—No puedo —dijo Jorge—, me tengo que ir en seguida.
Trafalgar le avisó a Marcos que quería otro café.
—Bueno —dijo—, pero por lo menos tomate un café.
—A eso sí que no te voy a decir que no —y salió a relucir una de esas pipas de las que suele hablar profusamente.
—¿Qué llevas en ese portafolios? ¿El equipaje?
—Libros, qué querés que lleve. Los libros son mi suerte y mi desgracia.
—A quién se los vendés, con esta mishiadura.
—Clientes siempre hay. Señoritas sentimentales tirando a maduras porque las otras no pierden el tiempo leyendo, que compran finales alegres en novelas tristes, o padres primerizos que son una fija para enciclopedias.
—Que nunca se te mueran esos ejemplares. A mí me ha pasado de encontrarme con que no había clientes, ni uno. ¿Vos sabés lo deprimente que es llegar a un lugar y que no haya nadie?
—No, no sé, y espero no enterarme, gracias.
—Entonces no vayás nunca a Donteä-Doreä.
—Qué nombre, qué pedazo de nombre.
—Sí —dijo Trafalgar—, para un poema, pero no para uno de los tuyos.
—Tenga mano. A mí dejame con Los Quirquinchos que para nombre suena mejor.
—Donteä-Doreä es para héroes perdidos después de una batalla y listos para que los cague el destino. Si es posible al borde de los acantilados y con el mar rugiente allá abajo.
—Y las brumas —colaboró Jorge—, no te olvidés de las brumas que son importantes, ni de las rubias desmelenadas que tienen presentimientos en países lejanos.
—No sigamos. Creo que en Donteä-Doreä no hay acantilados. Y no era rubia, era morocha subida.
—Ah —dijo Jorge y le dio una chupada a la pipa y después se acordó—. ¿Pero no era que no había nadie?
—Lo que pasa es que es un poco complicado —Trafalgar tomó café, fumó, consideró la situación y estudió a los concurrentes al Burgundy—. ¿Te vas con libros y todo o te quedás y me escuchás?
—Me quedo pero si me lo contás rápido, digamos en cinco minutos.
—Chau —dijo Trafalgar.
—¿Cómo chau?
—¿Vos escribís un poema digamos en cinco minutos?
Jorge se rió, limpió la pipa, la guardó y sacó otra. A Trafalgar eso de las pipas no lo convence.
—No me convence eso de las pipas —dijo—, tanto trabajo para qué.
—Me quedo pero no divaguemos —lo apuró Jorge.
Marcos se acercó, dejó café, oyó lo de las divagaciones y se fue sonriéndole a Jorge.
—Donteä-Doreä —dijo Trafalgar—. Lo malo es que hay mucho viento pero no es feo. Caí ahí por casualidad —tomó café y prendió un negro sin filtro mientras Jorge usaba el vigesimosegundo fósforo para la segunda pipa—. Venía de Yereb que es un mundo que a vos te gustaría mucho. Pura tierra fértil y ríos. Poblado por agricultores laburantes, chupandines y camorreros. Montescos y Capuletos, enemigos hereditarios, se pelean por una mujer, por un pedazo de tierra, por un pico y una pala, por cualquier cosa, y después se reconcilian en grandes banquetes al aire libre en los que seguro se arman dos o tres broncas más.
—¿Qué les vendiste? ¿Guantes de box?
—Artefactos eléctricos para el hogar.
—¿Me estás cachando?
—¿No te digo que son agricultores? Exportan granos, harinas, madera, abonos naturales, fibras, todo eso, e importan lo que fabrican los mundos de alrededor y encima ganan plata y viven como señores en enormes granjas de techos altísimos y paredes gruesas y patios olímpicos.
—No está mal.
—La pucha si no está mal. Decí vos que hay mucho trabajo, que si no sería como para irse a vivir a Yereb. Y allí me encajaron un pasajero.
—¿No es que vos no llevás a nadie cuando viajas?
—Ajá. Prefiero. Pero tampoco soy inflexible. En algunos casos estoy dispuesto a hacer excepciones y el muchacho me cayó simpático. Era un mecánico de Sebdoepp. Los mecánicos de Sebdoepp son cosa seria. Es un mundo asqueroso, lleno de tormentas eléctricas, una tras otra, día y noche, algo invivible donde nunca ves el sol y donde tenés que salir al aire libre con un ancla para que el viento no te arrastre. Como los habitantes no estaban dispuestos a emigrar, no sé por qué porque hay que estar loco para querer vivir ahí, empezaron metiéndose en cuevas, siguieron cavando subterráneos de cueva a cueva y terminaron viviendo en ciudades fabulosas construidas bajo tierra.
—Salí de ahí. Yo me muero, me da claustrofobia.
—No hablés hasta que no conozcas las ciudades de Sebdoepp.
—Francamente, no contés conmigo, a mí dejame en Rosario donde puedo ir los domingos a la mañana al Parque Urquiza a jugar al fútbol con los muchachos.
—En las ciudades de Sebdoepp también podés ir al potrero a jugar al fútbol, mejor dicho jugar al pekidep que es bastante más divertido aunque con más riesgos de romperte uno o varios huesos. Hay sol y lunas artificiales, ríos naturales, bosques mitad naturales y mitad artificiales, amaneceres, mediodías, tardes y noches también artificiales, lagos naturales, una barbaridad.
—¿Querés venir el domingo al Parque Urquiza?
—No juego al fútbol y te aviso que al pekidep tampoco, pero si está lindo voy. Vos te imaginás que para haber hecho todo eso y mantenerlo en condiciones de funcionar y de dar satisfacciones a millones de habitantes, hay que ser muy hábil. No hay un hombre ni una mujer en Sebdoepp que no sea un artista de la ingeniería, la física, la química, la mecánica. Todos los mundos conocen a los mecánicos de Sebdoepp, y en Yereb había uno, poniendo no sé qué aparatos para mejorar el rendimiento de las máquinas agrícolas y yo me lo llevé.
—¿Adonde estaba la rubia desmelenada que era morocha subida?
—Ay, sí —suspiró Trafalgar—. Ché, ¿y Marcos?
El Burgundy estaba casi lleno pero Trafalgar no alcanzó a darse vuelta buscándolo, que Marcos ya estaba ahí con el café.
—A Donteä-Doreä —dijo—, adonde en realidad no íbamos.
—¿Eh?
—No, no íbamos. Yo ni lo tenía registrado. Íbamos a Sebdoepp de donde lo habían traído los yerebianos al muchacho éste, Side Etione-Dôl se llamaba, y adonde en vez de llevarlo ellos de vuelta me propusieron a mí que lo cargara ya que yo iba para ese lado, más allá de Sebdoepp, a comprar perlas de Ksadollamis. Dije que sí y nos fuimos, pero ni a la mitad del camino nos encontramos con que había que bajar en algún lado, en cualquiera, porque algo se había soltado, no en el motor del cacharro que el motor del cacharro no falla nunca, sino afuera. Y bajamos en Donteä-Doreä que está deshabitado.
—¿Y la morocha?
—Esperate, no me apurés. Como te decía hay viento allí, mucho viento, y un montón de ruinas. Debe haber vivido gente poderosa y rica en Donteä-Doreä, pero hace tanto que ya no quedan más que piedras. Bajamos y Side, un rubio alto despeinado y simpático que toca la armónica y silba que da gusto oírlo, agarró una pinza, dos alambres y un cemento especial que usan ellos, y en dos patadas arregló lo que se había roto.
Trafalgar se quedó callado, como si estuviera escuchando las conversaciones en el Burgundy, y Jorge fumó su pipa y esperó, esperó un buen rato.
—Y después nos mató la curiosidad —dijo Trafalgar.
—Y se la encontraron a la morocha.
—Decime, ¿a vos te obsesionan las morochas?
—Y las rubias. Y todas. Confesá que no hay nada más lindo que las mujeres.
—Hummmmm —hizo Trafalgar.
Probablemente se dedicaron a pensar si había algo más lindo que las mujeres, aunque no se sabe a qué conclusión llegaron, mientras Marcos les echaba una mirada al pasar, cosa de averiguar si había que alcanzarles más café.
—Pasó que habíamos bajado cerca de una ciudad, una ciudad en ruinas, claro. Y como el cacharro ya estaba listo a los cinco minutos de bajar, y como había un viento que para Side era una leve brisa primaveral aunque para mí era el simún rabioso, y como no teníamos nada que hacer, nos metimos las manos en los bolsillos y empezamos a caminar para la ciudad que debe haber sido inmensa. Así, bajo el viento y a contraluz, parecía tallada a mordiscones. Cuando llegamos a las primeras murallas nos miramos como diciendo y ahora qué hacemos. Y lo que hicimos fue agarrar una calle y meternos para el centro.
—Un poco más grande que Rosario sería, me imagino.
—Fácil, fácil, una ciudad para diez millones de habitantes. Y nada de ladrillos ni de cemento: piedra, todo piedra. Grandes piedras talladas, a veces coloreadas y con las aristas redondas hechas para encajar una en otra y no moverse más. Micenas. Una Micenas del tamaño del Gran Buenos Aires. Quedaba mucho en pie y mucho también desparramado por las calles que eran el doble y el triple de una avenida de las nuestras en ancho, y en las plazas que por el tamaño podrían haber servido como estadios de fútbol. Y ahí andábamos Side y yo, como dos pajueranos mirándolo todo, él silbando y yo peleando con el viento que se encajonaba entre las paredes incompletas.
Jorge se acomodó en la silla y agarró la pipa que estaba apagada hacía rato, se la puso en la boca y la masticó despacito pensando en ruinas bajo la lluvia tal vez.
—Ya estábamos bien adentro —dijo Trafalgar—, donde la ciudad era menos ruinosa, más impresionante y más sola. Y de golpe algo se movió en el primer piso de un edificio con pinta de ministerio o templo o algo así. Marcos, ¿usted cree en el destino?
—¿Yo? —dijo Marcos y dejó dos cafés sobre la mesa—. Dejemé de embromar. Ya les traigo agua fresca. Pero el domingo hay anotado un burro en la cuarta que se llama Mi Destino y lo monta un matado. Le voy a poner unos pesos.
—Ahí tenés —dijo Trafalgar cuando Marcos se iba.
—Ahí tenés qué —quiso saber Jorge y la pregunta le salió un poco mezclada porque todavía estaba masticando la famosa pipa.
—Que Side decía después que todo había sido obra del destino y yo le decía que el único destino que existe es la estupidez de cada uno.
—Bueno, está bien, pero qué fue lo que se movió en el primer piso del ministerio.
—Nunca supimos si había sido un ministerio o un templo. Side sabe mucho de mecánica, mucho. Pero no todos los lugares por los que yo ando son pacíficos y encantadores como Eiquen o Akimarêz. Hay algunos en los que tenés que estar bien preparado para cualquier cosa y tener reflejos rápidos o no volvés más. Hasta ahora mis reflejos andan bien. No habíamos visto animales ni pájaros ni nada vivo, así que apenas vi el movimiento me tiré contra Side y rodamos los dos al suelo. Menos mal porque los tiros empezaron en seguida.
—¿Tiros? —Jorge se sacó la pipa de la boca y la dejó sobre la mesa.
—Tiros. De escopeta. Nos arrastramos hasta detrás de una piedra grandota caída al borde de la plaza. Sonaron un par de balazos más y después nada. Yo me saqué la campera, la hice un bollo y la asomé por encima de la piedra. El que tiraba, tiraba a matar: me la llenó de agujeros.
—Mierda.
—Yo dije algo parecido pero más extenso.
—¿Y qué hicieron?
—Cuando una ciudad está en ruinas es incómoda para vivir pero tiene otras ventajas para actividades menos pacíficas. Culebreando nos metimos en la casa que nos quedaba más cerca, y como todas estaban destripadas, pasamos de una a otra por agujeros en las paredes o por donde encontrábamos un hueco, dando vuelta a la plaza y acercándonos al edificio de donde habían venido las balas. A todo esto el tirador estaba tranquilo, o creyendo que nos había acertado o esperando a ver qué hacíamos.
—¿Y cómo sabían ustedes que había un solo tirador?
—Eso mismo se nos ocurrió a medio camino y nos sentamos en unos bancos de piedra que yo dije que eran de una sala de espera y Side de una escuela, a pesar las posibilidades. Si hubiera habido dos, el tiroteo hubiera sido peor. Y si hubiera habido más de dos, ni nos hubieran dejado llegar tan lejos, porque ya que estaban en pie de guerra hubieran puesto centinelas. Así que había uno solo. O dos pero con nada más que un arma. Y como ya nos estaban dando ganas de darle un par de tortas, seguimos.
Trafalgar apartó la taza y se inclinó sobre la mesa:
—Lo sorprendimos desde atrás —dijo—, después que subimos por una escalera en bastante buen estado, descalzos para que las suelas no hicieran ruido contra las piedras. El tipo estaba de espaldas, mirando para afuera, pegado al costado de la ventana, con la escopeta apoyada de culata en el suelo. El rubito de la armónica y yo nos miramos, nos hicimos una seña y saltamos al mismo tiempo: yo a la escopeta y él al tirador. Y cuando me levantaba con el arma en la mano, morite, lo oigo que pega un grito.
—¿El tipo?
—Side. ¿Vas a tomar más café?
—No, basta para mí. ¿Y por qué gritó?
—Porque no era un tipo, era una tipa.
—La morocha.
—Eso, la morocha. Claro, el pobre Side la había agarrado desde detrás para inmovilizarle los brazos y cuando apretó y se encontró con semejante sorpresa, gritó y la soltó, el muy idiota.
—Yo, no es por decir, pero si me pasa eso no largo nada y me quedo firme como talón de oso.
—Es que Side es un romántico.
—Yo también.
—Vos también la hubieras soltado.
Jorge se rió:
—No sé, ¿eh?, no sé.
—Ja —dijo Trafalgar—. La morocha se nos escurrió de entre los dedos y se nos quiso escapar. Ella conocía el terreno pero nosotros éramos dos y al final nos dimos el gusto de agarrarla. Bueno señorita, le dije yo muy fino pero con voz de celador que pesca a una alumna fumando en el baño, a ver qué es eso de andar tirándole a la gente. Está bien, dijo ella, ustedes ganan, llévenme pero les aviso que no voy a llegar viva.
A esa altura del cuento en el Burgundy no quedaba mucha gente, y según dijo Trafalgar en Donteä-Doreä se estaba haciendo de noche.
—Le dijimos que no pensábamos llevarla a ninguna parte y que habíamos caído ahí por casualidad y le hicimos prometer que no iba a tratar de asesinarnos ni de escaparse y la soltamos. Y ni trató de escaparse ni de matarnos. Se arregló la ropa, estaba vestida toda de negro y tenía un collar plateado, se arregló el rodete que se le había empezado a desarmar, y se puso a trajinar por la habitación que era muy grande y estaba en buenas condiciones. Tapó las ventanas con postigos, prendió lámparas, acomodó un poco el lío que habíamos hecho, y nos invitó a sentarnos.
—¿Adónde se sentaron, en el suelo?
—Qué suelo, un verdadero palacete se había instalado ahí. Las lámparas y las estufas tenían pilas solares prácticamente eternas, y la cocina también. El piso estaba cubierto con alfombras y había muebles con ropa y vajilla y chucherías y libros y cintas grabadas. La mesa estaba tallada en una sola pieza de madera de Neyiomdav por un ebanista que sabía lo que hacía y las sillas hacían juego y tenían almohadones de plumas. En el piso, todo a lo largo de las paredes adornadas con tapices y cuadros, había más almohadones de plumas y una cama de por lo menos dos plazas y media cubierta con una manta de piel blanca y negra.
—Sensacional —dijo Jorge—, a ver si usted se porta como un amigo y me da la dirección de esa mina.
—Lamento —dijo Trafalgar—, Side llegó antes que vos y además tu mujer te estrangula, así que no va a haber caso.
—No me digás que se la levantó el rubio.
—Sonso no era, aunque creyera en el destino. Nos sentamos y nos preguntó quiénes éramos y le contamos. Le contó Side, y cuando vi que exageraba todo, la avería, su pericia, mi importancia, dije sonamos, romance en puerta. Y yo me quedé callado y la miraba y había algo en ella que me llamaba la atención.
—Qué tal estaba, aquí entre nosotros.
—Un minón. Alta, con un pelo que era azul de tan negro y brillante, una piel sin maquillaje bien gitana, ojos rasgados, pómulos salientes, nariz romana, dientes muy blancos, un mentón fuerte y todo lo demás para parar el tráfico.
—Como para no llamarte la atención.
—No, lo que me llamó la atención fue la actitud —dijo Trafalgar y se dedicó al café.
—Terminala, qué actitud, vamos.
—Amable pero condescendiente, altiva, como dándonos permiso, te das cuenta, cómo te puedo decir, faraónica, eso es, faraónica.
—Vos estuviste soñando con la Nefertiti.
—Precisamente. Nefertiti. Siempre que Nefertiti haya estado como para modelo de Vogue.
—Con razón el rubio hacia facha.
—Sí, estuvo hablando como media hora. Y ella muy quieta mirándolo con lo cual te podes imaginar que no hacía más que empeorar las cosas. Cuando el pobre terminó parecía un perro de aguas.
—¿Y vos?
—Yo le pregunté y usted quién es señorita. Me llamo Constancia dijo ella. Es un nombre bellísimo, dijo el idiota de Side. Como eso amenazaba en convertirse en telenovela yo le pregunté por qué nos había recibido a los tiros y en vez de contestarme ella dijo que sí que era un nombre muy bonito pero que a ella le recordaba su mundo donde cada una de las mujeres de su clase llevaba el nombre de una virtud. Yo insistí y ella preguntó si queríamos comer algo y Side dijo por los dos que sí. No me vino mal porque ya era bien de noche y yo estaba empezando a extrañar las provisiones del cacharro. Y me acordé del cacharro y dije que teníamos que volver pero ella dijo que no había ningún peligro porque en Donteä-Doreä no había nada ni nadie, solamente ella. Y nos propuso que pasáramos la noche allí y Side casi se muere de la emoción y va y dice que sí que cómo no que por supuesto que claro que con mucho gusto, ufa.
—Y, te hubieras ido vos solo.
—Cualquier día. Ella decía que en Donteä-Doreä no había nadie más que ella y aunque yo creía que decía la verdad, bien podía estar macaneando. Y mientras me quedara ahí yo iba a poder vigilarla, aparte de que quería averiguar quién era, qué le pasaba, por qué tenía tanto miedo que recibía a la gente a escopetazo limpio. Bah, que nos quedamos. No pongás esa cara que en la cama de dos plazas y media durmió ella sola y nosotros nos armamos otra con los almohadones que alcanzaban para un batallón. Pero antes comimos, y muy bien. Con esos aires de duquesa supuse que nos iba a dar un par de huevos fritos con la yema cocida y la clara cruda y pegoteada a la sartén, pero se mandó una especie de soufflé aux fines herbes que nos chupamos los dedos. Y de postre frutas con crema. Y un vino muy bueno y café, un café casi perfecto.
—Casi.
—Casi. Le había puesto azúcar. Pero me lo tomé lo mismo. Tres tazas. Después no aguanté más y le pedí una cuarta taza sin azúcar.
—Pero oíme, de dónde sacaba las cosas para cocinar si ahí no había animales ni plantas ni nada.
—Tenía una despensa en la planta baja en una especie de salón de actos. Lleno, todo tan lleno que ni aun viviendo más de un siglo iba a alcanzar a consumirlo todo, y con un sistema de congelación que hasta Side silbó cuando lo vio y no precisamente una canción.
—Sí, sí, pero de dónde se había agenciado todo eso.
—Ya vas a ver. De sobremesa Side sacó la armónica y se puso a tocar baladas dulzonas como para derretir glaciares y ella seguía quieta y lo miraba y de vez en cuando le sonreía y aprobaba con la cabeza. Si al pobre tipo le pedís en ese momento que te cambie el cuerito de la canilla, te hace un desastre. Hasta que me levanté, le quité la armónica y le dije a ella bueno Constancia ahora cuéntenos algo de usted. Me miró como si yo hubiera sido de vidrio y detrás mío hubiera habido algo que la aburría muchísimo. Entonces yo le dije usted es de Sondarbedo IV, ¿no es cierto?
—¿Y vos cómo sabías?
—No sabía, qué iba a saber. Por otra parte Sondarbedo IV no existe. Me dijo no. Nada más que no. No dijo no, yo soy de tal parte. Y Side, que ya flotaba a medio metro del suelo, resolvió la situación a fuerza de candidez. Le dijo que nosotros queríamos ayudarla. Yo no tenía la más mínima intención de ayudarla porque aunque la tipa me gustaba también le desconfiaba. Pero me quedé callado a ver qué pasaba. Y le dijo que íbamos a hacer lo que fuera necesario para que ella no siguiera viviendo así, sola y acosada. Estaba inspirado Side. Y entonces ella lagrimeó.
—Cuando una mujer te usa el recurso de las lágrimas, viejo, ya tiene ganada la batalla.
—No, es que no sé si era un recurso. No necesitaba las lágrimas, para qué si ya lo tenía a Side en el bolsillo. Se le salían solas las lágrimas y Side se armó caballero y se hubiera puesto a pelear ahí mismo con los arqueros suicidas de Ssouraa.
—¿Con quiénes?
—En realidad los arqueros suicidas de Ssouraa viven en Aloska VI porque a fuerza de guerras en Ssouraa ya no queda nada. Son batallones suicidas que usan armas atómicas que parecen arcos y que.
—No, basta, eso me lo contás otro día. Ahora yo lo que quiero es saber qué pasaba con Constancia.
—Se ablandó y se puso a contar todo. Te lo resumo porque la explicación fue demasiado larga y demasiado tierna para mi gusto. Constancia había sido camarera de la reina en Adrojanmarain, muy lejos de Donteä-Doreä, un mundo con una tecnología muy avanzada y una moral muy atrasada. A veces se dan esas contradicciones pero una vez que las estudiás a fondo te das cuenta que no son contradicciones. Fijate por ejemplo en Na-man III donde no han llegado todavía a la máquina a vapor pero donde.
—Hacé el favor, no me vas a contar ahora lo que pasa en cada uno de los lugares a los que vas porque yo te cuento todas las historias de mi pueblo y vamos a ver quién gana.
Trafalgar se sonrió:
—Vos querés saber lo de Constancia.
—Y claro, me extraña, qué te creés, ¿qué vos sos el único tipo curioso que pisa el Burgundy?
—Constancia había sido camarera de la reina y cada camarera tenía el nombre de una virtud. Camarera es un eufemismo. Las criaban para eso con todo rigor desde chiquitas y después la reina las trataba como a esclavas, las tenía siempre encerradas en celdas miserables, de a una, de las que no salían nada más que para trabajar como burras en las cosas más duras, sucias y humillantes, y las hambreaban y las castigaban a veces hasta matarlas. Constancia había conseguido la complicidad de un idiota como Side que se había enamorado de ella, y durante años, con una paciencia infinita, robó cosas y se las dio a su enamorado y estudió la manera de escaparse. Y se escapó. Y el tipo que trabajaba en el puerto le tenía lista una nave cargada con todo y ella levantó vuelo y enfiló para cualquier parte y cayó en Donteä-Doreä. Una esclava que se escapa no es tan importante como para que se la persiga de mundo en mundo, pero ella había pasado por todo lo soportable y lo insoportable para hacerse útil y agradable y de confianza y tener así cierta libertad de movimientos. Y así era como se había enterado de secretos, secretos de dormitorio y de sala de trono y de cuarto de baño y de detrás del trono, y eso ya la volvía peligrosa. Sabía que la iban a encontrar, que la iban a llevar de vuelta y que la iban a matar de a poco.
—Pobre chica, no hay derecho.
—No le creí una palabra —dijo Trafalgar.
—Pero ché, vos no querés a nadie.
—Esa mujer no había sido esclava nunca en su vida, me hubiera jugado cualquier cosa. No era un perro apaleado. Era Nefertiti no te olvidés.
—¿Y entonces?
—Entonces los dos nos mostramos conmovidos y emocionados y Side se ofreció a llevarla a Sebdoepp donde ella iba a poder empezar una nueva vida y todo el verso y ella le agradeció y creo que era sincera, cosa que también me llamaba la atención. ¿Por qué diablos no decía la verdad si tenía miedo de veras y si de veras se estaba escapando de algo?
—¿Averiguaste al final si se escapaba y de qué se escapaba?
—Creo que sí. Claro que puede haber mentido de nuevo pero si mintió de nuevo, la otra solución que tengo para ofrecerte no me gusta nada. Mirá, pasamos la noche allí y ella durmió como un ángel y Side y yo nos turnamos para hacer guardia a sugerencia mía, por si acaso. A mí me fastidiaba pero él qué más quería. La noche fue tranquila y a la mañana desayunamos con café y tostadas con manteca y miel y jugos de frutas y torta. Cuando terminamos le pedí a Side que fuera abajo a ver si todo seguía desierto y si podíamos irnos llevándola a ella y como el pobre no había bajado de las nubes, fue. Me las ingenié para ponerme a espaldas de ella, bastante cerca, y de pronto la llamé con voz autoritaria y cuando se dio vuelta amagué con pegarle. Una esclava se hubiera achicado para recibir el golpe. Ella se agrandó como una fiera y si las miradas matan yo no estaría contando esto, ni las cenizas me hubieran quedado.
—Así que tenías razón nomás.
—No sé, creo que sí, espero que sí. Le dije usted nunca fue esclava de nadie Constancia, digamé si me equivoco pero creo que era usted la que tenía esclavas a su servicio. Cuando Side volvió la encontró llorando y ahí casi me mata él. Pero como ella lloraba como una reina y no como una cualquiera, se tranquilizó en seguida y nos contó la verdad. El Adrojanmarain de ella existía tanto como mi Sondarbedo IV. Había sido reina en Marrennen, allá en los confines, un mundo perdido, el último de un sistema de once alrededor de una estrella quemante, donde había tres razas. Los dioses, que son invisibles; los vigentes que son tipos como vos y como yo y como ella y como Side y como todo el mundo; y los durmientes que son unos idiotas bestiales y animalizados que andan desnudos mugiendo por todos lados sin hacer mal a nadie y a los que se alimenta y protege por mandato de los dioses. Todo eso gobernado por una reina que también es sacerdotisa. El cargo de reina no es hereditario: llegan a reina las que oyen hablar a los dioses. Una sola en cada generación. Y cada reina lleva el nombre de una virtud. Constancia subió al trono al morir Clemencia, y desde chica sabía que iba a ser reina porque oía las voces de los invisibles. Y desde allá arriba del trono gobernó bastante bien, cuidada y obedecida por sus súbditos, los vigentes que son los que lo hacen todo ahí porque los durmientes no sirven para nada y a los dioses nadie los ve. Pero, aquí viene el pero, vos sabés que siempre hay un pero, una vez por año la reina sacerdotisa que oye voces tiene que entrevistarse personalmente con los invisibles: toma un brebaje que la pone en trance, la llevan a un templo cavado en una montaña al que no entra más que ella esa única vez al año y allí se le aparecen los dioses.
—¿Y entonces los ve?
—Los ve. Claro que por algo la morocha tenía ese mentón cuadrado y ese aire de aquí mando yo. El primer año se hizo la que tomaba el jarabe pero no tomó nada y lo tiró, se hizo la dormida pero no se durmió nada, la llevaron al templo y no vio nada ni se le apareció nadie. El segundo año la misma historia. Al tercero se tomó unos tragos y tiró el resto, se adormiló un poco y se despertó en el templo cuando oyó ruido y cuchicheos de gente que andaba alrededor de ella. Y allí, abriendo apenas los ojos, los vio.
—¿A los dioses?
—Sí, a los dioses, a los brutos babeantes, a los durmientes.
Jorge se quedó con la boca abierta y dejó que la pipa se apagara y ni protestó cuando Trafalgar empezó tranquilamente otro café.
—Primero le entró el pánico según dijo ella —siguió Trafalgar—. Y después, como buena reina que era, y no solamente porque oía voces, le dio la bronca del mundo, abrió los ojos, se levantó y empezó a los gritos. Y los dioses bestiales salieron rajando y ella se quedó sola en el templo y se puso a averiguar cosas. Encontró algunas puertas más o menos disimuladas, por las que llegaban los durmientes desde el otro lado de la montaña. Y dedujo el resto. Los brutos son en realidad una especie de dioses de entrecasa: bestias que lo único que quieren es pasarlo panza al sol y que les den de comer y no los hagan trabajar y hacerse la gran fiesta una vez al año con la reina de turno. De dioses tienen una sola cosa y bastante imperfecta: un leve poder de transmisión telepática, transmisión, no recepción. Y además de la orgía anual la utilizan a la reina sacerdotisa a la que se elige, no te olvidés, porque tiene algo de recepción telepática, para dar órdenes: que se los alimente, que se los proteja, que se construyan templos, que se haga esto y lo otro y lo de más allá.
—Qué porquería, viejo.
—Porquería es poco. La chica salió al otro día muy campante del templo, reunió a unos cuantos técnicos y les dijo que los dioses ordenaban una expedición vaya a saber adónde y que en menos de un día tenía que quedar lista una nave equipada para un solo tripulante, con muebles, comida, libros, cuadros, en fin, todo lo que veíamos ahí. Y a la noche hizo despejar el puerto, se subió solita a la nave y se las tomó y se alejó lo más posible y llegó hasta donde pudo y casi se mata al caer en Donteä-Doreä que para su desgracia estaba desierto desde hacía siglos.
—¿Y ella hacía mucho que estaba ahí?
—Bastante. Más de un año de los de Marrennen, por eso tenía miedo. Los había dejado de araca a los brutos tres años seguidos y después se les había escapado. Y su sucesora ya debía haber entrado por lo menos una vez al templo, y los dioses brutos combinan el placer con la utilidad, así que ya debían haber dado orden de buscarla.
—La sacaron de ahí, me imagino.
—Ya veo que sí, que sos un romántico vos también, como Side, y no solamente porque hayas escrito el Manifiesto de un Romántico. ¿Pero vos no te das cuenta que esa mujer es un peligro andante? ¿Y que si los desafió y los venció una vez a los brutos, dioses o durmientes o demonios o lo que sean, es muy capaz de desafiarlos y de vencerlos cuantas veces se le dé la gana? Yo por mí la hubiera dejado en Donteä-Doreä para que ella arreglara definitivamente el pleito cuando llegaran los de Marrennen. Tranquilizate, Side es mecánico, no poeta, pero consiguió que nos la lleváramos. Es decir, se la llevó él, que lo que es yo, aunque era de lo mejorcito en su género, no la toco ni con pinzas.
—Ya te veo perseguido de aquí para allá por los brutos desnudos.
—Los brutos desnudos me tienen sin cuidado, de a uno o todos juntos. Es ella la que es temible. Yo la vi. Yo la miré a los ojos cuando amagué con pegarle y ella me enfrentó. Mirá Jorge, desde que volví de Sebdoepp donde los desembarqué a los dos, desde entonces me pregunto quiénes son los dioses invisibles de Marrennen. A ver Marcos, cuánto es. No me hagás eso, que el que te invitó fui yo. Sí, porque o las otras reinas que se llamaran Piedad o Templanza o Caridad, eran unas taradas y no se animaron nunca a hablar de lo que indudablemente tienen que haberse dado cuenta que les había pasado cuando estaban dormidas en el templo, o hay en Marrennen, pobre Side, una raza de dioses que no son los brutos, son las reinas. Y son ellas las que se hacen la orgía anual, no los pobres desgraciados. Que ella pertenezca a esa raza explicaría sus mentiras. Aunque sí, ya sé lo que me vas a decir, esas mentiras se pueden explicar con una docena de inocentes razones. Pero si los dioses invisibles son ellas, entonces Constancia se escapó porque las traicionó, no me importa cómo pero seguro que por un solo motivo: en busca de más poder.
—Me parece que tenés razón.
—Vamos yendo —dijo Trafalgar.
—Casi preferiría haberme ido a la oficina y haber hecho todo lo que tenía atrasado —dijo Jorge cuando salían—. Si ves a una morocha avisame que miro para el otro lado.