Contar la verdad es contar de verdad: inventar.
Contar lo que nadie ha visto, lo que alguien sueña,
lo que todo el mundo teme o aguarda,
lo que tú quieres escuchar.
FERNANDO SAVATER
A lo largo del siglo pasado y a partir de las narraciones góticas (M. G. Lewis, Ann Radcliffe, Bram Stoker) se desarrolla en Inglaterra, y se difunde luego por Europa y Norteamérica, un tipo de literatura de intriga y misterio que no tenía precedentes. El pensamiento científico y utilitario desgarran la visión mágica de lo sobrenatural, haciendo necesario buscar un vehículo más adecuado para lograr la verosimilitud de la historia contada. Se inventa la vaguedad, esa zona crepuscular donde todo es posible, en la que —como dice Todorov[1]— no se puede establecer si los hechos insólitos tienen origen en una objetividad sobrenatural o en una subjetividad morbosa. Así surgen tres líneas bien definidas de la narración contemporánea: la novela policial, la ciencia ficción y el cuento fantástico moderno.
En general se observa una tendencia al relato corto (Short story), con bien dosificadas pinceladas de humor, en detrimento del extenso y solemne novelón gótico. Se acentúa el recurso al monólogo interior y se desarrolla una técnica fundamental, el enfoque indirecto: lo que sucede o sucedió (especialmente en el Ghost story, del indiscutible maestro M. R. James[2]) es revivido a través del relato de un tercero, introduciendo así —con un sistema similar al de las cajas chinas— una historia dentro de otra historia y potenciando su efecto, como sucede con las dosis homeopáticas.
Es a partir de Thomas de Quincey y su Society of Connaisseurs in Murder, institución imaginaria dedicada al estudio del «asesinato considerado como una de las bellas artes», cuando surge una variante muy utilizada por las tres vertientes (en especial, la policial). Los personajes se reúnen en un club dedicado a una actividad especial (el Suicide Club, de R. L. Stevenson, por ejemplo), o en un simple bar o pub, donde uno de los miembros o todos ellos relatan sus experiencias o viajes. Todo sucede en un ambiente muy definido: las bebidas favoritas, los cigarros, algún insólito camarero. Así, poco a poco se va introduciendo lo inverosímil, lo paradójico, provocando por contraste un incremento en la fuerza de la narración. Las interpolaciones de quienes escuchan o la llegada del camarero sirven para intercalar pausas, demorando la revelación o bien provocando una distensión momentánea. Libros enteros se construyen sobre esta técnica[3], creando así una «moda», un estilo, que se prolongaría hasta nuestros días.
Este tipo de narración, bien superficial, bien profunda, no tuvo nunca grandes cultivadores entre los escritores hispanoamericanos. Apenas si podemos mencionar la estructura de algunos de los relatos de Lugones, Cortázar o Bioy Casares, antes de llegar al antecedente más cercano: los relatos de Bustos Domecq, donde J. L. Borges y Adolfo Bioy Casares hacen una impecable muestra de relato indirecto, coloquial, con grandes hallazgos de humor.
Los relatos de Trafalgar se inscriben decididamente en esta categoría especial[4]. Trafalgar, un viajero estelar, se encuentra con el narrador (un abogado, a veces la autora), por lo general en un bar, el Burgundy (Nada de formica ni de fluorescentes ni de cocacola. Una alfombra gris un poco gastada, mesas de madera de veras y sillas de madera de veras, algunos espejos entre la boiserie, ventanas chicas, puerta de una sola hoja y fachada que no dice nada), donde comienzan los extraños relatos de este personaje singular. Uno de sus logros es su verosimilitud, «es tan poderoso —afirma Angélica Gorodischer— que me voy a topar con él, en cualquier momento en la calle, o va a venir a tocar el timbre de casa y me va a invitar a tomar un café»[5].
La descripción minuciosa e identificable de los personajes: el hábito por el café del protagonista, el autorretrato del abogado (…ese aspecto gordinflón cheviot y Yardley…), la pintura de la tía Josefina (Ochenta y cuatro años tiene; el pelo ondulado color acero, unos ojos castaños incansables y brillantes…), contrasta con los fabulosos mundos descritos (Nada de ladrillos ni de cemento: piedra, todo piedra. Grandes piedras talladas, a veces coloreadas y con las aristas redondeadas hechas para encajar una en otra y no moverse más. Micenas. Una Micenas del tamaño del Gran Buenos Aires), produciendo lo que Elvio E. Gandolfo bien denomina «una equilibrada mezcla de factores contradictorios»[6].
Como ya hemos dicho, los relatos de Trafalgar pertenecen formalmente a esa categoría especial que hemos denominado «cuentos de club», y como en éstos, la autora se propone «la inserción, muy natural, de la fantasía —llamémoslo así— en la cosa real», ya que «no hay ninguna posibilidad de describir la realidad porque esa realidad no existe, porque está mezclada con otras cosas que hacen que todo lo que vivimos minuto a minuto sea fantástico. Para pasar ese concepto a la literatura, yo tengo que utilizar cosas llamadas tradicionalmente fantásticas, como por ejemplo un señor que viaja a las estrellas»[7].
Una de las características es el abandono (feliz, por cierto) de un lenguaje deliberadamente barroco para adentrarse «en el lenguaje que hablamos todos los días, en el que yo hablo con vos en el café, el que hablo con los chicos, el que hablo en la calle o en la verdulería»[8]. Pero esta integración de los muchos lenguajes que hablamos (ya insinuado en algún relato anterior) no produce lo que Cortázar acertadamente llama «lenguaje de pizzería», el lenguaje perecedero de lo cotidiano, sino que se fusiona de forma notable con lo literario, para hacer eclosión en su último libro: Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (1985). Se une así a la reducida pero formidable estirpe de los Cortázar, Bioy Casares, Blaisten o Piglia.
Se destacan los relatos «Sensatez del círculo» y «La lucha de la familia González por un mundo mejor», magníficos ejemplos de que la ciencia ficción es, a veces, el medio más idóneo para desarrollar determinada temática. El sentido de la evolución, los misterios del fin de la especie (Y llegaron tan alto y tan hondo que cuando la estrella murió ya no les importaba nada) hallan en el primero de ellos una síntesis impecable. En el segundo, el planeta Gonzwaledworkamenjkaleidos (González para los íntimos) y su insólita historia de muertos que conviven con los vivos, se inscribe en lo mejor del género fantástico, equiparándose sin desmedro con el hasta entonces su mejor relato, «Los embriones del violeta»[9].
Las influencias de estos relatos, si nos referimos específicamente al campo de la ciencia ficción, debemos buscarlas en R. A. Lafferty, Robert Sheckley, Philip José Farmer y, por qué no, en Isaac Asimov. Es justamente este último quien incursiona en este género especial de «relatos de club» con Relatos del Club de los Viudos Negros, tal como lo hace Arthur C. Clarke en Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco. Pero, si fuéramos más precisos, deberíamos buscar los antecedentes estilísticos en los relatos de Chesterton o Lord Dunsany, sin olvidar a Dick, «cuando se trata del tiempo y de sus alucinaciones y contradicciones, y de los monstruos, y de la manera de tomar un problema de interioridad y atacarlo concretamente, sin mediatizarlo en un personaje»[10].
Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires en un año que las paradojas temporales impiden precisar y desde muy niña se trasladó con sus padres a la ciudad de Rosario, en donde reside desde entonces, no siendo erróneo referirse a ella como «la gran autora rosarina». Comienza a escribir en forma tardía alrededor de 1960, y a partir de 1964, año en que gana un concurso de cuentos policiales organizado por la revista Vea y Lea, publica con regularidad. En ese primer relato, «En verano, a la siesta y con Martina», ya demuestra su buen manejo del idioma, si bien el final algo preanunciado destruye algo del clima de la historia.
En 1965 aparece su primer libro, Cuentos con soldados (Premio Club del Orden), donde insinúa su talento para manejar los diálogos, uno de los problemas más difíciles —por la diversidad de modismos— del escritor latinoamericano. Sin embargo, la deliberada ambigüedad de las descripciones, su inmovilidad kafkiana, no llegan a empeñar el clima asfixiante que las envuelve, algo que iba a transformarse en una de las constantes de su obra posterior.
En Opus dos (1967), una «novela en nueve partes articuladas», deja atrás el aparente «realismo» del libro anterior. Los relatos se inscriben en un futuro de la Argentina, pero —sin embargo— carecen de atractivos directos al no presentar matices descriptivos que aporten detalles de una civilización de algún modo «extraña». Los personajes se mueven y actúan de forma convencional, un efecto quizá deliberado (Ellos, caminando sobre los muertos. Y los viejos edificios milenarios (y ésos sí que eran elocuentes: el hombre es siempre el mismo hombre) que iban surgiendo). Además, el hecho de presentar una cultura negra dominante agrega un interés suplementario, sobre todo por el buen estilo con que se narran las historias.
En Las pelucas (1968) repite las virtudes y defectos de los libros anteriores. Son destacables los relatos «Enmiendas a Flavio Josefo» (un buen experimento narrativo), «Abecedario del Rif» y «Segunda Crónica de Indias».
Es en Bajo las jubeas en flor (1973) donde aflora todo su talento imaginativo. Seis relatos ejemplares: «Bajo las jubeas en flor», donde la opresión y la angustia dejan lugar, sin embargo, para el humor; «Los sargazos» y su final impecable (Los soles morían y las espirales de gas opaco se alejaban hacia lo que parecía el infinito. Se cargaba de la eternidad y cuando amanecía en millones de mundos, también en el suyo, cuando caían las dinastías en las cabezas cortadas y cantaban los grillos y batallones se lanzaban al asalto y se fundían los glaciares y otra esfera roja se deslizaba por un túnel en el vacío y ciudades enteras se hundían en ríos de polvo, abría nuevamente las puertas dobles y entraba en la antecámara); «Veintitrés escribas», que de alguna manera prefigura Kalpa Imperial; «Onomatopeya del ojo silencioso», una detallada y brillante descripción de una cultura alienígena (Escuché un largo poema sobre las olas de un mar intercambiable equivalente a todas las masas de agua, todas las que existen, existieron o existirán, aun cuando su verdadera existencia, se aplazaba, se derivaba a otro poema que no alcancé a oír, y que a su vez las contenía y era contenido por ellas, con una minuciosa descripción de cada una de sus ondas); «Los embriones del violeta», uno de sus mejores relatos, casi diríamos obra maestra; y, por último, «Semejante día», con su lograda descripción del Museo.
Los relatos adquieren más extensión, mayor minuciosidad, la imaginación ya no es contenida y arrastra con fuerza algunas imperfecciones de desarrollo. De todos los cuentos surge un libro imaginario, donde estaría contenido el universo, Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Las Apariencias, que, como uno de los recursos más felices de la literatura fantástica (recuérdese el Necronomicón, de Lovecraft, o El Rey de Amarillo, de Chambers), entra y sale de la narración, influyendo sobre la realidad literaria, creando un clima muy sugestivo.
Casta luna electrónica (1977) es una antología de los distintos estilos de la autora, lo que produce un cierto desnivel, una falta de unidad. Sin embargo, presenta una novedad importante: dos de sus relatos incursionan ya en el estilo coloquial afín a Trafalgar: «Seis días con Max», definido por Angélica Gorodischer como «una morisqueta a la ciencia ficción», y «Casta luna electrónica», que da nombre al libro.
Los años que van desde Casta luna electrónica a la primera edición de Trafalgar (1979) se inscriben en los peores y más penosos momentos de la Argentina, regida por una feroz dictadura militar que sofoca la cultura y hunde al país en la mayor crisis económica de su historia. Eran años difíciles, la industria editorial en quiebra apenas si atina a sobrevivir.
Es por eso por lo que Angélica Gorodischer, en la cumbre de su talento narrativo, debe esperar cuatro años para volver a publicar, teniendo como tenía bajo el brazo una de las obras más originales e imaginativas de los últimos tiempos: Kalpa Imperial.
El fin de la dictadura provoca el resurgimiento de la cultura, lo que trae aparejado el interés por los autores nacionales. Así aparece Mala noche y parir hembra (1983), un libro amargo, desparejo, reflejo evidente de esos años oscuros, cuya idea central es una reflexión sobre la condición femenina. Del humor ácido de «La perfecta casada»[11] pasamos a la truculencia desmedida de «En la noche», una especie de negro vómito interno exorcizador de fantasmas. Se destacan «La resurrección de la carne», un buen cuadro surrealista, y «Un cuento de amor, por fin», deliciosa ironía sobre el eterno femenino, tema que ampliaría magistralmente en Floreros de alabastro… (Porque están unidas a la tierra, al espacio, al tiempo, al agua, no sé por qué cadena que sube desde el infierno hasta el paraíso pasando por el Edén, no sé, porque yo no conozco más que dos eslabones, la luna y la sangre menstrual. Porque tienen dos bocas y una de ellas es un sexo que se proyecta hacia adentro y no hacia afuera. Porque Dios era mujer y nosotros, nosotros lo convertimos en hombre).
Kalpa Imperial, desafortunadamente publicado en dos partes: «Libro I: La casa del poder» (1983) y «Libro II: El imperio más vasto» (1984), es hasta ahora su obra más importante, más acabada. La contratapa del libro resume, si es posible un resumen, el contenido: «La historia del imperio más vasto y poderoso que ha conocido el hombre: un imperio atemporal y ubicuo, y por lo tanto inmediato y actual».
Todos los relatos, salvo el último, «La vieja ruta del incienso», que aparece un tanto descolgado, más bien una rama colateral de la historia —y que bien pudo haber firmado Leiber—, están contados por el narrador. Este narrador, cuya presencia intuimos pero que no se corporiza hasta «Retrato de la emperatriz», es el nexo fundamental, el hilo conductor que otorga la amalgama con la sólida precisión del bardo anglosajón (Tuve que explicarle que un contador de cuentos es algo más que un hombre que recrea episodios para placer e ilustración de los demás; tuve que decirle que un contador de cuentos acata ciertas reglas y acepta ciertas formas de vivir que no están especificadas en ningún tratado pero que son tan importantes, o quizá más, que las palabras con las que construye sus frases. Y le dije que ningún contador de cuentos se inclina jamás ante el poder y que yo tampoco lo haría).
A pesar de la debilidad unitaria de algún relato, como «Retrato del Emperador», que más bien parece un guión de cómic, todo el libro es un sólido entramado en el que destacan dos relatos excepcionales: «Acerca de las ciudades que crecen descontroladamente», quizás un producto de la influencia de su marido, el arquitecto Sujer Gorodischer; y «Así es el sur», que debió ser el digno broche final del libro, una historia que trae reminiscencias del mejor Ballard de El mundo sumergido, un periplo hacia un pasado primigenio, hacia la matriz cósmica (Los días son largos y despiadados. Hay un sol blanco que levanta nubes de vapor de los lagos y pantanos. Las gentes andan descalzas y casi desnudas sobre la tierra y la hierba; se despiertan temprano, muy temprano: duermen hasta el mediodía y vuelven a levantarse cuando el sol se pone morado sobre las copas de los árboles enormes. Así es el sur, verde y sofocante, lleno de ira y de modorra).
Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (1985) es su último libro. Si hemos dicho que Kalpa Imperial es su obra más lograda, ésta es la mejor escrita. Aquél rendía culto a su estilo barroco, éste al coloquial, un estilo coloquial seguro, preciso, irreverente. Una presunta intriga internacional que nunca se aclara es el pretexto para sumergirnos en un México fascinante y contradictorio (…hay un smog amarillo, pesado y mortal que hace que una se despierte con los pulmones doloridos… una no puede viajar en ómnibus ni en metro porque la roban, la toquetean, la aplastan y en una de ésas hasta la asesinan… es uno de los países más bellos del mundo y yo lo he amado siempre, antes de haberme paseado por el zócalo mirando flamear una bandera lujosa contra la fachada de una catedral imposible, antes de haber sentido en los palacios de Palenque que es dudoso que la civilización haya nacido en el Mediterráneo… Lo he amado sin reservas, sin condiciones, sin límite, sin remedio).
Nos encontramos ante una autora que siempre logra sorprendernos: deudora confesa del padre Brown, desarrolla una historia lejos de Chesterton y Brown y próxima a Fleming y Bond. Todo, como en las novelas de Fleming, parece claro: un enemigo fijo, un hombre presuntamente malvado a destruir, pero luego… luego las cosas se complican y el criminal no es tal y las cosas ya no son tan seguras. La heroína, una especie de David Niven femenino en retiro, aclara el asunto y retorna a casa, donde —poco felizmente diría— retoma el tema de la mujer, de la madre, del matriarcado, desarrollando otra historia, entrañable, tierna, dolorosa, pero otra historia, que hubiera sido preferible dejar para otro libro.
Y así llegamos al fin, esperando que algún día Angélica Gorodischer logre fusionar sus dos vertientes, a Kalpa y Trafalgar, pero quizás esto sea mucho pedir a quien nos ha regalado algunas de las páginas más fulgurantes de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos.
Barcelona, octubre de 1986 |
JORGE A. SÁNCHEZ |