DE NAVEGANTES

A las diez menos cuarto sonó el timbre. Era un jueves de una de esas primaveras insidiosas que nos caen encima a los rosarinos: el lunes había sido invierno, el martes verano, el miércoles se había puesto oscuro por el sur y caliente por el norte y ahora hacía frío y todo estaba gris. Fui a atender y era Trafalgar Medrano.

—Sonamos —le dije—, no tengo café.

—Ah, no —me contestó—, a mí no me vas a correr con la vaina. Voy a comprar.

Al rato volvió con un paquete de un kilo. Entró y se sentó a la mesa de la cocina mientras yo calentaba el agua. Dijo que iba a llover y yo dije que era una suerte que hubiéramos hecho podar las ligustrinas la semana anterior. Vino la gata y se le refregó contra las piernas.

—Qué hacés —le dijo Trafalgar; y a mí—: No sé cómo hay gente que puede vivir sin gatos. En la corte de los reyes católicos por ejemplo, no había gatos.

Le serví el café:

—Qué sabrás vos de la corte de los reyes católicos.

—Vengo de allá —me contestó, y se tomó media taza.

—Dejame de embromar. Qué tal está el café.

—Asqueroso —me contestó.

No me extrañó. Un poco porque a Trafalgar, como no sea el café que hace él mismo o Marcos en el Burgundy o dos o tres elegidos más en el mundo, todos los cafés le parecen asquerosos; y otro poco porque yo hago algunas cosas medianamente bien pero el café no va incluido en la lista. La gata se le subió a las rodillas y entrecerró los ojos pensando si valía o no la pena quedarse.

—Paciencia, tomátelo lo mismo —y le serví otra taza mientras dejaba que el mío se enfriara—. ¿Cómo hiciste para viajar al siglo quince?

—No veo para qué voy a viajar al siglo quince. Además el viaje por el tiempo es imposible.

—Si viniste a sacudirme la estantería ya te podés ir yendo y me dejás el café como tributo. Yo amo el viaje por el tiempo, y mientras yo piense que se puede, se puede.

La gata había decidido quedarse.

—El café es un regalo —dijo Trafalgar—. Te voy a explicar por qué no se puede viajar por el tiempo.

—No. No quiero saberlo. Pero no me digás que si venís de la corte de los reyes católicos no viajaste por el tiempo.

—Qué poca imaginación tenés.

Eso tampoco me sorprendió.

—Está bien —le dije—, contá.

Y puse la cafetera sobre la mesa.

—Tal vez el universo sea infinito —dijo.

—Espero que sí. Pero hay quienes andan diciendo que no.

—Te lo digo porque esta vez anduve por unos lugares bastante raros.

Eso sí me sorprendió. Si hay algo que a Trafalgar, acostumbrado a viajar por las estrellas, le resulta raro, es que es raro de veras.

—Con decirte —siguió y se sirvió más café—. ¿No tenés una taza más grande? Gracias. Con decirte que ni los príncipes mercaderes andan por ahí.

—Y ésos quienes son.

—Yo les digo los príncipes mercaderes, te imaginarás por qué. Ellos se llaman a sí mismos los Caadis de Caá. Son como los fenicios pero más sofisticados. Sé que no andan por ahí porque la última vez que estuve con uno de ellos, creo que fue en Blutedorn, descubrí, intercambiando itinerarios, que no tienen nada marcado en ese sector.

—¿Qué pasa? ¿Es peligroso, siniestro, todo el que entra se pierde o se vuelve loco o no aparece más?

Me desilusionó.

—Queda demasiado lejos. Los príncipes mercaderes no son idiotas: mucho gasto para ganancias problemáticas. Yo tampoco soy idiota pero soy curioso y me sobraba la plata. Venía de vender tractores en Eiquen. ¿Te conté alguna vez de Eiquen? ¿Un mundo chiquito, todo verde, que se mueve muy despacio alrededor de dos soles gemelos?

—Dejame de Eiquen. ¿Cómo fuiste a parar a la corte de Isabel y Fernando?

—Es que a lo mejor Eiquen es una encrucijada, o una bisagra. Decime, ¿y si el universo fuera simétrico?

Me gustó la idea. A la gata también.

—Ahora vas a ver por qué —dijo Trafalgar—. Dejé los tractores en Eiquen, cobré más de lo que te podés imaginar, y en vez de venirme de vuelta, seguí viaje. No te olvidés que soy curioso. Quería saber lo que había más adelante, es un decir, y de paso ver si podía comprar algo, porque para vender ya no me quedaba nada. Y tenía guita, y estaba cansado. Fue un viaje largo. Dormí, comí, me aburrí, y no encontré nada interesante. Ya estaba por volverme cuando vi un mundo que podía estar poblado y decidí bajar —miró con tristeza lo que quedaba del café—. De una cosa estoy seguro: si esa vez no me falló el de la zurda, no me falla más.

—¿Por qué? ¿Qué te pasó?

—Hacé más café. Pero ponele menos agua. Y que no hierva. Y mojá el café antes con unas gotas de agua tibia.

—Me gustaría escribir mis memorias —le dije—, pero no me animo. Algún día voy a escribir las tuyas y entonces me voy a vengar —me puse a preparar más café.

La gata le debe haber echado una de sus miradas porque siguió contando:

—Era un mundo azul, gris, verde. Me acerqué más y a medida que iba bajando empezaba a ver Europa, África, el Atlántico, y por menos de un segundo se me llegó a ocurrir que estaba de vuelta. No sé si te das cuenta de lo perturbador de la situación, para decirlo suavemente. Un montón de cosas fuleras me pasaron por la cabeza y hasta llegué a pensar que me había muerto en algún momento, entre Eiquen y la Tierra. Me tranquilicé como pude y fui a controlar y me encontré con que era el tercer planeta de un sistema de nueve. Dije estoy loco y pedí más datos y por suerte no estaba loco ni me había muerto: el espectro no era totalmente el mismo. Entonces me puse a mirar con más calma y había pequeñas cosas, algunos detalles que no coincidían. Era un mundo muy parecido a éste, casi idéntico, pero no era éste. No me digás que la cosa no se ponía tentadora. Yo por lo menos, pasé del julepe a la tentación. Di la vuelta y me vine para acá, quiero decir enfilé para la parte de ese mundo que se parecía a ésta si la había. Porque si en ese mundo existían otra Europa, otro Mediterráneo, otra África, tenían que existir otra América del Sur, otra Argentina, otra Rosario. Acerté a medias. Existía el continente, pero estaba vacío como faltriquera de pobre, o por lo menos eso me pareció. Hasta bajé al lado del Paraná, del otro Paraná, entendeme. No le faltaba nada para ser una pesadilla: yo sabía dónde estaba pero nada era como tendría que haber sido. No había nadie, no había nada. Me asustó una víbora, oí un par de rugidos, hacía frío, así que levanté vuelo de nuevo. Me daba pena: un mundo como el nuestro y desperdiciado. Pero me volví a equivocar. Sobrevolé Europa y estaba poblada. Bajé en España. En Castilla. Era verano. Este café está un poco mejor que el otro. No digo que esté bien —me atajó—, está un poco menos intomable.

—Cretino —le dije—, podrías ser más amable con la futura autora de tus memorias.

No hizo más que sonreírse apenas y seguir tomando el café que según él para mucho no servía.

—Bueno, ¿y?

—¿Y qué?

—¿Ahí fue donde Isabel y Fernando salieron a recibirte?

—No. Se armó un lío espantoso, eso sí. Imaginate, en Castilla en mil cuatrocientos noventa y dos, una máquina que baja del cielo.

—Esperate un momento. Me querés decir de veras que.

—¿No ves que no tenés imaginación? Un mundo casi igual a éste, ¿entendés? Casi igual. El contorno de África por ejemplo, era distinto. Había unas penínsulas y unos archipiélagos bastante grandes, que acá no existen. Y en historia tenían el reloj atrasado cinco siglos. Detalles. Había otros, ya vas a ver. Si no me seguís interrumpiendo, claro. Se armó un lío, como te digo. Tuve que esperar casi toda la mañana hasta que llegara algún tipo con autoridad, mientras los que se habían reunido decidían si me linchaban o si me canonizaban. Finalmente vino la soldadesca, que no contribuyó a apaciguar las cosas. Yo seguí encerrado a ver qué pasaba. Cuando vi aparecer a antorchados, empurpurados, endamascados y enmedallados, abrí y bajé. Di explicaciones. El asunto me divertía así que inventé un cuento según el cual yo era un viajero de alguna vaga región del este, había estado en Catay, y allí el emperador me había regalado la máquina que volaba. Al principio no tuve mucho éxito, pero me puse místico y terminamos todos de rodillas, no sabés cómo me quedó la ropa entre la tierra y el calor, dando gracias al Altísimo y a toda la corte celestial. Cerré el cacharro y puse a andar los mecanismos de seguridad: si alguien se acercaba demasiado iba a recibir un patadón como para tumbar un camello. La próxima parada quedaba en la corte, me anunciaron. Ni te cuento lo que fue el viaje, con el calor, la sed, el caballo que me dieron y del que se tuvo que bajar un militarote mal engestado y ya sabés que yo muy deportivo no soy, pero al fin llegamos. Esa misma tarde aparecí en la corte.

—¿Vestido así, con uno de tus trajes grises formales, camisa y corbata?

—Pero no. Lo que llevaba puesto en el viaje podía pasar por un traje de ceremonia en Catay, pero en palacio me endosaron un disfraz azul labrado, con encajes, que no se prendía con botones sino con tiritas y que me ajustaba por todos lados. A todo esto sin poder darme un baño cosa que no me extrañó después de haber olido a los empurpurados y endamascados —suspiró—, y sin poder fumar y sin poder tomar café. Cuando me acuerdo me pregunto cómo no me volví loco de veras.

La gata dormía o hacía como que dormía y el café bajaba peligrosamente.

—Me venía bien ser extranjero, ¿sabés? Yo era muy extranjero, ellos no sabían cuánto, pero creían que lo suficiente como para perdonarme las metidas de pata. Me dieron un curso acelerado de protocolo. No entendí nada pero salí a flote.

—¿Cómo te gustaría que se llamara ese capítulo? ¿«Mis indiscreciones en la corte»?

—A mis indiscreciones vos disculparás pero las voy a pasar por alto y vamos por partes. La ciudad no valía nada: era un laberinto de callecitas angostas y sucias, algunas empedradas, la mayoría no. Cuando pasamos los suburbios empecé a ver casas importantes, con rejas y balcones y estatuas de santos pero todas cerradas como panteones y las calles seguían siendo una mugre y estrechas hasta que se abrían en algunas más anchas. Ni un árbol, ni una planta, ni un yuyo. Burros, caballos, perros, vacas, gallinas, pero ni un gato. Un ruido infernal, eso sí. Parecía que todo el mundo gritaba, que todos discutían y se peleaban. Supongo que hubiera tenido que sentirme importante pero me sentía ridículo y ya no estaba divertido, nada divertido. Adelante iban los soldadotes espantando a los curiosos, que se apartaban pero volvían como moscas y más de uno recibía un planazo en la jeta. Con todo eso avanzábamos tan despacio que creí que no íbamos a llegar nunca. Y en eso llegamos. El palacio estaba casi tan sucio como las calles, pero con más lujo. Vi algunas cosas que me reconciliaron con las molestias que me estaba tomando causa de mi curiosidad: tapices, mesas labradas, cuadros, rejas, y una belleza de ojos negros que más de quince años no podía tener, vestida con un traje enorme, entre anaranjado y marrón y con un cuello rígido de encaje.

La gata se desperezó, bostezó, se paró sobre las rodillas huesudas de Trafalgar, y se volvió a acostar con la cabeza para el otro lado. Trafalgar esperó a que terminara el proceso y le acarició la cabeza detrás de las orejas.

—Doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte.

—Panchita para los íntimos —comenté—. Entre los que terminaste por contarte, apuesto cualquier cosa.

—Salí. Estaba casada con un señorón de la corte. Un viejo hediondo de esos que parecen gordos pero lo que pasa es que son flacos con panza, chueco, tartajeante, con no más de dos o tres dientes podridos en la boca, lleno de arrugas, de mocos, y de pelos en las partes menos indicadas. Y ella, desgraciadamente, tenía nomás quince años.

—¿Por qué desgraciadamente? ¿Qué más querías vos?

—Para ella, digo. ¿Sabés que casi me la traigo? Debo estar loco yo.

—Siempre he sostenido algo parecido.

—Apenas alcancé a verla esa tarde de refilón y porque ella se asomó a mirar. Tené en cuenta que yo era la figurita del día. Y del mes y del año, sin exagerar. Pero me miró a su gusto y yo sabía que ella me estaba mirando y ella sabía que yo sabía. Los otros me metieron en un salón, más tapices, más muebles negros labrados, más cuadros, cruces, reclinatorios y mugre, y me ofrecieron un sillón incómodo, una obra de arte pero incómodo, y un bols con agua y una servilleta. Me mojé las puntas de los dedos tratando de imaginarme que me estaba dando una ducha, pero lamento informarte que no estoy muy fuerte en autosugestión. Me quedé sentado y en eso todos se apartaron un poco y ahí empezó el baile.

—¿Te recibieron con un baile?

—Pero no seas gansa. Hablo metafóricamente. Y vos deberías saber que en la corte de los reyes católicos no había lugar para esas frivolidades. Tené en cuenta que estaban ocupadísimos echando a los moros, echando a los judíos, descubriendo América y todo eso.

—Parate, parate, cómo América.

Trafalgar tiene una paciencia infinita. Cuando quiere.

—Qué año te dije.

—Dijiste cinco siglos de atraso.

—Para ser exactos te dije mil cuatrocientos noventa y dos.

—A la flauta.

—Eso.

Y sin que me lo pidiera puse a calentar más agua. La gata ronroneaba en sordina, no como doña Francisca María Juana noséqué sino en sordina, como ella suele hacer las cosas.

—Empezó metafóricamente el baile. Lo que quiere decir que entraron unos tipos vestidos de negro y con cara de vinagre que me tomaron examen. Había también un frailecito de morondanga al que no le di importancia y te digo desde ya que hice mal. No sé cómo no me llamó la atención que al lado de tanto personajón dejaran entrar a un curita común y corriente, metido en un hábito viejo y que miraba siempre para otro lado como si no entendiera nada. Pero tené en cuenta que yo estaba trabucado. No, la cosa ya no me parecía divertida pero era emocionante. Ahí pensé que el universo es infinito y simétrico y no me digas que no puede ser porque puede. Y también pensé que me había encontrado con un buen sustituto del viaje por el tiempo. Lástima que lo arruiné.

—Ya sé. Les dijiste la verdad y no te creyeron y te entregaron a la Inquisición y doña María Francisca te salvó y el marido se enteró y.

—Pero vos sos loca, cómo les voy a decir la verdad. Y se llamaba doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte, para que sepas. No, no les dije la verdad. Ellos sabían mucho protocolo y mucho catecismo, pero yo algo de historia y geografía he leído y les llevaba quinientos años de ventaja. No será mucho pero me bastó. Cuando los vi estuve a punto de pararme y saludar y hasta pensé en hacer una reverencia, mirá vos, no muy profunda pero adecuadamente cortesana. Y ahí nomás lo pensé y dije que se mueran, éstos lo que quieren es joderme, seguro, y lo mejor va a ser que los matonees de entrada. Puse mi mejor cara volteriana.

—Vos no te parecés a Voltaire, vos te parecés a Edmundo Rivero pero en buen mozo.

—Se agradece. Los miré sobrador y canchero entonces y ellos saludaron y yo ni contesté: entrecerré los ojos, incliné apenas la cabeza y esperé. No se anduvieron con vueltas. Querían saber, y si yo no se los decía o les mentía ya iban a averiguar la verdad por los medios que creyeran conveniente, primero, si yo era un enviado del Maligno; segundo, si era cierto que venía de Catay; tercero, si podían previos exorcismo, bendición, misas y otras macanas, visitar la carroza volante; cuarto, qué mierda quería; quinto, si pensaba quedarme a vivir en Castilla; y sexto y último, cómo me llamaba.

—Bastante completa la encuesta. Qué les dijiste.

—Les largué un espiche que duró como media hora y con el que quedaron impresionados todos menos el frailecito de morondanga. Para empezar me acordé de Suli Sul O Suldi, la hija de un granjero de Eiquen, bendita sea su alma por varias razones y bendito sea su cuerpo por varias otras razones, que me había regalado un adorno que yo llevaba colgado del cuello. Era de un metal parecido al oro pero más pesado y duro, muy trabajado y de un tamaño digamos respetable, algún día te lo voy a mostrar, estoy seguro que te va a gustar. Lo importante es que tiene forma de cruz. Lo saqué, cambié la cara de canchero por otra de infinita lástima con un toque de autoridad de directora de escuela y les pregunté si ellos podían creer que un enviado del Maligno llevaría eso sobre su corazón. Primer tanto a mi favor. En cuanto a Catay, mezclé las nociones de geografía de tercer año con los viajes de Marco Polo y me anoté el segundo tanto. Y podían visitar mi carroza volante y lo de los exorcismos no necesitaba mi autorización sino que era un pedido, una exigencia, dije, de mi parte, porque como era un regalo de infieles yo estaba algo preocupado. Tres para mí. Y así por el estilo: no quería nada, no aspiraba a los bienes de este mundo, pero me gustaría rendir homenaje a sus majestades. Posiblemente me quedara a vivir en Castilla, tierra de la que habían salido mis antepasados, pero como era un viajero impenitente, a veces me iría a recorrer mundo sin olvidar nunca de traer parte de las maravillas que encontrara, para donar a las órdenes religiosas más ilustres del país. A esa altura de las cosas los tipos se meaban y el frailecito seguía mirando para cualquier lado con un rosario de madera entre los dedos y yo pensaba qué tipo boludo y resulta que el boludo era yo.

—¿Y cómo les dijiste que te llamabas?

—Les dije mi nombre, qué querés que les dijera. Total, Trafalgar no iba a significar nada para ellos hasta trescientos años después, si es que iba a haber una batalla de Trafalgar y un almirante Nelson. Lo adorné un poco, eso sí: le puse un de antes del Medrano, agregué dos nombres y el apellido materno de mi vieja castellanizado. Quedó que ni mandado hacer. La prueba está en que las caras de vinagre se dulcificaron, y como yo ya sabía que me los había metido en el bolsillo me levanté y condescendí a charlar mano a mano con todos ellos. Al rato me comunicaron que me iban a alojar en palacio lo cual era un honor y yo lo lamenté porque estaba seguro que no había baños, como que no había, y me consolé pensando que en ese momento no había no digo baños sino ni un inodoro y ni una mísera cámara aséptica en toda Castilla, así que puse cara de emoción.

—Al final resulta que no sos un caradura como yo creía sino un cara de goma.

—Depende. Cuando me dejaron solo que quiere decir que me dejaron con tres sirvientes que corrían por todos lados y para mí que no hacían nada, me tiré en una cama que tenía un montón de cortinas pero era comodísima, y me dormí.

—Cómo podés dormir en medio de las cosas que te pasan, es algo que no me explico.

—Si no pudiera quedarme dormido cuando hace falta, hace rato que hubieran dejado de pasarme cosas.

—¿Hago más café?

—Estaba por preguntarte qué estás esperando. Como a las dos horas vinieron a despertarme con mucho aparato y me trajeron la ropa esa que te dije, todo encima de un almohadón. Hasta un sombrero había, mi Dios. Y una espada. Los zapatos eran los dos para el mismo pie y casi pegué el grito pero me di cuenta a tiempo que faltaba una punta de años para que los hicieran distintos. Me puse todo y así entré a la sala del trono o lo que fuera.

—Contá, contá cómo fue.

—Un aburrimiento, lleno de anuncios, marchas, contramarchas, golpes de bastón y yo qué sé. Y todos tenían un olor a chivo que volteaba. Y hacía calor. Y yo ya me estaba pudriendo de la monarquía española.

—Castilla y Aragón.

—Lo que sea. Del protocolo ni me acuerdo, pero ¿querés que te diga una cosa? Isabel era bastante linda, no tan linda como doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte y más jovata pero linda. De cara por lo menos, de lo demás ni idea con todo ese traperío infecto. Fernando tenía un tic y abría y cerraba los ojos cada cinco segundos. De haber sido uno de los muchachos del café, le hubieran puesto letrero luminoso, seguro. Y adiviná quién estaba al costado del trono.

—El curita de morondanga.

—Justo.

Se oyó un siseo en el jardín y sonó un trueno pero la gata no se inmutó.

—Llueve —dijo Trafalgar—, ¿no te decía yo? La combinación de lluvia y café me hacer recordar a la festividad de los rayos en Trudu. ¿Sabés lo que es Trudu?

—No, pero supongo que será algo donde siempre llueve y donde en vez de agua, de las canillas sale café.

—¿Trudu? No. Para empezar no hay canillas y para seguir llueve una vez cada diez años.

—Regio para cultivar arroz.

—Aunque te parezca mentira cultivan arroz, claro que no el que vos conocés. Y además la lluvia.

—¡No me interesa! —le pegué el alarido tan fuerte que la gata abrió los ojos y hasta hizo un comentario por lo bajo—. Quedate con Trudu, te lo regalo, pero seguí con tu presentación en la corte y con el curita y con Isabel y con Fernando.

—A Fernando lo podés ir archivando sin remordimientos de conciencia. Ahora, Isabel —volvió a sonreírse y dos sonrisas de Trafalgar en una sola mañana son un record— era bastante linda, sí, pero todo un macho con los huevos muy bien puestos. Se le veía en los ojos y en que aunque tenía una boca más que pasable, la podía afinar hasta que parecía una cuchillada. Y los hombros bien echados para atrás, el cuello largo y las manos fuertes. Yo dije esta mina me va a dar un disgusto.

—¿Y el curita?

—Ahí tenés, fue el curita el que me dio el disgusto aunque por el momento la iba de mosquita muerta. Esa vez sí ya me llamó la atención que apareciera siempre en las reuniones importantes, que estuviera tan cerca del trono y que nadie pareciera darle bola. Alcancé a pensar que seguramente no era lo que parecía pero con tanto cuidado como tenía que tener con lo que decía y hacía, lo dejé para después. No te olvides en lo que estaba metido. Tuve que volver a contar mis aventuras, invocando para mis adentros a Marco Polo, a Edgar Rice Burroughs, a Italo Calvino y a los anales de geografía. Me salió muy bien: estaban todos pendientes de lo que yo decía, se asustaban cuando había que asustarse y se reían cuando había que reírse. La volví a ver a doña Francisca María Juana.

—De Abramonte Soler y Torrelles.

—De Soler y Torrelles Abramonte, vos harías peor papel que yo en la corte, y al vejete que babeaba y bufaba alternativamente. Fernando cerraba y abría los ojos cada vez más seguido y movía la nariz y posiblemente las orejas. Isabel en cambio llegó a ablandar la boca y sonreírme y parece que eso era flor de privilegio. Y hablando de privilegios, hasta comí esa noche con sus majestades, lo que no es poco decir.

—Qué tal la comida.

—Pobrona. Frugal, que queda más elegante. Y de los modales de sus majestades en la mesa mejor no hablemos. De los míos tampoco porque sin tenedores no es mucho lo que se puede hacer en materia de gestos finolis. El curita no estaba, menos mal. Pero fue ahí donde me hablaron de Colón. Para entonces yo ya me estaba empezando a acostumbrar y me sentía como una figurita en un compendio de historia, pero eso ya era demasiado. Y más cuando pregunté si podía conocerlo y me dijeron que al día siguiente lo esperaban en la corte donde los iba a poner al tanto de cómo iban los preparativos para la expedición. No sé si fue la comida que además de escasa era un mazacote o la perspectiva de conocerlo personalmente aunque no fuera el verdadero, que en realidad sí era, pero tenía como un peso en el estómago. Suerte que no duró mucho la cena porque según parece había que acostarse temprano. Cosa que hice. Temprano y acompañado.

Otro trueno, más siseos, más café.

—Como yo ya me lo maliciaba, o a lo mejor eran nomás las ganas que tenía, despaché a los sirvientes, me saqué el traje ridículo ése, me comí las uñas pensando en café, cigarrillos, un libro de Chandler, Jackaroe, televisión, cualquier cosa, y esperé. Vino como a la medianoche cuando yo ya había apagado las velas pero todavía no quería darme por vencido y dormirme. Me enteré que el viejo tenía un cargo que lo obligaba a ir de inspección a los cuarteles, a los mercados o no me acuerdo adónde, antes que amaneciera, y para eso se acostaba a las seis de la tarde, y se levantaba a las once y media, la encerraba con llave y se iba.

—Y cómo hizo para salir.

—¿Vos te creés que se ha inventado la llave que sirva para tener encerrada a una mujer? Haceme el favor. Y tenía cómplices, claro. Dejó de guardia a una vieja que al lado del marido parecía miss mundo, y se me vino derecho a la cama.

Se quedó callado.

—Trafalgar, no te me pongás discreto.

—Por esta vez lo siento pero sí, voy a ser discreto.

—¿Y yo cómo hago para escribir tus memorias?

—A lo mejor algún día te cuento. Lo único que te digo es que yo no fui el primero en ponerle cuernos al viejo. Eso en vez de enojarme, vos sabés que yo soy un libertino confeso y por lo tanto me gustan castas y pudorosas, me alegró, porque no había derecho a que la chica no se vengara de los manoseos de semejante marido. Sabía vengarse, te aseguro. Cuando amaneció, la vieja golpeó la puerta y ella se fue toda apurada. Digo yo, ¿te pensás que estás en Castilla en el siglo quince que no hacés más café?

—Te va a quitar el apetito tanto café.

—Guita a que no. Te invito a almorzar.

—No, te invito yo.

—Vamos a ver.

—Qué vamos a ver ni qué cuernos. Te quedás y listo. Y hablando de cuernos, seguí.

—Pasé la mañana de bacán, cada vez más desesperado por fumar y tomar café, pero de bacán. Rodeado de señoronas y señorones, contando mis aventuras, paseando por el palacio, y por los jardines que no valían nada. Después de almorzar me entrevisté de nuevo con Isabel que me mandó llamar y ahí estaba otra vez el curita. Como siempre solo y con cara de infeliz pero bien ubicado. Me había olvidado de él, calculá, con la noche que había pasado, pero ya empezó a preocuparme y tal vez fue por eso que no me agarró sin perros o que por lo menos si perdí, perdí sin hacer papelones. Tuvimos con Isabel una larga conversación sobre filosofía, religión, política y, agarrate, matemáticas. Me defendí como un león. ¿Te acordarás lo que te dije de ella? Con todo, la había subestimado. Inteligente, pero muy inteligente. Y además informada sobre todo lo que había para saber en ese momento. Y sobre todo dura como corazón de usurero. No sé si me anoté tantos a favor pero que empatamos, empatamos.

—Usté porque es culto, don Medrano.

—No me vino mal saber algunas cosas porque para algo estaba ahí el curita.

—Ya sé. Era de la Inquisición.

—Peor. Con esos cinco siglos de ventaja pude desenvolverme bien y estuve de acuerdo con ella en todo haciendo como que daba mis propias razones aunque las tripas se me retorcieran con las barbaridades que estaba diciendo. Cuando justificábamos acaloradamente la reconquista, anunciaron a Colón.

—Aia.

—Qué te pasa.

—Estoy emocionada.

—Yo también estaba.

—Cómo era, qué te dijo, qué hizo.

—Estaba loco.

Se me cortó la respiración, pero después lo pensé mejor:

—Claro —dije—, todos ellos estaban locos.

—Todos ellos quiénes.

—Tipos como Colón. Como Héctor, como Gagarin, como Magallanes, Bosch, Galileo, Durero, Leonardo, Einstein, Villon, Poe, Cortés, Cyrano, Moisés, Beethoven, Freud, Shakespeare.

—Pará, pará que vas a volver loca a toda la humanidad.

—Ojalá. Vos ya sabés lo que yo pienso de la cordura.

—A veces estoy de acuerdo con vos. Pero te digo que estaba loco: iba a hacer cualquier cosa, cualquiera, engañar, matar, arrastrarse, sobornar, estafar, lo que fuera, con tal de meterse en el mar con sus tres barquitos. Que allá eran cuatro: la Santa María, la Pinta, la Niña y la Alondra.

—Andá, ¿en serio?

—En serio. Había detalles, ya te dije. Y ahí, pensando en los barquitos y en lo que iban a tener que pasar esos pobres desgraciados, se me ocurrió la gran idea, pucha que soy otario.

—¿Qué idea? Ay, Trafalgar. ¿Qué hiciste?

—Cambié el curso de la historia, nada más que eso. No me di cuenta en ese momento: solamente le tuve lástima. Lo admiraba, le tenía un poco de miedo no por desconfianza como al curita sino por lo heroico, por lo agónico que había en el hombre, pero por sobre todo eso sentí compasión. Peligrosa la compasión. Pensé pobres tipos, ¿para qué van a sufrir meses en el mar, muriéndose de hambre, de superstición y de escorbuto, si yo los puedo llevar a América en media hora?

—Qué bárbaro. Pero claro, ¿cómo no ibas a pensar en eso?

—Sí. Claro que no lo podía decir directamente; o mejor, sospeché que como estaba el curita delante, lo más hábil era no decirlo directamente Así que pedí permiso para conocer los barcos y me fue graciosamente concedido por su majestad. Abrevio: pasé dos días más de bacán y dos noches más de amante de doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte, y al tercer día nos fuimos a Palos de Moguer. Como el curita vivía más o menos pegado a la pretina de Isabel, no vino con nosotros, para mi tranquilidad.

—Los barcos, ¿cómo eran los barcos?

—Si eran así los que descubrieron América acá, no me explico cómo llegaron. Me llevó a verlos todos por fuera y por dentro el Almirante. Ya era Almirante. Y Visorrey y Gobernador General de las tierras que iba a descubrir y le tocaba un décimo de las riquezas que iba a encontrar. Como te digo, me daba lástima y por eso estaba más convencido que nunca que los tenía que llevar yo. Se lo propuse frente a un botellón de vino, no te imaginás qué buen vino pero yo extrañaba el café, y aunque sabía ya todo de mí y de mi carroza volante del Catay, no quería encarar el brete. No tenía mucho entusiasmo por el tema, y se largó a hablar de Ptolomeo y de Plinio y del Imago Mundi, de astronomía, de cosmografía y de cómo llegar a Cipango por el oeste. El Preste Juan andaba mezclado con los cuadrantes, Eneas Silvio con las tablas de navegación de Kordesius. Me habló bien de Garci Fernández y mal de Fray Juan Pérez y bien y mal del rey de Portugal y bien de Isabel. Yo seguía insistiendo en llevarlo a América, quiero decir a Cipango en mi carroza volante, y él no decía que sí. Entonces volvimos a la corte y allí expuse mis intenciones y el curita no me miró ni una sola vez. A Isabel le hicieron falta tres segundos para darse cuenta de las ventajas de una expedición fulminante. Fernando no sé porque no hablaba. Y el curita ni mu. El Almirante seguía sin convencerse: puso mil inconvenientes y se los rebatí uno a uno. Pensé que no quería que yo le robara la gloria del viaje pero no era eso, si él no sabía si iba a haber gloria o no. Yo sabía, pero él no. Y lo que quería por sobre todo no sé si sería la gloria, lo que quería era demostrar que tenía razón. Terminé poniéndome a sus órdenes y me autodesigné piloto de la carroza. Pero mis fintas mucha importancia no tenían desde que Isabel había decidido que sí.

—Entonces América no se descubrió el doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos.

—Claro que no, allá no. La descubrimos el veintinueve de julio de mil cuatrocientos noventa y dos. Pero antes tuvimos que pasar por las ordalías inquisitoriales, con inspección, cánticos, incienso y misas. Y no te imaginás lo que fue la despedida de doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte que se creía que me iban a devorar los monstruos de finis terras, la pobre, tenía una cabecita muy despierta pero era muy ignorante, qué querés.

Soñó un rato con doña Francisca María y demás y yo me fui a vaciar el cenicero esperando que reaccionara.

—Metimos a las tripulaciones de los cuatro barquitos en el cacharro.

—¿Cabían?

—¿No te dije que había vendido quinientos tractores en Eiquen? Quinientos diecinueve. Sobraba lugar. Los tipos estaban muertos de miedo y rezaban o se hacían los valentones pero pálidos se habían puesto. Y todo alrededor, aguantándose el calor del mediodía porque yo quería llegar a América de mañana, los reyes, la corte, el clero, el ejército y el pueblo. Yo les había explicado que muy cerca no convenía estar, pero fue una lucha para conseguir que se alejaran, hasta que cuando vi que la curiosidad podía más que los soldados, prendí los motores y recularon como ovejas. Adentro, un silencio de muerte. Claro que cuando levantamos empezaron los gritos. Menos mal que había un tipo macanudo, Vicente Yáñez, el capitán de uno de los barquitos, y dos o tres matones demasiado brutos o demasiado de avería como para tener miedo, de esos que más vale no encontrarse de nochecita por Ayolas o Convención, que los amenazaron a todos con despedazarlos si no se dejaban de armar lío. Volé bajito, sobre el mar, con todas las mirillas en transparencia para que no se perdieran nada. Pero yo del viaje ni me acuerdo. Con el pretexto de manejar me encerré a tomar café y fumar, por fin. Lo único que me faltaba era el diario. Ahí si me ven los caras de vinagre sí que me entregan a la Inquisición.

Pensé en una América descubierta por cien atorrantes barbudos y analfabetos, un loco y un hombre de otro mundo a bordo de una nave interestelar: la locura es una gran cordura, como dice Bernard Goorden.

—Pusimos cuarenta y cinco minutos porque fui despacio —dijo Trafalgar—. A las nueve menos diez de la mañana desembarcamos en San Salvador porque yo me hacía ilusiones de respetar la historia como si con ese pedacito de verosimilitud pudiera arreglar lo que había hecho. El Almirante y Yáñez casi no podían creer que ya estábamos al otro lado del mundo y entre los tres nos dio un trabajo bárbaro hacérselo comprender a los otros y eso que habían visto las costas y el océano. Bajamos, tomamos posesión, hubo discursos y rezos y mientras el Almirante lloraba y escribía informes, Yáñez y yo recorríamos el lugar y nos metíamos en el mar. Cazamos, pescamos, comimos, y a la tarde los llevé a recorrer el mar de las Antillas que también Caribe llaman. Estuvimos dos días en Cuba y tres en Haití. Como no había restos de barcos, no construimos fuertes. Al quinto día arreamos a todos entre Yáñez y yo porque el Almirante no servía para mucho obsesionado con sus demostraciones de Cipango por el oeste, y me los llevé a dar la vuelta al mundo.

—Pobre Magallanes.

—Ni me hablés. Ésa es una de mis preocupaciones menores. Aunque supongo que cuando me vine, el rompecabezas que dejé habrá tendido a recomponerse solo. Fulero el rompecabezas. No sólo di la vuelta al mundo lo más pegado al suelo o al agua que podía, sino que subí y subí hasta mostrarles a todos que sí, que su mundo era redondo, y de paso, que era una joya que nadie se merecía y de paso también que eso adonde habíamos estado no era Cipango sino América aunque yo no dije América. Ya habían dejado de tener miedo y los trastornos eran ahora de otro tipo. Sanitarios, para decir la verdad. Pero volvimos a Castilla por el este y nos recibieron en palacio y hubo festejos que sumados a los cuernos que entre doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte y yo le poníamos al marido, me dejaban hecho bosta.

—¿Y el curita?

—Por ahí andaba, como siempre. Pero yo empecé a vigilarlo y me enteré, sin preguntar porque el instinto me decía que no convenía hacer averiguaciones y yo por el instinto tengo un respeto bárbaro como que me ha sacado de más de una, me enteré de quién era el curita.

—Disculparás pero no estoy muy fuerte en historia.

—Te presto una biografía de doña Isabel y vas a ver. Pero bueno, se hace tarde y tenemos que resolver lo del almuerzo.

Debía ser cierto que era tarde porque la gata estaba bien despierta.

—Para seguir enquilombando la historia hicimos cinco viajes más: llevamos colonos; no conquistadores, fijate bien, colonos. Llevamos animales, arados, muebles, barcos, maestros, médicos, cronistas, albañiles, herreros, ebanistas, de todo. Eso sí, soldados, los menos posibles. Curas tuve que llevar muchos, más de los que hubieran sido necesarios y convenientes.

—Entonces, allá, ¿en eso se transformó la conquista?

—No sé en qué se transformó porque tuve que salir rajando. Lo único que sé es que deslicé gloria y honores para el lado del Almirante, aunque algo me cayó encima a pesar mío, y que sugerí el asiento de ciudades a fundar y hasta dibujé los planos con lo que me acordaba de cada una de ellas. Tal vez allá si ya empezaron a existir y si van a seguir existiendo, Buenos Aires, Lima, La Habana, Santiago, Nueva York, Quito, son obra mía, indirectamente pero mía. Brasil y toda América del Norte de eso estoy seguro, ya están a medio colonizar por Castilla y Aragón. ¿Te das cuenta de lo que hice?

—¿Estás arrepentido?

—No.

—¡Cómo que no!

—Y, no, te digo que no. Un poco inquieto, pero no arrepentido. Inquieto porque no sé quién va a inventar el teléfono y quién va a ganar la segunda guerra mundial, y porque no sé para qué lado van a agarrar otros factores que si lo pensás, no son nada desdeñables, mayas, aztecas, incas por un lado, para no acordarnos más que de los más importantes. Portugal, Inglaterra, Francia por el otro. Inglaterra sobre todo. ¿Qué te parece que hará en su momento la homónima de mi reina?

—Te hubieras quedado y hubieras seguido enredando las cosas por lo menos para asegurarte de que todo iba a ser completamente distinto.

—¿Te parece? No, a mí no. En primer lugar, aunque hubiera querido quedarme, que no quería, hubiera necesitado media vida por lo menos, y tampoco hubiera podido.

—Gracias al curita.

—Imaginación no tenés pero lo disimulás. Gracias al curita. Y en segundo lugar, enredando demasiado las cosas no hubiera conseguido nada como no fuera terminar con la esperanza de que dentro de quinientos años haya allá otro Trafalgar Medrano que a lo mejor es curioso y llega hasta acá y mete la pata y cambia el curso de la historia, que tal como va hasta ahora un cambio no vendría nada mal.

A mí también estuvo a punto de fallarme el de la zurda. Una mujer que se llamara como yo, ¿tendría una gata de albañal con aires de princesa? ¿Se iba a sentar dentro de cinco siglos en su cocina a escuchar el relato de un viaje que había hecho un hombre que se llamara Trafalgar Medrano a un mundo verde y azul en un sistema de nueve alrededor de una estrella del otro lado de un universo infinito, simétrico y aterrador?

—Voy a tomar un poco de café yo también —dije.

La gata saltó al suelo. ¿Y esa mujer se preguntaría si cinco siglos antes había habido una mujer que?

—Dale de comer que tiene hambre —dijo Trafalgar.

—Callate —le contesté—. Dejame pensar.

—Ya vas a tener tiempo de pensar. Dame café a mí también y te cuento cómo terminó todo.

Le di carne picada a la gata y le di su café a Trafalgar y me tomé yo el mío que estaba demasiado caliente.

—Dos meses estuve allá —dijo—. Tiempo suficiente para que entre mi carroza volante y yo empezáramos a colonizar un continente entero. Ya llegaba el otoño a Castilla y Aragón y acá era primavera, quiero decir allá, ya me comprendes, cuando una mañana un poco como ésta pero más desconsolada, al salir de mis habitaciones me encontré con el curita. Me di cuenta que me había estado esperando y me olió mal. No el curita sino lo que se me venía encima. El curita era uno de los pocos tipos pulcros que andaban por la corte. El hábito o la sotana o como se llame eso, estaba muy usado y brillante en los codos y hasta remendado, pero no te volteaba con el olor. No tenía olor. Doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte tampoco: y como ella había algunos que no olían. No es que se lavaran; cuestión de glándulas sería, me supongo.

—Bueno, pero ¿y el curita?

—Ya te dije que no olía.

—No te me hagás el difícil. Qué quería.

—Que me fuera, qué iba a querer. El curita tenía sus aspiraciones. Había favorecido los planes del Almirante no porque creyera que se podía llegar a Cipango por el oeste, y ni qué decir que ni se soñaba que en el oeste hubiera otro continente, sino por si acaso. Un buen jugador de sintu a la combativa podría llegar a ser el coso ése. Lo que él quería era el poder, y el poder oculto, que es tan satisfactorio como el otro y mucho menos peligroso.

—Pero si ya lo tenía ¿por qué no se quedó tranquilo?

—El poder, no sólo en Castilla y Aragón sino en todos los mundos posibles. Aprendé humildad y desinterés vos. Y para eso yo le molestaba. Porque él se había limitado a bordar intrigas pero yo había hecho cosas importantes y visibles. Yo no sólo había favorecido la expansión del reino, y qué cacho de expansión, sino que había actuado con eficiencia sobrenatural y las almitas mezquinas y no convencidas como la suya, se sienten muy mal cuando tienen que mirar de frente a lo sobrenatural.

—Nunca entenderé la sed de poder.

—Sos medio sonsa vos, no hay nada que hacer. Allí en el corredor me habló por primera vez. Tenía una vocecita igual a la sotana: vieja y remendada. Me dio los buenos días aunque ya no era hora como para buenos días, y me preguntó si no creía yo que la verdadera sabiduría consistía en servirse de las fuerzas del adversario en provecho propio. Yo no estaba para mesas redondas a esa hora, sin desayunar y después de una noche más bien agitada, pero tenía que saber lo que se traía entre manos y le dije que sí, que en ciertos casos podía ser una actitud acertada. Se sonrió y me dijo que observando mis manejos, así me dijo, observando mis manejos, él había hecho precisamente eso. Yo empecé a caminar para donde sabía que había algo de comer, y él al lado mío. Y entonces me dijo que tenía que advertirme que ya no me necesitaba. Como yo no le contesté, me largó esto: «Ha llegado el momento de que se vuelva por donde vino, señor de Medrano». Ahí me paré y le dije que eso lo decidía yo. «Ah, no, no, no», me dijo, y me explicó que si yo no me iba inmediatamente, él denunciaba como adúltera a doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte, como adúltera de mantener relaciones carnales con un súbdito de Satanás. Me di cuenta que el tipo tenía todos los ases en la mano y que yo estaba frito, porque si él podía demostrar eso, y podía, todo lo que habíamos hecho se venía en banda, pero alcancé a pelear un poco más. Inútil. El curita tendría el hábito remendado pero para mí que tenía guita escondida en el colchón: había comprado a mis sirvientes y a algunos de los que habían embarcado conmigo en los viajes. Yo no sólo me acostaba con una mujer casada sino que bebía extraños brebajes negros y echaba fuego por la boca y la nariz cuando estaba solo. Con esos testigos, y algunos otros que siempre se podía conseguir con poca plata o con mucho miedo al infierno, la Inquisición se iba a dar por satisfecha. Me rendí y le pregunté qué quería. Quería que me fuera, eso era todo. Si yo me volvía ese mismo día a los avernos de donde había salido, él no iba a mover un dedo para perderme ni tampoco para echar abajo la conquista, digo, la colonización, porque no le convenía eso. ¿Y ella?, le pregunté. Ella le importaba tres pitos. Como te dije, no era la primera vez que retozaba con otro, y al curita, que lo sabía, la moral y las buenas costumbres le interesaban mucho menos que mover los hilos del trono. Así que me fui.

—Una lástima.

—No sé. Era un buen momento para desaparecer. El Almirante ya no iba a morir pobre y abandonado sino cubierto de gloria y honores y oro. Nadie iba a matar y hacerse matar buscando Eldorado, y toda América iba a hablar español algún día.

—¿Estás seguro?

—No, claro que no, pero puedo darme el lujo de presumirlo. De modo que inventé a toda máquina una expedición a Australia para ver qué se podía hacer por aquel lado, pensé seriamente en meter de contrabando en el cacharro a doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte y decidí que no, dije hasta luego a todo el mundo y espérenme para la hora del té y chau piba y me fui. El que quería a toda costa ir conmigo a Australia era Yáñez, pero como estaba a cargo de una gobernación en el nuevo mundo, le hice ver que lo de él era más importante y se quedó. Y ella habrá llorado hasta encontrarme un sustituto y yo habré pasado a la leyenda como el héroe tragado por lo desconocido y el curita se sentará secretamente en el trono que gobierna todo un continente.

Nos quedamos callados, Trafalgar y yo. Después fui a ver si seguía lloviendo, y sí, seguía lloviendo, pero estaba empezando a aclarar por el sur. La gata salió al jardín, inspeccionó la cuestión clima y volvió a entrar con las patitas mojadas y yo protesté. Trafalgar seguía sentado a la mesa de la cocina frente a una taza vacía.

—En el viaje tuve tiempo de pensar muchas macanas —dijo mientras yo registraba la heladera—. Espero que el curita haya conseguido lo que quería y no se meta con ella. Y que el viejo se haya muerto de peste negra. Y que Yáñez sea Visorrey de América del Norte. Y que algún día, bueno, vos sabés.

—Ajá —le dije—. ¿Qué preferís? ¿Riñoncitos al vino blanco con arroz o fideos a la manteca negra y un bife de hígado con perejil?

Una decisión para dentro de quinientos años no es broma:

—Riñoncitos —dijo.