Es el gozar, no el poseer,
lo que nos hace felices.
MONTAIGNE,
Los ensayos
Después de esta necesaria reflexión sobre la útil inutilidad de los saberes humanísticos, es el momento de dar voz directamente a los clásicos, de escuchar su palabra, de dejarse inflamar por las chispas que puedan saltar en el encuentro con las páginas de algunos grandes escritores. Si hoy, como hemos visto, el poseer ocupa un lugar eminente en la escala de los valores de nuestra sociedad, algunos autores han mostrado con brillantez la carga ilusoria de la posesión y sus múltiples efectos destructivos en cada dominio del saber y cada forma de relación humana. «Es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices» (I, XLII), sugería agudamente Montaigne. Y para ofrecer sólo algún ejemplo entre los más elocuentes, quisiera detenerme en particular en tres temas que, por razones diversas, han tenido y tienen un peso extraordinario en la vida de los hombres: la dignitas hominis, el amor y la verdad. Estos tres dominios —en los que el poseer se revela, por sí mismo, como una fuerza negativa y devastadora— constituyen, pese a todo, el terreno ideal donde la gratuidad y el desinterés pueden expresarse de la manera más auténtica.
¿Acaso la dignitas hominis puede realmente medirse según el criterio de las riquezas poseídas? ¿O bien se funda en valores independientes de cualquier vínculo asociado al beneficio y la ganancia? Para responder a estas cuestiones quisiera partir de una colección de cartas atribuida a Hipócrates, en la que el célebre médico se ocupa de la supuesta locura de Demócrito. Se trata de un relato epistolar construido sobre una paradójica inversión de papeles: el médico, en el curso de la narración, se convertirá en paciente y el paciente asumirá las funciones de médico. Así, a los ojos de Hipócrates, la aparente demencia de Demócrito se transformará en sabiduría, mientras que la presunta sabiduría de los abderitas se invertirá en demencia. El relato se inicia con una escena significativa: el gran filósofo, desde lo alto de su casa en una colina, ríe incesantemente, mientras que sus conciudadanos, creyéndolo enfermo, se preocupan. Para curarlo, deciden llamar a Hipócrates, médico que desprecia las riquezas y que ansia ejercitar su profesión sin dejarse condicionar por el dinero:
Ni la naturaleza ni un dios me ofrecerían dinero por mi venida, así que tampoco vosotros, abderitas, debéis violentarme. Permitid que ejerza liberalmente un arte liberal. Quienes piden una retribución someten su saber a servidumbre, como si lo esclavizaran […]. La vida humana es ciertamente cosa miserable: la atraviesa como un viento tempestuoso una incontenible avidez de ganancias. ¡Ojalá todos los médicos se unieran contra ella para curar un mal que es más grave que la locura, pues lo solemos considerar como una bendición siendo como es una enfermedad y la causa de numerosos males! (pp. 37-39).
Desde el inicio el encuentro entre los dos insignes interlocutores se revela muy fecundo, en especial cuando se plantea la discusión en torno a las razones que han suscitado y suscitan la risa del filósofo. Demócrito responde con extrema claridad a las preguntas que le formula el ilustre médico:
Pero yo sólo me río del hombre, lleno de estupidez, desprovisto de acciones rectas, […] que con ansias desmesuradas recorre la tierra hasta sus confines y penetra en sus inmensas cavidades, funde el oro y la plata, los acumula sin descanso y se esfuerza por poseer cada vez más para ser cada vez menos. No se avergüenza de llamarse feliz porque excava las profundidades de la tierra por medio de hombres encadenados: entre ellos, algunos mueren a causa de los derrumbes de tierra; otros, sometidos a una larguísima esclavitud, viven en esta prisión como en su patria. Buscan oro y plata, hurgando entre polvo y desechos, desplazan montones de arena, abren las venas de la tierra para enriquecerse, despedazan la madre tierra […] (pp. 63-65).
Las reflexiones de Demócrito no sólo impresionan a Hipócrates, sino que nos iluminan, a siglos de distancia, también a nosotros, lectores del nuevo milenio. «Despedazar la madre tierra» para extraer oro y plata, causar la muerte de seres humanos para acumular riquezas significa comprometer el futuro de la humanidad. Significa destruir toda forma de dignitas hominis. Significa quedar a merced de una peligrosa locura autodestructiva.
La riqueza y el poder, en definitiva, generan sobre todo falsas ilusiones. Lo recuerda con elocuencia también Séneca, en sus Cartas a Lucilio, evocando la metáfora del teatro del mundo. Los ricos y los poderosos son felices como pueden serlo los actores que representan el papel de rey sobre un escenario. Acabado el espectáculo y desechados los hábitos regios, cada uno vuelve a ser lo que en verdad es en la vida de cada día:
Ninguno de esos personajes que ves ataviados con púrpura es feliz, no más que aquellos actores a quienes la pieza teatral asigna los distintivos del cetro y la clámide en la representación. En presencia del público caminan engreídos sobre sus coturnos; tan pronto salen de la escena y se descalzan vuelven a su talla normal. Ninguno de esos individuos, a los que riqueza y cargos sitúan a un nivel superior, es grande (IX, 76, 31).
El error, para Séneca, obedece sobre todo al hecho de que no valoramos a los hombres por lo que son sino por los hábitos que visten y los ornamentos con los que se atavían:
Pues bien, cuando quieras calcular el auténtico valor de un hombre y conocer sus cualidades, examínalo desnudo: que se despoje de su patrimonio, que se despoje de sus cargos y demás dones engañosos de la fortuna, que desnude su propio cuerpo. Contempla su alma, la calidad y nobleza de ésta, si es ella grande por lo ajeno, o por lo suyo propio (IX, 76, 32).
Muchos siglos después, Giovanni Pico della Mirándola, en su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre («Oratio de hominis dignitate»), nos descubre que la esencia de la dignitas humana se basa en el libre albedrío. Cuando Dios creó al hombre, en efecto, no pudiéndole asignar ningún rasgo específico, pues todos habían sido otorgados ya a los demás seres vivientes, decidió dejarlo en la indefinición, de manera que tuviera la libertad de elegir él mismo su propio destino:
Para los demás, una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún cauce angosto, la definirás según tu arbitrio, al que te entregué. […] Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión (p. 105).
Los hombres, libres de habitar en cualquier lugar del universo, podrán así ubicarse en lo alto entre los seres superiores o en lo bajo entre las bestias. Todo dependerá de sus elecciones. Quien se deje guiar por la búsqueda filosófica podrá entender que la verdadera dignitas no se conquista mediante actividades que tan sólo brindan beneficios, sino por medio del conocimiento «[de] las causas de las cosas, los usos de la naturaleza, el sentido del universo, los designios de Dios, los misterios de los cielos y de la Tierra» (p. 121). Y dejando de lado las limitaciones de la visión antropocéntrica y mística de Pico, queda en pie la importancia de su esfuerzo por liberar a la sabiduría y a la dignidad humana del abrazo mortal del lucro:
Se ha llegado (¡oh, dolor!) hasta no tenerse por sabios sino a los que convierten en mercenario el cultivo de la sabiduría, y se da así el espectáculo de una púdica Minerva, huésped de los mortales por regalo de los dioses, arrojada, gritada, silbada. No tener quien la ame, quien la ampare, a no ser que ella, como prostituta y cambiando por unas monedas su desflorada virginidad eche en el cofrecito del amante la mal ganada paga (p. 121).
Esta es la razón por la que una obra entera de León Battista Alberti —De las ventajas y desventajas de las letras (De commodis litterarum atque incommodis)— versa sobre la necesidad de consagrar la vida al estudio de las letras para seguir, lejos de cualquier lógica ligada al lucro, el camino de la virtud. En las páginas finales, de sabor autobiográfico, el célebre escritor-arquitecto refiere cómo sus esfuerzos han sido motivados exclusivamente por el amor al conocimiento:
[…] He soportado pobreza, enemistades, injurias no pocas ni leves (tal como muchos saben), […] con ánimo fuerte e íntegro, y alentado únicamente por el amor a las letras. Y esto lo he hecho no para alcanzar algún placer, no para obtener lucro, cosa que habría conseguido si hubiera cambiado las letras por los negocios. […] Arda el ánimo de los estudiosos de avidez, pero no de oro y de riqueza, sino de buenas costumbres y sabiduría […].
De idéntica manera, el anónimo autor de Sobre lo sublime había considerado que el afán de riquezas es una gravísima enfermedad, capaz de corromper no sólo el ánimo humano, sino también la sociedad y la vida civil:
Porque es ese afán insaciable de lucro que a todos nos infecta, es esa búsqueda desenfrenada del placer lo que nos esclaviza, más aún, nos arrastra hacia el abismo, cabría decir, como a una nave con toda su dotación. La avaricia es, ciertamente, un mal que envilece […]. Yo, en verdad, reflexionando sobre este punto, no sabría explicarme cómo puede resultar posible, que concediendo un valor tan grande, o por decir mejor, divinizando a la riqueza exagerada, no demos asimismo entrada en nuestras almas a los vicios que aquella arrastra consigo. […] Y si se permite a estos brotes de la riqueza progresar durante años, engendran en las almas unos tiranos implacables: la insolencia, la ilegalidad, la impudicia (XLIV, 6-7).
También en el dominio de las reflexiones sobre el amor es posible hallar tantos ejemplos sobre el valor de la gratuidad que la elección se hace difícil. Porque el enamorado se entrega por la pura alegría de dar, sin pretender nada a cambio. El amor auténtico se convierte así en expresión del encuentro entre dos seres que avanzan libremente el uno hacia el otro. Lo que los une es un lazo desinteresado, es el valor del amor en sí, capaz de extirpar todo interés individual y toda forma de egoísmo. Y si el amor se ofrece como un don (don de sí mismos) —nos lo recuerda el sabio bereber en Ciudadela de Antoine de Saint-Exupéry—, no supondrá ningún sufrimiento:
No confundas el amor con el delirio de la posesión, que aporta los peores sufrimientos. Porque, al contrario de lo que sostiene la opinión común, el amor no hace sufrir. En cambio, el instinto de propiedad hace sufrir, lo que es contrario al amor.
Pero cuando se desatan el afán de posesión y la necesidad de dominar al otro, entonces el amor se transforma en celos. Amar, en tal caso, no significa ya darse, sino que quiere decir ante todo ser amado por alguien que te pertenece. A menudo las parejas se comportan de hecho como los animales que marcan el territorio. Para poseer, tienen necesidad de ensuciar. Y, a veces, según Michel Serres, también en
el matrimonio la propiedad equivale a la esclavitud. Se trata todavía de la marca: el buey y el esclavo han sido marcados con el hierro candente, el automóvil con una insignia, y la esposa con el anillo de oro.
Así —obsesionados por querer cuantificar a toda costa la resistencia de la fidelidad, la exclusividad del lazo, la pureza de la pasión, el vínculo de la propiedad y el peso de la potestad—, los seres humanos terminan por ceder fácilmente a la locura de poner a prueba al compañero.
Para ilustrar este peligro, quisiera detenerme en dos episodios, narrados en dos grandes clásicos: la historia de Rinaldo y el caballero del vaso de oro (recogida por Ariosto en el canto cuadragésimo tercero del Orlando furioso) y la breve narración titulada El curioso impertinente (incluida por Cervantes en la primera parte del Quijote).
Sorprendido por la noche entre Mantua y Ferrara, Rinaldo se hospeda en un castillo. Al final de la cena, el señor de la casa lo invita a someterse a la prueba del vaso de oro. Hay que lograr beber el vino contenido en una copa hechizada: si el vino no se vierte por el pecho del bebedor significa que la esposa es fiel. Rinaldo levanta el cáliz, pero, en el momento de llevárselo a los labios para beber, lo vuelve a poner sobre la mesa. Desgarrado entre el deseo de saber y una prudente ignorancia, decide renunciar a la prueba: la pretensión de conocer la pura verdad en las cosas del amor sólo puede generar venenosas sospechas y obsesiones funestas. Rinaldo, en su lucidez, intuye que buscar lo que no se quiere hallar sería tanto como hacerse daño a sí mismo deliberadamente. Porque el amor implica despojarse de toda pretensión de poseer certezas. Sólo el creer ayuda a vivir una relación fundada en el respeto y la tolerancia:
Si hasta hoy me ha ido bien con mi creencia,
¿de qué me servirá ponerla a prueba?[14]
Turbado por la sabiduría de su huésped, el caballero rompe a llorar y confiesa haber destruido el amor que profesaba a su esposa por culpa de los celos:
Así dijo Rinaldo, y apartando
de sus ojos aquel odioso vaso,
vio que bañaba un gran raudal de llanto
el rostro del señor de aquel palacio,
quien, después de calmarse un poco, dijo:
—¡Ay, infeliz de mí, maldito sea
el que me convenció de hacer la prueba,
pues me quitó a mi dulce esposa bella![15]
Atormentado por la angustia de la traición, obsesionado por la idea de perder a su mujer, se lanza a someterla a una serie de pruebas para verificar su fidelidad. La esposa, en un primer momento, resiste con firmeza las insidiosas tentaciones y las trampas urdidas por su propio marido. Pero cuando éste, transformado por una maga en un «joven pretendiente», le ofrece unas gemas valiosísimas, la mujer, desconocedora del engaño, se declara dispuesta a pasar una noche con él a cambio de tales regalos:
Ella quedó al principio muy turbada,
y sonrojada, se negó a escucharme,
pero al ver fulgurando como el fuego
las bellas gemas, se ablandó su pecho,
y respondió con voz tímida y débil,
(yo me siento morir al recordarlo)
que solamente me complacería
si ninguna persona lo sabía.[16]
Y pasando por alto el tema de la corrupción causada una vez más por la avidez de acumular riquezas —«¿A qué crimen no fuerzas el corazón del hombre, maldita sed de oro?» («Quid non mortalia pectora cogis, | auri sacra farmes!»), exclamaba Virgilio en el tercer libro la Eneida (III, 56-57)—, aquí Ariosto insiste en la irresponsabilidad del marido, artífice y causa de la traición de la mujer. Rinaldo, en efecto, tras haber escuchado la dramática confesión del caballero del vaso de oro, le reprocha su ligereza. Para el paladín, la pérdida del amor no puede imputarse a la cesión de la mujer. El verdadero error reside exclusivamente en la locura del esposo por haber querido poner a prueba la fidelidad de la mujer y por haber querido verificar su umbral de resistencia:
No debiste atacar con tales armas
si deseabas que se defendiera.
¿No sabes que ni el mármol ni el acero
más duro nada pueden contra el oro?
Más erraste al tentarla, me parece,
que ella al quedar tan pronto derrotada.
No sé, si ella igualmente te tentase,
si hubieras sido más imperturbable.[17]
Abandonar la pretensión de poseer, saber convivir con el riesgo de la pérdida significa aceptar la fragilidad y la precariedad del amor. Significa renunciar a la ilusión de una garantía de indisolubilidad del vínculo amoroso, tomando nota de que las relaciones humanas, con los límites y las imperfecciones que las caracterizan, no pueden prescindir de la opacidad, de las zonas de sombra, de la incertidumbre. Este es el motivo por el cual cuando se busca la total transparencia y la verdad absoluta en el amor se termina por destruirlo, se termina por ahogarlo en un abrazo mortal.
No por azar la sabiduría de Rinaldo será evocada en una narración del Quijote, titulada El curioso impertinente (I, XXXIII-XXXV). En ella Cervantes pone en escena a dos amigos fraternales, Lotario y Anselmo. Este último desposa a la bellísima Camila. Y mientras la joven pareja vive su feliz historia de amor, la carcoma empieza a corroer por dentro la serenidad de Anselmo: ¿una mujer que no está expuesta al peligro de las tentaciones y que no tiene ocasión de mostrar su honestidad puede ser considerada verdaderamente fiel?
Porque ¿qué hay que agradecer —decía él— que una mujer sea buena si nadie le dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe que tiene marido que en cogiéndola en la primera desenvoltura la ha de quitar la vida? Ansí que la que es buena por temor o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré a la solicitada y perseguida que salió con la corona del vencimiento (I, XXXIII, p. 379).
Así, Anselmo, obsesionado por los celos, pide a su amigo que tiente a Camila para poner a prueba su fidelidad. Lotario se niega y aduce poderosos argumentos con el fin de disuadirlo. Se trata, a su juicio, de una empresa insensata que en ningún caso producirá resultados positivos: porque si la mujer resiste, el marido no será más amado de lo que ya lo es; pero si, por el contrario, cede a la tentación, el marido mismo será la causa de su deshonra. Y en medio de este discurso disuasorio, Lotario recurre al episodio del «prudente Reinaldos», que había sabido refutar la prueba narrada en el Orlando furioso:
[Tú, Anselmo,] tendrás que llorar contino, si no lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba del vaso, que con mejor discurso se escusó de hacerla el prudente Reinaldos; que puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados (I, XXXIII, p. 384).
Por desgracia la historia referida en el Quijote tendrá un desenlace trágico: Lotario y Camila se enamorarán, Anselmo morirá de pena e incluso los dos nuevos amantes perderán la vida. Pero, antes de expirar, el esposo arrepentido dejará a su mujer un mensaje incompleto en el que reconoce haber sido él mismo el artífice de su deshonor:
Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para qué… (I, XXXV, p. 422).
Cervantes demuestra ser, con este relato, un agudo lector de Ariosto. Pero los dos lances narrados en el Orlando furioso y el Quijote traspasan ciertamente el estrecho perímetro de las relaciones amorosas y los lazos interpersonales. Se inscriben dentro de una reflexión más amplia sobre la tolerancia. Rinaldo y su intérprete Lotario nos invitan a renunciar a la noción de verdad absoluta, nos invitan a aceptar la idea de que toda conquista es siempre provisional y precaria y está expuesta a la pérdida.
La posesión, a fin de cuentas, se revela uno de los peores enemigos del amor. Encerrar el amor en un círculo, condenándolo a vivir en una cárcel eterna, no servirá para protegerlo de los cambios y las metamorfosis que caracterizan las cosas humanas. Lo recuerda Diderot, en un brillante pasaje del Suplemento al Viaje de Bougainville:
¿No te parece sin sentido un precepto que proscribe el cambio que está en nosotros mismos, que exige una constancia imposible y que viola la naturaleza y la libertad del macho y de la hembra, atándolos para siempre uno al otro, una fidelidad que pretende limitar el más versátil de los goces a un solo individuo, un juramento de inmutabilidad de dos seres de carne frente a un cielo que no es idéntico ni un solo instante, o en antros a punto de desplomarse, al pie de una roca que se deshace en polvo, o de un árbol que se agrieta, sobre una piedra que se tambalea?
El amor no puede ser enjaulado. El amor, para retomar una espléndida imagen que Rainer Maria Rilke utiliza en una de sus cartas, necesita moverse libremente, necesita una mano abierta que le permita, sin obstáculos, detenerse o escapar. Apretar los dedos para inmovilizarlo significa convertir la mano en un ataúd. Porque poseer quiere decir matar:
[…] Nuestro conquistar más verdadero reside en nuestro mirar. […] No nos hacemos ricos porque algo permanezca y se marchite en nuestras manos, sino porque todo fluye a través de su captura como a través de una solemne puerta de entrada y retorno a casa. Para nosotros las manos no deben ser un féretro: sólo un lecho en el cual las cosas duermen en el crepúsculo y tienen sueños desde cuyas profundidades expresan sus secretos más estimados. […] La posesión es, de hecho, pobreza y angustia; ¡sólo el haber poseído es un poseer despreocupado!
Del tema del amor al de la verdad el tránsito es breve. Pensemos en el célebre mito de Eros, plasmado por Platón, que ha conocido un éxito extraordinario sobre todo en el Renacimiento europeo. En el Banquete, en efecto, el filósofo es comparado con Amor, porque ambos están condenados a un eterno movimiento entre opuestos. Basta releer la fábula de la concepción de Eros narrada por la sacerdotisa Diotima, cuyas palabras refiere Sócrates, para entender mejor la comparación. Durante la fiesta por el nacimiento de Afrodita, Poros (dios del ingenio), ebrio de néctar, se entrega a Penia (diosa de la pobreza): de su unión nace Amor, destinado, a causa de las opuestas cualidades de sus padres, a perderlo y adquirirlo todo. Ni mortal ni inmortal, ni pobre ni rico, Eros ejerce un papel de mediador, de manera que logra representar simbólicamente la condición del filósofo, siempre suspendida entre la ignorancia y la sabiduría. Situado entre los dioses (que no buscan la sabiduría porque la poseen) y los ignorantes (que no la buscan porque creen poseerla), el verdadero filósofo, amante de la sabiduría, intentará aproximarse hasta ella persiguiéndola durante toda su vida.
Giordano Bruno retoma de una manera original esta imagen de la quête filosófica y la lleva a las últimas consecuencias. En los Heroicos furores, en efecto, se apropia de los esquemas clásicos de la poesía de amor para adaptarlos a su búsqueda de la sabiduría. Caracterizada por el deseo insatisfecho del amante que intenta abrazar a la inalcanzable amada, la relación amorosa es utilizada para representar el heroico periplo del furioso hacia el conocimiento. Animada por una inagotable pasión, esta milicia se convierte así en expresión de una imposibilidad, de una privación, de una caza marcada por la inaprensibilidad de la presa. El filósofo, enamorado de la sabiduría, sabe bien que su única vocación es la de perseguir la verdad:
Por tanto —afirma Bruno en De immenso—, mientras consideremos que resta alguna verdad por conocer y algún bien que alcanzar, continuaremos buscando otra verdad y aspirando a otro bien. Así pues, la indagación y la búsqueda no cesarán con la consecución de una verdad limitada y un bien definido (I, 1, p. 420).
Para Bruno, la caza de la sabiduría es una operación puramente humana y racional. Nada de milagros, prodigios, magias, abstractos misticismos, promesas de quiméricas uniones con la divinidad, garantías de otra vida sobrenatural: la insaciabilidad del furioso se funda en la inconmensurable desproporción que existe entre un ser finito y un saber infinito. Pero esta continua tensión para abrazar el saber en su totalidad puede elevar al hombre a conocer los más profundos secretos de la naturaleza y a brindarle la posibilidad de ver con los ojos de la mente, aunque sólo sea por un momento, la unidad en la multiplicidad. La milicia amorosa del filósofo se inscribe en esta conciencia de una unión imposible, pero siempre perseguida, con la sabiduría infinita. Lo que cuenta, para Bruno, no es abrazar la sabiduría infinita, sino más bien el comportamiento que debe mantenerse a lo largo del periplo de aproximación hacia ella. La esencia de la philo-sophia radica en mantener siempre vivo el amor a la sabiduría. Esta es la razón por la cual importa más correr con dignidad que ganar la carrera:
Añádase a esto que aunque no sea posible llegar al extremo de ganar el palio, corred sin embargo y haced todo lo que podáis en asunto de tanta importancia, resistiendo hasta el último aliento de vuestro espíritu. No sólo es alabado el vencedor, sino también quien no muere como un cobarde y poltrón […]. No sólo merece honores el único individuo que ha ganado la carrera, sino también todos aquellos que han corrido tan excelentemente como para ser juzgados igualmente dignos y capaces de haberla ganado, aunque no hayan sido los vencedores.
Todos los verdaderos cazadores saben —como declara Montaigne en una bellísima página de Los ensayos— que el verdadero objetivo de la caza es la persecución de la presa, el ejercicio mismo de la «venación»:
La persecución y la caza corren propiamente de nuestra cuenta; no tenemos excusa si las efectuamos mal y fuera de propósito. Fallar en la captura es otra cosa. Porque hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor. […] El mundo es sólo una escuela de indagación. Lo importante no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras.
Tanto Bruno como Montaigne viven la dramática experiencia de las guerras de religión. Ambos saben que la convicción de poseer la verdad absoluta ha transformado las distintas Iglesias en instrumentos de violencia y terror. Son conscientes de que el fanatismo ha propiciado el exterminio de seres humanos inocentes e inermes, llegando al extremo de introducir la destrucción y la muerte en el seno de las familias. Sin embargo, como recuerda Erasmo en una apasionada defensa de la paz, el uso de la brutalidad contradice fuertemente la esencia misma de la religión:
¿Todos los escritos cristianos, ya se lea el Antiguo Testamento, ya el Nuevo Testamento, no hacen sino promulgar la paz y la unanimidad, y los cristianos se pasan la vida haciendo la guerra?
Erasmo pone aquí el dedo en una llaga que no aflige sólo a los cristianos. Sus agudas reflexiones podrían valer, todavía hoy, para otros cultos, pues el riesgo del fanatismo anida en todas las religiones. En todas las épocas, por desgracia, se han cometido en nombre de Dios masacres, matanzas, genocidios. En nombre de Dios se han destruido obras de arte de importancia universal, se han quemado bibliotecas enteras que contenían manuscritos y libros de inestimable valor, se ha arrojado a la hoguera a filósofos y científicos que han contribuido de manera decisiva al progreso del conocimiento. Baste recordar el sacrificio de Giordano Bruno, por obra de la Inquisición romana, que se consumió en las llamas de Campo de’ Fiori el 17 de febrero de 1600. O bien el horrendo suplicio de Miguel Servet en Ginebra en 1553, ordenado por Juan Calvino, sobre el cual continúan pesando las acusaciones valerosamente formuladas por Sebastián Castellio:
No se afirma la propia fe quemando a un hombre —escribe Castellio en Contra el libelo de Calvino—, sino más bien haciéndose quemar por ella. […] Matar a un hombre no es defender una doctrina; es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Servet no defendieron una doctrina: mataron a un hombre.
Terrible paradoja: en nombre de la verdad absoluta se han infligido violencias presentadas como necesarias para el bien de la humanidad. Pero, una vez más, corresponde a la literatura proporcionar un antídoto contra el fanatismo y la intolerancia. También en el dominio de las cosas divinas, en efecto, la posesión de la verdad absoluta acaba por destruir toda religión y toda verdad. Lo atestiguan de manera insigne dos grandes autores que reelaboran diversamente el mismo relato, mostrando cómo a veces una breve página literaria puede ser más eficaz que una extensa disertación. Se trata de la famosa historia de los tres anillos, narrada por Giovanni Boccaccio en el Decamerón y reescrita por Lessing, cuatro siglos después, en el XVIII, en el drama titulado Natán el sabio.
En el tercer relato de la primera jornada del Decamerón, el célebre Saladino, sultán de El Cairo, convoca a la corte al rico judío Melquisedec para preguntarle cuál de las tres religiones (la judía, la cristiana o la musulmana) es la verdadera. El judío entiende de inmediato que la pregunta encierra una trampa y, en calidad de «hombre sabio», responde con una narración al dificilísimo interrogante. Así, refiere la historia de un padre que deja en herencia, secretamente, un anillo de oro para designar, a su sucesor más digno de premio. Y siguiendo esta tradición cada elegido, de generación en generación, escoge a su vez un hijo al que honrar, hasta que un padre se ve en un apuro, porque ha criado tres jóvenes obedientes a los que ama en igual medida. ¿Cómo premiarlos a los tres con un solo anillo? Encarga secretamente a un orfebre dos copias perfectas del original y, a las puertas de la muerte, lega un anillo a cada hijo:
[…] Y encontrados los anillos tan iguales el uno al otro que cuál fuese el verdadero no sabía distinguirse, se quedó pendiente la cuestión de quién fuese el verdadero heredero del padre, y sigue pendiente todavía. Y lo mismo os digo, señor mío, de las tres leyes dadas a los tres pueblos por Dios padre sobre las que me propusisteis una cuestión: cada uno su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos cree rectamente tener y cumplir, pero de quién la tenga, como de los anillos, todavía está pendiente la cuestión (I, 3, pp. 81-82).
La sagaz respuesta de Melquisedec, a completa satisfacción de Saladino, muestra que los hombres no pueden resolver, con instrumentos terrenales, una cuestión que sólo está al alcance de Dios. Reelaborando de manera original un motivo ya ampliamente difundido, Boccaccio formula una invitación al respeto recíproco en la tolerancia y la convivencia civil. Y, muchos siglos después, Lessing volverá a proponer este difícil pero necesario equilibrio en una de las cumbres de la literatura alemana, Natán el sabio (1778-1779). Corresponde de nuevo a un judío narrar, con mayor conciencia, la historia de los tres anillos. Los hijos, reivindicando cada uno de ellos la herencia, recurren a un juez que aconseja a los tres pretendientes dejar las cosas como están y considerar auténticas las tres joyas recibidas en donación:
Cada cual recibió del padre su anillo: pues crea cada cual con seguridad que su anillo es el auténtico. —Otra posibilidad cabe: ¡Que no haya querido tolerar ya en adelante el padre, en su propia casa, la tiranía del anillo único!— Y una cosa es segura: que os amaba a los tres, y os amaba igual, por cuanto no quiso postergar a dos para favorecer a uno. —¡Pues bien! ¡Imite cada cual el ejemplo de su amor incorruptible libre de prejuicios! ¡Esfuércese a porfía cada uno de vosotros por manifestar la fuerza de la piedra de su anillo![18]
La imposibilidad en que se ven los hombres para establecer la verdadera religión no impide, sin embargo, poder verificar su eficacia, poner a prueba su capacidad de hacer prosélitos a través de un testimonio de amor, de solidaridad, de paz.
También la religión, como la filosofía, debe convertirse en una opción de vida, debe transformarse en una manera de vivir. Así, ninguna religión y ninguna filosofía podrán nunca reivindicar la posesión de una verdad absoluta, válida para todos los seres humanos. Porque creer que se posee la única y sola verdad significa sentirse con el deber de imponerla, también por la fuerza, por el bien de la humanidad. El dogmatismo produce intolerancia en cualquier campo del saber: en el dominio de la ética, de la religión, de la política, de la filosofía y de la ciencia, considerar la propia verdad como la única posible significa negar toda búsqueda de la verdad.
En efecto, quien está seguro de poseer la verdad no necesita ya buscarla, no siente ya la necesidad de dialogar, de escuchar al otro, de confrontarse de manera auténtica con la variedad de lo múltiple. Sólo quien ama la verdad puede buscarla de continuo. Esta es la razón por la cual la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla. Sólo cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que el único modo de mantenerla siempre viva es ponerla continuamente en duda. Y sin la negación de la verdad absoluta no puede haber espacio para la tolerancia.
Sólo la conciencia de estar destinados a vivir en la incertidumbre, sólo la humildad de considerarse seres falibles, sólo la conciencia de estar expuestos al riesgo del error pueden permitirnos concebir un auténtico encuentro con los otros, con quienes piensan de manera distinta que nosotros. Por tales motivos, la pluralidad de las opiniones, de las lenguas, de las religiones, de las culturas, de los pueblos, debe ser considerada como una inmensa riqueza de la humanidad y no como un peligroso obstáculo.
Esta es la razón por la cual quienes niegan la verdad absoluta no pueden ser considerados nihilistas: situados entre los dogmáticos (que creen poseer la verdad absoluta) y los nihilistas (que niegan la existencia de la verdad), se ubican, equidistantes, quienes aman la verdad al punto de buscarla sin descanso. Así, aceptar la falibilidad del conocimiento, confrontarse con la duda, convivir con el error no significa abrazar el irracionalismo y la arbitrariedad. Significa, por el contrario, en nombre del pluralismo, ejercitar el derecho a la crítica y sentir la necesidad de dialogar también con quien lucha por valores diferentes de los nuestros.
Apasionado defensor de la libertad de imprenta contra toda forma de censura, John Milton nos recuerda que la verdad debe ser considerada como una fuente que mana:
Quien está acostumbrado a la reflexión —escribe en Areopagítica— sabe bien que nuestra fe y conocimiento progresan a través de su ejercicio, como lo hacen nuestros miembros y nuestra complexión física. En las Escrituras se compara la verdad con una fuente caudalosa: si sus aguas no fluyen en movimiento continuo, acaban por corromperse en una charca fangosa de conformidad y tradición (pp. 131-133).
Para Milton, aquellos que recurren a la «justicia armada» con el pretexto de defender la verdad no hacen otra cosa que matarla definitivamente (p. 155). Y matando la verdad, acaban por matar también la libertad. Del mismo modo, recíprocamente, cuando se mata la libertad acaba haciéndose imposible la búsqueda de la verdad: «Dame la libertad de saber, de expresarme, de discutir libremente según mi conciencia, por encima de todas las otras libertades —añade en Areopagítica—» (p. 173). Esta libertad de discusión le permite al hombre reunir los fragmentos dispersos de la verdad:
Seguir firmes en la búsqueda de aquello que no conocemos por medio de aquello que ya sabemos, arrimando siempre una parte de la verdad a otra a medida que la vamos descubriendo (pues todo su cuerpo es homogéneo y proporcionado), esta es la regla dorada de la teología, como lo es de la aritmética […] (p. 151).
Habría aún mucho más que decir. Lejos de cualquier posible conclusión, me gustaría sin embargo acabar provisionalmente con una bellísima cita de Lessing en la que, una vez más, se hace hincapié en la necesidad de buscar la verdad:
La valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla. Porque las fuerzas que incrementan su perfección sólo se amplían mediante la búsqueda de la verdad, no mediante su posesión. La posesión aquieta, vuelve perezoso y soberbio. Si Dios tuviera encerrada en la mano derecha la verdad completa y en la mano izquierda nada más que el continuo impulso hacia ella, aun con la condición de equivocarse siempre y eternamente, y me dijera: «¡Elige!», yo me inclinaría con humildad hacia su izquierda y diría: «Dame esto, Padre; la verdad pura sólo te corresponde a ti».
Palabras, estas de Lessing, como las de los otros autores que hemos leído más arriba, capaces de hacernos vibrar las cuerdas del corazón, de testimoniar hasta qué punto la pretendida inutilidad de los clásicos puede revelarse, por el contrario, como un utilísimo instrumento para recordarnos —a nosotros y a las futuras generaciones, a todos los seres humanos abiertos a dejarse entusiasmar— que la posesión y el beneficio matan, mientras que la búsqueda, desligada de cualquier utilitarismo puede hacer a la humanidad mas libre, mas tolerante y más humana.