—Porque hay cosas que no se pueden contar —dijo Trafalgar ese día de tormenta—. ¿Cómo las decís? ¿Qué nombre les pones? ¿Qué verbos usás? ¿Habrá un idioma apropiado para eso? No más rico, no más florido ¿sino que tenga en cuenta otras cosas? Estuve en un mundo sin nombre, cubierto de selvas y de pantanos, lleno de animales monstruosos que no me llevaban el apunte, y en un claro de la selva, en una casa de madera blanca con tela metálica en las ventanas y una veleta en la cumbrera, había un hombre sentado en la galería frente a una mesa tomando té. Me senté con él y sirvió té para mí. Después volví a casa. Eso es todo.
Empezó a llover. Un cascarudo se metió bajo una hoja de magnolia y una gota fría me golpeó en la frente.