Nous nous retrouverons…

(Nos volveremos a encontrar).

Johann Kaspar Lavater

Mucho antes de que Morán atravesara como un loco la ciudad, se acercara jadeando al número 7 de la calle San Francisco de Asís, balbuceara la noticia y se echara a llorar en un rincón, con la cara tiznada y la camisa abierta, Antonia tuvo la certeza de que Francisco de Miranda no era más de este mundo.

Acababa de meter en un banasto la ropa limpia que debía de llevarle al día siguiente, y entonces descubrió que se le había quedado afuera una camisa blanca. Cuando la cogió para doblarla, sintió que le faltaba el aire y tuvo la impresión de que aquella camisa se había estremecido. La dejó caer y se tumbó en la cama, sin atreverse a rezar ni a desvestirse, en espera de que alguien viniera a darle la noticia. A las seis de la mañana, su criada le llevó a la cama el té y la vio sudando el miedo, entonces le sugirió que se quitara por lo menos el vestido negro.

—¿Para qué? —repuso Antonia—. Dentro de un rato tendré que volver a ponérmelo.

Había amanecido por completo cuando sintió los golpes en la puerta, y poco después Morán se le plantó delante, con el rostro congestionado y los ojos más desorbitados que de costumbre.

—A la una y cinco de la madrugada. Vomitó tres veces y luego dejó de respirar.

Ella se mantuvo serena, apartó unas hebras de cabello que se le habían pegado al rostro y esperó a que el otro se calmara.

—No me han dejado enterrarlo. Primero se llevaron el cadáver, luego vinieron por el colchón con las sábanas, y al punto regresaron y recogieron todo lo que quedaba: la ropa y los zapatos, y los dos libros que usted le había llevado. Cargaron hasta con la bacinica y lo quemaron todo en una hoguera que prendieron en el patio.

Antonia fijó la vista en la camisa que colgaba al borde del banasto: las mangas desoladas, vacías por dentro y por fuera, todo el universo se había esfumado allí, en la súbita manera en que se convirtió en tela sin rumbo. Pensó que la ropa sin sentido de los muertos era el sentido de la muerte. Morán se le acercó temblando.

—Yo sólo he podido salvar esto.

Le extendió un cuaderno con las tapas cuarteadas y un cartapacio repleto de papeles. Ella los miró con recelo, sin atreverse aún a tocarlos, pero el otro la apremió con un gesto. Antonia lo colocó todo sobre su falda y abrió primero el cuaderno:

SOUVENIR pour des

VOYAGEURS CHÉRIS

Hojeó lentamente aquellas páginas y leyó en voz alta la inscripción final:

à Zuric,

Lundi ce 9 Juillet 1787

Johann Kaspar Lavater

—Son los pensamientos de un viaje —musitó—. El autor se los dedica a Francisco.

—Ahí dentro —agregó Morán, señalando el cartapacio—, hay varias notas, casi todas para la Casa Turnbull. Y copia de una carta que mi amo le escribió al coronel Simón Bolívar.

—¿A Bolívar? —preguntó ella sin fuerzas, y volvió a clavar la mirada en la camisa sórdida, inútil, muerta de rabia—. Hace muchos años lo pude salvar de Macanaz, pero ¿quién podía salvarlo de Bolívar? No mencione ese nombre en mi presencia, Morán, no lo mencione más.

El criado se llevó una mano a los ojos, y a Antonia le pareció que sollozaba. Siguió revisando el cuaderno y acarició las páginas amarillentas con los escritos de Lavater. 1787: el mismo año en que ambos fueron viajeros fortuitos; forasteros inmóviles en un mundo extraño que transcurría a toda velocidad. «Nos volveremos a encontrar», pensó. Sacudió la cabeza, la invadió una soledad terrible.

—Aparte de esto, ¿no le dejó ningún otro recado?

Morán se destapó los ojos y movió la cabeza. El día anterior, cuando se presentó el fraile dominico a confesarlo, su patrón le había gritado que lo dejara morir en paz. Al atardecer se quedó dormido y cerca de la medianoche comenzó a quejarse de una punzada en la cabeza. Poco después se desmayó y no volvió en sí.

Antonia se puso de pie, se dirigió a la cómoda que había en su alcoba y guardó los papeles de Francisco. Al volver al saloncito, caminó resuelta hacia el banasto, recogió la camisa y la olfateó por los sobacos.

—Todavía huele a sudor —murmuró apesadumbrada, doblándola deprisa—. Nunca las lavan como es debido.

Morán permanecía clavado frente a la ventana y a Antonia la entristeció el perfil de pera de su cabeza rapada, y los contornos voladizos de sus dos orejas, bien recortados contra la luminosidad de los visillos.

—Gracias por haber venido —le dijo—. Ya sé que usted hizo lo que pudo.

—¿Quiere que le diga algo al peruano?

—Al pobre Sauri… Agradézcale por haber cuidado de Francisco y llévele esa ropa limpia. Seguramente le sacará buen provecho.

Pero el hombre continuó inmóvil y Antonia volvió a derrumbarse sobre la butaca.

—Si al menos pudiera averiguar dónde lo enterraron. La mujer y los hijos, allá en Londres, querrán saber.

—Mucho me temo que lo han quemado con todas sus cosas —barruntó Morán.

Ella sudaba tanto, que la tela del vestido se le había pegado a la espalda.

—Y eso no es bueno —añadió el otro—. Si lo quemaron, se quedará el alma en pena vagando por las Cuatro Torres.

La criada entró en ese momento para descorrer las cortinas y ofrecerles té. Entró la claridad implacable, una marea irrespetuosa que volvió todo al revés. Antonia buscó el rostro de Morán y se asombró de ver aquellos ojos transfigurados y borrosos. El hombre bajó la vista y se encogió en una esquina, como si la claridad del sol también lo hubiese herido.

—¿Sufrió mucho antes de morir?

—No lo creo. La calentura ya no lo dejaba pensar. Le dijo a Sauri que usted iba a llevarle un pájaro para que lo curara.

Bebieron el té en silencio y, cuando la criada regresó para recoger las tazas, Antonia le ordenó que cerrara nuevamente las ventanas.

—Yo ya me voy —anunció Morán—. Si no se le ofrece nada más…

Ella lo vio coger el banasto con la ropa limpia y dirigirse dando tumbos a la puerta.

—¿Quiere que le dé aviso a alguna persona?

Antonia no le respondió de inmediato. Se llevó una mano a la boca y comenzó a morderse las uñas.

—Váyase de una vez, Morán.

Permaneció durante varias horas sentada en la penumbra, apenas sin moverse, y poco después del mediodía, su criada se le acercó y le puso al frente un cuenco humeante. Antonia se sobresaltó y la miró alelada, como si acabara de llegar de lejos.

—Me había quedado dormida.

—Pues si no va a comer como Dios manda —le dijo la criada—, al menos tómese ese caldo.

—Hace mucho calor —balbuceó ella.

—El mismo que ha hecho siempre en Cádiz por el mes de julio. El mismo que hizo hace cien años y el mismo que hará dentro de doscientos.

—Dentro de doscientos —susurró Antonia—, nadie se acordará de nosotros. ¿Te acuerdas de él, Domitila?

—Un poco, sí. Me acuerdo del día que usted estaba muy grave y él se apareció en la casa de la princesa Ghika con la estampita de la Virgen Negra.

Antonia se embozó el rostro con un extremo de la falda y dejó escapar un gemido.

—Eso es lo que tiene que hacer —susurró la otra y le acarició el pelo—. Llore un poquito su merced, llore para que el alma de ese pobre viejo pueda elevarse.

—Se quedó esperando por un pájaro…

—¿Y qué más da? En el lugar donde está ahora tiene todos los pájaros que quiera.

Ella levantó la vista y se quedó prendada de la expresión radiante de esa mulata sabia, que se lo fue diciendo muy bajito, como si terminara de contarle un cuento:

—Pájaros blancos, figúrese, que celebran los maitines cantando igual que los cristianos.

—Caradrios…

—Pájaros —pronunció alto y claro—, le digo que son pájaros y están allí, donde se acaba el viaje.