PRIMERA PARTE
LA ÚTIL INUTILIDAD DE LA LITERATURA

Gavroche, en efecto, estaba en su casa.

¡Oh, utilidad increíble de lo inútil!

VICTOR HUGO,

Los miserables

1. «QUIEN NO HA NO ES»

En un relato autobiográfico, Vincenzo Padula —un clérigo revolucionario que vivió en un pueblo de Calabria entre 1819 y 1893—, recuerda la primera lección de vida aprendida en familia, cuando todavía era un joven estudiante. Tras dar una respuesta insatisfactoria a una insidiosa pregunta de su padre («¿Cómo es que en el alfabeto de cualquier lengua la A va antes y la E después?»), el seminarista escucha con viva curiosidad la explicación que le ofrece su progenitor: «En este mundo miserable el que ha es, y el que no ha no es»;[3] por eso la letra a precede siempre a la letra e. Pero hay algo más: quienes no tienen constituyen «en la sociedad civil» la masa de las consonantes, «porque consuenan con la voz del rico y se conforman a sus actos, y el rico es la vocal, y sin ella no creo que la consonante pueda sonar».

A casi dos siglos de distancia, la imagen de una sociedad dicotómica rígidamente diferenciada en amos y siervos, en ricos explotadores y pobres degradados a la condición de animales, tal como la había descrito Padula, no corresponde ya, o apenas, al retrato del mundo en el que vivimos. Persiste sin embargo, en formas muy distintas y más sofisticadas, una supremacía del tener sobre el ser, una dictadura del beneficio y la posesión que domina cualquier ámbito del saber y todos nuestros comportamientos cotidianos. El aparentar cuenta más que el ser: lo que se muestra —un automóvil de lujo o un reloj de marca, un cargo prestigioso o una posición de poder— es mucho más valioso que la cultura o el grado de instrucción.

2. ¡LOS SABERES SIN BENEFICIOS SON INÚTILES!

No por azar en las últimas décadas a las disciplinas humanísticas se las considera inútiles, se las margina no sólo en los programas escolares sino sobre todo en los capítulos de los presupuestos estatales y en los fondos de las entidades privadas y las fundaciones. ¿Para qué gastar dinero en un ámbito condenado a no generar beneficios? ¿Por qué destinar fondos a saberes que no aportan un rápido y tangible rendimiento económico?

En este contexto basado exclusivamente en la necesidad de pesar y medir con arreglo a criterios que privilegian la quantitas, la literatura (pero el mismo discurso, como veremos enseguida, podría valer para otros saberes humanísticos, así como para los saberes científicos sin un propósito utilitarista inmediato) puede por el contrario asumir una función fundamental, importantísima: precisamente el hecho de ser inmune a toda aspiración al beneficio podría constituir, por sí mismo, una forma de resistencia a los egoísmos del presente, un antídoto contra la barbarie de lo útil que ha llegado incluso a corromper nuestras relaciones sociales y nuestros afectos más íntimos. Su existencia misma, en efecto, llama la atención sobre la gratuidad y el desinterés, valores que hoy se consideran contracorriente y pasados de moda.

3. ¿QUÉ ES EL AGUA? UNA ANÉCDOTA DE FOSTER WALLACE

Por este motivo al inicio de cada año académico me gusta leer a mis alumnos un pasaje de un discurso pronunciado por David Foster Wallace ante los graduandos del Kenyon College, en Estados Unidos. El escritor —muerto trágicamente en 2008, a los cuarenta y seis años— se dirige el 21 de mayo de 2005 a sus estudiantes refiriendo una breve historia que ilustra de manera magistral el papel y la función de la cultura:

Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».

El mismo autor nos brinda la clave de lectura de su relato:

El sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuesta ver y las más difíciles de explicar.

Como les sucede a los dos peces más jóvenes, no nos damos cuenta de qué es en verdad el agua en la que vivimos cada minuto de nuestra existencia. No tenemos, pues, conciencia de que la literatura y los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza constituyen el líquido amniotico ideal en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, laicidad, igualdad, derecho a la crítica, tolerancia, solidaridad, bien común, pueden experimentar un vigoroso desarrollo.

4. LOS PESCADITOS DE ORO DEL CORONEL BUENDÍA

Permítaseme detenerme un momento en una novela que ha hecho soñar a varias generaciones de lectores. Pienso en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Quizá sea posible reencontrar en la lúcida locura de Aureliano Buendía la fecunda inutilidad de la literatura. Encerrado en su taller secreto el coronel revolucionario fabrica pescaditos de oro a cambio de monedas de oro que después se funden para producir de nuevo otros pescaditos. Círculo vicioso que no escapa a las críticas de Úrsula, a la mirada afectuosa de la madre que se preocupa por el futuro del hijo:

Con su terrible sentido práctico, ella [Úrsula] no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo (p. 184).

Por lo demás, el coronel mismo confiesa que «sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro»:

Había tenido que promover treinta y dos guerras —sigue aclarando García Márquez—, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad (p. 158).

Es probable que el acto creativo que da vida a lo que denominamos literatura se base precisamente en esta simplicidad, motivada tan sólo por un auténtico gozo y ajena a cualquier aspiración al beneficio. Un acto gratuito, exento de finalidad precisa. Capaz de eludir cualquier lógica comercial. Inútil, por lo tanto, porque no puede ser monetizado. Pero necesario para expresar con su misma existencia un valor alternativo a la supremacía de las leyes del mercado y el lucro.

5. DANTE Y PETRARCA: LA LITERATURA NO DEBE SOMETERSE AL LUCRO

Sobre estos temas, por lo demás, se habían expresado ya con claridad también algunos padres fundadores de la literatura occidental. Por citar sólo un ilustre ejemplo, Dante condena en el Convite a aquellos pseudo-literatos que no «adquieren las letras para su uso» sino sólo para servirse de ellas con ánimo de lucro:

Y como reproche de ellos afirmo que no deben ser llamados letrados, porque no adquieren las letras para su uso, sino para ganar dineros o dignidades con ellas; de la misma manera que no debe ser llamado citarista quien tiene la cítara en casa para prestarla a cambio de dinero y no para usarla tocando.

Las «letras», por lo tanto, nada tienen que ver con fines utilitaristas e indignos ligados a la acumulación de dinero. El mismo Petrarca consagra al amor desinteresado a la sabiduría una serie de reflexiones en prosa y en verso, orientadas a denunciar el desprecio de la «turba» extraviada que sólo vive para amasar riquezas:

Pobre y desnuda vas, filosofía,

dice la turba atenta al vil negocio.

En este célebre soneto del Cancionero, el poeta anima a un ilustre amigo suyo a no abandonar la «empresa magnánima» de componer obras, aunque la dura fatiga vaya a ser recompensada, en el mejor de los casos, tan sólo con la noble gloria del mirto y el laurel:

La gula, el sueño, y las ociosas plumas

toda virtud del mundo han desterrado,

y así nuestra natura perdió casi su camino

vencida en la costumbre;

y está tan apagado el buen influjo

del cielo, que lo humano configura,

que por cosa admirable se señala

quien quiere de Helicón que nazca un río.

¿Qué anhelo de laurel? ¿Y cuál de mirto?

Pobre y desnuda vas, filosofía,

dice la turba atenta al vil negocio.

A pocos hallarás por la otra senda,

por lo cual, alma noble, más te pido

que tu empresa magnánima no dejes.[4]

6. LA LITERATURA UTÓPICA Y LOS ORINALES DE ORO

El mismo desprecio por el dinero, por el oro, por la plata y por toda actividad encaminada al lucro y el comercio se encuentra también en la literatura utópica del Renacimiento. En aquellas famosas islas, situadas en lugares misteriosos y lejanos respecto de la civilización occidental, se condena toda forma de propiedad individual en nombre del interés colectivo. A la rapacidad de los individuos se le contrapone un modelo fundado en el amor al bien común. Dejando de lado las indiscutibles diferencias entre estos textos y las limitaciones objetivas de algunos aspectos de la organización social que se propone en ellos, aparecen de manera inequívoca severas críticas a una realidad contemporánea en la que impera el desprecio por la justicia social y el saber. A través de la literatura utópica, en suma, los autores muestran los defectos y las contradicciones de una sociedad europea que ha perdido los valores esenciales de la vida y la solidaridad humana.

En la Utopía (1516) de Tomás Moro, texto fundador del género, los isleños detestan el oro a tal punto que lo destinan a la fabricación de orinales:

Ellos, por el contrario, comen y beben en platos y copas de arcilla o de vidrio, extremadamente graciosos a veces, pero sin valor alguno, mientras que el oro y la plata sirven, no sólo en los edificios comunes, sino en las casas particulares, para hacer la vasijas destinadas a los usos más sórdidos y aun los orinales. […] Así cuidan por todos los medios que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia (II, pp. 117-118).

Para los utopianos, en efecto, allí donde «exista la propiedad privada […] todo se mide por el dinero», impidiendo «que en el Estado reinen la justicia y la prosperidad»:

A menos de considerar justo un Estado en que lo mejor pertenece a los peores y próspero un país en que un puñado de individuos se reparten todos los bienes […] (I, p. 87).

De modo semejante, en La Ciudad del Sol (1623) de Tommaso Campanella, los solares reconocen en la propiedad y el afán de poseer las causas principales de la corrupción, que impelen al hombre a convertirse en «depredador público»:

Dicen [los solares] que toda propiedad nace y se fomenta por el hecho de que tenemos cada uno domicilios propios y separados, hijos y mujeres propios. De ahí surge el amor propio, pues para elevar al hijo a las riquezas y dignidades y para dejarlo heredero de muchos bienes, nos volvemos cada uno […] un depredador público […] (p. 16).

Campanella, que sitúa la sabiduría en el centro de su civitas, está convencido de que «las riquezas [hacen a los hombres] insolentes, soberbios, ignorantes, traidores, faltos de amor, presuntuosos en su ignorancia» (p. 40). Los solares —al contrario que los españoles que «andan buscando nuevas regiones llevados del deseo de oro y riquezas» (p. 89)— viajan sólo para adquirir nuevos conocimientos.

Incluso Francis Bacon —que en la literatura utópica ocupa un lugar aparte, no sólo porque la propiedad no es proscrita en su Nueva Atlántida (1627)— se cuida con todo de subrayar que sus isleños no comercian «por oro, plata o joyas, ni por sedas, ni por especias, ni por algún otro avío de material», sino sólo para acrecentar el conocimiento, para recoger información sobre «invenciones de todo el mundo» y para procurarse «libros […] de toda clase» (p. 194). Y aunque los principios elitistas que inspiran la Casa de Salomón se fundan en el progreso ilustrado, en un saber práctico y una técnica ligada a las necesidades de la humanidad, el proyecto de Bacon, como sugiere Raymond Trousson, «no tiene carácter económico» sino que se basa sobre todo en las «exigencias de una ciencia moderna».

Perseguir el bienestar, permitir la circulación del oro y la plata (p. 182), significa también ajustar cuentas con las ambigüedades de la técnica y con los peligros de la corrupción. En esta isla, en efecto, los funcionarios se consideran leales servidores del Estado y el bien común. Y su código ético les impide aceptar regalos en dinero, como relatan atónitos los extranjeros llegados casualmente a Bensalem:

Con esto nos dejó [el funcionario] y cuando le ofrecimos algunos pistoletes dijo riendo que «no debía ser pagado dos veces por un solo trabajo», dando a entender (opino yo) que tenía un salario suficiente del Estado por sus servicios. Porque, como aprendí más tarde, a un oficial que aceptaba recompensas le decían pagado dos veces (p. 178).

7. JIM HAWKINS: ¿BUSCADOR DE TESOROS O NUMISMÁTICO?

Pero las islas fantásticas no sólo han sido modelos de sociedad en los que se desprecian las riquezas y la injusticia. Robert Louis Stevenson, en una de las más célebres novelas de aventuras, ha hecho de ellas también un mítico lugar donde las historias de piratas y homicidios se entrelazan con enormes fortunas. En La isla del tesoro todo el relato gira en torno a un tormentoso viaje de la Hispaniola para recuperar el increíble botín enterrado por el capitán Flint en un oscuro atolón del Mar de las Antillas:

Cuánto habría costado reunido, en términos de sangre y padecimientos, cuántos barcos había enviado al fondo del mar, cuántos valientes habrían tenido que caminar con los ojos vendados por la tabla de madera, cuántos cañonazos, engaños, mentiras, cuánta crueldad. Seguro que nadie sabría echar las cuentas (XXXIII, p. 306).

En un convulso diálogo con el doctor Livesey, el caballero Trelawney no sólo no esconde su admiración por el bucanero Flint («Tanto miedo le tenían los españoles que, a veces, me atrevo a decir que hasta estaba orgulloso de que fuera inglés»; VI, p. 93), sino que crea de inmediato una compañía con el fin de armar una nave y partir a la conquista del enorme capital que los piratas habían acumulado de manera ilícita. Esta empresa, como sugiere Geminello Alvi, revela al mismo tiempo la «doblez de los dos caballeros» y la relación de «parentesco entre la industria societaria de la piratería y los capitalistas». Así, los nuevos conquistadores, listos para apropiarse de las rapiñas del mítico Flint, se apresuran a cazar la ocasión al vuelo:

—¡Dinero! —exclamó Mr. Trelawney—, ¿es que no conoce la historia? ¿A qué cree usted que se dedicaban esos bribones? ¿Qué otra cosa podría interesarles excepto el dinero? ¿Por qué otra cosa se arriesgarían a perder el miserable pellejo sino por dinero? (VI, p. 94).

También el joven Hawkins, protagonista de la novela, se embarca con sus socios. Y después de haber superado mil travesías y haber arriesgado muchas veces la vida, el muchacho finalmente llega a la gruta donde habían escondido el colosal botín. Pero entonces el lector se enfrenta a un golpe de efecto: una vez ha tomado posesión de la fortuna reunida sin escrúpulos por los corsarios, Jim empieza a embalar los tesoros para transportarlos a la nave, mostrando una total indiferencia por el valor material de las monedas:

Era un colección muy extraña; en lo tocante a la variedad de monedas era como el tesoro de Billy Bones, pero era mucho más grande y mucho más variado, y creo que pocas veces he tenido mayor placer que el que me proporcionó la clasificación de aquellas monedas. Inglesas, francesas, españolas, portuguesas, del rey Jorge, luises, doblones, y guineas de a dos, moidores y cequíes, retratos de todos los monarcas europeos durante los últimos cien años, raras monedas orientales que mostraban extraños haces de cuerdas o trozos de tela de araña, monedas redondas y cuadradas, monedas con un agujero en medio, como para llevarlas colgadas del cuello; todas las monedas del mundo, según creo, estaban representadas en aquella colección; en cuanto al número, eran como las hojas de otoño, de modo que me dolía la espalda de tanto agacharme y me dolían los dedos de manipularlas para contarlas (XXXIV, pp. 308-309).

Al final de un tormentoso recorrido iniciático en el que aprende sobre todo a conocer los distintos rostros del mal, el muchacho protagonista de la novela mira aquellas piezas de oro y plata con el estupor del numismático principiante, sin experimentar ninguna atracción por el poder adquisitivo que comportan. A diferencia de los ávidos miembros de la tripulación, se entretiene en catalogar las monedas, fascinado por la variedad de las caras de los soberanos representados y por la extrañeza de los dibujos grabados. Como si su valor, exento de cualquier interés económico, se limitara exclusivamente a la esfera histérico-artística. ¡Tantos riesgos para descubrir, al final de la aventura, que el verdadero tesoro no consiste en los doblones y los cequíes sino en la cultura de la que ellos mismos son expresión! Así —en sintonía con la convicción de Stevenson, manifestada explícitamente en otros sitios, de que el ser es más valioso que el tener—, en el misterioso atolón de las Antillas Jim entiende, gracias a una inútil curiositas, que aquellos grabados valen mucho más que su cotización venal porque, además de testimoniar diversas expresiones de lo bello, documentan también momentos memorables de las vicisitudes de pueblos y reinos. Ya inmune a la fiebre del oro, en las líneas finales confiesa no sentir ninguna pena por los lingotes que han quedado sepultados en la isla:

Por lo que yo sé, los lingotes de plata y las armas están todavía donde Flint los dejó, bajo tierra; por mí ahí pueden seguir. Ni arrastrado por una yunta de bueyes me llevarían de regreso a la maldita isla (XXXIV, p. 314).

8. «EL MERCADER DE VENECIA»: LA LIBRA DE CARNE, EL REINO DE BELMONTE Y LA HERMENÉUTICA DEL SILENO

Pero también Shakespeare imagina un reino inmune a la fiebre del beneficio. En la tierra firme véneta se ubica uno de los dos escenarios en los que se ambienta la trama de El mercader de Venecia. En el fantástico reino de Belmonte, en efecto, el oro y la plata se desprecian, como se infiere de los versos contenidos en los cofres ligados a la elección del futuro marido de la bella y sabia Porcia. El Príncipe de Marruecos —que prefiere abrir el cofre de oro con la inscripción «QUIEN ME ELIJA, OBTENDRÁ LO QUE MUCHOS DESEAN» (II. 7, 37)—, en vez de encontrar el retrato de la anhelada esposa, sufrirá la befa de los versos redactados en un pergamino inserto en los «ojos vacíos» de una «podrida calavera»:

No todo lo que brilla ha de ser oro:

siempre oíste decir al mundo a coro.

Ha vendido su vida mucha gente

por mirarme por fuera solamente:

no hay tumba de oro sin gusano y lloro.

Si fueras tan sensato como osado,

joven de cuerpo y viejo en buen sentido,

tal respuesta no habrías recibido:

adiós: tu pretensión ha fracasado (II. 7, 65-73).

La misma suerte corresponde al Príncipe de Aragón atraído por el cofre de plata en el que está grabada la promesa «QUIEN ME ELIJA, OBTENDRÁ TANTO COMO MERECE» (II. 7, 5). Y, en lugar de obtener a Porcia, recibirá un áspero reproche:

Siete veces el fuego me ha probado:

siete veces probada es la razón

que nunca se equivoca en su elección:

hay quien tan sólo sombras ha besado,

quien es feliz con sólo sombra al lado:

y hay tontos de preciosa tontería

plateada, y así pasa con este.

Da igual qué esposa contigo se acueste:

tu cabeza será siempre la mía:

así que vete: cesa en tu porfía (II. 9, 63-72).

Entre tantos pretendientes, sólo el «letrado» Bassanio (I. 2, 107) sabrá elegir con acierto. Sus palabras, de hecho, parecen anticipar los versos que hallará escondidos, poco después, en el cofre de plomo, en el cual está grabada la advertencia: «QUIEN ME ELIJA, DEBE DAR Y ARRIESGAR TODO LO QUE TIENE» (II. 7, 9):

Así, las apariencias exteriores pueden ser menos de lo que son: el mundo siempre se engaña con el ornamento. En la justicia, ¿qué alegato hay tan manchado y corrompido que, sazonado con voz graciosa, no oscurezca la apariencia del mal? En religión, ¿qué error hay tan condenado que no encuentre alguna seria frente que lo bendiga y autorice con un texto sagrado, ocultando su monstruosidad con bello ornamento? No hay vicio tan sincero que no asuma alguna señal de virtud en su exterior: ¡cuántos cobardes cuyos corazones son tan falsos como escaleras de arena, ostentan en sus barbillas las barbas de Hércules y del ceñudo Marte, cuando, si se les explora por dentro, tienen unos hígados tan blancos como la leche, y asumen las excrecencias del valor sólo para hacerse temer! (III. 2, 73-88).

Bassanio no desea acumular dinero y no se cuida de su patrimonio («No ignoras, Antonio, cuánto he perjudicado mi hacienda por mostrar un aspecto más lujoso de lo que me permitían continuar mis escasos medios»; I. 1, 122-127). Y aunque en un primer momento el matrimonio con Porcia parezca formar parte de una estrategia para reembolsar las deudas (como confesará a Antonio: «[…] y por tu cariño tengo confianza para revelarte todos mis planes y propósitos para salir de todas la deudas»; I. 1, 132-134), cuando se enfrenta a los cofres en la residencia imaginaria, el pretendiente expresa una visión del mundo centrada en la dialéctica realidad | apariencia. Para el joven veneciano, el aspecto exterior de lo que se manifiesta ante nuestros ojos es engañoso. Hay que saber ver más allá de la superficie para entender que con mucha frecuencia las mentiras se presentan enmascaradas de verdad y que tras el esplendor del oro y la plata se ocultan infinitas insidias:

Así el ornamento no es sino la pérfida orilla de un peligrosísimo mar: el hermoso velo que oculta una belleza india; en una palabra, la verdad aparente que los astutos tiempos ponen para cazar en trampa a los más listos. Así pues, tú, oro fastuoso, duro alimento de Midas, no quiero nada contigo; ni nada contigo, pálida medianera común entre hombre y hombre; sino contigo, pobre plomo, que más bien amenazas en vez de prometer nada: tu sencillez me conmueve más que la elocuencia, y aquí elijo: ¡alegría sea la consecuencia! (III. 2, 97-107).

No por azar en el cofre más humilde, el de plomo, Bassanio encontrará el retrato de la amada y los versos que premian su sabiduría: «Tú, que no eliges por lo que se ve, ten ahora fortuna de verdad» (III. 2, 131-132). El amante, por lo tanto, conquista a Porcia inspirándose en la figura del sileno que había sido relanzada muchas veces en el Renacimiento por diversos autores (entre ellos Pico, Erasmo, Rabelais, Ronsard, Tasso y Bruno). Fundada en el topos del Sócrates-sileno descrito por Alcibíades en el Banquete, esta imagen se convierte en un instrumento hermenéutico para explicar el funcionamiento de los textos y el mundo: debe rebasarse necesariamente la corteza para descubrir, tras la apariencia, la verdadera esencia de las cosas. El envoltorio, en definitiva, no cuenta. Un precepto que vale para juzgar no sólo las palabras, sino también las cosas y los hombres.

En Venecia, por el contrario, prevalecen valores opuestos a los defendidos en el reino de Belmonte. Aquí —en un contexto en el que afloran una serie de conflictos sociales y religiosos— los temas de la usura y el comercio dominan la escena a tal punto que los mismos seres humanos son equiparados a mercancías y monedas. Antonio, para ayudar a Bassanio, pide al judío Shylock un préstamo de tres mil ducados. El mercader veneciano sabe bien a qué peligro se expone (el acreedor es descrito como un sileno invertido:«[…] un alma mala, mostrando testimonio sagrado, es como un bribón con cara sonriente, una hermosa manzana de corazón podrido. ¡Ah, qué buen exterior tiene la falsía!»; I. 3, 96-99). La indemnización acordada, en efecto, no es en dinero, sino que consiste en una libra de carne que el acreedor mismo podrá cobrar cortando el cuerpo del deudor («La indemnización se fijará en una libra exacta de vuestra hermosa carne, para ser cortada y quitada de la parte de vuestro cuerpo que me plazca»; I. 3, 146-148). Y al no poder satisfacer el contrato, a causa de la frustrada vuelta de sus naves, Antonio es conducido a los tribunales por el rico usurero que, sin más demora («Quiero tener su corazón»; III. 1, 117), pretende que se cumplan los acuerdos.

A la inhumanidad que muchas veces se le reprocha a Shylock le hace eco la inhumanidad que, en la escena precedente, el mismo judío había reprochado a los cristianos:

Un judío ¿no tiene ojos? ¿No tiene un judío manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta con la misma comida, no es herido por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, no se cura por los mismos medios, no se enfría y se calienta con el mismo invierno y el mismo verano que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Y si nos ofendéis, ¿no nos vamos a vengar? (III. 1, 53-61)

Corresponderá a Porcia —bajo el ropaje de Baltasar, «doctor en leyes»— dirimir el conflicto. El contrato deberá cumplirse al pie de la letra. El judío deberá cortar con toda precisión lo que le pertenece: una libra de carne, sin una gota de sangre, pero ni un gramo más, ni un gramo menos. La indemnización se pesará con una balanza de orfebre y, a la mínima variación, Shylock perderá vida y bienes («Así que prepárate a cortar la carne. No viertas sangre, ni cortes más ni menos sino una libra justa de carne: si tomas más o menos de una libra justa, aunque sea lo que la haga más ligera o mas pesada en el peso o parte de la vigésima parte de un pobre gramo, más aún, si la balanza se inclina en la diferencia de un pelo, mueres y todos tus bienes quedan confiscados»; IV. 1, 321-329). No se debe derramar sangre de un ciudadano veneciano, cierto. Pero, al mismo tiempo, precisamente lo superfluo (lo que excede) o una variación cualquiera de medida (lo que falta) disuadirán al acreedor de reivindicar la letra del contrato.

Porcia, al menos por un momento, recordará a Shylock y a Antonio que las leyes del dinero y la usura no pueden transformar a los hombres mismos en mercancías. Sean judíos o cristianos —el falso Baltasar no distingue deliberadamente al uno del otro: «¿Quién es aquí el mercader, y quién el judío?» (IV. 1, 171)— ningún contrato autoriza a equiparar la carne humana con un producto cualquiera de mercado. La vida, contrariamente a cuanto piensa el acreedor, no se identifica con el dinero («Me quitáis la vida cuando me quitáis los medios con que vivo»; IV. 1, 373-374). Y la bella señora del reino de Belmonte lo atestigua en primera persona, cuando rechaza cualquier compensación por su trabajo («Bien pagado queda el que queda bien satisfecho; y al libraros, quedo satisfecho, y por ello me considero bien pagado: mi ánimo no ha sido nunca mercenario»; IV. 1, 411-414).

Una confirmación indirecta de la centralidad del tema de la usura y el dinero en esta pièce procede de los agudos análisis de Karl Marx, que evoca a Shylock en varias obras. Dejando de lado la controvertida interpretación de su concepción de la «cuestión judía», Marx está convencido de que el protagonista de El mercader de Venecia se convierte en la encarnación del capitalismo, marcando la transición «del usurero al acreedor moderno». Así, el fantasma de Shylock —que nada tiene que ver con el judío de carne y hueso— deviene, en los escritos que consagra a la usura, metáfora del capital y de la alienación del hombre reducido a dinero y mercancía:

Como el judío, como Shylock —expone Luciano Parinetto en su ensayo dedicado a Marx y al personaje shakespeariano—, el capital posee una nacionalidad quimérica porque, así como no tiene miramientos con nadie, carece igualmente de fronteras: dentro o fuera de la nación pretende su libra de carne. Por eso el judío fabulado, apátrida por definición, lo personifica tan ejemplarmente. Es una ulterior corroboración de cuanto Marx había escrito en 1843: «La quimérica nacionalidad del judío es la nacionalidad del comerciante, del hombre de negocios en general».

Ante el ambiguo juego de los opuestos que Shakespeare escenifica hábilmente en esta misteriosa y compleja comedia, creo que la hermenéutica del sileno puede ayudar a entender las inversiones entre realidad y apariencia, entre verdad y ficción. Un juego, como oportunamente ha puesto de relieve Franco Marenco, que compromete también la esencia misma de la palabra, cuyo sentido oscila entre el valor literal y el figurado. Así, los temas de la usura, del comercio, del crédito y la deuda, del derroche y la acumulación, de la clemencia, del amor heterosexual y homosexual, de la melancolía y la alegría, del conflicto entre judíos y cristianos, de las tensiones religiosas entre radicales y moderados, de las ambiguas relaciones entre oprimidos y opresores, remiten a la relación dialéctica entre res y verba (intus y extra) que domina cada aspecto de la piéce.

La misma escena puede asumir significados distintos. Todo depende del punto de vista desde el cual se interpreten los gestos y las palabras de quien actúa. El judío Shylock es víctima y verdugo al mismo tiempo, igual que víctimas y verdugos son los cristianos que se enfrentan con él. Ante la misma situación, hay quien ríe y hay quien llora (la alusión de Porcia al «filósofo llorón» [I. 2, 47] remite ciertamente al topos de Heráclito y Demócrito). Lo cómico y lo trágico conviven en el mismo espacio: en efecto, para los personajes (en el escenario) y para los espectadores (en el teatro del mundo) la misma escena puede suscitar alegría en algunos y tristeza en otros. La incertidumbre y la relatividad, como ha subrayado Agostino Lombardo, impregnan el perfil entero de la obra.

Habría que evocar y discutir otras muchas cuestiones importantes. Pero, en esta breve reflexión, he querido sólo analizar uno de los muchos hilos que podrían ligar Venecia al reino imaginario de Belmonte, en el cual el oro y la plata nada valen en comparación con las melodías de los pájaros o las bellezas naturales. Lorenzo, en armonía con algunas reflexiones de la misma Porcia, lo expresa con claridad cuando sostiene que el hombre insensible a la música puede ceder fácilmente a la violencia utilitarista de engaños y robos:

El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. Atiende a la música (V. 1, 83-88).

Aquí —en esta isla fantástica inventada por Shakespeare donde, como recuerda el cofre de plomo, el dar vale más que el tener—, la gratuidad y lo inútil parecen estar al abrigo de la fuerza destructiva del dios dinero, del utilitarismo más inhumano que condena a los hombres a convertirse en esclavos del beneficio y a transformarse en mercancía común…

9. ARISTÓTELES: EL SABER CARECE DE UTILIDAD PRACTICA

También la cultura debe ser preservada de la fuerza corrosiva del dinero y el beneficio. Aristóteles ha escrito páginas importantes sobre el valor intrínseco del saber en su Metafísica. Es mérito suyo haber formulado con claridad la idea de que el conocimiento en los grados más altos no constituye «una ciencia productiva». Y que los hombres «comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración». Precisamente el estupor ante aquellos «fenómenos sorprendentes más comunes» los estimuló a emprender la quête. Y por lo tanto si es cierto que los hombres «filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad»:

Es, pues, evidente que no la buscamos [esta ciencia] por ninguna otra utilidad sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues esta sola es para sí misma.

En esta libertad de la filosofía, caracterizada por el rechazo a ser esclava de lo útil, se funda la divinitas de los seres humanos («Por eso también su posesión podría con justicia ser considerada impropia del hombre»).

10. ¿TEÓRICO PURO O FILÓSOFO-REY? LAS CONTRADICCIONES DE PLATÓN

Aristóteles, de este modo, resuelve netamente la continua tensión que existía en Platón entre el filósofo interesado en la pura teoría y el filósofo comprometido en la política. En el Teeteto, en efecto, Sócrates distingue entre «esclavos» y «hombres libres», entre quienes frecuentan los tribunales y quienes se dedican exclusivamente a la filosofía:

Los que han rodado desde jóvenes por tribunales y lugares semejantes parecen haber sido educados como esclavos, si los comparas con hombres libres, educados en la filosofía y en esta clase de ocupaciones (172c-d).

Los «hombres libres» no tienen problemas de tiempo y no han de rendir cuentas a nadie, mientras que los «esclavos» están condicionados por la clepsidra y por un amo que decide:

[Los hombres libres] disfrutan del tiempo libre al que tú hacías referencia y sus discursos los componen en paz y en tiempo de ocio. […] Y no les preocupa nada la extensión o la brevedad de sus razonamientos, sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, siempre hablan con la urgencia del tiempo, pues les apremia el flujo constante del agua [de la clepsidra]. Además, no pueden componer sus discursos sobre lo que desean, ya que la parte contraria está sobre ellos y los obliga a atenerse a la acusación escrita, que, una vez proclamada, señala los límites fuera dé los cuales no puede hablarse. Esto es lo que llaman juramento recíproco. Sus discursos versan siempre sobre algún compañero de esclavitud y están dirigidos a un amo que se sienta con la demanda en las manos […] (172d-e).

Estos últimos, animados por el objetivo que persiguen, «saben cómo adular a su amo con palabras y seducirlo con obras». Así, «con sus almas mezquinas», renuncian a toda forma de rectitud:

La esclavitud que han sufrido desde jóvenes les ha arrebatado la grandeza de alma, así como la honestidad y la libertad, al obligarlos a hacer cosas tortuosas y al deparar a sus almas, todavía tiernas, grandes peligros y temores, que no podían sobrellevar aún con amor a la justicia y a la verdad. Entregados así a la mentira y a las injurias mutuas, tantas veces se encorvan y se tuercen, que llegan a la madurez sin nada sano en el pensamiento. Ellos, sin embargo, creen que se han vuelto hábiles y sabios (173a-b).

Los «verdaderos filósofos», por su parte, «desconocen desde su juventud el camino que conduce al ágora y no saben dónde están los tribunales ni el consejo ni ningún otro de los lugares públicos de reunión que existen en las ciudades». No saben qué son las intrigas «para ocupar los cargos, ni acuden a las reuniones ni a los banquetes y fiestas que se celebran con flautistas». Consideran que «todas estas cosas tienen muy poca o ninguna importancia» y vuelan hacia lo alto «estudiando los astros, más allá de los cielos, e investigando la naturaleza entera de los seres que componen el todo» (1730-1743). Y «una persona así en sus relaciones particulares o públicas con los demás» es fácil que pueda hacer «reír no sólo a las esclavas tracias, sino al resto del pueblo» y que «su torpeza» le procure «reputación de necedad» (174b-c). Recorrer el camino de la verdadera filosofía, como ha subrayado Paul Ricoeur, significa también exponerse al fracaso en el plano de la vida. Pero, con el fin de conquistar la libertad, el verdadero filósofo busca siempre mantener los ojos vueltos al cielo y no teme correr el riesgo de acabar, como Tales, en un pozo:

Esta es la manera de ser que tienen uno y otro, Teodoro. El primero, que ha sido educado realmente en la libertad y en el ocio es precisamente el que tú llamas filósofo. A éste no hay que censurarlo por parecer simple e incapaz, cuando se ocupa de menesteres serviles, si no sabe preparar el lecho, condimentar las comidas o prodigar lisonjas. El otro, por el contrario, puede ejercer todas estas labores con diligencia y agudeza, pero no sabe ponerse el manto con la elegancia de un hombre libre, ni dar a sus palabras la armonía que es preciso para entonar un himno a la verdadera vida de los dioses y de los hombres bienaventurados (175d-176a).

En La república, sin embargo, Platón había analizado ya las dos actitudes, dejando entrever la posibilidad de un compromiso del filósofo en la vida pública. Sócrates, en efecto, recuerda a su interlocutor la importancia de la investigación pura como fin en sí misma: «Tampoco esa multitud ha prestado suficientemente oídos, bienaventurado amigo, a discusiones bellas y señoriales en las cuales se busque seriamente la verdad por todos los medios con el fin de conocerla» (VI, 499a). Y más adelante, en un contexto dominado por el tema de la educación de los niños, retoma el razonamiento subrayando la necesidad de que la enseñanza no haga «compulsiva la forma de la instrucción», porque «el hombre libre no debe aprender ninguna disciplina a la manera del esclavo» (VII, 536d-e).

Pero, como con razón ha puesto de relieve Mario Vegetti, existen varios tipos de gobernantes-filósofos en La república. Y precisamente a estos filósofos que se forman por sí solos, mediante estudios privados, y que se mueven por el exclusivo deseo de conocer —en el Teeteto (155d) se evoca también, entre otras cosas, el mito hesiódico de Iris (la filosofía) hija de Taumante (la admiración)— Platón les pide excepcionalmente reinar (basileuein): a ellos les incumbe formar a los arcontes y a los dialécticos que dirigirán la ciudad futura.

11. KANT: EL GUSTO POR LO BELLO ES DESINTERESADO

A partir de Immanuel Kant, la cuestión del desinterés se adueñará directamente también del juicio estético. En las primeras páginas de la Crítica del juicio (1790), el filósofo alemán sostiene que la apreciación de la representación de un objeto puede ir acompañada de placer «por muy indiferente que me sea lo que toca a la existencia del objeto de esa representación»:

Se ve fácilmente que cuando digo que un objeto es bello y muestro tener gusto me refiero a lo que de esa representación haga yo en mí mismo y no a aquello en que dependo de la existencia del objeto. […] Pero esta proposición, que es de una importancia capital, no podemos dilucidarla mejor que oponiendo a la pura satisfacción desinteresada en el juicio de gusto, aquella otra que va unida con el interés […] (§ 2, pp. 133-134).

Para Kant, el interés está estrechamente conectado con el placer y con la existencia del objeto. Y dado que «todo interés presupone una necesidad o la produce y, como fundamento de determinación del aplauso, no deja ya que el juicio sobre el objeto sea libre», «la del gusto en lo bello es la única satisfacción desinteresada y libre, pues no hay interés alguno, ni el de los sentidos ni el de la razón, que arranque el aplauso» (§ 5, p. 140). Basándose en esta noción de desinterés, el filósofo alemán formulará su célebre definición del gusto:

Gusto es la facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno. El objeto de semejante satisfacción llámase bello (§ 5, p. 141)

12. OVIDIO: NADA ES MAS ÚTIL QUE LAS ARTES INÚTILES

Entre los literatos, Ovidio (atento fustigador, en las Metamorfosis, de la «infame pasión de poseer» [«amor sceleratus habendi»]) afronta de manera explícita la cuestión de la utilidad de lo inútil. En una de las Epistulae ex Ponto —dirigida a su amigo Aurelio Cota Máximo Mesalino— el poeta confiesa cultivar lo inútil:

Por más que te esmeres en encontrar qué puedo hacer, no habrá nada más útil que estas artes, que no tienen ninguna utilidad.[5]

Aun considerándola, alguna vez, como un remedio contra los dolores del exilio,

Gracias a ellas, consigo olvidarme de mi desgracia.[6]

Ovidio sabe bien que de la poesía no se puede extraer ninguna verdadera ventaja:

Hasta ahora, ninguna de mis obras, aunque las recuerdes todas, me aprovechó y ¡ojalá que no me hubiese perjudicado ninguna![7]

Al contrario: tal vez la causa de sus infortunios debe atribuirse precisamente a sus versos.

Pero, a pesar de todo, ante la pregunta por las razones de la escritura,

¿Te preguntas, pues, admirado, por qué escribo?[8]

El poeta no duda en responder que permanece ligado a un estudio inútil:

Del mismo modo, yo conservo con constancia esta afición inútil.[9]

Como le sucede al gladiador que, pese a sus heridas, vuelve a combatir o al marinero que, aun habiéndose salvado de un naufragio, no puede evitar hacerse de nuevo al mar.

13. MONTAIGNE: «NO HAY NADA INÚTIL, NI SIQUIERA LA INUTILIDAD MISMA»

No hay libro que pueda sacudir nuestra interioridad como Los ensayos (1580-1588) de Montaigne. Sin embargo, el autor declara haberse dedicado a la escritura no por un objetivo preciso («el único fin que me he propuesto con él [mi libro] es doméstico y privado»), sino para referir, en la intimidad, como ha sugerido brillantemente Fausta Garavini, los miedos y las defensas «de un ser que se descubre fragmentario y diversificado»: «Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro: no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano» (Al lector, pp. 5-6). Un libro inútil, por lo tanto, que se concibe en la biblioteca construida precisamente donde había habido un guardarropa, «el lugar más inútil de la casa» (III, III, p. 1236). Montaigne pasa ahí el tiempo, en soledad, estudiando para divertirse y no para ganar nada («[Estudio] en este momento para distraerme; nunca por la ganancia»; III, III, p. 1238). Y estudia sabiendo perfectamente que a la filosofía se la considera una cosa «de nula utilidad y nulo valor»:

Es muy notable que las cosas en nuestro siglo hayan llegado al punto de que la filosofía sea, aun para la gente de entendimiento, un nombre vano y fantástico, que se considera de nula utilidad y nulo valor (I, XXV, p. 206).

Pero, no obstante, Montaigne no se rinde. Al contrario, en diferentes ocasiones, el filósofo nos invita a reconocer la inutilidad de los bienes que acostumbran a considerarse útiles (habría que «suscitar en los hombres desdén por el oro y la seda como cosas vanas e inútiles; pero acrecentamos su honor y valía, lo cual es una manera muy inepta de hacer que los aborrezcan»; I, XLIII, p. 392).

El autor de Los ensayos sabe bien que muchas de sus cualidades «que no merecen reproche» son completamente inútiles «en un siglo muy depravado»:

Aun aquellas de mis características que no merecen reproche, me parecían inútiles en este siglo. A la facilidad de mi comportamiento la habrían llamado cobardía y debilidad; a la lealtad y la conciencia las habrían considerado llenas de escrúpulos y superstición; a la franqueza y la libertad, importunas, irreflexivas y temerarias (II, XVII, p. 975-976).

Lejos de cualquier alarde, Los ensayos se presentan como un testimonio. Y la preocupación de sus familiares —que temían, para el joven Michel, un futuro marcado por la inutilidad («Nadie predecía que llegara a ser malo, sino inútil»; I, XXV, p. 231)— no era a fin de cuentas infundada, en vista de los signos precoces de un fuerte interés por el ejercicio de la escritura:

Pero debería haber alguna coerción legal contra los escritores ineptos e inútiles, como la hay contra los vagabundos y holgazanes. Yo y cien más seríamos alejados de las manos de nuestro pueblo. No es una burla (III, IX, p. 1410).

Ciertamente, no hay que tomar siempre a Montaigne al pie de la letra, como con acierto sugiere André Tournon al comentar los pasajes citados. Pero la conciencia de su inutilidad («Dado que me encuentro inútil para este siglo, me entrego a aquel otro»; III, IX, p. 1488), puede convivir muy bien con su convicción de que «en la naturaleza nada es inútil», «ni siquiera la inutilidad misma» (III, I, p. 1180).

14. LEOPARDI «FLÁNEUR»: LA ELECCIÓN DE LO INÚTIL CONTRA EL UTILITARISMO DE UN «SIGLO SOBERBIO Y ESTÚPIDO»

Entre 1831 y 1832, Giacomo Leopardi proyecta, junto a su estimado amigo Antonio Ranieri, un periódico semanal (Lo Spettatore Fiorentino) que pretende ser inútil. En el Preámbulo, en efecto, el autor declara: «Reconocemos con franqueza que nuestro periódico no tendrá ninguna utilidad» (p. 1032). En un siglo enteramente dedicado a lo útil, cobra fundamental importancia llamar la atención sobre lo inútil:

Y creemos razonable que en un siglo en el que todos los libros, todos los pedazos de papel impresos, todas las tarjetas de visita son útiles, aparezca finalmente un periódico que hace profesión de ser inútil: porque el hombre tiende a distinguirse de los demás, y porque, cuando todo es útil, no queda sino que uno prometa lo inútil para especular (p. 1032).

Convencido de que lo «placentero es más útil que lo útil», Leopardi ve sobre todo en las mujeres, indiferentes a toda lógica productivista, las destinatarias ideales del semanario.

Y no lo hace «por galantería», sino «porque es verosímil que las mujeres, al ser menos severas, se muestren más condescendientes con nuestra inutilidad» (p. 1032). El proyecto, naturalmente, no obtiene los permisos necesarios de las autoridades florentinas y muere antes de nacer.

Pocos años antes, en 1827, el poeta de Recanati trabajaba en la realización de una Enciclopedia de los conocimientos inútiles, que tampoco llegó nunca a materializarse, de la que habla en una carta al editor Stella del 13 de julio de 1827. Su vivo interés por la inutilidad expresa la desazón de un literato que se halla inmerso en una sociedad dominada por «negociantes y otros hombres dedicados a hacer dinero» (Pensamientos, VII, p. 353). Una sociedad en la que el hombre se identifica con el dinero:

Hasta el punto de que los hombres, que discrepan en todos los otros temas, están de acuerdo en la estima del dinero. Es más, se puede decir que, en sustancia, el hombre es el dinero y no otra cosa que el dinero, razón que, a juzgar por mil indicios, es tenida por el género humano como un axioma constante, máxime en nuestros tiempos. […] Mientras, en compañía de la industria, la bajeza del alma, la frialdad, el egoísmo, la avaricia, la falsedad y la perfidia mercantil, todas la cualidades y las pasiones más depravadoras y más indignas del hombre civilizado, se mantienen con vigor y se multiplican sin fin. Pero la virtudes siempre se están esperando (Pensamientos, XLIV, pp. 375-376).

Por medio de su filosofía de lo inútil, Leopardi no sólo busca defender la supervivencia del pensamiento (debe prometerse «lo inútil para especular»), sino que además pretende reivindicar la importancia de la vida, de la literatura, del amor, de los engaños de la poesía, de todas las cosas consideradas superfluas:

En suma, empieza a asquearme el soberbio desprecio —escribe Leopardi en una carta enviada desde Florencia a Pietro Giordani el 24 de julio de 1828— que aquí se profesa por todas las cosas bellas y por toda literatura: sobre todo porque no me entra en la cabeza que la cumbre del saber humano consista en saber política y estadística. Al contrario, considerando filosóficamente la inutilidad casi perfecta de los estudios hechos desde la época de Solón para obtener la perfección de los estados civiles y la felicidad de los pueblos, me da un poco de risa este furor de elucubraciones y cálculos políticos y legislativos. […] Sucede así que lo placentero me parece más útil que todas las cosas útiles, y la literatura útil de una forma más verdadera y cierta que todas estas aridísimas disciplinas [la política y la estadística] (p. 1370).

Pero el poeta de Recanati, como más tarde recordará él mismo en algunos versos de El pensamiento dominante, sabe que vive en una época «enemiga de la virtud» en la cual la obsesiva búsqueda de lo útil ha terminado por volver inútil la vida misma:

A esta edad tan soberbia

que se nutre de vanas esperanzas,

y ama lo vano y la virtud persigue;

que reclama lo útil, estulta,

y no ve que la vida

en más inútil siempre se convierte;

superior yo me siento. […].[10]

Un utilitarismo, asociado con una errónea idea de progreso, cada vez más exaltado en las columnas de los periódicos, como Leopardi mismo denunciará también en la Palinodia al marqués Gino Capponi:

[…] Cada diario,

en varias lenguas, en varias columnas,

en cada campo lo promete al mundo

con concordia. Y universal amor,

férreas vías y múltiples comercios,

vapor, imprenta y cólera a los más

lejanos climas, pueblos, unirán[11]

Y por estos motivos, poco antes de morir, en una estrofa decisiva de La retama describirá su siglo como «soberbio y estúpido» (V. 53).

15 - THEOPHILE GAUTIER: «TODO LO QUE ES ÚTIL ES FEO», COMO «LAS LETRINAS»

Algunos años después del singular proyecto de Leopardi consagrado a un semanario inútil, Théophile Gautier conducirá a las más extremas consecuencias la batalla contra el moralismo que imperaba entre ciertos «críticos utilitaristas» («verdaderos policías literarios» prestos «a apresar y apalear en nombre de la virtud toda idea que circule por un libro con el sombrero puesto de través o la falda arremangada un poco demasiado arriba»; p. 24), azuzados y patrocinados por periódicos («sean del color que fueren: rojos, verdes o tricolores»; p. 7) que se presentaban como «útiles».

En 1834, a la edad de veintitrés años, el autor de Mademoiselle de Maupin antepone a su novela un largo prefacio, que llegará a ser no sólo el manifiesto del llamado «Arte por el Arte», sino, más en general, la elocuente reacción de una generación en revuelta contra aquellos «que tienen la pretensión de ser economistas y quieren reconstruirla sociedad de arriba abajo» (p. 27):

No, imbéciles, no, cretinos y papudos como sois, un libro no hace sopa de gelatina; una novela no es un par de botas descosidas; ni un soneto una jeringa de chorro continuo; un drama no es un ferrocarril, todas ellas cosas esencialmente civilizadoras y que hacen que la humanidad avance por el camino del progreso (p. 26).

Acusado en el diario Le Constitutionnel de escribir artículos indecentes, Gautier responderá brillantemente a los ataques con un lenguaje irónico, desdeñoso, lleno de metáforas y alusiones. Un panfleto pirotécnico en el cual el autor, más allá de la disputa ocasional, expresa su poética, fundada esencialmente en una idea de arte y de literatura libre de cualquier condicionamiento moral y utilitarista:

En verdad hay motivo para reírse con ganas al oír disertar a los utilitarios republicanos o sansimonistas […] Hay dos clases de utilidad, y el sentido de este vocablo nunca es sino relativo. Aquello que es útil para uno no lo es para otro. Usted es zapatero, yo soy poeta. Para mí resulta útil que mi primer verso rime con el segundo. Un diccionario de rimas, por tanto, me beneficia por su gran utilidad. A usted de nada le serviría para echar suelas a un par de viejos zapatos, y es justo decir que una chaira a mí de nada me serviría para hacer una oda. Tras lo cual usted objetará que un zapatero está muy por encima de un poeta, y que es más fácil prescindir de uno que del otro. Pero sin pretender rebajar la ilustre profesión de zapatero, a la que honro tanto como a la profesión de monarca constitucional, confesaré humildemente que yo preferiría tener mi zapato descosido que mi verso mal rimado, y que pasaría muy gustoso sin botas antes que quedarme sin poemas (p. 28).

Gautier —cuyas proezas poéticas Jean Starobinski ha puesto metafóricamente en relación con las de un acróbata— insiste en distintos momentos en el hecho de que por desgracia, en las páginas de estos periódicos, las cosas bellas de la vida no se consideran indispensables. Hasta el punto de juzgar más útil plantar coles donde había tulipanes:

Nada de lo que resulta hermoso es indispensable para la vida. Si se suprimiesen las flores, el mundo no sufriría materialmente. ¿Quién desearía, no obstante, que ya no hubiese flores? Yo renunciaría antes a las patatas que a las rosas, y creo que en el mundo sólo un utilitario sería capaz de arrancar un parterre de tulipanes para plantar coles (pp. 27-28).

En este contexto dominado por el más siniestro utilitarismo, no es sorprendente que si alguien osa preferir Miguel Ángel al «inventor de la mostaza blanca» se arriesgue a ser tomado por loco («¿Para qué sirve la música? ¿Para qué sirve la pintura? ¿Quién sería tan loco como para preferir Mozart al señor Carrel [un periodista de Le National], y Miguel Ángel al inventor de la mostaza blanca?»; p. 29). No asombra tampoco que en los periódicos utilitaristas los libros aparezcan anunciados junto a «cinturones elásticos, cuellos de crinolina, biberones de tetina inalterable, la pasta de Regnault y las recetas contra el dolor de muelas» (p. 44).

Pero Gautier está convencido de que frente a esta trivialidad tan extendida no basta con una blanda reacción. Al contrario, apoyándose en su estilo paradójico, lleva hasta el extremo el ataque al utilitarismo tejiendo un elogio de lo inútil provocativo y radical:

Sólo es realmente hermoso lo que no sirve para nada. Todo lo que es útil es feo, porque es la expresión de alguna necesidad y las necesidades del hombre son ruines y desagradables, igual que su pobre y enfermiza naturaleza. El rincón más útil de una casa son las letrinas (p. 29).

Sería en verdad interesante —y creo que no se ha hecho nunca con atención— analizar estas páginas de Gautier sobre lo inútil en paralelo con las de Leopardi. Y entre las muchas convergencias, no debería ciertamente pasarse por alto la presencia del Vesubio. En su prefacio, en efecto, el escritor francés saca también a colación el volcán y las ciudades romanas sepultadas por su erupción (La retama está escrita en 1836, pero se publicará póstuma en 1845), como testimonio del pseudo-progreso contemporáneo:

¡Vaya! Y decís que estamos progresando. Si mañana un volcán abriese su bocaza en Montmartre y lanzase sobre París un montón de cenizas y una tumba de lava, como en otros tiempos hiciera el Vesubio en Estabia, Pompeya y Herculano, y cuando, dentro de unos miles de años, los arqueólogos de esa época hicieran excavaciones y exhumaran el cadáver de la ciudad muerta, decidme qué monumentos habrían quedado en pie para testimoniar del esplendor de la gran enterrada (p. 34).

A siglos de distancia, los arqueólogos exhumarían sólo productos industriales y manufacturados en serie. Y, salvo algunas excepciones, las verdaderas obras de arte serían exclusiva expresión de los milenios anteriores. Esta es la razón por la que, para Gautier, justamente los objetos superfluos, las cosas que no tienen ninguna utilidad se revelan, en cuanto expresiones de lo bello, como las más interesantes y placenteras:

Yo, mal que les pese a esos señores, soy de aquellos para quienes lo superfluo es lo necesario. Prefiero las cosas y las personas en razón inversa a los servicios que me puedan prestar. Prefiero a cualquier jarrón que me sea útil, uno que sea chino, sembrado de dragones y mandarines, que no sirve para nada […]. Renunciaría muy gustoso a mis derechos de ciudadano y súbdito francés por contemplar un auténtico cuadro de Rafael […]. Aunque no sea un diletante, prefiero el sonido de un mal violín o de una pandereta al de la campanilla del señor presidente. Vendería mi calzón por tener un anillo y mi pan por tener mermelada. […] Ved, pues, cómo los principios utilitarios están muy lejos de ser los míos, y que no seré nunca redactor de un periódico virtuoso […] (pp. 29-30).

Ya dos años antes, en el prefacio al Albertus, Gautier había expresado conceptos similares. Y a quien le preguntaba para qué sirve una rima, le había respondido oponiendo lo bello a lo útil:

¿Para qué sirve esto? Sirve para ser bello. ¿No es suficiente?: como las flores, como los perfumes, como los pájaros, como todo aquello que el hombre no ha podido desviar y depravar a su servicio. En general, tan pronto como una cosa se vuelve útil deja de ser bella (p. II).

En los dos prólogos, como hábil manipulador de la lengua, el joven escritor expresa poéticamente su pensamiento crítico. En el prefacio de Mademoiselle de Maupin, en particular —compitiendo con el novelista y el poeta—, colorea verbos y adjetivos, modela metáforas y neologismos, habla del arte valiéndose sobre todo de una prosa felizmente creativa. Pero sería un error reducir este manifiesto a un simple elogio de la belleza como finalidad en sí misma. En su furibunda reacción frente a la exaltación «de lo útil por lo útil», el moralismo y la literatura prostituida al comercio, trasluce siempre una idea noble del arte auténtico como resistencia contra la trivialidad del presente. «El arte —había confesado en la frase final del prefacio al Albertus— es lo que mejor consuela de vivir» (p. V).

16. BAUDELAIRE: EL HOMBRE ÚTIL ES ESPANTOSO

En los fragmentos de Con el corazón en la mano (Mon coeur mis a nu), Baudelaire (que dedica Las flores del mal a Théophile Gautier, «perfecto mago de las letras francesas») anota un pensamiento en el que se trasluce de manera aún más vigorosa su rechazo del utilitarismo: «Ser un hombre útil me ha aparecido siempre como algo en verdad espantoso» (VI, p. 60). Reflexiones análogas se encuentran en los esbozos de Cohetes que deberían haber constituido, junto a Con el corazón en la mano, la base de una obra abierta a un viaje despiadado por la desazón de la vida.

Para el poeta es signo evidente del contemporáneo «envilecimiento de los corazones» ver que los jóvenes corren hacia el comercio con el único objetivo de ganar dinero:

Cuando esto ocurra, el hijo huirá de su familia, pero no a los dieciocho años, sino a los doce, emancipado por su precocidad glotona: la abandonará no en busca de aventuras heroicas, no para liberar a una belleza prisionera en lo alto de una torre, no para inmortalizar una buhardilla con pensamientos sublimes, sino para fundar un comercio, para enriquecerse, y para hacerle la competencia a su infame papá […] (XV, p. 35).

Y mientras que todo será objeto de crítica y condena «salvo el dinero», cualquier cosa que «se asemeje a la virtud» será considerada «inmensamente ridícula». Incluso la justicia «prohibirá la existencia de aquellos ciudadanos incapaces de enriquecerse». La corrupción se adueñará de las familias hasta el punto de que mujeres e hijas se convertirán en viles mercancías con las que comerciar:

Tu esposa, ¡oh, Burgués!, tu casta mitad, cuya honra es para ti el fundamento de la poesía, al introducir en la legalidad una infamia irreprochable, guardiana vigilante y amorosa de tu caja fuerte, ya no será sino el ideal perfecto de la mujer mantenida. Tu hija, con nubilidad infantil, soñará desde la cuna que se vende por un millón. Y tú mismo, oh, Burgués —menos poeta aún de lo que lo eres hoy—, serás incapaz de contestar cualquier cosa; pero no te pesará lo más mínimo (XV, p. 3 6).

En las últimas anotaciones de Con el corazón en la mano, Baudelaire expresa todo su desprecio por el comercio y las formas más triviales de egoísmo:

— El comercio es, por su esencia, satánico.

— El comercio es lo prestado-devuelto, es el préstamo con el sobrentendido siguiente: Devuélveme más de lo que te doy.

— La mente de todo comerciante está totalmente viciada.

— El comercio es natural; por consiguiente es infame.

— El menos infame de todos los comerciantes es el que dice: Seamos virtuosos para ganar mucho más dinero que los imbéciles que son viciosos.

— Para el comerciante, la honradez constituye una lucrativa especulación.

— El comercio es satánico, porque es una de las fuerzas del egoísmo, y la más baja y la más vil (XLI, pp. 93-94).

Un mundo, este del utilitarismo y el beneficio, en el cual es difícil que la poesía y la intimidad puedan encontrar un espacio: «¡Gracias a los progresos de estos días, de tus entrañas ya sólo te quedarán las vísceras!» (XV, p. 36).

17. JOHN LOCKE CONTRA LA POESÍA

John Locke, en cambio, había fundado su ataque a la poesía precisamente en la inutilidad. En los Pensamientos sobre la educación (1693), la crítica no sólo se dirige contra quienes imponen a toda costa el estudio de los versos a alumnos desganados, para hacer de ellos modestos rimadores («En efecto: si el niño no tiene el genio de la poesía, es la cosa más irracional del mundo atormentarlo y hacerle perder el tiempo imponiéndole un trabajo en que no puede triunfar»; § 174), sino que recae sobre todo en los padres que permiten a sus hijos cultivar el talento poético («y si [el niño] tiene algún talento poético, encuentro extraño que un padre desee, o siquiera soporte, que lo cultive y desarrolle»; § 174). Porque la vida entre las Musas, en el monte Parnaso, está hecha de privaciones y no favorece en modo alguno el aumento de los patrimonios personales:

Me parece, por el contrario, que los padres deberían desear sofocar y reprimir esta disposición poética todo lo posible; y no veo por qué puede desear un padre hacer de su hijo un poeta, si no quiere inspirarle también el disgusto por las ocupaciones y los negocios de la vida. Pero no es este el mayor mal. En efecto: si el joven consigue ser un rimador afortunado, y llega a adquirir la reputación de un poeta, que se considere en qué sociedad y en qué lugares perderá su tiempo, probablemente, y también su dinero; porque raras veces se habrá visto que se descubran minas de oro y plata sobre el monte Parnaso. El aire es allí agradable, pero el suelo es estéril; hay pocos ejemplos de gentes que hayan aumentado su patrimonio con lo que puedan haber cosechado allí (§ 174).

De hecho, el objetivo principal de Locke era el de formar un gentleman, privilegiando los saberes técnicos y científicos basados en el pragmatismo y la utilidad. Su feroz reacción, sin embargo, no puede entenderse sin tener en cuenta los fanatismos de una pedagogía retórica que en la Inglaterra de aquel tiempo consideraba las palabras más importantes que las cosas. Pero, hoy en día, estas frases tan violentas en contra de la poesía (ahorro a los lectores la invectiva dedicada a la música), ¿qué efecto podrían tener en buen número de políticos y en los pedagogos-gestores comprometidos en las más recientes reformas de la enseñanza? Es difícil responder con certeza a esta pregunta. Mi experiencia como docente en una facultad humanística —en la cual desde hace décadas resuena la misma pregunta planteada por padres víctimas de la nefasta ideología dominante de lo útil: «Pero ¿qué hará mi hijo con una licenciatura de letras?»— me hace suponer que, con toda probabilidad, los ásperos argumentos de Locke no suscitarían ningún enojo.

18. BOCCACCIO: «PAN» Y POESÍA

Frecuentar a las Musas —que Giovanni Boccaccio identifica con las mujeres de carne y hueso— ayuda a vivir mejor. En el Decamerón, en efecto, el escritor polemiza con sus detractores, obsesionados por la búsqueda de «tesoros», que le invitan a pensar en el «pan» más que en las «fábulas de los poetas»:

Pero ¿qué diremos a aquellos que de mi fama tienen tanta compasión que me aconsejan que me busque el pan? Ciertamente no lo sé, pero, queriendo pensar cuál sería su respuesta si por necesidad se lo pidiera a ellos, pienso que dirían: «¡Búscatelo en tus fábulas!». Y ya más han encontrado entre sus fábulas los poetas que muchos ricos entre sus tesoros, y muchos ha habido que andando tras de sus fábulas hicieron florecer su edad, mientras por el contrario, muchos al buscar más pan del que necesitaban, murieron sin madurar.

«Las fábulas de los poetas», con independencia de la cantidad de «pan» que permiten procurarse, son necesarias para entender las cosas esenciales que nos hacen falta. Y, sobre todo, nos enseñan a defendernos de la obsesión por las ganancias y lo útil que, como sucede con los que persiguen las riquezas, acaba siendo a menudo la causa principal de una muerte prematura.

19. GARCÍA LORCA: ES IMPRUDENTE VIVIR SIN LA LOCURA DE LA POESÍA

Al filósofo inglés y a los detractores de la poesía, les han respondido indirectamente, en el curso de los siglos, numerosos poetas y literatos. Pero, en particular, las palabras pronunciadas por Federico García Lorca cuando presenta algunos versos de Pablo Neruda hacen que vibren las cuerdas de nuestro corazón:

Yo os aconsejo oír con atención a este gran poeta y tratar de conmoveros con él cada uno a su manera. La poesía requiere una larga iniciación como cualquier deporte, pero hay en la verdadera poesía, un perfume, un acento, un rasgo luminoso que todas las criaturas pueden percibir. Y ojalá os sirva para nutrir ese grano de locura que todos llevamos dentro, que muchos matan para colocarse el odioso monóculo de la pedantería libresca y sin el cual es imprudente vivir.

Este apasionado testimonio, en el cual un gran poeta habla de otro gran poeta, estaba dedicado sobre todo a los estudiantes presentes en un aula de la Universidad de Madrid en 1934. A aquellos jóvenes lectores, García Lorca les dirigía una calurosa invitación a nutrir con la literatura «ese grano de locura que todos llevamos dentro», sin el cual sería en verdad «imprudente vivir».

20. LA LOCURA DE DON QUIJOTE, HÉROE DE LO INÚTIL Y LO GRATUITO

Y precisamente a la locura se deben las extraordinarias aventuras de uno de los personajes que han marcado la historia de la literatura mundial. El mítico don Quijote podría ser considerado el héroe por excelencia de la inutilidad. Nutrido de novelas de caballerías, decide forzar la realidad corrupta de un tiempo en que «el vicio [triunfa] de la virtud»:

Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes (II, I, p. 633).

En contra de la opinión de sus contemporáneos —convencidos de «que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república» (I, XLIX, p. 564) hasta el extremo de arrojarlos sin piedad a la hoguera—, el valeroso hidalgo no duda en emprender la difícil senda del caballero, persuadido de que «la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él [don Quijote mismo] se resucitase la caballería andantesca» (I, VII, p. 91). Sin tener en cuenta las limitaciones de su físico («seco de carnes, enjuto de rostro»; I, I, 36), las limitaciones de sus armas y de su armadura de cartón piedra («Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de los bisabuelos, que tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón»; I, I, p. 41), las limitaciones de su rocín (que tenía «más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit»; I, I, p. 42), nuestro héroe se aventura por «caminos sin camino» (II, XXVIII, p. 864).

Todas sus empresas están inspiradas por la gratuidad, por la única necesidad de servir con entusiasmo a sus ideales. Y en las conversaciones con Sancho Panza y con sus interlocutores casuales —en las que, con mucha frecuencia, se traslucen las reservas de una sociedad que no puede concebir que haya acciones desligadas de toda suerte de finalidad utilitarista— don Quijote confiesa despreciar las riquezas («desprecio la hacienda»; II, XXXII, p. 890) y tomar sólo en consideración la honra. Por lo demás, ¿cómo podría imaginarse el amor sin la gratuidad? Los caballeros andantes, en efecto, deben proteger a la mujer amada «sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla por solo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros» (I, XXXI, pp. 363-364).

Cervantes, en definitiva, hace de la contradicción uno de los grandes temas de su novela: si la invectiva contra los libros de caballerías suena como una incitación al desengaño, en el Quijote encontramos también la exaltación de la ilusión que, a través de la pasión por los ideales, alcanza a dar sentido a la vida. No por azar, como ha subrayado con agudeza el gran cervantista Francisco Rico, nuestro héroe expresa un amor extraordinario hacia el relato y muestra un ávido interés por la vida de los demás. Lo inútil y gratuito de las aventuras del Caballero de la Triste Figura puede en todo caso dejar una impronta: revela la necesidad de afrontar con valentía también las empresas destinadas al fracaso. Existen derrotas gloriosas de las que, con el tiempo, pueden surgir grandes cosas («La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua»; II, X, p. 700).

¿Quién habría pensado nunca que el gesto de desafío de un muchacho chino desarmado frente a los tanques en la Plaza Tiananmen de Pequín en 1989 —inmortalizado por el fotógrafo Jeff Widener— daría la vuelta al mundo para ser señalado por la revista Time, casi diez años después, en 1998, como una de las empresas que han tenido mayor influencia en el siglo XX?

21. LOS «HECHOS» DE COKETOWN: LAS CRÍTICAS DE DICKENS AL UTILITARISMO

Nadie ha pintado mejor que Charles Dickens la guerra declarada contra la fantasía en nombre de los hechos y el utilitarismo. En la memorable ciudad de Coketown, admirablemente descrita en Tiempos difíciles, todo está subordinado a la filosofía de lo útil. El gordo banquero Bounderby y el educador Gradgrind libran, con pleno convencimiento, una acérrima batalla cotidiana contra todo lo que pudiera ser un obstáculo para la realidad concreta y la producción.

«En la vida, caballero, lo único que necesitamos son hechos, ¡nada más que hechos!» (I, 1, p. 33). Enemigo de una enseñanza abierta a la imaginación, los sentimientos y los afectos, Gradgrind es presentado «con la regla, la balanza y la tabla de multiplicar siempre en el bolsillo», «dispuesto a pesar y medir en todo momento cualquier partícula de la naturaleza humana para deciros con exactitud a cuánto equivale». Para él, educación y vida se reducen a «números», a «un caso de pura aritmética». De igual manera, a los jóvenes alumnos se los considera «pequeños recipientes que iban a ser llenados hasta más no poder con hechos» (I, 2, p. 34).

Una escuela en perfecta sintonía con la misma Coketown, ciudad-fábrica donde habitaban

gentes que también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas horas, produciendo en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente (I, 5, p. 56).

Nada material o espiritual tenía derecho a existir en esta comunidad si no era reconocido como un «hecho»:

Hechos, hechos, hechos; no se advertía otra cosa en la apariencia externa de la población, y tampoco se advertía otra cosa que hechos en todo lo que no era puramente material. La escuela del señor M’Choakumchild era toda hechos, la escuela de dibujo era hechos, las relaciones entre el amo y el trabajador eran hechos y todo eran hechos, desde el hospital de Maternidad hasta el cementerio; todo lo que no se podía expresar en números ni demostrar que era posible comprarlo en el mercado más barato para venderlo en el más caro no existía, no existiría jamás en Coketown hasta el fin de los siglos. Amén (I, 5, p. 57).

22. HEIDEGGER: ES DIFÍCIL COMPRENDER LO INÚTIL

Al tema de lo útil y lo inútil, en particular en el marco de una reflexión sobre la esencia de la obra de arte, ha vuelto en numerosas ocasiones Martin Heidegger. Me limitaré aquí a recordar tan sólo una aguda reflexión desarrollada para explicar algunos pasajes de Ser y tiempo. El filósofo la elabora en respuesta a Medard Boss (psiquiatra suizo-alemán que lo había invitado a impartir en su casa de Zollikon, cerca de Zúrich, una serie de seminarios sobre la fenomenología para un público de jóvenes psicoterapeutas): durante unas vacaciones que pasan juntos en Taormina, entre el 24 de abril y el 4 de mayo de 1963, Boss pregunta a Heidegger sobre la esencia del ser humano y sobre la relación que este último establece con los demás.

En un pasaje de la conversación —dedicado al Dasein, «como ser-en-el-mundo, como el ocuparse [Besorgen] de cosas y el asistir [Sorgen für] al otro [Mitseiende], como el ser-con los seres humanos que encuentra […]»—, Heidegger se detiene en la utilidad de lo inútil:

Lo más útil es lo inútil. Pero experienciar lo inútil es lo más difícil para el ser humano actual. En ello se entiende lo «útil» como lo usable prácticamente, inmediatamente para fines técnicos, para lo que consigue algún efecto con el cual pueda yo hacer negocios y producir. Uno debe ver lo útil en el sentido de lo curativo [Heilsamen], esto es, lo que lleva al ser humano a sí mismo.

En griego θεωρία [theoriá] es la tranquilidad pura, la más elevada ενέργεια [energheia], el modo más elevado de ponerse-a-la-obra, prescindiendo de todos los manejos [Machenschaften] prácticos: el dejar presenciar [Anwesenlassen] del presenciar mismo.

El filósofo alemán, buscando liberar la noción de utilidad de una exclusiva finalidad técnica y comercial, expresa claramente la dificultad general entre sus contemporáneos para entender la importancia de lo inútil. Para «el ser humano actual», en efecto, es cada vez más complicado sentir interés por cualquier cosa que no implique un uso práctico e inmediato para «fines técnicos».

23. LA INUTILIDAD Y LA ESENCIA DE LA VIDA: ZHUANG-ZI Y KAKUZO OKAKURA

Se trata de una antigua cuestión que interesaba ya al sabio Zhuang-zi, que vivió en el siglo IV a. C. En su obra más importante —en la que se habla de la naturaleza, de las incesantes metamorfosis y de la manera de vivir— el filósofo chino se detiene a menudo en el tema de la inutilidad. Hablando, por ejemplo, de la vida secular de un árbol («Es, por lo visto, madera inútil. Así ha podido crecer tan corpulento. ¡Ah! Por eso los hombres espirituales no quieren ser personas útiles») muestra que con mucha frecuencia precisamente «ser buena madera es su desgracia» (cap. IV, 10-11).

Y, más adelante, en un brevísimo intercambio de frases con el sofista Hui-zi, se subrayan los límites de una humanidad que pretende saber a la perfección qué es lo útil sin conocer, en cambio, la importancia de lo inútil:

Hui-zi dijo a Zhuang-zi: «La doctrina de su Merced no es útil para nada». Zhuang-zi le contestó: «Sólo cuando se conoce la inutilidad puede comenzarse a hablar de la utilidad» (cap. XXVI, 7).

Por su parte, el japonés Kakuzo Okakura hace remontar al descubrimiento de lo inútil el salto que ha señalado el paso de la feritas a la humanitas. En su Libro del té (1906), en un apasionado capítulo dedicado a las flores, supone que la poesía amorosa tuvo origen en el momento mismo en el que nació el amor por las flores:

Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se eleva sobre la bestia; saltando sobre las necesidades burdas de la naturaleza, se hace humano; percibiendo la sutil utilidad de lo inútil, entra en el reino del arte.

Así, en definitiva, la humanidad ha sabido, con un simple gesto, aprovechar la ocasión para volverse más humana.

24. EUGÈNE IONESCO: LO ÚTIL ES UN PESO INÚTIL

Y, al contrario, Eugène Ionesco dedica reflexiones extraordinarias, hoy más actuales que nunca, a una humanidad extraviada que ha perdido el sentido de la vida. En una conferencia dictada en febrero de 1961 en presencia de otros escritores, el gran dramaturgo reafirma hasta qué punto necesitamos la insustituible inutilidad:

Mirad las personas que corren afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia adelante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante. Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio.

El hombre moderno, que ya no tiene tiempo para detenerse en las cosas inútiles, está condenado a convertirse en una máquina sin alma. Prisionero de la necesidad, ya no está en condiciones de entender que lo útil puede transformarse en «un peso inútil, agobiante» y que si «no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte». Así, el hombre que no comprende el arte se vuelve un esclavo o un robot, se transforma en un ser sufriente, incapaz de reír y gozar. Y, al mismo tiempo, puede ser presa fácil de un «fanatismo delirante» (pensemos, en las últimas décadas, en los fanatismos religiosos) o de «cualquier rabia colectiva»:

Porque esta gente atareada, ansiosa, que corre hacia una meta que no es humana o que no es más que un espejismo puede, súbitamente, al sonido de cualquier clarín, al llamado de cualquier loco o demonio, dejarse arrastrar por un fanatismo delirante, una rabia colectiva cualquiera, una histeria popular. Las rinocerontitis más diversas, de derecha y de izquierda, constituyen las amenazas que pesan sobre la humanidad que no tiene tiempo de reflexionar, de recuperar su serenidad o su lucidez […].

25. ITALO CALVINO: LO GRATUITO SE REVELA ESENCIAL

Agudo intérprete de las relaciones entre literatura y ciencia, Italo Calvino ocupa un lugar de primer plano entre los defensores de los saberes desinteresados. Nada es más esencial para el género humano, sugiere el novelista y ensayista italiano, que las «actividades que parecen absolutamente gratuitas» e inesenciales:

Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades que parecen absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la poesía y el arte como lo es para la ciencia y la tecnología.

Y contra toda perspectiva utilitarista, Calvino nos recuerda que los clásicos mismos no se leen porque deban servir para algo: se leen tan sólo por el gusto de leerlos, por el placer de viajar con ellos, animados únicamente por el deseo de conocer y conocernos.

26. EMIL CIORAN Y LA FLAUTA DE SÓCRATES

A tal propósito, Emil Cioran —que dedicará después un breve párrafo de su Breviario de podredumbre a la «obsesión insípida por ser útiles»— refiere en Desgarradura que, mientras le preparaban la cicuta, Sócrates se ejercitaba con una flauta para aprender una melodía. Y a la pregunta «¿Para qué te servirá?», el filósofo responde impasible: «Para saber esta melodía antes de morir». Y en el comentario a su aforismo, el escritor rumano intenta explicar la esencia del conocer:

Si me atrevo a recordar esta respuesta, trivializada por los manuales, es porque me parece la única justificación seria de la voluntad de conocimiento, tanto si se practica en el umbral de la muerte como en cualquier otro momento.

Para Cioran, toda forma de elevación presupone lo inútil: «Una excepción inútil, un modelo al que nadie haga caso —ese es el rango al que debemos aspirar si queremos enaltecernos ante nosotros mismos».

Pero —pese a ser conscientes de que ninguna creación literaria o artística está ligada a un fin— no hay duda de que, en el invierno de la conciencia que estamos viviendo, a los saberes humanísticos y a la investigación científica sin utilitarismo alguno, a todos estos lujos considerados inútiles, les corresponde cada vez más la tarea de alimentar la esperanza, de transformar su inutilidad en un utilísimo instrumento de oposición a la barbarie del presente, en un inmenso granero en el que puedan preservarse la memoria y los acontecimientos injustamente destinados al olvido.