ABRAHAM FLEXNER (1866-1959) fue un famoso pedagogo estadounidense. Tras sus estudios en la universidad Johns Hopkins y en Harvard, fundó varias escuelas experimentales y participó en la creación del Institute for Advanced Study de Princeton, que dirigió entre 1930 y 1939. Durante esta etapa favoreció el exilio de muchos investigadores que huían de las persecuciones nazis. Autor de numerosos libros de pedagogía, Flexner publicó en 1910 un informe sobre la enseñanza de la medicina en el siglo XX cuyas intuiciones mantienen una extraordinaria modernidad. Sus trabajos han ejercido una profunda influencia en la enseñanza de las ciencias en Estados Unidos y Europa.
¿No es curioso que en un mundo saturado de odios irracionales que amenazan a la civilización misma algunos hombres y mujeres—viejos y jóvenes—se alejen por completo o parcialmente de la tormentosa corriente de la vida cotidiana para entregarse al cultivo de la belleza, a la extensión del conocimiento, a la cura de las enfermedades, al alivio de los que sufren, como si los fanáticos no se dedicaran al mismo tiempo a difundir dolor, fealdad y sufrimiento? El mundo ha sido siempre un lugar triste y confuso; sin embargo, poetas, artistas y científicos han ignorado los factores que habrían supuesto su parálisis de haberlos tenido en cuenta. Desde un punto de vista práctico, la vida intelectual y espiritual es, en la superficie, una forma inútil de actividad que los hombres se permiten porque con ella obtienen mayor satisfacción de la que pueden conseguir de otro modo. Mi pretensión en este artículo es ocuparme del problema de hasta qué punto la búsqueda de estas satisfacciones inútiles se revela inesperadamente como la fuente de la que deriva una utilidad insospechada.
Oímos decir con fastidiosa reiteración que la nuestra es una época materialista que debería tener como principal interés una más amplia distribución de los bienes y las oportunidades materiales. Así, la justificada protesta de aquellos que sin culpa alguna se ven privados de oportunidades y de un reparto justo de bienes mundanos aleja a un creciente número de jóvenes de los estudios seguidos por sus padres y los dirige hacia el estudio, igualmente importante y no menos urgente, de los problemas sociales, económicos y gubernamentales. No me quejo de esta tendencia. El mundo en el que vivimos es el único que nuestros sentidos pueden atestiguar. A menos que se construya un mundo mejor, un mundo más justo, millones de personas continuarán yendo a la tumba silenciosas, afligidas, llenas de amargura. Yo mismo he pasado muchos años defendiendo que nuestras escuelas deberían prestar mucha mayor atención al mundo en el que sus alumnos y estudiantes están destinados a vivir. Ahora bien, me pregunto a veces si esta corriente no ha cobrado excesiva fuerza y si habría suficientes oportunidades para una vida plena en el caso de que el mundo fuese despojado de algunas de las cosas inútiles que le otorgan significación espiritual. En otras palabras, si nuestra concepción de lo útil no se ha vuelto demasiado estrecha para adecuarse a las posibilidades errabundas y caprichosas del espíritu humano.
Podemos considerar esta cuestión desde dos puntos de vista: el científico y el humanístico o espiritual. Empecemos por el científico. Recuerdo una conversación que mantuve hace algunos años con George Eastman sobre el asunto de la utilidad. Eastman, hombre sensato, amable y clarividente, dotado de buen gusto musical y artístico, me había dicho que pretendía dedicar su vasta fortuna a promover la educación en asuntos útiles. Yo me atreví a preguntarle quién era para él el científico más útil del mundo. Respondió al instante: «Marconi». Pero yo le sorprendí diciendo: «Por más placer que nos proporcione la radio y por grande que sea la aportación de las transmisiones sin hilos y la radio a la vida humana, la contribución de Marconi fue casi insignificante».
No olvidaré su estupor en ese momento. Me pidió que se lo explicara. Le respondí algo como lo que sigue:
Señor Eastman, Marconi era inevitable. El mérito real por todo lo que se ha logrado en el campo de la transmisión sin hilos corresponde, en la medida que un mérito tan fundamental pueda asignarse a una sola persona, al profesor Clerk Maxwell, que en 1865 efectuó ciertos cálculos abstrusos y remotos en el campo del magnetismo y la electricidad. Maxwell reprodujo sus ecuaciones teóricas en un tratado que se publicó en 1873. A continuación, el profesor H. J. S. Smith de Oxford declaró en el congreso de la British Association que «ningún matemático puede recorrer las páginas de estos volúmenes sin darse cuenta de que contienen una teoría que ha supuesto ya una gran contribución a los métodos y recursos de las matemáticas puras». Otros descubrimientos, realizados durante los siguientes quince años, complementaron la obra teórica de Maxwell. Finalmente, en 1887 y 1888 el problema científico que permanecía aún abierto—la detección y demostración de las ondas electromagnéticas que transportan las señales de las transmisiones sin hilos—fue resuelto por Heinrich Hertz, que trabajaba en el laboratorio de Helmholtz en Berlín. Ni Maxwell ni Hertz tenían interés alguno en la utilidad de su trabajo; tal pensamiento ni siquiera se les pasó por la cabeza. Carecían de cualquier objetivo práctico. El inventor en sentido legal fue sin duda Marconi, pero ¿qué inventó Marconi? Tan sólo el último detalle técnico, en especial el aparato de recepción ahora obsoleto llamado «cohesor», casi universalmente desechado.
Acaso Hertz y Maxwell no inventaron nada, pero su inútil obra teórica fue aprovechada por un hábil técnico y forjó nuevos medios de comunicación, servicio público y entretenimiento mediante los cuales hombres con méritos relativamente modestos ganaron fama y millones. ¿Quiénes fueron los hombres útiles? No Marconi sino Clerk Maxwell y Heinrich Hertz. Hertz y Maxwell fueron genios sin pensar en la utilidad. Marconi fue un hábil inventor sin otro pensamiento que la utilidad.
La mención del nombre de Hertz recordó a Eastman las ondas hertzianas, y yo le sugerí que podía pedir a los físicos de la Universidad de Rochester explicaciones precisas sobre lo que habían hecho Hertz y Maxwell. Pero añadí que de una cosa podía estar seguro: de que habían realizado su trabajo sin pensar en la utilidad y de que a lo largo de la historia de la ciencia la mayoría de descubrimientos realmente importantes que al final se han probado beneficiosos para la humanidad se debían a hombres y mujeres que no se guiaron por el afán de ser útiles sino meramente por el deseo de satisfacer su curiosidad.
—¿Curiosidad? —preguntó Eastman—.
—Sí —respondí—, la curiosidad que puede conducir o no a algo útil es probablemente la característica más destacada del pensamiento moderno. No se trata de algo nuevo. Se remonta a Galileo, Bacon y sir Isaac Newton, y hay que darle total libertad. Las instituciones científicas deberían entregarse al cultivo de la curiosidad. Cuanto menos se desvíen por consideraciones de utilidad inmediata, tanto más probable será que contribuyan al bienestar humano y a otra cosa asimismo importante: a la satisfacción del interés intelectual, que sin duda puede decirse que se ha convertido en la pasión hegemónica de la vida intelectual de los tiempos modernos.
Esto vale para el trabajo tranquilo y discreto de Heinrich Hertz en un rincón del laboratorio de Helmholtz durante los últimos años del siglo XIX. Pero puede decirse lo mismo de científicos y matemáticos de todo el mundo desde hace varios siglos. Vivimos en un mundo que estaría desvalido sin electricidad. Si nos invitan a mencionar el descubrimiento con una utilidad práctica más inmediata y de largo alcance, es muy probable que nos pongamos de acuerdo en indicar la electricidad. Pero ¿quién efectuó los descubrimientos fundamentales de los que procede todo el desarrollo eléctrico que ha tenido lugar durante más de un siglo?
La respuesta es interesante. El padre de Michael Faraday era herrero; el mismo Michael trabajó como aprendiz de encuadernador. En 1812, con veintiún años cumplidos, un amigo lo llevó a la Royal Institution, donde escuchó a sir Humphrey Davy pronunciar cuatro conferencias sobre temas químicos. Faraday tomó notas y envió una copia a Davy. Apenas un año después, en 1813, se convirtió en asistente en el laboratorio de Davy, trabajando en problemas químicos. Dos años más tarde, acompañó a Davy en un viaje al continente. En 1825, a los treinta y cuatro años, se convirtió en el director del laboratorio de la Royal Institution, donde pasó cincuenta y cuatro años de su vida.
El interés de Faraday se desplazó pronto de la química a la electricidad y el magnetismo, a los que dedicó el resto de su vida activa. Previamente Oersted, Ampère y Wollaston habían realizado un trabajo importante pero confuso en este campo. Faraday aclaró las dificultades que ellos habían dejado sin resolver y en 1841 tuvo éxito en la tarea de inducir la corriente eléctrica. Cuatro años después se abrió un segundo e igualmente brillante periodo en su carrera cuando descubrió el efecto del magnetismo en la luz polarizada. Sus primeros descubrimientos habían conducido al infinito número de aplicaciones prácticas mediante las cuales la electricidad ha aliviado las cargas e incrementado las oportunidades de la vida moderna. Así, sus descubrimientos posteriores fueron mucho menos prolíficos en resultados prácticos. ¿Qué diferencia supuso tal cosa para Faraday? Ninguna. La utilidad no le interesó en ningún periodo de su incomparable carrera. Se mantuvo absorto desenmarañando los enigmas del Universo, primero enigmas químicos, y después enigmas físicos. En lo que a él respecta, la cuestión de la utilidad no se suscitó nunca. Cualquier sospecha de aplicación práctica habría limitado su inquieta curiosidad. A la postre, la utilidad surgió, pero nunca fue el criterio al que sometió su incesante experimentación.
En la atmósfera que envuelve hoy el mundo quizá sea oportuno destacar el hecho de que el papel desempeñado por la ciencia en hacer la guerra más destructiva y más horrible ha sido un subproducto insconsciente y no buscado de la actividad científica. Lord Rayleigh, presidente de la British Association for the Advancement of Science, en una reciente intervención señala con detalle cómo la locura del hombre, no la voluntad de los científicos, tiene la responsabilidad del uso destructivo de los agentes empleados en la guerra moderna. El estudio inocente de la química de los compuestos del carbono, que ha conducido a infinitas aplicaciones beneficiosas, mostró que la acción del ácido nítrico en sustancias como el benceno, la glicerina, la celulosa, etc., daba como resultado no sólo la benéfica industria del colorante de anilina, sino la creación de la nitroglicerina, que tiene usos buenos y malos. Un poco más tarde Alfred Nobel, examinando el mismo asunto, mostró que la mezcla de nitroglicerina con otras sustancias podía producir explosivos sólidos susceptibles de manejo seguro —entre otros, la dinamita—. A la dinamita le debemos el progreso en la minería, en la perforación de túneles de ferrocarriles como los que ahora atraviesan los Alpes y otras cordilleras; pero, por supuesto, políticos y militares han abusado de ella. Los científicos, sin embargo, no merecen más condena por este hecho de la que merecen por un terremoto o una inundación. Lo mismo puede decirse a propósito del gas tóxico. Plinio murió por respirar dióxido de azufre durante la erupción del Vesubio hace casi dos mil años. El cloro no fue aislado por los científicos para fines militares, ni tampoco el gas mostaza. Estas sustancias podrían haberse limitado a un uso benéfico, pero cuando se perfeccionó el invento del avión, hombres de corazones venenosos y mentes corrompidas se dieron cuenta de que ese artefacto inocente, resultado de un largo esfuerzo desinteresado y científico, podía convertirse en instrumento de destrucción, cosa que nadie había soñado jamás ni había buscado nunca deliberadamente.
En el campo de las matemáticas avanzadas pueden citarse ejemplos casi innumerables. Así, la obra matemática más abstrusa de los siglos XVIII y XIX fue la «geometría no euclidiana». Su inventor, Gauss, aunque reconocido por sus contemporáneos como un matemático insigne, no se atrevió a publicar sus trabajos al respecto durante un cuarto de siglo. De hecho, la teoría de la relatividad misma, con sus infinitas aplicaciones prácticas, habría sido del todo imposible sin el trabajo que Gauss efectuó en Göttingen. Un ejemplo más: lo que ahora se conoce como «teoría de grupos» fue una teoría matemática abstracta e inaplicable. La desarrollaron hombres curiosos a los que la curiosidad y la diversión condujo por extraños senderos. Pero la «teoría de grupos» es hoy la base de la teoría cuántica de la espectroscopia, utilizada diariamente por personas que no tienen la menor idea de su origen.
El cálculo de probabilidades fue descubierto íntegramente por matemáticos que en realidad estaban interesados en la racionalización de los juegos de azar. No ha tenido éxito en el propósito práctico que perseguían, pero ha proporcionado una base científica para toda clase de seguros, y gran parte de la física del siglo XIX se basa en él.
De un reciente número de la revista Science me gustaría citar lo siguiente:
El reconocimiento del que goza el genio del profesor Albert Einstein alcanzó nuevas cumbres cuando se descubrió que el docto físico-matemático desarrolló hace quince años matemáticas que ahora contribuyen a resolver los misterios de la asombrosa fluidez del helio a temperaturas cercanas al cero absoluto. En el simposio que la American Chemical Society dedicó al tema de la acción intermolecular, el profesor F. London, de la Universidad de París, ahora profesor invitado en la Universidad de Duke, atribuyó a Einstein el mérito de haber forjado el concepto de un gas «ideal» en artículos publicados en 1924 y 1925. Los informes de Einstein en 1925 no versaban sobre la teoría de la relatividad sino que discutían problemas que en aquel momento parecían desprovistos de toda significación práctica. Describían la degeneración de un gas «ideal» al acercarse a los límites inferiores de la escala de las temperaturas. Dado que era ya sabido que todos los gases se licúan a tales temperaturas, los científicos tendieron a pasar por alto estos trabajos realizados por Einstein quince años antes.
Sin embargo, el comportamiento del helio líquido, descubierto recientemente, ha concedido nueva utilidad al olvidado concepto de Einstein. La mayoría de líquidos incrementan su viscosidad, se vuelven más pegajosos y fluyen menos fácilmente cuando se enfrían. La frase «más frío que la melaza en enero» recoge el concepto de viscosidad propio del profano, un concepto de hecho correcto. El helio líquido, no obstante, constituye una misteriosa excepción. A la temperatura conocida como «punto delta», sólo 2,19 grados por encima del cero absoluto, el helio líquido fluye mejor que a temperaturas superiores; en realidad, el helio líquido es casi tan nebuloso como un gas. A este extraño comportamiento se le añaden otros enigmas, como su enorme capacidad para conducir el calor. En el punto delta es unas quinientas veces tan efectivo en este aspecto como el cobre a temperatura ambiente. El helio líquido, con estas y otras anomalías, ha planteado un misterio importante a físicos y químicos.
El profesor London afirmó que el comportamiento del helio líquido puede explicarse mejor si se considera a este como un gas «ideal» al modo Bose-Einstein, usando las matemáticas elaboradas en 1924-1925, y asumiendo también algunos de los conceptos relativos a la conducción eléctrica de los metales. Por simple analogía, la asombrosa fluidez del helio líquido puede explicarse parcialmente imaginando la fluidez como algo semejante al movimiento errático de electrones en un metal que explica la conducción de la electricidad.
Miremos ahora en otra dirección. En el dominio de la medicina y la salud pública la ciencia de la bacteriología ha tenido un papel preponderante durante el último medio siglo . ¿ Cuál es la historia? Al acabar la guerra franco-prusiana de 1870, el gobierno alemán fundó la gran Universidad de Estrasburgo. Su primer profesor de anatomía fue Wilhelm von Waldeyer, después profesor de la misma especialidad en Berlín. En sus Recuerdos refiere que entre sus estudiantes de Estrasburgo durante el primer semestre se encontraba un joven pequeño, discreto y autosuficiente, de 17 años, llamado Paul Ehrlich. El curso regular de anatomía en aquel entonces consistía en la disección y el examen microscópico de tejidos. Ehrlich demostró escaso o nulo interés por la disección, pero, como señala Waldeyer en sus Recuerdos:
Me di cuenta muy pronto de que Ehrlich trabajaba largas horas en su mesa, completamente absorto en la observación al microscopio. Además, la mesa fue cubriéndose gradualmente de manchas de toda suerte de colores. Un día en que lo vi sentado al trabajo, me acerqué a él y le pregunté qué estaba haciendo con tal despliegue de colores en su mesa. Entonces este joven estudiante de primer semestre que supuestamente seguía el curso regular de anatomía alzó la vista hacia mí y dijo en voz baja: «Ich probiere». Esto podría traducirse libremente como «Estoy probando» o como «Sólo estoy jugando». Le repliqué: «Muy bien. Continúe con el juego». Vi enseguida que sin ninguna enseñanza o dirección por mi parte tenía en Ehrlich un estudiante de calidad inusual.
Waldeyer, con mucha sensatez, lo dejó tranquilo. Ehrlich prosiguió, azarosamente, sus estudios de medicina y a la postre consiguió graduarse, en buena medida porque a sus profesores les pareció obvio que no tenía ninguna intención de ejercer nunca como médico. A continuación marchó a Breslau donde trabajó con Cohnheim, maestro también de nuestro doctor Welch, el que sería fundador y artífice de la Escuela Médica Johns Hopkins. No creo que la idea de utilidad cruzara nunca por la mente de Ehrlich. El tenía interés. Era curioso; continuó jugando. Por supuesto, su juego se guiaba por un profundo instinto, pero se trataba de una motivación puramente científica, no utilitaria. ¿Qué resultó de ello? Koch y sus asociados establecieron una nueva ciencia, la ciencia de la bacteriología. Los experimentos de Ehrlich fueron entonces empleados por un compañero de estudios, Weigert, para colorear bacterias y contribuir por ese medio a su diferenciación. El mismo Ehrlich desarrolló el coloreado del frotis de sangre con tintes en el que se basa nuestro moderno conocimiento de la morfología de los glóbulos rojos y blancos de la sangre. No pasa un día sin que en miles de hospitales de todo el mundo se aplique la técnica de Ehrlich para analizar la sangre. De este modo, el juego aparentemente sin objeto de la sala de disección de Waldeyer en Estrasburgo se ha convertido en un factor determinante en la práctica cotidiana de la medicina.
Presentaré ahora un ejemplo extraído de la industria, uno seleccionado al azar, pues hay muchísimo más. El profesor Berl, del Carnegie Institute of Technology (Pittsburgh), escribe lo siguiente:
El fundador de la moderna industria del rayón fue el francés conde Chardonnet. Como es sabido, empleaba una solución de nitrocelulosa en una mezcla de alcohol y éter, y pasaba a presión esta solución viscosa, a través de capilares, hacia un recipiente con agua, que servía para coagular el filamento de nitrato de celulosa. Tras la coagulación, el filamento se exponía al aire y era enrollado en bobinas. Un día Chardonnet inspeccionaba su fábrica francesa en Besançon. A causa de un accidente cesó el suministro del agua que debía coagular el filamento del nitrato de celulosa. Los trabajadores descubrieron que la operación del hilado funcionaba mucho mejor sin agua que con ella. Este fue el día en que nació el importantísimo proceso del hilado en seco, que actualmente se realiza a gran escala.
No pretendo en absoluto sugerir que toda la actividad que se desarrolla en los laboratorios tiene finalmente alguna utilidad práctica inesperada ni que la utilidad práctica final constituye su verdadera justificación. Defiendo más bien la conveniencia de abolir la palabra utilidad y liberar el espíritu humano. Por supuesto, esto comportaría dar libertad a unos cuantos excéntricos inofensivos y derrochar algunos preciosos dólares. Pero es infinitamente más importante que de este modo quebraríamos las cadenas de la mente humana y le otorgaríamos libertad para las aventuras que en nuestros propios días han conducido, por un lado, a Hale, Rutherford, Einstein y sus semejantes hasta las regiones más remotas del espacio, alejadas de nosotros millones y millones de kilómetros, y, por otro, han liberado la ilimitada energía encerrada en el átomo. Lo que Rutherford y otros como Bohr y Millikan han conseguido por pura curiosidad, en su lucha por entender la construcción del átomo, ha desatado fuerzas que pueden transformar la vida humana; pero este resultado práctico final, imprevisto e impredecible, no constituye la justificación de los trabajos de Rutherford, Einstein, Millikan, Bohr o cualquiera de sus semejantes. Dejémoslos tranquilos. Ningún gestor educativo puede orientar de ninguna manera las investigaciones de estos hombres. El despilfarro, lo admito de nuevo, parece enorme. Pero en realidad no lo es. Todo el derroche que se ha producido en el desarrollo de la ciencia bacteriológica es prácticamente nulo si se compara con las ventajas que proceden de los descubrimientos de Pasteur, Koch, Ehrlich, Theobald Smith y muchísimos otros —ventajas que nunca habrían surgido si la idea de la posible utilidad hubiera dominado sus mentes—. Estos grandes artistas —pues científicos y bacteriólogos lo son— difundieron el espíritu que prevaleció en unos laboratorios en los que no hacían otra cosa que seguir el hilo de su propia curiosidad natural.
No critico instituciones como las escuelas de ingeniería o de derecho en las que el criterio de la utilidad predomina necesariamente. A menudo la situación se invierte y las dificultades prácticas que se presentan en la industria o en los laboratorios estimulan las indagaciones teóricas. Estas pueden resolver, o tal vez no, los problemas que las suscitaron, pero pueden también abrir nuevas perspectivas, en un primer momento inútiles y, sin embargo, cargadas de futuros logros, prácticos y teóricos.
Gracias a la rápida acumulación de conocimientos «inútiles» o teóricos se ha forjado una situación en la que cada vez hay más posibilidades de abordar problemas prácticos con espíritu científico. No sólo los inventores, sino los científicos «puros» se han complacido en este juego. He mencionado a Marconi, un inventor, que, aun siendo un benefactor del género humano, se limitó de hecho a «aprovecharse de los cerebros de otros hombres». Edison pertenece a la misma categoría. Pasteur fue diferente. Fue un gran científico, pero no se opuso a abordar problemas prácticos—tales como el estado de las viñas francesas o los problemas de la elaboración de la cerveza—. No sólo resolvía la dificultad inmediata, sino que, además, extraía del problema práctico alguna conclusión teórica de largo alcance, «inútil» por el momento, pero con grandes probabilidades de ser «útil» de algún modo imprevisto en el futuro. Erhlich, cuya curiosidad era básicamente especulativa, se dedicó con pasión al problema de la sífilis y lo investigó tenazmente hasta obtener una solución de inmediata utilidad práctica —el Salvarsán (la arsfenamina)—. Los descubrimientos de la insulina por Banting, aplicable a la diabetes, y del extracto de hígado por Minot y Whipple, aplicable a la anemia maligna, son de la misma clase: ambos fueron efectuados por científicos puros que se dieron cuenta de los muchos conocimientos «inútiles» que habían acumulado hombres sin preocupación alguna por sus aplicaciones utilitarias, y pensaron que había llegado el momento de plantear cuestiones prácticas de forma científica.
Así, es obvio que uno debe ser cauto al atribuir la totalidad de un descubrimiento científico a una sola persona. Casi todos los descubrimientos tienen detrás una larga y azarosa historia. Alguien encuentra una pieza aquí, otro una pieza allá. Más adelante sigue un tercer paso y así sucesivamente hasta que un genio reúne todas las piezas y realiza la contribución decisiva. La ciencia, como el río Misisipi, es al principio un minúsculo riachuelo en un bosque lejano. Otras corrientes engrosan gradualmente su caudal. El río estruendoso que revienta los diques se forma a partir de innumerables fuentes.
No puedo ocuparme de este aspecto de manera exhaustiva, pero aprovecharé la ocasión para decir lo siguiente: durante un periodo de uno o dos siglos las contribuciones de las escuelas profesionales a sus respectivas actividades consistirán, probablemente, no tanto en la formación de individuos que puedan convertirse después en ingenieros prácticos, juristas prácticos o médicos prácticos, sino más bien en el hecho de que aun en la búsqueda de objetivos estrictamente prácticos se desarrollará una enorme cantidad de actividades en apariencia inútiles. De estas actividades inútiles proceden descubrimientos que sin duda pueden probarse de infinita mayor importancia para la mente y el espíritu humanos que la consecución de las metas útiles para las que tales escuelas se fundaron.
Las consideraciones a las que he aludido hacen hincapié —si ello era necesario— en la abrumadora importancia de la libertad espiritual e intelectual. He hablado de ciencia experimental; he hablado de matemáticas; pero lo que afirmo es igualmente cierto con respecto a la música, el arte y cualquier otra expresión del ilimitado espíritu humano. Ninguna de estas actividades necesita otra justificación que el simple hecho de que sean satisfactorias para el alma individual que persigue una vida más pura y elevada. Y al justificarlas sin referencia alguna, implícita o explícita, a la utilidad justificamos las escuelas, las universidades y los institutos de investigación. Una institución que libera a generaciones sucesivas de almas humanas está ampliamente justificada al margen de que tal o cual graduado haga una contribución de las llamadas útiles al conocimiento humano. Un poema, una sinfonía, una pintura, una verdad matemática, un nuevo hecho científico, todos ellos constituyen en sí mismos la única justificación que universidades, escuelas e institutos de investigación necesitan o requieren.
El asunto que estoy discutiendo presenta hoy en día una relevancia especial. En ciertas grandes áreas del mundo —sobre todo Alemania e Italia— se está ahora mismo efectuando un esfuerzo para restringir la libertad del espíritu humano. Las universidades han sido reorganizadas al punto de convertirlas en instrumentos al servicio de quienes profesan un particular credo político, económico o racial. De vez en cuando un individuo irreflexivo en alguna de las pocas democracias que restan en el mundo pretende incluso cuestionar la importancia fundamental de que la libertad académica se mantenga absolutamente irrestricta. El enemigo real del género humano no es el pensador audaz e irresponsable, tenga razón o no. El enemigo real es quien trata de moldear el espíritu humano de manera que no se atreva a desplegar sus alas como estas se desplegaron en otro tiempo en Italia y Alemania, lo mismo que en Gran Bretaña y los Estados Unidos. Esta no es una idea nueva. Fue la idea que animó a Humboldt cuando, en el momento de la conquista de Alemania por Napoleón, concibió y fundó la Universidad de Berlín. Es la idea que animó al presidente Gilman en la creación de la Universidad Johns Hopkins, el modelo según el cual todas las universidades de este país han intentado en mayor o menor medida reconstruirse. Es la idea a la que serán fieles todos los individuos que se preocupan por su alma inmortal, con independencia de las consecuencias personales que ello comporte. La justificación de la libertad espiritual, sin embargo, supera con mucho la cuestión de la creatividad en el ámbito científico o humanístico, pues implica la tolerancia de todo el espectro de las diferencias humanas.
¿Qué puede haber más necio o ridículo, a la vista de la historia del género humano, que las simpatías o antipatías fundadas en la raza o la religión? ¿Acaso la humanidad quiere sinfonías, pinturas y profundas verdades científicas, o quiere sinfonías cristianas, pinturas cristianas y ciencia cristiana, o sinfonías judías, pinturas judías y ciencia judía? ¿Acaso quiere contribuciones a la infinita riqueza del alma humana y expresiones suyas que sean musulmanas, egipcias, japonesas, chinas, americanas, alemanas, rusas, comunistas o conservadoras?
Entre las consecuencias más llamativas e inmediatas de la intolerancia hacia los extranjeros puedo citar con justicia, me parece, el rápido desarrollo del Institute for Advanced Study, fundado en Princeton, Nueva Jersey, por Louis Bamberger y su hermana, la señora de Félix Fuld. La propuesta de crear el Instituto surgió en 1930. Se decidió ubicarlo en Princeton en parte por el apego de sus fundadores al Estado de Nueva Jersey, pero, en lo que a mí concierne, por el hecho de que Princeton poseía una pequeña escuela superior de alta calidad con la cual era viable colaborar muy estrechamente. El Instituto tiene una deuda con la Universidad de Princeton que nunca podrá ser del todo apreciada. El trabajo del Instituto con una parte considerable de su personal empezó en 1933. En su cuerpo docente figuran eminentes estudiosos estadounidenses: Veblen, Alexander y Morse entre los matemáticos; Meritt, Lowe y Miss Goldman entre los humanistas; Stewart, Riefler, Warren, Earle y Mitrany entre los juristas y economistas. Y a estos se les deberían sumar estudiosos y científicos de la misma talla que ya formaban parte de la Universidad, la Biblioteca y los laboratorios de Princeton. Pero el Institute for Advanced Study está en deuda con Hitler por Einstein, Weyl y Neumann en matemáticas; por Herzfeld y Panofsky en el campo de los estudios humanísticos, y por una multitud de investigadores más jóvenes que durante los pasados seis años han trabajado con este grupo distinguido y están acrecentando ya la fuerza de los estudios estadounidenses en cada rincón del país.
El Instituto es, desde el punto de vista organizativo, la cosa más simple y menos formal que pueda imaginarse. Consta de tres escuelas: una Escuela de matemáticas, una Escuela de estudios humanísticos y una Escuela de economía y política. Cada escuela está formada por un grupo permanente de profesores y un grupo de miembros asociados que cambian cada año. Cada escuela dirige sus propios asuntos a su gusto; dentro de cada grupo cada individuo dispone de su tiempo y energía como le place. Los miembros asociados, que han llegado ya de veintidós países extranjeros y de treinta y nueve instituciones de estudios superiores de los Estados Unidos, son aceptados, si se les juzga con méritos suficientes, por los diversos grupos. Disfrutan exactamente de la misma libertad que los profesores. Pueden trabajar con uno u otro profesor según acuerden de forma individual; pueden trabajar solos, consultando de vez en cuando a cualquiera que juzguen de posible ayuda. No se sigue ninguna rutina; no se hacen distinciones entre profesores, asociados e invitados. Los estudiantes y profesores de Princeton y los asociados y profesores del Instituto se mezclan con tanta libertad que llegan a confundirse. Se cultiva el estudio como tal. Los resultados de cada individuo y de la sociedad se dejan en sus propias manos. No se celebran reuniones de docentes; no existen comisiones. De este modo, los individuos con ideas disfrutan de condiciones favorables para la reflexión y el diálogo. Un matemático puede dedicarse a las matemáticas sin distracción alguna; lo mismo un humanista en su campo, y un economista o un estudiante de ciencias políticas en el suyo. La administración se ha reducido al mínimo en extensión e importancia. Los individuos que carezcan de ideas, que no puedan concentrarse en las ideas, no se sentirán a sus anchas en el Instituto.
Acaso puedo aclarar más este punto mencionando brevemente unos cuantos ejemplos. Un profesor de Harvard al que se concedió una beca para venir a Princeton escribió preguntando:
—¿Cuáles son mis obligaciones?
—No tiene obligaciones —le respondí—; sólo oportunidades.
Un joven y capaz matemático que había pasado un año en Princeton vino a despedirse de mí. Ya a punto de marchar, señaló:
—Quizá le gustaría saber qué ha significado este año para mí.
—Sí —repliqué.
—Las matemáticas —dijo— progresan con rapidez; la literatura reciente es muy amplia. Hace ya más de diez años que me doctoré. Durante un tiempo pude mantenerme al día en mi tema de estudio; pero últimamente se me hacía cada vez más arduo e incierto. Ahora, después de un año aquí, las persianas se han alzado, la habitación está llena de luz, las ventanas se han abierto. Tengo en la cabeza dos artículos que escribiré dentro de poco.
—¿Cuánto durará esto? —le pregunté.
—Cinco años, quizá diez.
—¿Y después qué?
—Volveré.
Un tercer ejemplo es muy reciente. Un profesor de una gran universidad del Oeste llegó a Princeton a finales del pasado diciembre. Su objetivo era proseguir cierto trabajo con el profesor Morey (de la Universidad de Princeton). Pero Morey sugirió que también podría valer la pena ver a Panofsky y Swarzenski (del Instituto). Ahora está trabajando con los tres al mismo tiempo.
—Me quedaré —añadió— hasta el próximo octubre.
—Encontrará que en pleno verano hace mucho calor —le dije.
—Estaré demasiado ocupado y demasiado contento para darme cuenta.
Así pues, la libertad no trae consigo inactividad, sino más bien el peligro de trabajar en exceso. La esposa de un asociado inglés preguntó hace poco:
—¿Todo el mundo trabaja hasta las dos de la mañana?
Hasta ahora el Instituto no ha tenido sede propia. En este momento los matemáticos son huéspedes de los matemáticos de Princeton en Fine Hall; algunos humanistas son huéspedes de los humanistas de Princeton en McCormick Hall; otros trabajan en espacios diseminados por la ciudad. Los economistas ocupan ahora un grupo de habitaciones en un hotel, el Princeton Inn. Mis propias dependencias se encuentran en un edificio de oficinas en Nassau Street, donde trabajo entre tenderos, dentistas, abogados, fisioterapeutas y grupos de estudiosos de Princeton que llevan a cabo una encuesta del gobierno local y un estudio sobre la población. Por lo tanto, los ladrillos y el mortero carecen de importancia alguna, como probó el presidente Gilman en Baltimore hace unos sesenta años. No obstante, echamos de menos el contacto informal entre unos y otros, y estamos a punto de poner remedio a este defecto mediante la construcción de un edificio sufragado por los fundadores, que se llamará Fuld Hall. Pero la formalidad no irá más lejos. El Instituto debe seguir siendo pequeño; y se mantendrá firme en la convicción de que la comunidad que lo compone anhela tiempo libre, seguridad, libertad frente a la organización y la rutina y, finalmente, contactos informales con los estudiosos de la Universidad de Princeton y otros que de vez en cuando pueden ser atraídos a Princeton desde lugares distantes. Entre estos, Niels Bohr ha llegado de Copenhague, von Laue de Berlín, Levi Civita de Roma, André Weil de Estrasburgo, Dirac y G.H. Hardy de Cambridge, Pauli de Zúrich, Lemaítre de Lovaina, Wade-Gery de Oxford, y estadounidenses de Harvard, Yale, Columbia, Cornell, Johns Hopkins, Chicago, California y otros centros de cultura y ciencia.
Por nuestra parte, no prometemos nada, pero abrigamos la esperanza de que la libre búsqueda de conocimientos inútiles demostrará tener consecuencias en el futuro como las ha tenido en el pasado. Ni por un momento, sin embargo, defendemos el Instituto por esta razón. Existe como un paraíso para los estudiosos que, como los poetas y los músicos, se han ganado el derecho a hacer las cosas a su gusto y logran los mayores resultados cuando se les permite actuar así.
— FIN —