No tengo ningún talento especial.
Sólo soy apasionadamente curioso.
ALBERT EINSTEIN,
Carta a Carl Seelig
Antes de pasar a leer algunas páginas de los grandes clásicos de la literatura, quisiera detenerme un momento en los efectos catastróficos que la lógica del beneficio ha producido en el mundo de la enseñanza. Martha Nussbaum, en su hermoso libro Sin fines de lucro, nos ha proporcionado hace poco un elocuente retrato de esta progresiva degradación. En el curso de la última década en buena parte de los países europeos, con alguna excepción como Alemania, las reformas y los continuos recortes de fondos financieros han trastornado —sobre todo en Italia— la escuela y la universidad. De manera progresiva, pero muy preocupante, el Estado ha iniciado un proceso de retirada económica del mundo de la enseñanza y la investigación básica. Un proceso que ha determinado también, en paralelo, la secundarización de las universidades. Se trata de una revolución copernicana que en los próximos años cambiará radicalmente la función de los profesores y la calidad de la enseñanza.
Casi todos los países europeos parecen orientarse hacia el descenso de los niveles de exigencia para permitir que los estudiantes superen los exámenes con más facilidad, en un intento (ilusorio) de resolver el problema de los que pierden el curso. Para lograr que los estudiantes se gradúen en los plazos establecidos por la ley y para hacer más agradable el aprendizaje no se piden más sacrificios sino, al contrario, se busca atraerlos mediante la perversa reducción progresiva de los programas y la transformación de las clases en un juego interactivo superficial, basado también en la proyección de diapositivas y el suministro de cuestionarios de respuesta múltiple.
Pero hay algo más. En Italia, donde el problema de los que pierden el curso alcanza dimensiones preocupantes, las universidades que logran el objetivo de graduar un estudiante en los años previstos por la ley reciben el premio de una financiación ad hoc. Los centros que, por el contrario, no satisfacen los protocolos ministeriales sufren sanciones. De este modo, si se matriculan mil estudiantes en el año 2012, mil graduados deberán tener su título al final del trienio. Una aspiración noble y legítima si a los legisladores, además de la quantitas, les interesara también la qualitas. Por desgracia, sin embargo, renunciando a evaluar con qué competencias reales concluyen su ciclo de estudios los nuevos titulados, el mecanismo en acto se transforma en una estratagema que empuja a las universidades —cada vez más comprometidas por la penuria de fondos en la búsqueda poco escrupulosa de subvenciones— a hacer lo imposible para producir nuevas hornadas de titulados.
A los estudiantes, como ha subrayado Simón Leys en una lección sobre la decadencia del mundo universitario, en algunos centros canadienses se los considera ya como clientes. El mismo resultado se desprende también de una minuciosa investigación sobre el funcionamiento de una de las más importantes universidades privadas del mundo. En Harvard, según informa Emmanuel Jaffelin en Le Monde del 28 de mayo de 2012, las relaciones entre profesores y estudiantes parecen fundarse sustancialmente en una suerte de clientelismo: «Dado que paga muy cara la matrícula en Harvard, el estudiante no sólo espera de su profesor que sea docto, competente y eficaz: espera que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene razón». En otros términos: las deudas contraídas por los alumnos estadounidenses para financiar sus estudios, cercanas a los mil millardos de dólares, los obligan a ir «más a la búsqueda de ingresos que de saber».
En efecto, el dinero que los matriculados vierten en las arcas universitarias ocupa un puesto de primer rango en los presupuestos elaborados por los rectores y los consejos de administración. Y este dato comienza a cobrar gran importancia también en los centros estatales, donde se intenta atraer a los estudiantes por todos los medios, hasta el punto de promover, como sucede con los automóviles y los productos alimenticios, verdaderas y genuinas campañas publicitarias. Las universidades, por desgracia, venden diplomas y grados. Y los venden insistiendo sobre todo en el aspecto profesionalizado esto es, ofreciendo cursos y especializaciones a los jóvenes con la promesa de obtener trabajos inmediatos y atractivos ingresos.
Institutos de secundaria y universidades, en definitiva, se han trasformado en empresas. Nada que objetar, si la lógica empresarial se limitase a suprimir los despilfarros y a rechazar las gestiones demasiado alegres de los presupuestos públicos. Pero, en esta nueva visión, el cometido ideal de los directores de instituto y rectores parece ser sobre todo el de producir diplomados y graduados que puedan insertarse en el mundo mercantil. Desposeídos de sus habituales vestimentas de docentes y forzados a ponerse las de gestores, se ven en la obligación de cuadrar las cuentas con el fin de hacer competitivas las empresas que dirigen.
También los profesores se transforman cada vez más en modestos burócratas al servicio de la gestión comercial de las empresas universitarias. Pasan sus jornadas llenando expedientes, realizando cálculos, produciendo informes para (a veces inútiles) estadísticas, intentando cuadrarlas cuentas de presupuestos cada vez más magros, respondiendo cuestionarios, preparando proyectos para obtener míseras ayudas, interpretando circulares ministeriales confusas y contradictorias. El año académico transcurre velozmente al ritmo de un incansable metrónomo burocrático que regula el desarrollo de consejos de todo tipo (de administración, de doctorado, de departamento, de curso de graduación) y de interminables reuniones asamblearias.
Parece que nadie se preocupa, como debería, de la calidad de la investigación y la enseñanza. Estudiar (a menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante) y preparar las clases se convierte en estos tiempos en un lujo que hay que negociar cada día con las jerarquías universitarias. No nos damos ya cuenta de que separando completamente la investigación de la enseñanza se acaba por reducir los cursos a una superficial y manualística repetición de lo existente.
Las escuelas y las universidades no pueden manejarse como empresas. Contrariamente a lo que pretenden enseñarnos las leyes dominantes del mercado y del comercio, la esencia de la cultura se funda exclusivamente en la gratuidad: la gran tradición de las academias europeas y de antiguas instituciones como el Collège de France (fundado por Francisco I en 1530) —sobre cuya importancia para la historia de Europa ha insistido recientemente Marc Fumaroli en Nápoles, en una apasionada conferencia dictada en la sede del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici— nos recuerda que el estudio es en primer lugar adquisición de conocimientos que, sin vínculo utilitarista alguno, nos hacen crecer y nos vuelven más autónomos.[12] Y la experiencia de lo que aparentemente es inútil y la adquisición de un bien no cuantificable de inmediato se revelan inversiones cuyos beneficios verán la luz en la longue durée.
Sería absurdo cuestionar la importancia de la preparación profesional en los objetivos de las escuelas y las universidades. Pero ¿la tarea de la enseñanza puede realmente reducirse a formar médicos, ingenieros o abogados? Privilegiar de manera exclusiva la profesionalización de los estudiantes significa perder de vista la dimensión universal de la función educativa de la enseñanza: ningún oficio puede ejercerse de manera consciente si las competencias técnicas que exige no se subordinan a una formación cultural más amplia, capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su curiositas. Identificar al ser humano con su mera profesión constituye un error gravísimo: en cualquier hombre hay algo esencial que va mucho más allá del oficio que ejerce. Sin esta dimensión pedagógica, completamente ajena a toda forma de utilitarismo, sería muy difícil, ante el futuro, continuar imaginando ciudadanos responsables, capaces de abandonar los propios egoísmos para abrazar el bien común, para expresar solidaridad, para defender la tolerancia, para reivindicar la libertad, para proteger la naturaleza, para apoyar la justicia…
En una apasionada página de los Pensamientos de Montesquieu es posible hallar una escala de valores que suena como una necesaria invitación a superar todo perímetro demasiado limitado para elevarse cada vez más hacia los infinitos espacios de lo universal:
Si supiera alguna cosa que me fuese útil y que resultara perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si conociera alguna cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si conociera alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para Europa, o útil para Europa y dañina para el género humano, la consideraría un crimen.
Habría que imponer a los miembros de los gobiernos europeos la lectura de un apasionado discurso que Víctor Hugo pronunció en la Asamblea constituyente. Se remonta al 10 de noviembre de 1848, pero parece formulado ayer mismo. Muchas de las objeciones presentadas por el célebre escritor francés mantienen aún hoy una apabullante actualidad. Frente a la propuesta de los ministros de recortar la financiación de la cultura, el novelista muestra de manera muy persuasiva que se trata de una opción perjudicial y del todo ineficaz:
Afirmo, señores, que las reducciones propuestas en el presupuesto especial de las ciencias, las letras y las artes son doblemente perversas. Son insignificantes desde el punto de vista financiero y nocivas desde todos los demás puntos de vista. Insignificantes desde el punto de vista financiero. Esto es de una evidencia tal que apenas me atrevo a someter a la asamblea el resultado del cálculo proporcional que he realizado […] ¿Qué pensarían, señores, de un particular que, disfrutando de unos ingresos de 1500 francos, dedicara cada año a su desarrollo intelectual […] una suma muy modesta: 5 francos, y, un día de reforma, quisiera ahorrar a costa de su inteligencia seis céntimos?
Un ahorro ridículo para el Estado que, sin embargo, se revela mortal para la vida de bibliotecas, museos, archivos nacionales, conservatorios, escuelas y muchas otras importantes instituciones. Y entre ellas, Hugo cita el Collège de France, el Museo de Historia Nacional, la Escuela de Paleografía y numerosos centros culturales de los que Francia debería sentirse orgullosa. De un solo plumazo en los presupuestos, los recortes terminarán por humillar a toda la nación y, al mismo tiempo, a las pobres familias de artistas y poetas abandonadas a su suerte sin ayuda alguna:
Un artista, un poeta, un escritor célebre trabaja toda la vida, trabaja sin pensar en enriquecerse, muere y deja a su país mucha gloria con la sola condición de que se proporcione a su viuda e hijos un poco de pan.
Pero error aún más grave es que el rigor del gasto se aplica en el momento equivocado, cuando el país necesitaría, por el contrario, potenciar las actividades culturales y la enseñanza pública:
¿Y qué momento se elige? Aquí está, a mi juicio, el error político grave que les señalaba al principio: ¿qué momento se elige para poner en cuestión todas estas instituciones a la vez? El momento en el que son más necesarias que nunca, el momento en el que en vez de reducirlas, habría que extenderlas y ampliarlas.
Cuando la crisis atenaza a una nación es más necesario que nunca duplicar los fondos destinados a los saberes y a la educación de los jóvenes, para evitar que la sociedad caiga en el abismo de la ignorancia:
[…] ¿Cuál es el gran peligro de la situación actual? La ignorancia. La ignorancia aún más que la miseria. […] ¡Y en un momento como éste, ante un peligro tal, se piensa en atacar, mutilar, socavar todas estas instituciones que tienen como objetivo expreso perseguir, combatir, destruir la ignorancia!
Para Hugo, no basta sólo con «proveer a la iluminación de las ciudades» pues «también puede hacerse de noche en el mundo moral». Si sólo se piensa en la vida material, ¿quién proveerá a encender «antorchas para las mentes»?
Pero si quiero ardiente y apasionadamente el pan del obrero, el pan del trabajador, que es un hermano, quiero, además del pan de la vida, el pan del pensamiento, que es también el pan de la vida. Quiero multiplicar el pan del espíritu como el pan del cuerpo.
A la enseñanza pública le incumbe la delicada tarea de apartar al hombre de las miserias del utilitarismo y educarlo en el amor por el desinterés y por lo bello («hay que levantar el espíritu del hombre, volverlo hacia Dios, hacia la conciencia, hacia lo bello, lo justo, lo verdadero, hacia lo desinteresado y lo grande»). Un objetivo que para ser cumplido requiere medidas opuestas a las adoptadas por los «gobiernos precedentes» y el actual «comité de finanzas»:
[…] Habría que multiplicar las escuelas, las cátedras, las bibliotecas, los museos, los teatros, las librerías. Habría que multiplicar las casas de estudio para los niños, las salas de lectura para los hombres, todos los establecimientos, todos los refugios donde se medita, donde se instruye, donde uno se recoge, donde uno aprende alguna cosa, donde uno se hace mejor; en una palabra, habría que hacer que penetre por todos lados la luz en el espíritu del pueblo, pues son las tinieblas lo que lo pierden.
Hugo fustiga a una clase política obtusa y miope que, creyendo ahorrar dinero, programa la disolución cultural del país y destruye toda forma de excelencia:
Han caído ustedes en un error deplorable; han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria.
A los peligros que pueden correr las democracias comerciales, como la americana, dedicó páginas extraordinarias Alexis de Tocqueville en su famoso ensayo La democracia en América (1835-1840). En este lúcido y brillante informe sobre la vida social y política estadounidense, el joven magistrado francés identifica con gran previsión los riesgos que amenazan a las sociedades enteramente entregadas al negocio y el beneficio:
En un gran número de hombres encontramos un afán egoísta, mercantil e industrial por los descubrimientos del espíritu, que no hay que confundir con la pasión desinteresada que prende en el corazón de unos pocos; hay un deseo de utilizarlos conocimientos y hay un deseo puro de conocer (II, 1, 10, p. 41).
Precisamente «la ausencia de lo superfluo» y «los constantes esfuerzos a los que todos» se entregan para alcanzar el bienestar hacen «predominar en el corazón del hombre el amor a lo útil sobre el amor a lo bello» (II, 1, 2, p. 45). En una sociedad utilitarista, los hombres acaban amando las «bellezas fáciles» («beautés fáciles») que no requieren esfuerzos, ni excesivas pérdidas de tiempo («Les gustan los libros que se consiguen con facilidad, que se leen deprisa, que no exigen un detenido estudio para ser comprendidos»; II, 1, 13, p. 55):
A unos espíritus así dispuestos, todo método nuevo que lleve más rápidamente a la riqueza, toda máquina que abrevie el trabajo, todo instrumento que disminuya los gastos de producción, todo descubrimiento que facilite los placeres y los aumente, les parecerá el más magnífico logro de la inteligencia humana. Es ese principalmente el aspecto de las ciencias al que los pueblos democráticos se entregan, y por el que las comprenden y las honran (II, 1, 10, pp. 42-43).
A Tocqueville le parece inevitable que en una «una sociedad organizada de este modo, el espíritu humano se vea insensiblemente llevado a descuidar la teoría» (II, 1, 10, p. 43). En Estados Unidos, en efecto, «no hay casi nadie que se dedique a la parte esencialmente teórica y abstracta de los conocimientos humanos, mostrando, en esto la exageración de una tendencia que, creo yo, ha de hallarse, aunque en menor grado, en todos los pueblos democráticos» (II, 1, 10, p. 40). El impulso de lo útil y el envilecimiento de las actividades del espíritu podría tener como efecto que los hombres se deslicen hacia la barbarie: «Si hay pueblos que se dejan arrancar la luz de las manos, también hay otros que la sofocan ellos mismos con los pies» (II, 1, 10, p. 45). Esta es la razón por la que «nutrirse principalmente con las obras de la Antigüedad» es «una medida saludable» (II, 1, 15, p. 58). Tocqueville no piensa, por supuesto, que los clásicos y las artes sean el único antídoto contra la desertificación del espíritu. Pero está convencido de que los saberes inútiles y desinteresados pueden «servir magníficamente para contrarrestar nuestros defectos particulares» pues ellos nos impiden «caer completamente en nuestras inclinaciones» (II, 1, 15, p. 58).
No obstante su antipatía por Tocqueville, también el gran escritor ruso Aleksandr Herzen ve en los mercaderes de su tiempo una clase enteramente consagrada al comercio («lo principal […] es la mercancía, el negocio, la cosa… Lo principal es la propiedad»; p. 552). En El pasado y las ideas, de hecho, describe con extraordinaria eficacia el evangelio que inspira sus comportamientos:
Enriquécete, multiplica tus ingresos como los granos de arena en el mar, utiliza y gasta a manos llenas tu capital financiero y moral, aunque sin arruinarte, y así, ahíto y honroso, alcanzarás la longevidad, casarás a tus hijos y dejarás un buen recuerdo de tu paso por el mundo (p. 558).
Quien sólo aspira a vender la mercancía exponiéndola en un escaparate y a comprar a mitad de precio termina ofreciendo «una porquería como si fuera buen género» y, al mismo tiempo, cultivando las apariencias («[optando por] parecer en lugar de ser»; p. 556). En un contexto social en el que se atiende más a la «respetabilidad exterior» que a «la dignidad interior» no es sorprendente que «la ignorancia más supina se tenga por una suerte de educación». Y puesto que lo inútil,
todo lo que se aparta de las relaciones comerciales y de la explotación de la propia posición se aleja de lo esencial [en la sociedad pequeño-burguesa], su educación tiene que ser por fuerza limitada (p. 556).
Allí donde la vida se configura como «una perpetua lucha por la obtención de dinero», el hombre acaba «de facto» transformado «en un bien más del sistema de la propiedad» (p. 554):
La vida se redujo a un juego similar al de la bolsa de valores y todo —las redacciones de los periódicos, las reuniones de electores y las cámaras legislativas— se ha convertido en una permanente sucesión de casas de cambio y mercados (p. 555).
De las páginas de El límite de lo útil de Georges Bataille se desprende un implacable análisis de la economía en clave antiutilitarista. Un ensayo, esbozado en varias redacciones entre 1939 y 1945, que el autor no cerrará nunca de manera definitiva. Los capítulos que han llegado hasta nosotros, sin embargo, contienen una serie de reflexiones fragmentarias en las que se enfrentan dos visiones opuestas del mundo: la que se funda en la idea obsesiva de lo útil y la que se centra en el don sin perspectiva alguna de beneficio. Una oposición radical que se traduce en dos concepciones antinómicas de la vida: por una parte una existencia sacrificada dentro de una economía restringida (en la que sólo existe lo que puede aplicarse a la producción y el crecimiento) y por otra parte una existencia a medida de la infinitud de un universo que se caracteriza por el lujoso dispendio de energías (en el cual, más allá de todo límite, se vuelve necesario precisamente aquello que se considera improductivo).
En una carta a Jérôme Lindon, en la que Bataille explica a su interlocutor el proyecto editorial de una nueva colección, los términos del conflicto son sintetizados con extrema claridad:
A mi juicio, la ley general de la vida reclama que en condiciones nuevas un organismo produzca una suma de energía mayor que aquella que necesita para subsistir. De ello se desprende una de estas dos cosas: el excedente de energía disponible puede ser empleado en el crecimiento o en la reproducción; de no ser así, finalmente se derrocha. En el dominio de la actividad humana, el dilema adquiere esta forma: o se emplea la mayor parte de los recursos disponibles (es decir, del trabajo) en fabricar nuevos medios de producción —y entonces tenemos la economía capitalista (la acumulación, el crecimiento de las riquezas)— o se derrocha el excedente sin tratar de aumentar el potencial de producción —y entonces tenemos la economía de fiesta— (pp. 377-378).
Así, el uso diferente de lo superfluo produce dos actitudes antitéticas que se reflejan inevitablemente en las nociones de humanidad y tiempo:
En el primer caso, el valor humano es función de la productividad; en el segundo, se asocia a los más bellos logros del arte, a la poesía, al pleno desarrollo de la vida humana. En el primer caso, no nos ocupamos sino del futuro, al cual subordinamos el presente; en el segundo, sólo cuenta el instante presente, y la vida es liberada, al menos de tiempo en tiempo, y en la medida de lo posible, de las consideraciones serviles que dominan un mundo consagrado al crecimiento de la producción (p. 378).
Bataille, consciente del hecho de que «estas dos clases de sistemas de valores no pueden existir en estado puro» porque «hay siempre un mínimo de transacción» (p. 378), intenta en cualquier caso brindar ejemplos concretos extraídos de la historia en los que el derroche y lo superfluo han desempeñado un papel importante en la superación del límite de lo útil. En la civilización azteca o en los potlatch practicados por algunas tribus norteamericanas es posible encontrar una cultura del don (testimonio de una economía de la dilapidación y el dispendio) en la cual Bataille funda su noción de comportamientos gloriosos:
Lo que he dicho de los «comportamientos gloriosos» de los comerciantes mexicanos nos lleva a la refutación de los principios utilitarios sobre los que descansa esta civilización inhumana. Apoyándome en el análisis de hechos poco conocidos hasta ahora, plantearé una idea nueva de la historia económica. Me será fácil mostrar que los «comportamientos útiles» no tienen valor en si mismos: sólo nuestros «comportamientos gloriosos» determinan la vida humana y le dan un valor (II, 1, 3, pp. 33-34).
Ahora bien —con independencia de las críticas que se han dirigido contra la interpretación antropológica de los «comportamientos gloriosos», en los que el filósofo francés incluye también las guerras y los ritos sacrificiales religiosos («Me gustaría demostrar que existe una equivalencia entre la guerra, el sacrificio ritual y la vida mística: que se trata del mismo juego de “éxtasis” y de “terrores” con los que el hombre se suma a los juegos del cielo»; VI, p. 107)—, no deja de ser interesante el esfuerzo realizado por Bataille para reconocer en el gratuito «don de sí» una concepción antiutilitarista de la vida. En un contexto capitalista, dominado por «una indiferencia total hacia el interés público» (III, 1, 6, p. 64), la «ley del dispendio», por el contrario, toma en consideración sólo aquellos «movimientos vitales que no están sujetos a ninguna medición objetiva» (IV, p. 94). Pero la gloriosa lógica de lo superfluo se ha encaminado al ocaso cuando el capitalismo ha exigido «la renuncia del hombre al despilfarro de las fiestas» y a «otros gastos similares» para evitar que se volatilicen energías que son útiles, a su vez, para «desarrollar la producción» y la acumulación (III, 2, 1, p. 67). Al perder este exceso, la humanidad ha perdido los valores de una civilización en la cual lo gratuito y el don contribuían a conceder un significado más humano a la vida.
Bataille, al destruir a martillazos la nefasta idea de lo útil, anota también una frase que, hoy, podría ser considerada como una profecía: «Los gobernantes que sólo consideran la utilidad se hunden» (IV, p. 91).
Los ensayos sobre la universidad de John Henry Newman se plantean como una calurosa defensa del valor universal de la educación. En sus Discursos sobre la educación universitaria se rechaza de manera radical el vínculo, que algunos querrían prioritario, entre utilidad y formación universitaria:
[Algunos hombres eminentes] insisten en que la educación debe limitarse a algún fin particular y concreto, y desembocar en un resultado que se pueda pesar y medir. Argumentan como si toda cosa y toda persona tuvieran su precio; y piensan que donde ha habido una gran inversión, existe el derecho a esperar un gran resultado. Consideran que este planteamiento equivale a hacer útiles la educación y la instrucción, y su término clave es utilidad. Equipados con un principio fundamental de esta naturaleza, proceden lógicamente a preguntar con qué se justifican los gastos de una universidad, y cuál es el valor real en el mercado del artículo llamado «educación liberal» […] (VII, § 2, pp. 166-167).
Para Newman es falsa la tesis según la cual «solamente lo útil merece ser buscado, y la vida no es suficientemente larga como para ser empleada en llamativas, curiosas o brillantes trivialidades» (VII, § 4, p. 174). Y es también falso el corolario que deriva de ella: «que ninguna educación es útil si no nos enseña una dedicación práctica, o una actividad técnica, o algún secreto de la física» (VII, § 6, p. 178).
Contra toda concepción comercial de la educación, Newman reafirma la importancia del saber en sí. Pero ello no significa que un itinerario formativo sin ataduras profesionalizadoras, y la adquisición del conocimiento en sí, no puedan procurar de todos modos una cierta utilidad, una serie de ventajas que el individuo podrá obtener al final de su recorrido universitario:
Cuando afirmo que el saber no es solamente un medio para lograr algo que está más allá o el momento preliminar de ciertos actos en los que naturalmente desembocará, sino un fin suficiente donde permanecer y que buscar por sí mismo, no estoy formulando ninguna paradoja, pues digo algo que es inteligible en sí […]. No niego en absoluto que determinados bienes nos vengan y desemboquen en otros, más allá y por encima del saber en sí mismo (V, § 2, pp. 126-127).
El saber en sí, en definitiva, incluso «aunque no se emplee para otra cosa ni sirva a un fin directo», desarrolla de tal manera el espíritu de quien lo ha adquirido que se revela en cualquier caso beneficioso:
Un gran bien impartirá un gran bien. Si el intelecto es un aspecto tan excelente de nuestro ser, y su desarrollo resulta tan magnífico, […] será útil a su posesor y a todos los que le rodean, en un auténtico y elevado sentido del término. No digo útil en un sentido vulgar, mecánico y mercantil, sino como un bien que se difunde, o una bendición, o un don, un poder o un tesoro, primero para quien lo posee, y a través de él para el mundo entero, (VII, § 5, pp. 175-176).
Así, para Newman —al margen de los temas teológicos y las tensiones religiosas que se traslucen en sus escritos— «el desarrollo general de la mente» tiene la primacía sobre el «estudio profesional y científico», en la convicción de que «los hombres con una educación pueden realizar lo que los incultos no son capaces de hacer» (VII, § 6, p. 177).
¿Cuántos lectores estarán todavía interesados en estas apasionadas páginas de Newman? Probablemente no muchos, si se considera que la lógica utilitarista se abate implacable también sobre las disciplinas estudiadas en los curricula escolares y universitarios. ¿Para qué enseñar las lenguas clásicas en un mundo en el que ya no se hablan y, sobre todo, no ayudan a encontrar trabajo?
Entre los míseros argumentos de los nuevos gestores de la enseñanza, parecen adquirir carta de naturaleza, una vez más, algunas reflexiones de Locke (aunque, en honor de la verdad, el filósofo británico, a pesar de sus feroces críticas, consideraba que el aprendizaje del latín era a fin de cuentas necesario para la formación de un gentleman):
Quizá no haya nada más ridículo que ver a un padre gastar su dinero, y el tiempo de su hijo, para hacerle aprender la lengua de los romanos cuando le destina al comercio o a una profesión en la que no se hace ningún uso del latín; no puede dejar de olvidar lo poco que ha aprendido en el colegio, y que nueve veces, de diez, le inspiró repugnancia a causa de los malos ratos que le ha valido este estudio.
Ante estas consideraciones, dictadas por el más extremo utilitarismo, hoy haría sonreír la sentida invitación a estudiar latín y griego que Antonio Gramsci lanzó, en el año 1932, en una vibrante página de sus Cuadernos de la cárcel:
En la vieja escuela el estudio gramatical de las lenguas latina y griega, unido al estudio de las literaturas e historias políticas respectivas, era un principio educativo en la medida en que el ideal humanista, que se encarnaba en Atenas y Roma, estaba difundido en toda la sociedad, era un elemento esencial de la vida y la cultura nacional. […] Las nociones aisladas no eran asimiladas para un fin inmediato práctico-profesional: el aprendizaje parecía desinteresado, porque el interés era el desarrollo interior de la personalidad. […] No se aprendía el latín y el griego para hablarlos, para trabajar como camareros, como intérpretes, como agentes comerciales. Se aprendía para conocer directamente la civilización de ambos pueblos, presupuesto necesario de la civilización moderna, o sea, para ser uno mismo y conocerse a uno mismo conscientemente.
Pero —no obstante los numerosos llamamientos de protesta en varios países europeos y la publicación de volúmenes enteros dedicados a la defensa de las lenguas clásicas en Francia y en Italia, por obra de una minoría ilustrada de profesores-resistentes y de intelectuales-militantes— nadie parece tener ya fuerza para detener el declive. A los estudiantes se les disuade de emprender carreras que no producen recompensas tangibles y ganancias inmediatas. Poco a poco, el creciente desapego al latín y el griego llevará a cancelar definitivamente una cultura que nos posee y que de manera indiscutible nutre nuestro saber.
Lo vio claramente Julien Gracq al denunciar, en un artículo publicado en Le Monde des Livres del 5 de febrero de 2000, el triunfo, en la enseñanza, de una comunicación cada vez más trivial y fundada en la progresiva imposición del inglés en detrimento de las lenguas consideradas inútiles, como el latín:
Además de su lengua materna, en el pasado los escolares aprendían una sola lengua, el latín: no tanto una lengua muerta como el stimulus artístico incomparable de una lengua enteramente filtrada por una literatura. Hoy aprenden inglés, y lo aprenden como un esperanto que ha triunfado, es decir, como el camino más corto y más cómodo para la comunicación trivial: como un abrelatas, un passe-partout universal. Se trata de una gran diferencia que no puede dejar de tener consecuencias: hace pensar en la puerta inventada tiempo atrás por Duchamp, que sólo abría una habitación cerrando otra.
Y si, naturalmente, gracias a estas tendencias sólo unos pocos estudiantes se inscriben en los cursos de latín y griego, la solución para resolver el problema del coste de los profesores parece ser simple: clausurar su enseñanza. El mismo razonamiento vale para el sánscrito o para cualquier otra lengua antigua.
En algunas facultades o en algunos departamentos, están en peligro incluso disciplinas como la filología y la paleografía. Esto significa que cuando pasen unas pocas décadas —cuando se hayan jubilado los últimos filólogos, los últimos paleógrafos y los últimos estudiosos de las lenguas del pasado— habrá que cerrar bibliotecas y museos y renunciar, incluso, a excavaciones arqueológicas y a la reconstrucción de textos y documentos. Y todo ello tendrá ciertamente consecuencias desastrosas para el destino de la democracia (como ha mostrado hace poco Yves Bonnefoy en una apasionada defensa del latín y la poesía) y de la libertad (como ha subrayado Giorgio Pasquali, que veía en la recuperación filológica de la autenticidad de los textos una praxis fundada en el apoyo mutuo de verdad y libertad).
Por este camino, se acabará liquidando la memoria a fuerza de progresivos barridos que conducirán a la amnesia total. La diosa Mnemosyne, madre de todas las artes y todos los saberes en la mitología grecorromana, se verá obligada a abandonar la Tierra para siempre. Y con ella, por desgracia, desaparecerá de entre los seres humanos todo deseo de interrogar el pasado para comprender el presente e imaginar el futuro. Tendremos una humanidad desmemoriada que perderá por entero el sentido de la propia identidad y la propia historia.
En este contexto, los clásicos (de la filosofía y la literatura) ocupan un lugar cada vez más marginal en las escuelas y universidades. Los estudiantes pasan largos años en las aulas de un instituto o de un centro universitario sin leer nunca íntegros los grandes textos fundacionales de la cultura occidental. Se nutren sobre todo de sinopsis, antologías, manuales, guías, resúmenes, instrumentos exegéticos y didácticos de todo tipo. En vez de sumergirse directamente en la lectura de Ariosto o de Ronsard, de Platón o de Shakespeare —que les robaría demasiado tiempo y les exigiría esfuerzos hermenéuticos y lingüísticos excesivos— se les anima a valerse de atajos, representados por los numerosos florilegios que han invadido el mercado editorial.
Se trata de una política escolar perversa que ha terminado por condicionar de manera irreversible también las elecciones programáticas de los editores. En Italia las grandes colecciones de clásicos han sido reducidas al silencio: «Gli Scrittori d’Italia» de Laterza (fundada por Benedetto Croce), los «Classici Mondadori», la «Letteratura Italiana» Ricciardi (cuyo relanzamiento anuncia ahora Treccani) y, desde hace algunos años, también las colecciones de Utet. En Francia la gloriosa editorial Les Belles Lettres resiste con grandes esfuerzos notando cada vez más la dificultad que comporta hallar colaboradores capaces de realizar ediciones críticas de textos latinos y griegos. Otras dos grandes colecciones de clásicos —la «Loeb Classical Library» y la «Oxford Classical Texts»— se ven afectadas por los mismos problemas. En otros países europeos las editoriales suelen oponer grandes resistencias a proyectos de ediciones de clásicos que no estén respaldados por sustanciosas financiaciones. Y todo ello sucede mientras la literatura secundaria se multiplica con desmesura.
Difícilmente la pasión por la filosofía o por la poesía, por la historia del arte o por la música, podrá brotar de la lectura de materiales didácticos que, siendo en principio simples apoyos, acaban por sustituir definitivamente a las obras de las que hablan: los textos, en definitiva, se convierten en puros pre-textos.
Sin embargo, no es posible concebir ninguna forma de enseñanza sin los clásicos. El encuentro entre el docente y el alumno presupone siempre un «texto» del que partir. Sin este contacto directo, los estudiantes tendrán dificultades para amar la filosofía o la literatura y, a su vez, los profesores perderán la oportunidad de aprovechar al máximo sus cualidades para despertar pasión y entusiasmo en los alumnos. Al cabo, se romperá definitivamente el hilo que había mantenido unidas la palabra escrita y la vida, el círculo que había permitido a los jóvenes lectores aprender de los clásicos a escuchar la voz de la humanidad aun antes de que, con el tiempo, la vida misma les enseñase a comprender mejor la importancia de los libros que nos han nutrido.
Las muestras de pasajes escogidos no bastan. Una antología no tendrá nunca la fuerza para estimular reacciones que sólo la lectura íntegra de una obra puede producir. Y, dentro del proceso de aproximación a los clásicos, el profesor puede desempeñar una función importantísima. Basta hojear las biografías o las autobiografías de grandes estudiosos para descubrir casi siempre el recuerdo del encuentro con un docente que, durante los estudios secundarios o superiores, fue decisivo para orientar la curiosidad hacia esta o aquella disciplina. Todos nosotros hemos podido experimentar hasta qué punto la inclinación hacia una materia específica ha sido suscitada, con mucha frecuencia, por el carisma y la habilidad de un profesor.
La enseñanza, de hecho, implica siempre una forma de seducción. Se trata de una actividad que no puede considerarse un oficio, sino que en su forma más noble presupone una sincera vocación. El verdadero profesor, por lo tanto, toma los votos. Esta es la razón por la que George Steiner ha hecho bien recordándonos que una «mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado». Una manera de enseñar mediocre, en efecto, «una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivos». El encuentro auténtico entre maestro y alumno no puede prescindir de la pasión y el amor por el conocimiento. «No se conoce —recordaba Max Scheler, citando a Goethe— sino lo que se ama, y cuanto más profundo y cabal quiera ser el conocimiento, más fuerte, vigoroso y vivo debe ser el amor, incluso la pasión». Pero, para retomar nuestro hilo conductor, la pasión y el amor, si son realmente genuinos, presuponen en todo caso gratuidad y desinterés: sólo en estas condiciones el encuentro con un maestro o con un clásico podrá cambiar de verdad la vida del estudiante o del lector.
La lógica empresarial, por desgracia, puede también poner en peligro la existencia de grandes bibliotecas e institutos de investigación de prestigio internacional. La biblioteca del Warburg Institute de Londres, sólo por citar un ejemplo significativo, es una de las más importantes del mundo. No sólo por su patrimonio en libros (alrededor de trescientos cincuenta mil volúmenes) y por la riqueza de su fototeca (en torno a cuatrocientas mil imágenes), sino por el papel que ha desempeñado y desempeña en la cultura europea. Baste pensar en la singular naturaleza de esta biblioteca, cuya estructura evoca la de un libro: la situación de cada volumen individual y la organización temática de los estantes siguen una precisa lógica que refleja una visión unitaria de los saberes y de sus conexiones, de acuerdo con las ideas de Aby Warburg y sus ilustres amigos. El lector que busca un determinado libro se llevará la sorpresa de encontrar al lado unos cuantos libros más que tratan temas análogos o próximos.
Para escapar de la barbarie del nazismo, la biblioteca se transfiere a Londres en 1934, antes de asociarse en 1944 con la University of London. Por el instituto de Woburn Square han pasado, en el curso del siglo XX, muchos de los más importantes estudiosos del Renacimiento: desde Ernst Cassirer hasta Rudolf Wittkover, desde Ernst Gombrich hasta Erwin Panofsky, desde Fritz Saxl hasta Michael Baxandall, desde Francés Yates hasta Edgar Wind, desde Paul Oskar Kristeller hasta Cario Dionisotti, desde Giovanni Aquilecchia hasta Anthony Grafton.
Pero, a pesar de su prestigiosa historia y su inmenso patrimonio en libros, que constituyen un unicum en los estudios sobre el Renacimiento, la vida de la biblioteca corre peligro desde hace muchos años: un proyecto de fusión de varios institutos, diseñado desde la cúspide de la universidad para reducir drásticamente los costes de gestión, amenaza la independencia del Warburg. Por fortuna, la indispensable unidad entre biblioteca e instituto fue subrayada por la propia familia del fundador en el acuerdo estipulado con las autoridades académicas londinenses. Ironía de la historia: nacida gracias al hijo de un rico banquero que había renunciado a su parte de herencia para obtener a cambio la libertad de adquirir libros, la biblioteca se ve hoy amenazada por opciones ligadas a la exclusiva conveniencia económica (¿cuánto podría rendir un edificio entero en el centro de Londres si se destinara a actividades productivas?). Aunque, por el momento, rige una tregua entre los contendientes, los miembros del Warburg no bajan la guardia. Saben perfectamente que la batalla no ha concluido aún y que el conflicto podría reavivarse. ¿Vencerá la biblioteca? ¿O prevalecerá, por el contrario, la lógica mercantil del beneficio?
El desinterés por la vida de los libros parece ya extenderse por todas partes. En Italia, durante el pasado verano (agosto de 2012), los periódicos y las televisiones difundieron la chocante noticia de que la biblioteca del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici, en torno a trescientos mil volúmenes, estaba siendo empaquetada para su almacenamiento en un depósito de la periferia de Nápoles. Su presidente, el abogado Gerardo Marotta, mientras las cajas partían en camiones, denunciaba la indiferencia y el inmovilismo de las instituciones regionales y locales ante el abandono de un gran patrimonio en libros. También en Nápoles, durante los mismos meses, despertó consternación y estupor la noticia del saqueo de la antigua Biblioteca dei Girolamini, frecuentada por Giambattista Vico, de la que han desaparecido textos y manuscritos raros y de gran valor.
¿Habrá aún gobernantes capaces de dejarse conmover por las palabras —dirigidas en una carta del 31 de mayo de 1468 al dux Cristoforo Moro— con las que el cardenal Bessarión acompañaba el legado de su importante biblioteca (cuatrocientos ochenta y dos volúmenes griegos y doscientos sesenta y cuatro latinos) a la ciudad de Venecia?
Los libros contienen las palabras de los sabios, los ejemplos de los antiguos, las costumbres, las leyes y la religión. Viven, discurren, hablan con nosotros, nos enseñan, aleccionan y consuelan, hacen que nos sean presentes, poniéndonoslas ante los ojos, cosas remotísimas de nuestra memoria. Tan grande es su dignidad, su majestad y en definitiva su santidad, que si no existieran los libros, seríamos todos rudos e ignorantes, sin ningún recuerdo del pasado, sin ningún ejemplo. No tendríamos ningún conocimiento de las cosas humanas y divinas; la misma urna que acoge los cuerpos, cancelaría también la memoria de los hombres.
Pero por desgracia la avalancha de catástrofes no se detiene aquí. También la identidad de las librerías se ha visto desfigurada por las exigencias mercantiles. Lugares históricos de encuentro, donde era posible hallar en cualquier momento textos y ensayos de fundamental importancia, hoy se han convertido en cajas de resonancia de obras a la moda, cuyo éxito puede parangonarse a efímeras llamaradas. Si, por un lado, es imposible olvidar en París la PUF, cerca de la Sorbona, o la mítica Divan en Saint Germain (cuyos locales, destinados durante décadas a otras actividades comerciales más rentables, sólo desde hace unos meses han sido restituidos a los libros gracias al traslado de La Hune), por otra parte es también imposible ignorar la transformación de librerías que poco a poco han eliminado la erudición y reducido considerablemente la presencia de los clásicos (pensemos en la cadena de tiendas FNAC) para dar amplio espacio en los estantes a libros recién publicados y sostenidos por el éxito mediático. El mismo discurso vale para Italia: muchas librerías históricas están desapareciendo (pensemos, por ejemplo, en la ciudad de Nápoles, donde el cierre de Treves ha suscitado reacciones de protesta) mientras que las grandes cadenas de venta se ven impelidas a adecuarse a la lógica del mercado.
Son pocas las islas de resistencia (Vrin, La Compagnie, Les Belles Lettres, La Procure en París o Tombolini en Roma y Hoepli en Milán) en las que el lector puede todavía encontrar los textos fundamentales casi siempre disponibles. Los libreros mismos, con algunas raras excepciones, no son ya los de otros tiempos, capaces de ofrecer a los lectores preciosas sugerencias sobre una novela o un ensayo. Su libertad de elección se ve hoy limitada por los intereses de los grandes distribuidores que, imponiendo sus publicaciones de acuerdo con criterios puramente comerciales, no consideran que la calidad sea un valor esencial. Sin responsabilidad, los libreros se transforman en simples empleados cuya tarea principal es vender productos con el mismo espíritu de quien trabaja en un anónimo supermercado.
Pero el elogio de la útil inutilidad de la literatura y la filosofía no debe, sin embargo, inducir a engaño. Quisiera decir claramente —y no lo hago sólo para tranquilizar a los colegas científicos— que en estas páginas no me propongo en absoluto volver a plantear la dañina contraposición entre saberes humanísticos y saberes científicos. Al contrario: consciente de las distintas funciones de unos y otros, estoy firmemente convencido de que también la ciencia ha ocupado y ocupa un lugar importante en la batalla contra las leyes del mercado y el beneficio. Es bien sabido que de trabajos científicos considerados en apariencia inútiles, esto es, no dirigidos a un preciso objetivo práctico, se ha derivado después una inesperada utilidad. Los inventos de Guglielmo Marconi habrían sido impensables sin las investigaciones sobre las ondas electromagnéticas que realizaron James Clerk Maxwell y Heinrich Rudolf Hertz: estudios, conviene hacer hincapié en ello, inspirados tan sólo por la necesidad de satisfacer una curiosidad puramente teórica. Basta releer las extraordinarias páginas de Abraham Flexner dedicadas a estos temas —que no por azar he querido reproducir en apéndice a mi trabajo— para entender que genios como Galileo o Newton cultivaron su curiosidad sin obsesionarse por lo útil y el beneficio. De hecho, los descubrimientos fundamentales que han revolucionado la historia de la humanidad son fruto, en gran parte, de investigaciones alejadas de cualquier objetivo utilitarista.
También en este sector, la progresiva retirada del Estado obliga cada vez más a universidades y centros de investigación a pedir fondos a empresas privadas y multinacionales. Se trata, en cualquier caso, de proyectos dirigidos a la realización de un producto que pueda lanzarse al mercado o utilizarse dentro de la misma empresa. Y sin querer disminuir la importancia de estas contribuciones al progreso de la ciencia, parece sin embargo quedar muy lejos el clima de libertad del que habla Flexner a propósito del Institute for Advanced Study de Princeton, que ha hecho posible las grandes revoluciones científicas. La llamada investigación básica, en otros tiempos financiada con dinero público, no parece ya despertar ningún interés.
Y a la luz de estos desarrollos, ¿puede considerarse casual el hecho de que en las últimas décadas las «estafas» en las investigaciones científicas hayan aumentado unas diez veces con respecto al pasado? En su reciente denuncia de este fenómeno, Arturo Casadevall, profesor del Albert Einstein College de Medicina de Nueva York, nos ofrece cifras que suenan como una señal de alarma: sólo en 2007 se retiró por fraude una proporción de noventa y seis estudios de cada millón. Un dato preocupante si pensamos que entre los factores decisivos de esta tendencia, ocupan un lugar destacado los condicionamientos ejercidos sobre la biomedicina por intereses económicos. Nadie ha olvidado el famoso caso del artículo contra las vacunas publicado el año 1998 en Lancet por Andrew Wakefield y después retirado a consecuencia de la condena del autor por graves conflictos de intereses en el plano científico y financiero.
No sólo Aristóteles, sino también anécdotas y biografías de ilustres científicos que han conocido una amplia circulación atestiguan que el mundo clásico fue consciente de la distinción entre ciencia puramente especulativa (y, por lo tanto, desinteresada) y ciencia aplicada. Pensemos, por ejemplo, en lo que Estobeo nos cuenta sobre Euclides: para responder al interrogante de un alumno suyo —que, apenas hubo aprendido un primer teorema, le preguntó: «Pero ¿qué ganancia obtendré con esto?»— el famoso matemático hizo venir a un esclavo y le ordenó dar una moneda al estudiante «ya que [este] necesita sacar algún beneficio de lo que aprende».
O releamos los pasajes en los que Plutarco evoca el desprecio que Arquímedes sentía «por la mecánica aplicada», hasta el punto de considerar poco decoroso para un científico escribir sobre cuestiones ligadas a la tecnología:
Arquímedes llegó a poseer tan gran inteligencia y profundidad de pensamiento, tanta riqueza de conocimientos que sobre los asuntos en los que tuvo renombre y fama no humana, sino propios de una inteligencia divina, no quiso dejar ningún tratado; considerando que las ocupaciones relativas a la mecánica y, en general, todo género de arte tocante a lo útil era innoble y vil, puso su propia estimación sólo en aquello en lo que la belleza y la excelencia se dan sin mezcla con lo útil, cosas que, por un lado, son incomparables con las demás y, por otro, contraponen la materia a la demostración […].
Sería imprudente tomar el relato de Plutarco al pie de la letra, como hicieron en el pasado algunos ilustres historiadores de la ciencia. El interés de Arquímedes por la llamada mecánica aparece en varios de sus escritos y, de manera concreta, en muchas célebres invenciones. Pero, pese a todo, el retrato del científico esbozado por el filósofo griego, probablemente condicionado en parte por sus convicciones platónicas, atestigua que los antiguos percibían claramente la diferencia entre teoría (desinteresada) y técnica.
Se trata de problemas que encuentran importantes desarrollos también en las reflexiones de Henri Poincaré. En efecto, el gran científico y epistemólogo distingue netamente, en su ensayo El valor de la ciencia (1904), entre «prácticos intransigentes» y «curiosos de la naturaleza»: los primeros piensan solamente en el beneficio, mientras que los segundos buscan entender qué clase de indagaciones pueden servirnos para ampliar nuestro conocimiento. La diferencia entre ambas actitudes se manifiesta de manera inequívoca cuando se plantea la pregunta «para qué sirven las matemáticas»:
Sin duda a menudo se os ha preguntado para qué sirven las matemáticas, y si esas delicadas construcciones que sacamos enteramente de nuestro espíritu son artificiales y concebidas por nuestro capricho. Debo hacer una distinción entre las personas que hacen esta pregunta. Las gentes prácticas reclaman de nosotros solamente el medio para ganar dinero. Esas no merecen que se les responda; más bien convendría preguntarles para qué acumular tantas riquezas y si, para tener tiempo de adquirirlas, es necesario despreciar el arte y la ciencia, únicos que nos dotan de almas capaces de gozarlas, et propter vitam vivendi perdere causas (p. 93).
La cita de un famoso hexámetro de las Sátiras de Juvenal:
summum crede nefas animam praeferre pudori
et propter vitam vivendi perdere causas[13]
revela de inmediato la crítica del ilustre epistemólogo a quienes anteponen (en clave utilitarista) la conservación de la vida a los grandes valores del vivir. Una vida sin virtud y sin principios no es vida (el mismo verso de Juvenal aparece de nuevo en otros contextos desde Kant hasta Lacan). Así, «una ciencia construida únicamente en vista de sus aplicaciones» es una ciencia «imposible», porque «las verdades sólo son fecundas si están encadenadas entre sí». Y «si uno se consagra solamente a aquellas [verdades] de las cuales se espera un resultado inmediato faltarán los eslabones intermedios y no habrá más cadena» (p. 93).
Pero, al lado «de los prácticos intransigentes», Poincaré sitúa a «los que solamente son curiosos de la naturaleza, que nos preguntan si estamos en condiciones de hacérsela conocer mejor». A estos el científico francés responde explicando para qué sirven las matemáticas:
Las matemáticas tienen un triple fin. Deben suministrar un instrumento para el estudio de la naturaleza. Pero eso no es todo; tienen un fin filosófico y, me atrevo a decirlo, un fin estético. Deben ayudar al filósofo a profundizar las nociones de número, de espacio, de tiempo. Y, sobre todo, sus adeptos encuentran en ellas goces análogos a los que proporcionan la pintura y la música (p. 94).
Los matemáticos «admiran la delicada armonía de los números y de las formas» y «se maravillan cuando un nuevo descubrimiento les abre una perspectiva inesperada». Así, la alegría que experimentan puede identificarse con la de carácter estético, «aunque los sentidos no tomen parte alguna en ella». Por estas razones, «las matemáticas merecen ser cultivadas por sí mismas, y […] las teorías que no pueden ser aplicadas a la física deben serlo tanto como las otras». Para Poincaré, en definitiva, incluso «cuando el fin físico y el fin estético no sean solidarios, no deberíamos sacrificar ni uno ni otro» (p. 94).
La analogía entre matemáticos y escritores se concreta también en la creación de una lengua: «Los escritores que embellecen una lengua, que la tratan como un objeto de arte, la hacen al mismo tiempo más flexible, más apta para expresar los matices del pensamiento», como «el analista que persigue un fin puramente estético contribuye, por eso mismo, a crear una lengua más adaptada para satisfacer al físico» (p. 9 5).
En la introducción a la edición americana de El valor de la ciencia —publicada en Nueva York en 1907 y después retomada en el volumen Ciencia y método de 1908— Poincaré vuelve a interrogarse sobre el tema de la utilidad. Y lo hace a partir de algunas reflexiones sobre la ciencia efectuadas por el gran escritor ruso Lev Tolstói:
Es indudable que la palabra utilidad no tiene para él [Tolstói] el sentido que le atribuyen los hombres de negocios, y con ellos la mayoría de nuestros contemporáneos. El se preocupa poco de las aplicaciones de la industria, de las maravillas de la electricidad o del automovilismo, a las que considera más bien como obstáculos al progreso moral. Lo útil es sólo lo que puede mejorar al hombre (p. 15).
Si nuestras elecciones no están determinadas «más que por el capricho o por la utilidad inmediata, no puede haber ciencia por la ciencia, ni por consiguiente ciencia». Quienes trabajen «únicamente para una aplicación inmediata no habrán dejado nada tras ellos» (p. 16):
Es suficiente abrir los ojos para ver que las conquistas de la industria, que han enriquecido a tantos hombres prácticos, no habrían jamás existido si estos hombres prácticos hubieran estado solos, si no les hubieran precedido locos desinteresados que murieron pobres, que no pensaron jamás en la utilidad y que, sin embargo, tenían otra guía además de su solo capricho (p. 16).
Poincaré ofrece un ejemplo de cómo estas dos actitudes diferentes, la de los hombres prácticos y la de los hombres de ciencia («locos desinteresados»), dan vida a dos maneras distintas de afrontar el mismo problema. Así pues, «supongamos que se quiere determinar una curva observando cualquiera de sus puntos»: «el hombre práctico que no se preocupe más que por la utilidad inmediata observará solamente los puntos que necesita para algún objeto especial», mientras que:
el hombre de ciencia procederá de manera diferente: como su deseo es estudiar la curva por sí misma, repartirá regularmente los puntos a observar, y en cuanto conozca algunos los unirá por medio de un trazado regular y obtendrá la curva entera (p. 19).
El hombre de ciencia, para el epistemólogo francés, no sólo «no elige al azar los hechos que debe observar», sino que ante todo no estudia la naturaleza con miras utilitaristas:
El hombre de ciencia no estudia la naturaleza porque sea útil; la estudia porque encuentra placer, y encuentra placer porque es bella. Si la naturaleza no fuera bella, no valdría la pena conocerla, ni valdría la pena vivir la vida. No hablo aquí, entendámoslo bien, de esta belleza que impresiona los sentidos, de la belleza de las cualidades y de las apariencias; no es que la desdeñe, lejos de ahí, pero no tiene nada que ver con la ciencia. Quiero hablar de esa belleza, más íntima, que proviene del orden armonioso de las partes y que sólo una inteligencia pura puede comprender. Por así decirlo es ella la que da un cuerpo, un esqueleto a las halagadoras apariencias que embellecen nuestros sentidos, y sin este soporte, la belleza de estos sueños fugitivos sería imperfecta, porque sería indecisa y huiría siempre (pp. 20-21).
Hay que saber poner la mira en «la belleza intelectual» que «se basta a sí misma». Por ella sola, «más quizá que por el bien futuro de la humanidad», «el hombre de ciencia se condena a largos y penosos trabajos» (p. 21). Sin este laborioso y desinteresado esfuerzo, sería realmente difícil pensar en hacerse mejores.
En los próximos años habrá que esforzarse para salvar de esta deriva utilitarista no sólo la ciencia, la escuela y la universidad, sino también todo lo que llamamos cultura. Habrá que resistir a la disolución programada de la enseñanza, de la investigación científica, de los clásicos y de los bienes culturales. Porque sabotear la cultura y la enseñanza significa sabotear el futuro de la humanidad. Hace algún tiempo tuve ocasión de leer una frase simple, pero muy significativa, inscrita en el tablón de anuncios de una biblioteca de manuscritos en un perdido oasis del Sahara: «El conocimiento es una riqueza que se puede transmitir sin empobrecerse». Sólo el saber —poniendo en cuestión los paradigmas dominantes del beneficio— puede ser compartido sin empobrecer. Al contrario, enriqueciendo a quien lo transmite y a quien lo recibe.