoy despierto. El problema es no saber qué pensar de lo que veo. Si el mapa de la ciudad que me dieron en el hotel no miente, lo que ahora estoy viendo es la fachada del Seminario Mayor. Se lo pregunto al chico que me lustra los zapatos. Me dice que sí. Y esas mujeres furtivas, ¿qué son? Se deslizan junto a las paredes, como larvas: una de ellas lleva un vestido violeta ajustado como una vaina, con un cierre relámpago desde el escote hasta las rodillas. «Ah, ésas son las putas», dice el chico. Más veredas con graves iglesias coloniales y olor a garrapiñadas. Santerías y quioscos chinos. Un cine donde alguien trepado a un andamio termina de pintar la palabra mañana sobre un gran cartel. Hace un año en Marienbad. Después oigo mi nombre y estoy en un lugar llamado el Paraninfo. Vi otras caras, apreté nuevas manos y comprendí que habían expirado vertiginosamente mis dos primeras horas en Córdoba. Y todo, desde antes del principio, ya era de una tristeza impura, Graciela, porque una historia de amor puede empezar en cualquier parte, pero algunos lugares son peores que otros. Y esto es un acto académico, no un parque entre la ceniza del atardecer, esto es el paraninfo de una universidad no el boulevard de la barranca por las noches, el boulevard con su luna amarilla sobre los astilleros y enfrente el fulgor remoto de las islas, el estallido silencioso de las quemazones, esto es el acto de apertura de un debate sobre sabe Dios qué, en Córdoba, en la Argentina de los años sesenta. Viejas Rotary Club, profesores Suplemento Dominical, polígrafos Boletín de la Academia, chicas Blowin in the wind, muchachos Todo el Poder a los Soviets, subgerentes Lunario Sentimental, chicas Hiroshima mon Amour, chicas El Miedo a la Libertad. Busqué un apoyo entre las caras y los objetos. En las paredes, cuadros de gorditos tonsurados y caballeros con mostacho. Imposible la grandeza de ideas mirándolos. Tal vez, los tirantes del techo. Con un esfuerzo podía reemplazarlos por los de la casa vieja de los abuelos, en los veranos de San Pedro. O los del Don Bosco. Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles. San Esteban yo. Protomártir. Diez años, guardapolvo gris, de rodillas ante los cirios cuyo temblor infundía coraje al brazo armado de Miguel pues yo vi más de una vez cómo sé modificaba el ángulo terrible de su espada, cómo flameaba su divisa. ¿Quién como Dios? Me he puesto granos de maíz bajo las rodillas y te dedico mi agonía Santa Madre Auxiliadora porque te he mirado como a mujer, envuelta en esa túnica. La ceñida túnica celeste. Secreto de amor por el que iré al Infierno. Pero te amaba, yo, rival de Dios. Los tirantes del techo tampoco, esa gente va a pensar que tengo un aire en el pescuezo. Y en ese momento la vi.

—Quién es —pregunté en voz alta.

El acto de apertura, por lo visto, había comenzado hacía un buen rato y el rector de la Universidad, de pie a mí lado, acababa de nombrar a don Jerónimo Luis de Cabrera, ilustre fundador de Córdoba. Se interrumpió y me miró. Con una sonrisa yo le di a entender que mi pregunta no se refería al prócer y me zambullí detrás de un gran jarrón con flores y plantas que ornamentaba la mesa, buscando la oreja de la señorita Cavarozzi. No la encontré. Del otro lado de las flores estaba Santiago, el poeta jujeño. Noté que tenía una cara hermosa y patética. «Debemos parecer La Primavera de Botticelli», murmuró, y creo que era la primera vez que hablábamos, «te queda muy bien ese gladiolo en el ojo». La señorita Cavarozzi, apareciendo detrás de Santiago, también entre las flores, se llevó el dedo a los labios, aunque ya era para siempre nuestra cómplice. «¿Qué le pasa?», me dijo en un susurro. Señalé con la cabeza hacia la primera fila y repetí mi pregunta. Pero no me refería a vos. Vos llegaste en ese mismo momento, y años más tarde yo reflexionaré muchas veces sobre esto. Porque no hay casualidades, ahijadito, me dirá alguien en la quinta de Verónica la noche siguiente. Los anacronismos, las transposiciones de jugadas no existen. Hay un orden secreto: el demonio me lo dijo. Vistos desde la horqueta de la Vía Láctea ciertos encuentros y desencuentros, ciertas interpolaciones y hasta ciertas muertes, equivalen a sacrificar un peón en la apertura, perdonando la metáfora. Y cuando me lo dijo yo estaba sentado al pie de una escalera con una botella de whisky entre las piernas y afuera tronaba, pero antes habrá este Paraninfo donde aún resuenan ecos de cantos gregorianos y este ridículo congreso o seminario sobre la Simbólica del Mal o sobre la presencia o ausencia de algo en el arte contemporáneo o sobre la muerte de las ideologías o sobre todo eso junto, tan típico de intelectuales argentinos, mientras fuera del Paraninfo la realidad arde por los cuatro costados y el mundo está a punto de reventar como un tomate podrido y, dentro del Paraninfo, yo acabo de preguntar quién es esa muchacha (no vos), esa muchacha de ojos alarmantes que me había hecho recordar algo, una estampa, en un libro, esa muchacha que ahora sí sos vos, porque de pronto ya estabas allí, y las caras, los cuadros, los tirantes del techo, mis benzedrinas y hasta los gemidos y el crepitar del doliente mundo, todo se reorganizó a tu alrededor y yo escuché por primera vez tu nombre.

—Graciela Oribe.

El resto son voces e imágenes indistintas. El nítido recuerdo de un ladrido que llegó desde la calle, un relámpago amarillo que saltó sobre mí al abrirse una carpeta, el temor de que empezara a dolerme la cabeza, y como si la realidad se rearmara súbitamente desde otro centro, la presencia amenazadora de Bastían. Estaba ahí, en el otro extremo de la mesa, mirándome con el mentón apoyado en el revés de la mano. Recuerdo su cara fascinante y atormentada, sus gestos vagamente fetales, la fijeza irónica de sus ojos, y recuerdo que a partir de nuestra primera mirada me odió (y yo a él, sobre todo yo a él), como si me odiara desde mucho tiempo atrás. Pero tal vez esto sucederá al día siguiente, en el pabellón España, acaso esa misma noche, en cualquier otro lugar. Da lo mismo. La memoria impone un orden que excede las leyes del tiempo y su lógica. El atardecer en el puente de piedra, la muerte de Santiago, la mirada de Bastían, mi grotesca aventura en el alto recodo de la escalera desde donde se ve el cementerio de las Catalinas, la fiesta en el cerro, las Máquinas que Cantan, todo eso está ocurriendo ahora en una ciudad paralela a ésta, hecha de palabras, ciudad que también se llama Córdoba y en la que hay también un Paraninfo donde Bastián me está mirando como desde un espejo que me odiara. Por fin oí un estruendo, que resultó ser un aplauso, y nos pusimos de pie. Vi, casi a mi lado, a la muchacha que me había hecho recordar una estampa en un libro. En ese momento estuvo a punto de ocurrir algo, lo sé; pero una voz dijo «Inés», ella se dio vuelta y el dibujo que comenzaba a formarse se deshizo o se armó para siempre en otra figura. «Ahí la tiene», dijo a mi oído la señorita Cavarozzi. Miré hacia cualquier lado y ella me dio un tironcito de la manga. «Ahí», repitió. Te vi acercarte, lenta y sombría como un álamo. Tan hermosa que pensé caramba…

—Ya no llueve.

Rechonchos toneleros germánicos, en las paredes, bebían cerveza alegremente, tumbados bajo las pipas de los barriles. Cervecería Wittemberg. Dos de la mañana.

La voz funeral de Edmundo Rivero cantaba a Discépolo como si estuviera salmodiando Ego sum aba cucaniensis en el sótano del convento de Burana. Grandes salchichones colgaban del techo. Una fotografía de la puerta donde Lutero clavó en 1517 sus proposiciones contra el Papado, junto a la célebre instantánea de Leguizamo con Gardel. Todo esto a un paso de los aldabones españoles del Colegio Monserrat, de las cúpulas barrocas coloniales de la Catedral, de la estatua enana y patizamba de don Jerónimo. «Cambalache», dijiste en voz baja; pero tal vez te referías al tango. Igual te miré con desconfianza. Tenías el tipo justo de adolescente telepática que hace imaginar cosas a los varones de mí tipo. Sobre todo a las dos de la mañana y después de unos whiskies. Los ojos, tal vez: de egipcia. Algo separados. Más verdes que pardos, magnificados hasta el escándalo por la sombra de la pintura. O tal vez el pelo. Traté de imaginarte con la cara lavada y el pelo corto. No cambió nada, salvo la época. Una joven de los años veinte, vestido plateado muy suelto por encima de las rodillas, vincha, una estrellita en el pómulo y collar hasta el ombligo, bailando el shimmy con largas piernas indecorosas mientras adivina mis pensamientos y oculta sus propias ideas taciturnas de gata o de serpiente. Cambalache, habías dicho, arrastrando la segunda a. Tal vez era sólo eso, cierta cadencia en las palabras que le daba a tu voz un matiz burlón y un poco triste. Tal vez era yo. Mejor pido otro whisky, pensé, y le hice una seña al mozo. «Dale nomás», decía Discépolo profetico y festivo, «dale que va, que allá en el Horno nos vamo’a encontrar». Muy probable, sí. Lutero y Discépolo en el Horno, Gardel y Leguizamo en el Cielo, y yo a una cuadra de la Catedral de Córdoba con los pies empapados mirándote sobre un fondo de alegres bebedores de cerveza, perdiendo el tiempo en querer acostarme con vos como si fuéramos Cleopatra y Marco Antonio. Qué cambalache, realmente.

—Ya no llueve —dijiste, mirando hacia la calle.

—Estás aburrida.

—No, seguí hablando.

O sea que he estado hablando. Seguramente ya te conté que mi madre me abandonó a los ocho años, seguramente ya te conté mis peores defectos transformándolos en patéticas o radiantes virtudes. Seguramente ya te hablé un poco de la locura y el suicidio.

—No me gusta hablar de mí —dije. Sonreías con aire burlón y adulto.

—Sí te gusta. —Pero de pronto, cambiando de opinión, me miraste a la cara con asombro—. No sé si te gusta.

Momento en el que por alguna razón me sentí perfectamente bien.

—Es lo único que me gusta —dije.

Y pedí el whisky y me encontré relatando a grandes rasgos uno de aquellos anticipados capítulos de mi biografía que, en vida, siempre me llenaban de melancólica ternura y hasta de cierto orgullo. Yo fui soldado de caballería. Lo cual, considerando mi figura, si bien armoniosa nada gigantesca, un metro setenta y tres, descalzo, dije exagerando tal vez dos centímetros, equivale, en escala argentina, al vindicatorio corte de manga de Cambronne ante los ingleses del duque de Wellington. ¡Mierda! Furriel, nada menos, del Escuadrón Comando del Regimiento 2 de Caballería Lanceros General Paz, Tercera División de Caballería, Guarnición Olavarría, clase 35. Tacatac tacatac tacatac. Para el soldado de caballería, princesa, no hay nada imposible. Su divisa es: El soldado de caballería no tiene problemas. Los causa. Mira el horizonte un metro por encima de la raza humana en general. Ahí está el detalle, el epos: lo heroico en su antigua acepción clásica. Un soldado de caballería, por otra parte, no puede desconocer el contradictorio corazón del hombre, puesto que trata a diario con toda clase de caballos. Sabe reír a grandes carcajadas, beber en grandes jarros, levantar grandes polvaredas, y no respeta más autoridad que la de quien monta el yeguarizo de mayor alzada, motivo por el cual le gustan las mujeres grandes. Como a Gauguin. Y sabe que cuanto más parecida a un buen caballo, más femenina será una mujer. Ejemplos. Como el caballo, deberá tener crines sedosas; ancas anchas y firmes; manos y patas fuertes y largas, afinándose hacia los cascos o terminaciones. Cola ondulante y pecho alto. Y buenos dientes. Como Berenice.

Parecías reflexionar, concentrada en la tarea de ir quebrando escarbadientes, uno por uno, y armar minuciosas pagodas sobre el mantel. Un rito misteriosamente antiguo y familiar. Lo mismo que el mío ahora. Soplé.

Gran tifón en las costas de Borneo. Volviste a armar los aleros dispersos.

—Es raro —dijiste finalmente.

—¿Raro?

—Como si alguien o algo dispusiera de antemano ciertos gestos y palabras. Como si lo real estuviera ocurriendo en otro lado.

—Se llama paramnesia.

—No. —Con un movimiento inesperadamente brusco deshiciste vos misma las pagodas—. No. No se llama de ningún modo. —No me mirabas a la cara: mirabas como si yo tuviera las entendederas a la altura del nudo de la corbata—. No hace ninguna falta que todas las cosas tengan nombre. —Te acercaste a la mesa; parecías a punto de agregar algo, una explicación sutilísima más allá del alcance de mi limitada inteligencia—. Clase 35. Qué quiere decir eso —preguntaste, sin la menor lógica.

Te lo expliqué. Me escuchabas, inquisitiva y neutral. No pude saber si mis casi veintiocho años te parecían demasiados o demasiado pocos. ¿Cuántos años tendrías? No más de veinte. Al menos en ese momento y con esa expresión.

—Miles —dijiste secamente—. Y también los que parezco.

Demasiada seriedad, para una réplica tan teatral. Ése era el tipo de respuesta que a ella no se le hubiera ocurrido nunca. Beatriz, pensé. Se pensó solo, con resentimiento y ferocidad.

—Graciela —dije—. Graciela Oribe. Paf, y Beatriz desapareció.

—Qué.

—Nada. Te nombro.

—Olavarría —dijiste de golpe, abriendo los ojos con incredulidad—. Yo pasé un día y una noche en Olavarría, ese mismo año. Volvíamos con Patricio de la casa del faro y paramos en Olavarría. Había unas calles anchísimas y una iglesia amarilla en una plaza. Enfrente de la plaza había un cine. Me acuerdo de un club, grande. Con un lago. Tenía una isla y una estatua.

Con disgusto recordé el nombre de aquel club. No me atreví a pronunciarlo. Un nombre convencional, de club. Capaz de estropearme esta página algún día, pensé, lo pensé en aquel mismo instante, sólo que no era exactamente pensarlo porque no todo lo que llamamos pensar tiene que ver con el pensamiento, era como un susurro irónico, como si alguien con voz de falsete me soplara en la oreja ahijadito, alegre silbador, diablotín, te gusta mi violín, diablotón, dame tu corazón, y yo no pudiera pronunciar el nombre de ese club. Como si alguien me arrancara de la silla en aquella mesa y me sentara en esta otra, en este cuarto. Por cosas así, Graciela, se mató Santiago y yo cambié la vida por la literatura.

—Dónde estás —oigo ahora.

Oigo tus palabras y el sonido apagado de tu risa, pero en esta habitación, oigo tus palabras abriéndose paso desde las hojas de un cuaderno cuadriculado entre los ruidos de la calle y la lluvia y los Kindertotenlieder de Mahler horrorosamente deformados por la estática de la radio, veo los relámpagos en la ventana y el empapelado de luces de las paredes, oigo tu voz oscura y risueña y siento el leve golpecito de unos dedos sobre el dorso de la mano. «Dónde estás». Como si me tocara una alucinación o una muerta.

Retiré la mano con tanta brusquedad que volqué un vaso sobre el mantel.

—Lo importante era el puente —dije—. No el club. Tenés que haberlo visto. Un poco más allá de la estatua, entre los árboles. Largo, angosto. Sobre el brazo del arroyo.

—De madera, sí, largo. —Te entusiasmaste, (de noche se oía el agua, no se la veía).

—Me acuerdo, te juro que me acuerdo. (Como el de Gunga-Din).

—Como el de Gunga-Din —dijiste—. La parte aquella del elefante.

—Era una elefanta —dije.

—Fue un sábado. No, espera. Un domingo. Había un soldado, solo, en la mitad del puente, mirando el agua. ¡Eras vos! (yo de garibaldina y vos entre los sauces, cabello lacio larguísimo, te agachaste a recoger algo, la pollera te rodeó como una campana y de pronto alzaste los ojos y me miraste).

—Yo iba peinada con dos trenzas. Acordate, por favor. Y me asomé a la ventanilla del coche al pasar.

—Me acuerdo perfectamente —dije.

Nos reímos.

El whisky empezaba por fin a emborracharme. Después de todo lo que había tomado en el bar del teatrito, ya era hora. Uno flota dentro de sí mismo y ve las cosas perfectamente aisladas, afuera. Las ve tal como son y conoce su sentido real. Las manchas en el mantel, los toneleros, un pie de mujer sin su zapato trepando por la pierna de un hombre, el dibujo que traza una gota en la ventana: todo parece tratar de decir algo. Lo dice. Oigo tu voz un poco grave y arrastrada, y sé de pronto que es tu verdadera voz, como sé que esa ráfaga sombría de tu risa no está sólo en tu risa sino en la inquietante belleza de tus manos, en el pelo sobre tu cara, en cierta manera de agachar la cabeza y alzarla repentinamente como un desafío. Hablábamos, no sé de qué. Y no creo que en ese momento importara mucho. Yo había repetido Gunga-Din, y vos decías que sí, que te acordabas, aunque para vos toda la historia se limitara a un elefante que toma una purga, derriba un calabozo de piedra e intenta cruzar un puente colgante. «El jorobado», dijiste después, «el jorobado o Enrique de Lagardére». Y el que se acordaba era yo. No era natural que tuviéramos recuerdos comunes, y en realidad no los teníamos, sólo elegíamos las coincidencias y hoy pienso que las elegíamos con cierta velada desesperación, como si de esos frágiles contactos, de esos puentes ilusorios, dependiera algo que los dos buscábamos a tientas, sin saber del todo que lo buscábamos. Vos recordabas el verdadero nombre de Robinson Crusoe (nacido en la ciudad de York, el año 1632, de una familia distinguida pero extranjera en el país…) y yo la palabra herretes, que eran las piedras por las que Ana mandó a D’Artagnan a Inglaterra, y vos, casi milagrosamente, recordabas a Charlie Chan. ¿En la colección Pequeños Grandes Libros? No, qué era eso. Te reías, parecías más chica, repentinamente infantil y de verdad adolescente. No era ningún libro, era una película donde todo el mundo tenía kimonos con dragones. Nombraste a alguien llamada lo y yo me vengué con Giro-Batol. Y mientras seguíamos hablando, riendo, buscando algo en esa mesa de la cervecería Wittemberg, en Córdoba, yo abrí sin querer una de las puertas-trampa de la memoria y, por alguna razón para mí incomprensible aquella noche, esa puerta se comunicaba con otra que te dejó a solas con tu propia memoria. Giro-Batol, había dicho yo, y vi un patio de baldosas ocres y negras: Sandokán, el primer libro sin ilustraciones que leí, un triunfo, un esplendor colmado de palabras. Es la hora de la siesta. Tengo ocho años y estoy sentado junto a mi prima Laura con el libro abierto sobre mis piernas. El dedo de Laura recorre los últimos renglones de la página y se detiene en la palabra kriss, la punta del dedo sobre la palabra kriss y el resto de la mano sobre mi pantalón. Laura tenía once años y no sabía qué era un kriss. Había otras palabras, al pie de otras páginas, que también desconocía. Después no haría falta Sandokán.

—Por lo visto te pasaron muchas cosas a los ocho años —dijiste.

—Y no sólo a mí. Ya hubo uno que a los siete había descubierto su alma negra. Pero no fue la mano de una prima, sino la de su hermana. Es una sospecha que tengo sobre la locura de Nietzsche.

—No me interesa —dijiste con brusquedad. Algo había pasado.

—Hay historias peores —dije—. Sin ir más lejos, Lagardére se acostó con la hija.

—No era la hija. —Habías agachado la cabeza y buscabas algo en la cartera. No pude verte la cara—. Pero es cierto, hay historias peores… —Te mirabas en un espejito de mano. Lo que veías no pareció gustarte—. Qué monstruo —dijiste inexpresivamente, pero no hablabas de tu cara, ni conmigo—. Voy a pintarme.

Te miré caminar.

Me causó gracia imaginarte unos años atrás. Vos y un primo, menor, naturalmente. Amparada en la impunidad del parentesco, de la inexperiencia de los dos, porque el secreto era ése, estar lo bastante cerca de la inocencia verdadera como para sentirse del todo angelical. No tenía ninguna gracia.

Le hice una seña con el vaso al mozo. No me vio. Mal augurio cuando los mozos enceguecen. Empezó a dolerme la cabeza, lo que me faltaba.

—Qué te pasa.

Ahí estabas. Sentada frente a mí como si nunca te hubieras movido de la mesa. Pintada como Nefertiti.

—Nada. Una especie de puntada en la nuca.

—Estás cansado. Vamos, si querés.

Lo que más detesto en el mundo es que me cuiden. Estuve a punto de decírtelo pero sentí que era absurdo. Iba a estropear estúpidamente la noche. No iba a estropearla: ya estaba estropeada. Hasta ese momento no había notado la repugnante cara del mozo que nos atendía. Cara de gestapo, pensé. Y esas pinturas en las paredes, por favor. Y yo acá jugando al alma atormentada con Graciela Oribe alta de manos bizantinas, a la que le gustaba caminar de noche descalza junto al mar, lectora de Teresa de Ávila y de la pequeña Lulú, devota de Bob Dylan y de Mozart, que quería ser yo, que quería ser Bernardette, y después Monelle y seguramente todas sus hermanas, las pequeñas rameras. Y mientras yo estoy acá, miles de chicos caquécticos en el norte del país, ahí nomás, cruzando Córdoba. Y el mozo de mierda ese, qué mira. Lo que pasó de inmediato estaba previsto. Detrás de mí comenzaron a levantar sillas y a apilarlas sobre las mesas. Nos estaban echando. Pero sobre todo a mí. Pedí un whisky, pedí la cuenta y pagué. Puesto que eran casi las tres de la mañana había que irse, y si eran casi las tres de la mañana no existía ninguna razón para que una niña de familia de veinte años, si es que tenías veinte años, anduviese fuera de su casa con un desconocido. A menos que esté bastante acostumbrada a llegar con cualquiera a cualquier hora. Sin contar, ahijadito, que habernos sentido Francisco de Asís lamedor de chancros gracias al inesperado bálsamo de la niñez caquéctica argentina, nos revelaría para nuestros adentros no carecer de cierto fangoso y más que regular cinismo.

—Vamos —habías repetido.

Y de nuevo aquello, esto, esta sensación más que física de dolor, un desgarramiento simultáneo y total que parece nacer en la cabeza, en la nuca, o a veces sólo en un costado, en el costado izquierdo de la cabeza y se expande como la onda de una explosión silenciosa dentro de mi cuerpo como si estuviera metido en una campana atmosférica y alguien me fuese quitando a bombazos el aire mientras el universo es un puro vacío y siento la dilaceración de cada centímetro de mi carne como si quisieran arrancarme el alma o como si algo pugnara por saltar libre, a lo mejor eso, libre hacia algún sitio que imagino lejos y alto e inalcanzable, o perdido voluntariamente para siempre, como aquel juguete roto por mí una mañana de Reyes cuando, acaso por primera vez, pensé esto no, esto no lo quiero, esto es demasiado hermoso y se me va a romper algún día y es necesario algo irrompible, diamantino, absoluto, no tristemente sujeto a la vejación del tiempo y a la inmundicia de la muerte, y entonces ya no lo quiero y tomo un martillo, pego, veo saltar los resortes y las pequeñas ruedas de lata, miro casi con felicidad la estación en ruinas, los rieles en pedazos. O como la paloma. Mi mejor paloma, paloma que regalé pero debí matarla, reventarle la cabeza contra las piedras porque un segundo antes yo la tenía en mi mano y en la otra mano estaba su pareja, hermoso macho azul de ojos color borravino que se quedó conmigo mientras ella saltaba el saledizo de la trampa del palomar, y otro macho cayó como una sombra desde el cielo y yo no podía moverme, fascinado por la excitación y por el asco, porque a unos centímetros de mi cara ella se agazapó como hacen las palomas y el otro hinchaba el buche arrogante, daba vueltas a su alrededor, murmuraba el terrible canto de amor de los palomos, y yo gritaba puta, puta porque ella se agazapó y el otro estaba encima, puta como mi madre, mientras al hermoso macho azul se le partía el corazón como una copa de sangre.

—¿Cómo? —dijiste.

—Cansado —dije yo—. Que es cierto, estoy cansado. —Nos habíamos puesto de pie; salimos—. Viajar todo el día, y después las viejas. Y encima el doctor Cantilo, calculá.

Cruzamos una avenida, lloviznaba.