EL MEJOR DÍA DEL AÑO (*)

—¡Eh! —dijo Trafalgar Medrano—. ¿Ya no saludas a los amigos?

—¿Y vos qué hacés acá? —le pregunté.

Yo, que había tenido que ir al centro, me había corrido hasta la biblioteca Argentina a ver si lo encontraba a Francisco. Que no estaba.

—¿A qué viene uno a una biblioteca? —dijo Trafalgar—. No será a jugar al codillo, ¿no?

Es que uno no espera encontrárselo a Trafalgar en la biblioteca Argentina. Y no es que no sea un buen lector. Lo es, un poco caóticamente. Aunque él insiste en que hay un rigor lógico, implacable dice él, en combinaciones como Sófocles-Chandler, K-eternauta y Mansfield-Fray Mocho.

Y cuando salimos, claro, me invitó con un café.

—Acá a la vuelta —empecé yo.

—No —dijo Trafalgar—, vamos al Burgundy.

Caminamos cuatro cuadras casi sin hablar, apurados entre la gente apurada, y nos metimos en el Burgundy. Marcos nos hizo una sonrisa y se acercó.

—Café —dijo innecesariamente Trafalgar.

Marcos me miró entre desolado y burlón: en el Burgundy no sirven gaseosas.

—Y bueno —dije—, café. Pero chico y livianito.

Trafalgar suspiró un si es no es indignado y puso un paquete de negros sin filtro sobre la mesa.

—¿Qué estuviste leyendo en la biblioteca? —le pregunté.

Sacó un papel del bolsillo, lo desdobló y leyó:

—«Tres Ensayos sobre el Tiempo», de Mulnö. «Times Time» de Woods. Y «Réalité et Irréalité du Temps», de L’Ho.

—No me digas. Qué sacaste en limpio.

—Que nadie sabe un pito del tiempo.

Marcos se acercó y dejó las tazas, una grande para Trafalgar y una chica para mí, sobre la mesa. Y dos vasos de agua fresca. Me tomé la mitad del mío porque no estaba muy entusiasmada con la perspectiva del café.

—No sé para qué querés andar investigando el tiempo. A mí me parece que lo mejor que se puede hacer con el tiempo es llenarlo de cosas y dejarlo que pase.

—Sí, pero ¿y si el tiempo fuera una cosa y no una dimensión? ¿Y si en realidad no pasara?

—No entiendo —dije.

—Yo tampoco.

—Entonces resignate y andá a la biblioteca Argentina a leerlos a los líricos griegos como Francisco. Total, los médicos no entienden por qué se enferma y por qué se cura la gente y los electricistas no entienden la electricidad y los matemáticos no entienden el cero. Además, ¿para qué querés vos entender el tiempo?

—Curiosidad nomás —y se quedó callado pero no me engañó.

El Burgundy es un sitio tranquilo, menos mal. Y Trafalgar es un tipo tranquilo. A través de los doce rectángulos de vidrio biselado de la puerta se veía pasar a la gente y uno se preguntaba por qué no se quedaban quietos. Marcos se vino con otro café doble porque Trafalgar se había tomado el primero de un trago, caliente como estaba y amargo como a él le gusta.

—Marcos —le dije—, algún día voy a escribir un cuento en el que aparezcan usted y el Burgundy.

—¡Por favor no, señora! A ver si el bar se pone de moda y se me llena de gente.

—Difícil. En el mejor de los casos van a empezar a venir mis amigos y mis tías.

—Entonces sí, pero por si acaso no lo publique —y se fue.

—Podrías —dijo Trafalgar— escribir un cuento con cada uno de mis viajes.

—Ni loca —le contesté—. En primer lugar los cuentos propuestos por los demás nunca sirven: los cuentos lo eligen a uno no uno a los cuentos. Y en segundo lugar tus viajes son siempre iguales: te pasan un montón de cosas raras, te le tiras, generalmente con éxito, a la más linda que anda por ahí, ganás pilas de guita, ¿y en qué la gastás? En café amargo y cigarrillos negros y discos de Pugliese. ¿Por qué no te compras un Mercedes último modelo o te vas a Europa de bacán?

—Es más cómodo un remise y no tenés que pagar seguro ni cochera. Y a Europa voy de vez en cuando. Pero no me interesa mucho.

—Claro. Entre Friburgo y Anandaha-A vos te quedás.

—Con Friburgo —saltó—. Pero si llegás a ver las catedrales, no son precisamente catedrales pero en fin, hechas de papel que no es precisamente papel, de Tippanerwade III, el gótico te parece una caricatura. Y al lado de los constructores de mausoleos.

—Que tampoco serán precisamente mausoleos.

—Son. Al lado de los constructores de mausoleos de Edamsonallve-Dor los egipcios eran una manada de infradotados, qué querés.

—¿Por ahí anduviste ahora?

—No. Hace como tres meses que no viajo. Llegué de Karperp y me quedé todo este tiempo haciendo fiaca.

—Qué habrás vendido en Karperp no quiero ni pensarlo.

—Instrumentos de música. Cuerdas, nada de vientos ni de percusión. Y les compré toneladas de madera.

—Pobres karperpianos.

—No se llaman karperpianos. Se llaman neyiomdavianos.

Creí que me estaba macaneando, pero me dijo:

—Es un sistema de trece alrededor de una estrella que se llama Neyiomdav, ¿estamos? Cada uno de los trece tiene un nombre distinto, no se llaman Neyiomdav I, Neyiomdav II y así, sino que como acá, cada mundo tiene su nombre, pero los que viven ahí toman el gentilicio de la estrella.

—¿Los de los trece mundos?

—Hay solamente dos que están habitados. Karperp de donde me habían pedido violines y laúdes y guitarras y cítaras y violas y todo eso, y Uunu, que yo no sabía que estaba habitado.

—¿Cómo no sabías?

—Nadie me había dicho nada. Pero después de entregar los instrumentos y mientras cargaba las maderas, haceme acordar que te regale una caja de madera de estoa que puede servir para cigarrillos o botones o esas cosas que a ustedes las mujeres les gusta guardar en cajas. Finita como una tela de araña pero no se puede romper ni con un hacha. Y no se quema tampoco.

—No será madera entonces. Y gracias, seguro que te voy a hacer acordar.

—Es madera. De nada. Mientras cargaba las maderas me quedé unos días en casa de un amigo que vive a orillas de un río en el que se puede nadar, navegar y pescar.

—Vos no nadás ni navegás ni pescás.

—Nadar no me disgusta. Pescar y navegar no me interesa. Pero sí de vez en cuando tirarme al sol y no hacer nada. Él fue el que me habló de Uunu, al pasar. Y me intrigó porque no parecía con ganas de darme muchas explicaciones. Solamente me dijo que ellos no se acercaban porque después les costaba mucho recuperarse. Le pregunté si era insalubre y me dijo que al contrario, que era un lugar muy acogedor, con un clima espléndido, buena gente, paisajes a piacere y comodidades para alojarse. No insistí porque la discreción es una virtud en todos lados y supuse que en Karperp también.

Marcos pasó al lado nuestro porque había entrado más gente, y le dejó otra taza llena a Trafalgar. No hice ademán de pedir más café y eso que la mía estaba miserablemente vacía.

—Te imaginarás —siguió— que ahí mismo decidí acercarme a Uunu y ver qué había para comprar. Así que una semana después, con el cacharro hasta el tope, los neyiomdavianos son tranquilos y no se apuran aunque vengan degollando y tardaron diez días en cargarlo todo, me despedí y me fui. Derecho a Uunu.

—Ganas de meterte en líos.

—Sí, pero al principio me pareció que me iba a quedar en las ganas nomás y hasta pensé que Rosdolleu no sabía lo que decía.

—¿Ése quién es, tu amigo el de Karperp?

—Ajá. Es presidente de una institución, mezcla de ministerio y cámara de comercio y me sospeché que había una cuestión de competencia, porque te aseguro que Uunu era una joya.

—Después descubriste que no.

—Siguió siendo una joya, a pesar de todo. Se portaron como señores, me facilitaron todo, me buscaron un lugar fresco y al reparo cuestión de poder dejar el cacharro abierto y que la madera se ventilara sin necesidad de usar los acondicionadores, una maravilla. Me aconsejaron un hotel ni muy lejos ni muy en el centro, y cuando supieron que yo era comerciante me consiguieron una entrevista con un capo, Dravato dra Iratoni que por el nombre parecía japonés pero no era y que me habló al hotel y me invitó a comer a su casa esa misma noche. El hotel era estupendo, cómodo, no muy grande, con habitaciones llenas de luz y color y baños con todas las chucherías posibles.

—Ché, ¿no podría ir yo a veranear a Uunu?

—No te lo aconsejo.

Saludó a alguien que salía y fumó un rato sin decir nada. ¿Habría café en Uunu?

—¿Había café en Uunu?

—Sí, había. Bueno, relativamente.

—¿Cómo relativamente? O había o no había.

—Había y no había, ya vas a ver. ¿Qué te estaba diciendo yo?

—Que el hotel era regio y que esa misma noche ibas a comer con el japonés.

—Ah, sí. Tenía una casa que reíte de Frank Lloyd Wright. El living se metía en el bosque, o mejor, el bosque se metía en el living, y el comedor estaba suspendido sobre el lago. Pensé, al entrar, que me gustaría vivir ahí. Claro, al poco tiempo me aburriría, pero por un par de semanas no estaría mal. Y tenía tres hijas deliciosas y un yerno simpático, comerciante como él, y una mujer grandota y sonriente, y él no era tan grandote pero era sonriente. Lo pasé muy bien.

—¿Con cuál de las tres hijas te acostaste?

—Con ninguna. ¿Qué tenés en el mate vos?

—Lo que tienen todos. Y además te conozco.

—Esta vez le erraste fiero. Aunque confieso que no fue mi virtud sino las circunstancias las que me obligaron a la castidad. Comimos una carne muy blanda y muy picante, con una especie de puré de batatas y una torta de cereales y tomamos vino. Después sirvieron el postre y ahí fue donde empezó todo.

—¿En el postre?

—Con el postre. Tengo que decirte que la vajilla era de exposición. El dueño de la casa no sería japonés pero los platos y los vasos y las jarras parecían de porcelana japonesa de la más fina, de color amarillo pálido con un borde marrón. El postre llegó servido en cuencos de madera del mismo color del borde de los platos, con una cuchara de madera. Y me lo comí con gusto porque estaba riquísimo. No sé lo que era: unas frutas como nísperos aunque sin carozos, un poco agrias, metidas en lo que parecía agua pero era muy dulce, como almíbar.

—Gran cosa. Yo hago postres mejores.

—No digo que no.

Eso, en Trafalgar, es un elogio.

—Pero esto tenía un gusto muy especial y cuando terminé las frutas me tomé el almíbar con la cuchara. Pasaba la cuchara sobre la madera pulida y a medida que el líquido bajaba yo sentía algo muy raro.

—Gualicho —dije.

No me hizo caso:

—Sentía, despacito al principio y como una patada en el estómago después, sentía que yo ya había hecho ese gesto antes, que alguna vez había raspado con una cuchara de madera el fondo pulido de un cuenco de madera y que.

—Pero oíme, eso nos suele pasar a todos.

—Si lo sabré yo —dijo Trafalgar, y dejó que Marcos retirara la taza vacía y dejara otra llena—, con todos los lugares por los que he andado y todo lo que he hecho. Generalmente no es cierto, nunca hiciste antes lo que creés que estás recordando. Unas pocas, muy pocas veces sí es cierto, y si no te acordás en el momento, te acordás después. Pero esto era mucho más intenso, tanto que creí que me iba a descomponer. No oía lo que se hablaba, no veía la mesa, ni las caras, ni las ventanas que daban al lago. No era yo, no era mi memoria, era todo mi cuerpo el que se acordaba del cuenco y del gesto y mirando la madera reconocía hasta las vetas del fondo —sacó un lápiz y me las dibujó en la parte de atrás de una tarjeta que pescó en el bolsillo—. ¿Ves? Y acá hacían una curva para abajo y después subiendo por el borde se hacían finísimas y desaparecían.

Puse la tarjeta parada contra el vaso de agua:

—¿Y entonces qué pasó?

—Nada. Reaccioné como pude y seguí conversando. Tomamos licores y café, sí, porque había café, y fumamos y escuchamos música y ya era más de medianoche cuando el yerno de dra Iratoni me llevó en auto al hotel. Cuando me quedé solo en la habitación volví a acordarme del asunto del cuenco de madera y me puse a pensar como un desaforado, porque estaba seguro, sabía, que alguna vez en alguna parte yo había comido de ese cuenco. No hubo caso. Repasé toda mi vida, me puse furioso, me fumé un atado entero de cigarrillos y no hubo caso. Me saqué la ropa, me bañé, me acosté y me dormí. No —dijo cuando yo abrí la boca—, no soñé con el cuenco ni con las hijas de dra Iratoni. Dormí como un tronco hasta el mediodía. Me desperté con hambre. Pero se me pasó en cuanto me senté en la cama. A propósito, ¿no querés comer un sandwiche o algo?

—No. Seguí contando.

—Se me pasó el hambre y el sueño y todo, porque no estaba en la misma habitación en la que me había acostado. Ésta era más chica, cómoda pero no tan alegre, no estaba en un primer piso sino en un décimo o por ahí, no daba a un parque sino a otro edificio alto y no entraba el sol por ningún lado. Me levanté y me vestí ligero y con desconfianza. El baño tampoco era tan lujoso como el del otro hotel, es decir, yo creía que estaba en otro hotel, pero.

Tenía ganas de preguntarle qué quería decir eso, pero yo sé cuándo se puede interrumpirlo a Trafalgar y cuándo no.

—También tenía sus comodidades. No me paré a bañarme ni a afeitarme. Me lavé, me volví a la habitación y cuando iba para la puerta se me ocurrió la espantosa idea de que me habían secuestrado y la puerta estaría cerrada con llave. Estaba cerrada con llave pero la llave estaba puesta del lado de adentro. La di vuelta con un poco de aprensión y abrí la puerta. Era un hotel, sin duda. Había un pasillo y puertas numeradas de los dos lados. La mía era la mil doscientas cuarenta y siete. Busqué el ascensor, lo encontré, bajé. Doce pisos. El hall era más chico que el otro, más mezquino, como si hubieran querido aprovechar el espacio al máximo.

Aquí hizo una pausa y tomó café y fumó y no supe si decir algo que se me había ocurrido o no decirlo, de modo que me quedé callada.

—Había un conserje relamido que me preguntó «¿Señor?». «Escúcheme», le dije yo ya un poco con rabia, «yo tomé una habitación ayer en el Hotel Continental; ¿me puede decir dónde diablos estoy ahora?». «En el Hotel Continental, señor», me contestó. Me quedé mudo. «No puede ser», grité, «la habitación es distinta y esto también». El conserje seguía muy tranquilo. «¿Qué día ingresó el señor?», preguntó. Le dije la fecha, día, mes, año y agregué la hora. «Ah, eso lo explica todo», me largó. «¿Cómo que lo explica todo?». Tenía ganas de darle un mamporro mientras él revisaba unos papeles. «La habitación ciento treinta y dos no existe, señor, no por lo menos en este momento, porque el primer piso ha sido dedicado a contaduría y oficinas diversas». Y se puso a atender a dos tipos que acababan de llegar. Pensé seriamente en saltar por encima del mostrador y romperle la cara, pero en primer lugar no iba a conseguir nada con eso y en segundo lugar ¿qué había querido decir con que en ese momento por lo menos la habitación ciento treinta y dos, que era la que yo había ocupado el día anterior, no existía?

Decidí tomar otro café y lo llamé a Marcos pero cuando vino le pregunté si me podía hacer un jugo de naranjas y me dijo que sí.

—Entonces me volví a la pieza mil doscientos cuarenta y siete y revisé mi equipaje. Todo estaba en orden; me pareció que todo estaba en orden. La barriga me hizo acordar que era más de mediodía y yo no había comido nada, así que pospuse el problema, bajé, me metí en el restaurante y pedí lo primero que vi en la lista. Y ahí me acordé del cuenco de madera. Otra vez sentí una sensación física de urgencia pero me puse a comer un pescado a la cacerola un poco insulso que me llevaron y pensé que lo mejor sería ir a lo de dra Iratoni y consultarlo sobre lo que me había pasado. Terminé de comer, no pedí postre, tomé café, salí a la calle y me quedé en la vereda duro como una estatua. Era otra ciudad. Se parecía a Nueva York. Y la del día anterior se había parecido a Welwyn. Peor: los autos eran distintos y la gente se vestía de otro modo. Antes de entrar a asustarme con la posibilidad de no encontrarlo a dra Iratoni, cosa que estaba a punto de sucederme, llamé un taxi que pasaba, subí y le dije al chófer Paseo de las Agujas doscientos veinticinco, y a qué no sabés con qué me encontré.

—Mirá, te podés haber encontrado con cualquier cosa: con un cocodrilo en la bañadera, con que el Paseo de las Agujas no existía, con que el chofer era el conde Drácula, yo qué sé.

—El que no existía era el chofer.

Marcos me trajo un jugo de naranja como los que a mí me gustan, sin colar, sin hielo y con muy poca azúcar.

—Trafalgar —le dije—, a veces me deprimís. ¿No podrías irte como todo el mundo a Capilla del Monte o a Bariloche y después venir a contar que llovió tres días y que perdiste en el casino y que te encontraste con cinco tipos de Rosario?

—Hay viajes en los que no pasa nada, te aseguro. Todo anda bien, no sucede nada raro y la gente hace y dice lo que uno espera. No supondrás que te voy a traer al Burgundy para contarte una pavada como ésa, me imagino.

—Sería muy tranquilizador —dije—. Hace un rato pensaba que vos sos un tipo tranquilo, y lo sos. Pero lo que no sos es tranquilizador. Por lo menos no cuando te largás con esas cosas. Dale, seguí con el taxi fantasma.

—Era un taxi automático, manejado a distancia, o tal vez un robot, no sé. No arrancó, sino que me informó por un altoparlante que estaba junto al cuentakilómetros, que el viejo Paseo de las Agujas era impracticable para vehículos. Le dije que me llevara lo más cerca posible del lugar. Entonces recién arrancó. Atravesó la ciudad, que seguía siendo gemela de Nueva York y no de Welwyn, y paró en pleno campo. Quise bajar pero la puerta estaba trabada. Pagué, es decir puse la plata en una alcancía, y ahí se abrió la puerta y bajé. Era un parque, no muy bien cuidado, que llegaba hasta el borde del lago. Nada de bosque. Caminé por un senderito lleno de piedras y de yuyos hasta el lugar en el que me acordaba que estaba la casa de dra Iratoni.

—Y que ya no estaba —dije yo.

—No, no estaba y yo ya me lo venía sospechando de antes.

—Decime, ¿no habías dormido un par de siglos como Rip van Winkle?

—También lo pensé. Hubiera sido una solución incómoda pero en fin, tranquilizadora como decís vos. Me volví caminando a la ciudad. Cuando llegué era casi de noche. En los suburbios tomé otro taxi, también automático, me hice llevar al puerto y busqué el cacharro. ¿Y querés creer que no sé si lo encontré o no? En el lugar en que tendría que haber estado había una montaña de chatarra —puso la cara que hubiera puesto el Buonarroti o que yo me imagino que hubiera puesto el Buonarroti si llega a ver la Pietá rota a martillazos—, y podía estar en esa pila. A ratos me parecía que sí, a ratos que no. Quedé tan tirado que no sabía ni lo que tenía que hacer. Es decir, sabía lo que tenía que hacer pero no sabía cómo: tenía que encontrar a alguien que me explicara lo que me había pasado, pero también me acordaba de la poca importancia que le había dado el conserje del hotel a la parte de mi problema que él conocía y eso me irritaba y al mismo tiempo me sugería que a lo mejor todo se iba a arreglar fácilmente. Fui al bar del puerto, comí unos sandwiches que parecían de cartón, tomé un café bastante malo y le di manija a la mufa hasta que fue bien de noche. Cuando salí del bar, en vez de ir a la parada de taxis me las tomé para la ruta y me puse a caminar sintiendo mucha lástima de mí mismo. Por ahí me pareció que amanecía, el cielo se puso de un gris feo e incluso tuve una sensación de irrealidad y hasta de inseguridad, como si fuera a perder el equilibrio, pero no hice caso y seguí caminando. Se puso oscuro de nuevo. Me cansé. Me senté en la banquina, caminé un par de kilómetros o quizá más. No pasaba un alma y eso empezó a extrañarme porque había visto más temprano que era una ruta muy transitada. Cuando salió el sol de veras vi allá lejos la ciudad y tuve la esperanza de que hubiera vuelto a ser Welwyn. Se me pasó el cansancio y apuré el paso. Vi los restos de un camión incendiado al borde de la ruta que, aunque el día anterior había sido lisa y nueva, estaba bastante destruida, llena de grietas y de baches. Me acerqué a la ciudad. Que por supuesto no era Welwyn. Tampoco era Nueva York. Era una ciudad bombardeada.

—Ya sé lo que pasaba —dije.

—Por algo te gusta Philip Dick a vos. Te aviso que a mí también. Pero una cosa es leer una novela o escuchar cuando a uno se lo cuentan, y otra es estar metido en el asunto. Yo no estaba esa mañana para conformarme con explicaciones.

El Burgundy estaba muy concurrido. Casi como si yo, no, yo no, casi como si Philip Dick lo hubiera puesto de moda, pero Marcos no se olvidaba de Trafalgar. Yo seguía con el jugo de naranjas.

—Empecé a ver casamatas, trincheras, restos de más camiones y hasta de tanques. Y cadáveres. El campo estaba quemado y no quedaba ni un árbol y por allí había pedazos de paredes o algún tapial en donde quizás habría habido casas alguna vez. Alguien gritó más allá de la banquina. Me di vuelta y vi a un tipo alto y flaco que me hacía señas desesperadamente. «¡Cuidado! ¡Agáchese!», me gritó y se tiró al suelo. Yo no tuve tiempo. Aparecieron dos camiones militares, frenaron al lado mío, se bajaron cinco soldados armados y me agarraron a patadas.

—Retiro eso de que quería ir a veranear a Uunu —dije.

—A mí me han pasado muchas cosas jodidas —dijo Trafalgar y yo estuve silenciosamente de acuerdo—, pero nada como que te volteen a culatazos al borde de un camino, después de una noche sin dormir, unos tipos de uniforme escarlata que no sabés de dónde han aparecido y sin que sepas por qué ni tengas tiempo de reaccionar y defenderte.

—¿Uniformes escarlata? Qué anacronismo.

—Las metralletas y las bazukas que llevaban no eran ningún anacronismo, te lo puedo asegurar.

—Entonces lo de defenderte era pura retórica.

—Y, sí. Primero me molieron a golpes y después me preguntaron quién era. Manoteé los documentos pero me pararon en seco y el que mandaba llamó a un soldado que me registró. Miraron todo, el pasaporte, el documento único y hasta el carnet de conductor y medio se sonrieron y el mandamás dijo desde arriba del camión que me fusilara en el acto.

—Debe ser la decimooctava vez que te salvás de un fusilamiento.

—Según mis cálculos, la tercera. Una en Veroboar, una en OlogämyiDäa, una en Uunu. Me salvé porque alguien empezó a los tiros. Y esta vez sí me largué al suelo y quedé como quien dice en situación crítica. El alto flaco que me había gritado se venía contra los soldados encabezando una tropa de salvajes. Los soldados se atrincheraron detrás de los camiones y también empezaron a los tiros y yo en el medio. Los salvajes se acercaban: caían como moscas pero se acercaban. Eran muchos más que los de colorado y terminaron por ganarles. Mataron a casi todos y se quedaron con un teniente y dos sargentos, heridos pero vivos. Y a mí me levantaron del suelo y me llevaron con ellos.

—Estoy empezando a desconfiar: de soldados a salvajes no sé dónde ibas a estar mejor.

—Parecían salvajes por lo rotosos y barbudos, pero no eran. Patearon a los muertos fuera de la ruta, les quitaron las armas, ataron a los prisioneros, a mí no, subimos al camión y agarramos como locos por el medio del campo a los barquinazos y a punto de volcar cada diez metros. Llegamos enteros, no sé cómo, a un casi pueblo o ex pueblo, y fuimos a parar a una casa medio derruida. Uno de los sargentos murió en el camino. El teniente iba bastante herido pero aguantaba y el otro sargento estaba más o menos bien. Los metieron en un sótano. A mí me dieron de comer un guiso inmundo pero si hubiera sido caviar no me lo hubiera mandado con más ganas y el alto flaco que se llamaba ser Dividis se sentó conmigo a preguntarme también, pero más suavemente, quién era yo. Se lo conté. Se sonrió un poco, como el conserje, solamente que a éste no me dieron ganas de pegarle, y me dijo que claro, que esas cosas podían pasar y que no me preocupara, mirá vos, y que desgraciadamente ellos no tenían cartas de ritmos para informarme con seguridad. Yo no sabía lo que eran las cartas de ritmos pero tenía ganas de tomar café y pregunté si no había. Otros tipos que andaban por ahí como vigilando o con curiosidad, largaron la carcajada, y uno que debía ser mi alma gemela, suspiró y cerró los ojos. No, me dijo ser Dividis, hacía mucho que no había café. Saqué los cigarrillos y cuando vi las caras de asombro y envidia convidé a la redonda. Se abalanzaron como náufragos: me dejaron uno solo, que me fumé mientras el flaco me explicaba, desgraciadamente no lo mío sino la situación general. Para lo mío no hubo tiempo.

Tomó café muy despacito, contra su costumbre:

—Eran maquisards, guerrilleros, aunque ellos se llamaban muy melodramáticamente a sí mismos Señores de la Paz, no quiero pensar lo que serían los señores de la guerra, y sus jefes tomaban el título de ser. Peleaban, como podían, contra los Capitanes. Los Capitanes formaban la casta militar que gobernaba el mundo a su manera. Nada original, por otra parte. Los Señores estaban muy esperanzados últimamente porque los Capitanes estaban dividiéndose en grupos que peleaban entre ellos, cosa nada original tampoco. Cada facción de los Capitanes tenía un ejército uniformado de un color distinto. Los Colorados acababan de vencer a los Amarillos y patrullaban la zona matando fugitivos y de paso, Señores. «¿Quién va ganando?», pregunté. No tenían idea. Ellos confiaban en desangrarlos porque los Capitanes se debilitaban peleando unos contra otros por el poder absoluto con esa propensión que tienen los tipos tironeados por la muerte a creer que el poder absoluto los va a salvar de algo. Y los atacaban con la vieja técnica de aparecer en donde menos los otros se lo esperaban. Además y a pesar de que los Capitanes pagaban bien y castigaban mejor, había muchas deserciones y los soldados se pasaban en manadas a las filas de los Señores. Pero yo, que conozco un poco de historia, no era tan optimista. Ellos no sabían nada con seguridad: no había diarios ni radios ni comunicaciones de ninguna especie y los vehículos de tierra, agua y aire estaban en manos de los Capitanes aunque ellos les robaban lo que podían. Solían mandar espías o mensajeros a otras zonas y a veces llegaban hombres de lejos con noticias que ya no valían nada. Ser Dividis había nacido cuando la dictadura de los Capitanes empezaba a hacerse poderosa y se acordaba un poco, no mucho, de un mundo sin guerra. Me contó atrocidades, se exaltó, y después de un discurso que creo que no estaba dirigido a mí ni a sus hombres sino a sí mismo, me preguntó de qué lado estaba yo. Le dije que del de ellos, claro, mirá si me iba a poner a discutir —lo pensó—. Además, de haber tenido que elegir, hubiera estado con ellos. Simpatizo con las causas perdidas. Que por ahí son las que a la larga ganan y llegan al poder, se hacen fuertes, aparece otra causa perdida y empieza todo de nuevo. Empecé a preguntarle a ser Dividis por qué en Uunu yo encontraba cada día un mundo distinto cuando se armó otra vez la rosca. Eran los Colorados.

Terminó el café y apartó la taza y puso los brazos sobre la mesa, con el cigarrillo entre las manos juntas:

—No te voy a contar la batalla. No se puede. Cuando viviste una, la descripción, el recuerdo, todo lo que se puede decir, todo lo que leíste en el diario o viste en el cine, no pasa de una escena de kindergarten. Esta vez ganaron ellos, los Colorados. Yo tenía una escopeta que alguien me había puesto en la mano y disparaba desde una ventana. Eso duró bastante, no tanto como me pareció en el momento, pero bastante. Los Colorados nos tenían rodeados y se acercaban cada vez más. Simpatizo con las causas perdidas pero no soy estúpido. Cuando vi que la cosa se ponía fiera me di vuelta para ver si podía escaparme por algún lado llevando la escopeta y las pocas balas que me quedaban. Ser Dividis estaba en lo mismo que yo. Hizo señas a los que quedábamos, corrieron una mesa, levantaron el piso y rajamos por un subterráneo que salía al bosque. Desgraciadamente en el bosque estaban esperándonos los Colorados: por lo visto si los Señores tenían infiltrados en los ejércitos, ellos también los tenían entre los hombres de los Señores. Bajaron a casi todos, incluso a ser Dividis y lo lamenté porque parecía un buen tipo, chiflado pero buen tipo. Quedamos cuatro que conseguimos escapar de milagro entre los árboles. Al final nos dejaron en paz. Los otros tres dijeron que en medio día de marcha podíamos llegar a Irbali siempre que no hubiera más soldados en el camino como era muy probable: también estaban chiflados. Supongo que Irbali sería alguna otra ciudad, pero dije que no, que yo me quedaba ahí.

—No me suena muy prudente.

—Todo el mundo estaba en guerra, qué más daba dónde estuviera uno. Y yo quería andar cerca del puerto, si existía, así que se fueron y me quedé solo en un bosque, con una escopeta en la mano, una docena de balas en el bolsillo y la guerra por todas partes.

—Sí, claro que entonces lo mejor era que te quedaras quieto y esperaras.

—Eso hice. Hasta el momento no me habían dejado decidir. Pero cuando se fueron y pude ponerme a pensar después de un segundo de pánico, vi que era lo mejor. No sabía qué iba a pasar aquel día siguiente en Uunu, pero por qué iba a perder las esperanzas. Me subí a un árbol, encajé la escopeta en una rama hueca, me acomodé como pude en una horqueta y esperé. Cuando se hizo de noche bajé, agarré la escopeta y empecé a caminar para el lado de la ciudad. Llegué muy cerca más pronto de lo que me imaginaba: algo se incendiaba allá y no me extrañó. Resolví esperar al amanecer. Según mis cálculos, si cada día había encontrado un mundo distinto, el siguiente no tenía por qué ser la excepción. Ya veríamos qué pasaba. Eso sí, esperaba o más bien deseaba desesperadamente que algún día volviera el mundo de dra Iratoni y yo pudiera irme con mis maderas. Me hice el firme propósito, que no cumplí, de volver a Karperp, pedirle disculpas a Rosdolleu por haber creído que me mentía, y después dormirlo de un tortazo por no haberme explicado lo que pasaba y andarse con evasivas elegantes. Me escondí como pude entre las plantas bastante lejos de la ruta, puse la escopeta a un lado, me acosté y me dormí.

—«En cama de seda y pluma / Duermo mi madre mi sueño».

—Como si hubiera sido cama de seda y pluma. Había pasado una noche sin dormir y un día de soldado desconocido. Era suficiente: necesitaba un descanso.

—No quiero apurarte pero comprendeme: me muero por saber qué encontraste al día siguiente.

—El cuenco de madera —dijo Trafalgar.

Me había olvidado del cuenco y no me lo esperaba:

—¿El cuenco?

—Sí. O por lo menos, un cuenco. Me desperté y lo primero que vi fue que la escopeta había desaparecido y se me ocurrió que me iban a fusilar los amarillos o los colorados o los violetas. Lo segundo fue descubrir que tenía hambre, un hambre espantoso. Además la barba crecida me picaba la cara y tenía la ropa a la miseria y estaba harto, ¿entendés?, harto.

—No se enoje —dijo Marcos que llegaba con más café y más jugo de naranjas—, así no se va a ninguna parte.

—Cierto —dijo Trafalgar—. Una vez me enojé en Indaburd V con el presidente de la corporación de fabricantes de veltra, y me perdí una venta fantástica.

—¿Ha visto? —dijo Marcos y se fue muy satisfecho.

—Qué es eso de veltra —dije yo.

—Si en vez de vidrios tuvieras veltra en las ventanas de tu casa, no necesitarías calefacción ni acondicionadores, y tampoco rejas ni persianas ni cortinas.

—A mí las cortinas me gustan: son cálidas y decorativas —dije, y me acordé de Uunu—. ¿Cómo fue que te encontraste con el cuenco ese día en Uunu?

—Hay que ver que el presidente de la corporación de fabricantes de veltra era un viejo idiota.

—Trafalgar, te mato.

—¿Vos también?

Y se sonrió. Así que lo dejé en paz mientras se tomaba el café que por suerte para él en Rosario no es relativo.

—Lo único que quería yo cuando aclaró —dijo Trafalgar— y vi que era una mañana horrible, gris y fría, era comer. Que me fusilaran los colorados o los verdes, bueno. Pero que me fusilaran con la panza llena. Me imaginaba las suculentas últimas comilonas de los condenados, con café, cigarros y cognac, y las tripas se me retorcían de indignación. Así que caminé para el lado de la ciudad decidido a que me mataran, aunque suponía, y eso me gustaba pero no me gustaba, que el mundo sería otro y posiblemente los Capitanes ya no existieran. Me hizo falta muy poco, cuando llegué a la ciudad, para darme cuenta de que los Capitanes todavía no existían. Y tampoco había café.

Por si acaso, se tomó el que tenía delante:

—Ya no era Nueva York ni la ciudad bombardeada pero lamentablemente tampoco era Welwyn. Era un conjunto de chozas de ladrillo burdo, posiblemente cocido al sol, sin mezcla, con techos de paja y cortinas de ramas en las puertas y sin ventanas. Había corrales para los animales y fogones en un espacio central despejado. Me recibieron bien: con mucha curiosidad y mucho parloteo pero bien. Hombres y mujeres tenían taparrabos de piel y los chicos andaban desnudos, con ese frío. Yo, claro, caí como una bomba, aunque ellos no sabían lo que eran las bombas.

—¿Se había terminado la guerra y el mundo había quedado así?

—Todavía no había empezado la guerra. Faltaban siglos para la guerra de los Capitanes, ¿te vas dando cuenta?

—La pucha si me doy cuenta —dije— ¿pero por qué nadie te lo había advertido?

—Eso fue más un error de mi parte que de la de ellos. Pero como te digo me recibieron bien. Se me acercaron con curiosidad pero sin desconfianza, me toquetearon y me olieron, charlando y riéndose. Eran los buenos salvajes perfectos: si los ve el hermano Jean Jacques se pone a llorar de emoción. Yo no entendía lo que decían y ellos no me entendían a mí. Pero como dice Raúl hay tres gestos que sirven en cualquier parte. Me llevaron a una de las chozas y me dieron de comer. Sacando la comida en lo de dra Iratoni, fue lo mejor que comí en Uunu. Carne asada y granos cocidos con pedacitos de grasa que eran casi chicharrones y unas frutas verdes muy jugosas. Café, claro, ni pensar. Lamenté haberles dado los cigarrillos a los hombres de ser Dividis en el momento en que por costumbre metía la mano en el bolsillo, y ahí estaba el paquete apenas empezado. No sé cuántos tenía en la casa derruida de los Señores de la Paz, pero probablemente nueve o diez. Y me acordé que al volver aquella noche, la primera de lo de dra Iratoni, yo había puesto en otro bolsillo del saco un paquete entero y un paquete recién empezado, y al día siguiente, en el nuevo hotel, me había vestido con ese traje, que seguía llevando. Había fumado, es cierto, en Nueva York y con los Señores, pero rebusqué y encontré en un bolsillo también el paquete entero, estaba cantado. Fumé, cosa que les llamó muchísimo la atención. Estaba rodeado de mocosos, de hombres y de mujeres más o menos jóvenes, que de pronto se apartaron para dejar que se acercara un viejito encorvado. El viejito estaba todo cubierto de pieles y tenía, supongo que como distintivo de autoridad, zapatones también de piel. Vino y se sentó frente a mí y empezamos a hablar con el alfabeto de los mudos. No me preguntó quién era, que es una pregunta complicada para hacer con gestos, pero me preguntó de dónde había llegado. Le dije que del cielo y le pareció muy bien. Le di las gracias por la comida y la hospitalidad y le dije que estaba contento. Él me agradeció a mí por mi agradecimiento y ya éramos muy amigotes. También le dije que estaba cansado y en eso, como vi que los hombres tenían el pelo largo pero no barbas, le dije que me quería afeitar. Para qué. Te imaginarás que no me trajeron una Phillips y ni siquiera una Techmatic. Charlaron un poco y se apareció una matrona trayendo unas piedras brillantes de tanto uso. Reculé bastante asustado pero ya era tarde —se puso pensativo—. Me han afeitado en muchas partes de este mundo y de otros. En Londres por ejemplo y en Venecia y en Hong Kong; y también en Oen, en Enntenitre IV, en Niugsa y en la Ciudad de los Seres que algún día te tengo que contar lo que es. Pero nadie me afeitó nunca tan bien, tan suavemente y a fondo, tan prolijamente, tan maternalmente como la gorda esa vestida con un taparrabos, adornada con collares y pulseras hechas con los dientes de algún animal, casi desdentada, muerta de risa y con dos piedras como todo instrumental. Los demás también se reían porque yo tenía un miedo bárbaro de que me cortara la yugular o la nariz o las dos cosas, pero para cuando terminara de explicar con gestos que había cambiado de idea ya ya no quería que me afeitaran, podía estar muerto y enterrado. Le hice entender a la gorda que el bigote no y eso también le extrañó y también se rieron. Afiló la piedra chata contra la otra, me mojó la cara con una cosa que parecía caldo y empezó. Cuando llegó a la mitad yo ya estaba más tranquilo y cuando terminó la agarré de las dos manos y se las sacudí de abajo para arriba y me reí, la solté y le di una palmadita en la espalda y todo el mundo contento. No me vas a creer pero fue el día más pacífico que pasé en Uunu. Comí, dormí, me llevaron de paseo y hasta me acerqué al lugar en el que tendría que haber estado el puerto.

—Que no estaba, ni la casa del japonés ni nada.

—Nada. Salvo el lago, que quizás era más grande. Y el bosque, que era casi una selva. Fue un día estupendo. No se puede decir que fuera perfecto porque tuvimos un visitante.

—Casi jugaría plata a que fue un tiranosaurio.

—Le errabas por poco. Un tigre dientes de sable siempre que los tigres dientes de sable hayan sido como yo me los imagino. Parece que había andado rondando y comiéndose a la gente y a los animales, y a la tardecita salió una partida como venían haciendo desde hacía un tiempo según me explicó el viejito en una conversación que nos dio bastante trabajo a los dos, lo encontraron y lo azuzaron hasta una trampa que tenían preparada. Pero el tipo era ducho en cuestión de trampas y se zafó. No atacó porque estaba bien comido, pero rodeado por todos lados, escapó para el lado de la aldea. Llegó hasta el borde del terreno que ocupaban las chozas y hubo un griterío y una desbandada y en eso aparecieron los hombres de la aldea que venían persiguiéndolo y lo mataron a lanzazos y a hachazos. Fue una carnicería. Quedaron todos heridos y uno muerto. Pero con una sofisticación inesperada en los buenos salvajes, primero venía el festejo y después el duelo. Hubo una comilona con canto y baile a la que asistieron los heridos y el muerto en calidad de agasajados. Despellejaron al tigre y nos comimos la carne: el plato fuerte eran las vísceras maceradas en algo como vinagre, y el corazón, picadito muy chico, del que todos comimos un pedazo.

—Comerse al enemigo vencido —dije yo—. ¿Qué opinaría de eso el hermano Jean Jacques?

—Vaya a saber. Estaba duro el tigre, imaginate, carne recién muerta, de animal acosado y acostumbrado a correr y a trepar. No era faisán precisamente, ni mucho menos. Carne oscura y fibrosa, pero nada insípida y sin una gota de grasa. ¿Te dije que al picadillo de corazón lo sirvieron en un cuenco de madera?

—No, no me lo dijiste. ¿Era el mismo cuenco en el que habías comido los nísperos sin semillas en lo de dra Iratoni?

—No, no era el mismo.

—¡Pero en qué quedamos!

—Cuando vi llegar el cuenco me sentí muy bien, como si ya no tuviera preocupaciones y mirá que las tenía. Fue como encontrarse con un viejo amigo perdido y casi creí que ya estaba todo solucionado, que si eso era lo que yo había recordado aquella noche, todo lo demás ya no tenía importancia. Macanas, claro, pero yo estaba festejando la muerte del tigre y comiéndole las tripas y tomando el jugo fermentado de algo y vos sabés que con todo eso a uno le entra cierta irresponsabilidad. Sobre todo después de haber visto cómo muere un tigre dientes de sable. Como el cuenco estaba lleno y yo me serví mi partecita pero seguía quedando mucho, lo vigilé mientras pasaba de mano en mano hasta que se vació. Lo dejaron por ahí y yo me levanté y fui a buscarlo. Lo limpié.

—Con una cuchara de madera para completar la reminiscencia.

—Cucharas de madera en la edad de piedra, vamos.

—Y, sí —le dije—, las cucharas son casi tan antiguas como los cuchillos.

—No exageremos —dijo Trafalgar.

—Neolítico —porfié—, en el neolítico ya había cucharas.

—Puede ser. Pero no en Uunu de Neyiomdav. Lo limpié con los dedos. No era el mismo. Se le parecía mucho, eso sí.

—Cómo no se le iba a parecer. Todos los cuencos de madera se parecen. No podés introducir grandes modificaciones en algo tan simple.

—Sí, pero no era el mismo. Era de otra madera, era más hondo, no tenía las mismas vetas. Y además no sentí nada: no era el mismo, te digo.

—Pero si te creo. Lo que yo quiero saber, y ya mismo, es si alguna vez encontraste el cuenco aquél.

—Lo encontré —dijo—, pero no ahí. Me quedé con el cuenco en la mano y hasta se lo pedí de regalo al viejito que me lo dio con grandes cortesías. Lo perdí después, claro, por la misma razón que había perdido la escopeta y que había recobrado los cigarrillos y los documentos. Y a propósito, me fumé el último antes de acostarme a dormir.

—Estoy aterrada —le dije—. ¿Qué encontraste al día siguiente?

—Alegrate que ya viene lo mejor.

Lo que vino fue más café en manos de Marcos. A Marcos no le interesan los viajes de Trafalgar. Sospecho que no le cree. Y le interesan otras cosas: el Burgundy, los hijos, el primer nieto para dentro de tres meses, la mujer que se llama Clarisa y que fue reina de la belleza 1941 en Casilda, los caballos de carrera y, algo en común con Trafalgar, el tango.

—Me desperté en el hotel Continental —dijo Trafalgar con la nariz metida en la taza.

—Cuál.

—El primero. Sucio, con el traje impecable, bien afeitado y sin el cuenco ni la escopeta pero con los documentos y un paquete y medio de cigarrillos en los bolsillos del saco. Me levanté, me asomé a la ventana, y estaba en la ciudad que se parecía a Welwyn y mi habitación era la ciento treinta y dos del primer piso y daba a un parque. Me pasé la mano por la cara y me dio una inmensa ternura por la gorda. Me bañé, me puse otro traje y bajé a tomar el desayuno. Litros de café.

—No lo dudo.

—Y unos buñuelos crocantes y más café y cigarrillos. Después agarré un teléfono y lo llamé a dra Iratoni, con miedo, no te vas a creer, pero lo llamé. Solamente cuando le oí la voz supe de veras que estaba de vuelta en el Uunu al que había llegado. Me invitó de nuevo a comer a su casa y le dije que no gracias, que quería verlo esa misma mañana. Entonces me dio la dirección de un club o círculo de comerciantes, y me dijo que me esperaba ahí. Tomé un taxi con chofer, fui al puerto, inspeccioné el cacharro y las maderas y encontré todo bien, tomé otro taxi y me fui al club. Allí tuve que aguantar casi una hora de presentaciones y conversaciones con otros comerciantes que estaban con dra Iratoni, hasta que conseguí llevármelo a un saloncito y agarrarlo por mi cuenta.

—Último capítulo —dije—, y menos mal porque se me hace tarde.

—Quedate a comer en el centro —dijo Trafalgar.

—No puedo. Además si me quedo vos vas a alargar la crónica hasta que terminemos con el postre, en cambio así no tenés más remedio que contarme todo ahora. Y si nos llegan a servir el postre en cuencos de madera me da un ataque. Así que seguí.

—Le conté todo a dra Iratoni —dijo— y me escuchó con mucha formalidad como el conserje, como ser Dividis, pero como ellos, no se preocupó en lo más mínimo. Me dijo, eso sí, que lamentaba no haberme dicho nada, pero que él había supuesto que yo estaba al tanto porque si había dicho en Karperp que iba a Uunu, ya me habrían advertido. Cuando le dije que no, que en Karperp me habían insinuado algo y me habían dicho que no era conveniente que fuera y que por eso mismo yo había ido, se sorprendió enormemente, quedó con la boca abierta y con la mandíbula colgando. ¡Cómo! Si un tipo quiere ir a una parte, ¿por qué no lo dice? Y si le dicen que no vaya, ¿por qué va? ¿O por qué no insiste y pide explicaciones y después decide si va a ir o no? Un neyiomdaviano no entiende nuestros tira y afloja.

—Deben ser unos tipos macanudos.

—Te aseguro que sí. Un poco inquietantes. Pero sigo creyendo que sí, que son macanudos. Dicen lo que piensan, o te hacen una invitación sutil, que a mí me sonó a reticencia, para que vos digas lo que pensás, y dicen lo que van a hacer y hacen lo que han dicho que van a hacer. No es tan fácil como parece.

—Poco lugar para la neura debe haber ahí.

—Vos sabés que lugar para la neura siempre hay, en todas partes. Pero me parece que nosotros le damos más comodidades que los neyiomdavianos. Le hice entender algo de eso a dra Iratoni y entonces él me explicó lo que pasa en Uunu y yo voy a tratar de explicártelo a vos pero no sé si voy a poder.

Terminó el café y tomó aliento como para un salto con garrocha.

—El tiempo no es sucesivo —dijo—. Es concreto, constante, simultáneo y no uniforme.

Ahí la que tomó aliento fui yo.

—Dios por ejemplo —dijo Trafalgar— lo percibe así, y eso lo admiten todas las religiones. Y en Uunu es perceptible así para todos, aunque con una inmediatez menor, por un capricho de su ubicación en el espacio. Espacio que por supuesto no podría existir sin su coexistente el tiempo.

—Así no vamos a ninguna parte —dije—. A mí dame ejemplos contantes y sonantes porque yo no leo a Einstein ni a Langevin ni a Mulnö.

—Imaginate el tiempo —dijo Trafalgar— como una barra infinita y eterna, es lo mismo, de un material que tiene distintos grados de consistencia tanto a lo largo de su duración como de su longitud, ¿estamos?

—Estamos.

—Ahora, una vez por día, o mejor una vez por noche, en Uunu se produce un infundibulum cronosinclástico.

—¡Ah, no! —protesté—. Eso es de Vonnegut.

—Sí. Y dra Iratoni no lo llamó así sino de otro modo, más descriptivo pero más complicado, tanto que no me lo acuerdo bien. Pero vos conoces el infundibulum cronosinclástico. Cuando se produce abarca y envuelve a todo Uunu y entonces afloran, no se me ocurre otro modo de decirlo, las partes de esa barra temporal que en ese momento tienen más consistencia, y por eso si hoy es hoy, mañana puede ser de aquí cien años o a dos mil o a hace diez mil quinientos.

—Ya entiendo —le dije—. Creo, por lo menos. Pero los habitantes de cada época ¿no se ven lanzados de una a otra y tienen que vivir cada día un momento distinto de su propia historia? ¿Cómo no lo encontraste a dra Iratoni el día siguiente aunque su casa no existiera, o cómo no estaba en el segundo hotel Continental el conserje del primero?

—No, no. Cada uno sigue con su vida en la época en la que ha nacido y en la que vive, gracias a la adaptación al medio. Un medio fulero, coincido con vos, pero no más fulero que otros. Las épocas no se mezclan, ninguna invade a la otra. Coexisten. Son simultáneas. Si vos nacés en Uunu, seguís viviendo muy piolamente tu vida día a día y sabés que al mismo tiempo están pasando otras cosas de otras épocas. Con un pequeño esfuerzo de la conciencia sincrética del tiempo que no sé qué es pero que dra Iratoni da por sentado que todos tenemos, vos podés percibir en un día cualquiera de tu vida, la época que en ese día preciso tiene mayor consistencia a partir del infundibulum cronosinclástico anterior. Cosa que nadie en Uunu se molesta en hacer, o casi nadie. Se los impide el hecho de que justamente todas las épocas están ahí como quien dice al alcance de la mano. Lo hacen o lo han hecho los historiadores o los filósofos o los sociólogos para demostrar algo, siempre discretamente y sin molestar ni meterse. O algunos chiflados o maniáticos que en Uunu son casi inexistentes así que no hay líos por ese lado. No sé si la sensatez de los neyiomdavianos de Uunu no viene de eso, de que conocen la consistencia del tiempo y de que saben que si quisieran podrían disponer de él.

—Pero esperate —le dije—, ¿entonces vos fuiste rebotando de aquí para allá, del futuro a los Capitanes y al neolítico porque eras extranjero y no estabas adaptado?

—Yo nací en Rosario, no en Uunu. No tengo conciencia sincrética del tiempo o si la tengo la tengo atrofiada. Y para colmo tengo la avidez, la angustia del tiempo. En mí el tiempo no es algo natural, parte de mí mismo, sino casi una matadura. En mí y en todos nosotros. Llegué a Uunu y quedé inerme por eso, flotando, digamos. Y cuando se venía al infundibulum cronosinclástico, allá iba yo a la parte más consistente de esa unidad temporal eterna e infinita.

—No quiero pensar mucho en el asunto. Es muy simple y muy complicado.

—Bastante. Y muy molesto. Ahora fijate que a la primera noche, cuando yo me acosté en la pieza ciento treinta y dos del hotel Continental y dra Iratoni y su familia se fueron a dormir en su casa, para mí, que no soy un nativo adaptado, siguió la mañana de muchos años después y amanecí en un hotel Continental que iba a existir en una ciudad distinta, con taxis robots y rascacielos. Al día siguiente, cientos de años después, bajo la tiranía paranoide de los Capitanes, y al otro la edad de piedra. Pero al siguiente, cuando volví a despertarme en la habitación ciento treinta y dos, dra Iratoni y su familia despertaron a la mañana después de esa noche en la que yo había estado comiendo en casa de ellos.

—¡Pero cómo! ¿Y esos tres días en los que vos anduviste de un lado para otro en la historia de Uunu?

—Para ellos no existieron, o mejor dicho, no transcurrieron, porque existir siempre existen. Para ellos el infundibulum cronosinclástico de mi primera noche en Uunu fue un acontecimiento de todos los días que sus conciencias sincréticas del tiempo pueden ignorar. A mí me arrebató a cien o doscientos años después y allí hubo otro infundibulum cronosinclástico que me llevó a varios siglos después en donde hubo otro que me llevó a miles de años atrás y así hasta devolverme al mundo de dra Iratoni, por suerte. Él me explicó además que tarde o temprano eso se iba a producir, y me mostró las cartas de ritmos que vienen a ser algo así como la tabla de logaritmos pero más gruesa que la guía de teléfonos de Tokyo y que predicen para dónde y a cuándo se mueven las partes más consistentes del tiempo cada noche.

—Me equivoqué —dije—, es más complicado de lo que yo creía. Pero decime, entonces ellos saben tanto lo que ha pasado como lo que va a pasar.

—Claro. Desde el punto de vista del conocimiento es muy útil. Y si necesitás algo que no se ha descubierto, te ponés en trance o lo que sea temporal sincrético y lo averiguás porque las cartas de ritmos te indican cuándo va a ser más consistente esa época en la que vos suponés que ya se sabe la cosa. Ahora, desde el punto de vista personal, con el buen sentido y la tranquilidad que tienen para todo, a nadie se le ocurriría espiar en el futuro para ver cuándo y cómo se va a morir o algo por el estilo. Creo que eso sería muy mal visto, no digo delictuoso pero sí como para descalificar a cualquiera.

—No, lo que yo te quiero decir es que si saben que va a venir algún día la dictadura de los Capitanes que por lo visto es bastante siniestra, ¿por qué no hacen algo para modificar las cosas ahora y que eso no suceda?

Trafalgar me miró muy serio:

—¿Te aguantás otra vuelta de tuerca?

—Y, sí, qué querés que haga.

—Te dije que te imaginaras el tiempo como una barra infinita y eterna de distintas consistencias, ¿no?

—Sí.

—Bueno, es posible que haya infinitas barras, infinitas y eternas, etcétera.

—Ay, no.

—Pensá en los universos arborescentes.

No dije nada: pensé en los universos arborescentes.

—Lo que en realidad coexiste no es el tiempo, un tiempo, sino las infinitas variantes de tiempo. Por eso los neyiomdavianos de Uunu no hacen nada por modificar el futuro porque no hay un futuro, no hay nada que modificar. Porque en una de esas barras, de esas variantes, de esas ramas, los Capitanes no llegan al poder. En otra, el que llega al poder es ser Dividis. En otra Welwyn no se convierte en Nueva York. En otra no existe dra Iratoni, en otra existe pero es un maestro de escuela solterón, en otra existe y es lo que es y como es pero no tiene una casa metida en el bosque y en el lago que si la ve Frank Lloyd Wright se suicida de la envidia, en otra yo no llego nunca a Uunu, en otra Uunu está deshabitado, en otra.

—Está bien —le dije—. Basta.

Marcos vino a traer café y yo le pedí uno chico para mí.

—¿En serio? —dijo Marcos—. ¿No quiere otro jugo de naranjas? ¿O un jugo de pomelos?

—No, en serio, un café. Necesito algo más fuerte que un jugo.

Marcos se rió y me dijo que me iba a traer un whisky doble y yo le dije que si me lo traía no volvía a pisar el Burgundy y él se rió otro poco.

—Falta algo —le dije a Trafalgar—. Qué pasó con el cuenco de madera.

—Ya te cuento. Cuando dra Iratoni terminó le dije que me iba ese mismo día y él me contestó que le parecía lo más prudente. Pero que me invitaba a almorzar a su casa y yo acepté. Le hice mandar flores a madame Iratoni y fui y me encontré con toda la familia y lo pasé muy bien otra vez y el postre se sirvió en una fuente de cristal y no en cuencos de madera. Fui al hotel, pagué, saqué el equipaje y me fui al puerto y apronté el cacharro. El amigo Iratoni fue a despedirme con dos compinches metidos en el comercio, de los que me había presentado esa mañana, me regaló unas botellas de vino de Uunu y largué amarras. Vendí la madera en Anidir XXII donde regatean como beduinos pero como allí la madera es artículo de lujo, como va a ser acá dentro de poco, los hice morder el freno y pagar lo que yo quería y me vine.

—¿Y el cuenco?

—Ah, el cuenco. Mirá, yo pensaba volver a viajar una semana después. Pero a los tres días de llegar me los encontré a Cirito y a Fina en un concierto y me invitaron a comer al día siguiente. Vos sabés que yo a lo de Cirito prefiero ir cuando Fina no está, pero insistieron y tuve que decir que sí. Fui, y comimos en el jardín porque hacía bastante calor, casi como hoy. Cirito se dio el gusto de hacer un asado y sirvió la carne en tablillas de esas que vienen con una canaleta al costado y con cubiertos rústicos. Para no desentonar había redondeles de raffia para apoyar los platos, y el postre vino en cuencos de madera. No eran nísperos sin semilla sino crema de chocolate con merengue arriba. Y cuando raspé con la cuchara rústica, de madera, el fondo del cuenco.

—Ya sé.

—Acertaste. Entonces, recién entonces comprendí lo que me había dicho dra Iratoni y adiviné mucho más. Creo que no sólo todos, en todas partes, tenemos conciencia sincrética del tiempo, sino que también en todas partes coexisten las infinitas variantes de lo que ha sucedido y va a suceder y sucede, y que quizás en algunos puntos y en algunos instantes se entrecruzan y creés recordar algo que no has vivido nunca o que podrías haber vivido o que podrías vivir y no vas a vivir, o como en mi caso con el cuenco, que llegás a vivir si se da la casi imposible coyuntura, no me animo a llamarlo casualidad, de dos entrecruzamientos en los que estás presente. Es un recuerdo, porque en alguna o en algunas variantes del tiempo ya lo viviste o lo estás por vivir, que es lo mismo. Y no es un recuerdo, porque a lo mejor en tu línea de variantes eso no ha sucedido ni va a suceder nunca.

—Vámonos —le dije—, pagá y vámonos que por hoy tengo bastante.

Y mientras Marcos iba a buscar el vuelto, Trafalgar apagó el penúltimo cigarrillo, miró la tarjeta en la que me había dibujado las vetas del cuenco, se la metió en el bolsillo otra vez y me dijo:

—No te olvides que cada día es el mejor del año. No sé quién lo dijo pero estuvo bien.

—Ya me imagino a qué viene el consejo —le contesté.

Marcos trajo un montón de billetes en un platito, lo dejó sobre la mesa, saludó con la mano y se metió detrás de la barra.

En la calle seguía haciendo mucho calor.

—Te acompaño hasta la parada del ómnibus —dijo Trafalgar.