N’oublie rien de ce dont l’oubli te tourmenterait.

(No olvides nada de aquello cuyo olvido te atormentaría).

Johann Kaspar Lavater

—Te hablo de la princesa Ghika, ¿la recuerdas?

—También debe de haber muerto.

—Claro que murió, Francisco. Hace mucho, tú estabas aún en Rusia.

Él volvió a toser y ella le limpió las comisuras con un pañuelo empapado en agua de colonia.

—No pudo haber sido cuando yo estaba en Rusia —musitó con la voz mortecina que se le había puesto desde el día anterior—, porque mucho después me la encontré en París.

—Imposible —dijo Antonia—. Ghika de Moldavia murió en Kiev el mismo año en que estalló la guerra con Turquía.

Francisco hizo un gesto de impaciencia y preguntó por su criado.

—Morán debe de estar al llegar —respondió ella—. Le encargué que trajera naranjas para ti y un poco de jamón para el pobre Sauri, que ha pasado dos noches en vela, cuidándote.

A la enfermería de la prisión de La Carraca, por esa época del año, no entraba más que la brisa amodorrada que soplaba desde el noroeste, y alguna que otra ráfaga extraviada sobre el Caño de la Cruz, un viento sucio que empujaba olores viejos y el eco de las voces recogidas al vuelo en la explanada. Eso duraba apenas un segundo, y luego se aquietaba el vaivén de las cortinas divisorias, y el edificio quedaba hundido en un sopor ardiente y lastimero.

—Quisiera volver a la cuadra alta —musitó Francisco—. Aquí no se soporta el calor.

—Ya pronto —mintió ella—. Los médicos dicen que en cuanto te mejores podrás volver a la Torre.

—En cuanto me mejore… lo primero que haré será buscar la forma de escapar a Rusia.

Empezó a jadear y Antonia se apresuró a abanicarle el pecho y el rostro. Entonces lo oyó balbucear el nombre de «Ghika», lo dijo dos veces en lo que parecía un intento por recuperar cierta lejana imagen.

—Claro que la recuerdo —insistió con la voz algo más clara—. La vi en París, en el noventa y cinco.

—Estás confundiéndola, Francisco.

—¡Juro que no! —gimió irritado—. Estoy seguro de que la volví a ver en el salón de Delfina de Custine. Se me plantó delante, me tomó por un brazo y me habló de un pájaro que le diste en Kiev.

Antonia meditó unos instantes y sacudió la cabeza, como quien intenta apartar un mal pensamiento. Volvió a empapar el pañuelito y limpió el cuello y el pecho del enfermo.

—La confundes, pero es natural. No puedes recordar a todo el mundo.

—A Ghika la recuerdo bien. Me acuerdo de su dedo quemado.

—No tenía tal quemadura. Yo misma le saqué el dedil cuando murió: era un dedo exactamente igual que los demás.

—Lo dudo —intentó sonreír—. Ya nada podía ser igual para aquel dedo.

—¿Y del viejo? —prosiguió Antonia, tratando de mantenerlo alerta—. ¿No te acuerdas del criado? Se hacía llamar Ígor, pero su verdadero nombre era Ursul. El yerno de Ghika lo mencionó cuando le fui a entregar las pertenencias de la difunta.

Francisco levantó el brazo, apuntó con el índice al vacío.

—El día que la vi en el salón de Delfina, sí, ese día se hacía acompañar por un joven cíngaro que se llamaba Ursul, ¿o era Rasul?

Antonia se estremeció y hubo un silencio largo sobre el cual sobrevoló aquel nombre que sonaba a pájaros.

—Ígor era demasiado melindroso para ser cíngaro —musitó ella al cabo de un rato—. Recuerdo que una vez, yendo de camino a San Petersburgo, pasaron unos kirguisos vendiendo carne de caballo y Ghika le ordenó que bajara a comprarla. Regresó lívido, el pobrecito se moría de asco.

—Camino de San Petersburgo —silabeó Francisco—. Aquello nunca fue un camino. Era como una música. Cierro los ojos y ya no puedo verlo, pero puedo oírlo.

La gruesa puerta de la enfermería se abrió con un macabro chirrido de goznes, y un hombre de ojos achinados y orejas voladizas, con la cabeza mal rapada y una vieja chaqueta de indiana llena de remiendos, se acercó a Antonia y le entregó las naranjas.

—El jamón ya se lo di al peruano.

Ella le dio las gracias y tocó suavemente el hombro de Francisco, que había vuelto a cerrar los ojos.

—Aquí está Morán. Voy a pelarte una naranja.

Luego se dirigió al recién llegado, que se había quedado de pie, junto a la cama, y le entregó un aguamanil vacío.

—Vaya por un poco de agua, Morán.

Peló la fruta sobre su falda y la dividió con sabiduría, sin lastimar ni un solo gajo. Cuando hubo terminado, comenzó a acercar los trocitos a la reseca boca del enfermo.

—Nunca supe cuánto tiempo estuviste con Potemkin —le susurró Francisco, tomándole una mano.

—Todo el que pude. Pero hubiera estado con él hasta el final si me lo hubiera pedido.

El calor había arreciado y, mientras él masticaba, ella le secaba el sudor del rostro.

—Tenía mucho miedo de volverse loco —recordó Antonia—. Me dijo que había visto a Orlov en el asilo y que no quería morir de esa manera.

—Poco faltó —agregó Francisco y rechazó el último gajo de la fruta.

Ella se lo echó a la boca, masticó con calma mirando hacia ningún lugar, y calculó el tiempo transcurrido desde la madrugada en que llamaron a las puertas de su casa en Kiev para anunciarle que el Príncipe de Táurida había muerto. Casi veinticinco años, suspiró. Al enterarse, salió enseguida hacia Otchakov para besar las mejillas de su amante, pero Varvara, la sobrina de Potemkin, la detuvo en los alrededores de Cherson con un mensaje escueto: que no se molestara en seguir adelante, porque no le permitiría acercarse al cadáver. Regresó a Kiev sin despedirse de Potemkin, y sin volver a ver esa ciudad en la que, por esas mismas fechas, su prima Teresa agonizaba víctima de un garrotillo tardío, que la mató de asfixia en dos semanas.

La voz ronca de Francisco la devolvió a la realidad de la prisión y de la canícula que abrasaba el aire.

—Contaban en Londres que durante la ocupación de Otchakov, cuando los soldados de Potemkin hallaban niños turcos escondidos en alguna cueva, los lanzaban al aire y los ensartaban con las bayonetas.

—Puede que haya sido así —repuso secamente Antonia.

—También dijeron que Potemkin solía desquijarar a los prisioneros con sus propias manos, y a veces los cegaba pegándoles un carimbo en los ojos.

—Se han dicho muchas cosas —lo esquivó de nuevo y volvió a pasarle el pañuelo perfumado por las mejillas. Notó entonces que la piel de la cara estaba tan adherida a los pómulos, que había tomado un tinte terroso, moteado de amarillo junto a las mandíbulas, y de gris a la altura de las sienes.

—Sigues sudando —disimuló conmovida—, y esa es buena señal.

Ella tampoco conservaba demasiada lozanía en aquel rostro que ya apenas se empolvaba, con tal de no mirarse mucho en el espejo. Sus ojos rasgados, que un oficial prusiano de paso por Cherson alabó en aquel tiempo como los más ardientes que había visto, se empezaban a fundir bajo el peso de los párpados, y la piel flácida de las mejillas, cubierta de manchitas, se le replegaba un poco sobre las comisuras. El sol de Cuba, adonde regresó tras la muerte de Potemkin, a la larga resultó más dañino que los fríos de Rusia. Volvió a La Habana convertida en otra, o en nadie, y su padre, bastante enfermo por aquella época, le aconsejó que se cuidara del sol y conservara su blancura rusa. Muchos años después, cuando pensaba que ya jamás se movería de esa ciudad donde se había casado y enviudado, le llegó una carta: Francisco de Miranda, arrestado en La Guaira y encerrado en una prisión de Puerto Rico, necesitaba de ella. Se palpó el cuello, afeado por una constelación de verruguitas que no habían cedido ni al jugo de limón ni a la leche de higos. De Puerto Rico, lo habían llevado a Cádiz, y Antonia se había instalado allí, se quedaría el tiempo que fuera necesario, cuidándolo hasta que fuera libre.

—Potemkin era un hombre de extremos —le oyó decir a Francisco—. De la mayor altivez, a la mayor condescendencia; de los más ricos trajes, a los más vulgares; de la comida más exquisita, a la más ordinaria. La última vez que lo vi estaba tan borracho, que al despedirse me besó en la boca.

—Aquel día… Tenía que haber estado muy borracho para hacer lo que hizo.

Francisco afirmó con la cabeza y ella se mesó lentamente los cabellos, aquellas mechas grises que en nada recordaban ya el negro esplendor de su juventud. La peor parte, sin embargo, se la había llevado su dentadura. En Cherson, lo recordaba con nostalgia, había padecido el primer dolor de muelas de su vida, una punzada miserable que coincidió con los primeros besos que le dio Francisco. En aquella ocasión pudo aliviarse haciendo buches de agua alcanforada y oprimiendo contra la mejilla hinchada una botella caliente. Pero con el paso de los años, esos remedios habían surtido cada vez menos efecto, y poco a poco había tenido que desprenderse de unos cuantos dientes.

—Macanaz estaba enfermo. Tenía el gálico muy avanzado.

—Nada de eso —lo contradijo una vez más Antonia—. Lo acababan de operar de una fístula o algo así.

—Te digo que era el gálico. Todo San Petersburgo lo sabía.

Antonia se encogió de hombros: no valía la pena revolver el pasado, ni convenía que Francisco se agitara discutiendo por tales pequeñeces.

—Sólo sé que cuando entraron a buscarte —recordó sonriendo—, Macanaz traía la mano puesta en la entrepierna, y que después Potemkin, para hacerle burla, hizo lo mismo.

Se rieron juntos y Francisco trató de agregar algo, pero le sobrevino otro acceso de tos, mucho más fuerte que los anteriores. Antonia vertió en un vasito de peltre el agua que acababa de traer el criado y lo ayudó a incorporarse para que la bebiera. Cuando se le pasó la crisis, él tan sólo atinó a preguntarle la fecha.

—Estamos a doce de julio —respondió Antonia—. Ya está entrando el atún a la bahía, ¿no sientes el olor? Toda la ciudad hiede a pescado.

No, ya ni siquiera sentía el olor del agua de colonia. Chasqueó los dedos para llamar al criado y le pidió que le diera la carta que le había dictado esa misma mañana. El hombre rebuscó entre los papeles que llevaba en el bolsillo y extrajo un sobre doblado que le extendió a su patrón.

—Quiero que leas esto —dijo él, pasándoselo a Antonia—. Lo único que falta es que le pongas la fecha.

Ella sacó la hoja y la desdobló con cuidado, acercándosela a los ojos. Ya no lo podía posponer por más tiempo: tenía que comprarse unas antiparras. Luego se aclaró la garganta y comenzó a leer:

—«Muy señores míos, la señora Antonia, que vivía en la calle de San Cristóbal (Isla de León) número cuarenta y seis, vive ahora en la calle de San Francisco de Asís número siete, para lo que ustedes gusten mandar y ella pueda servirles».

Se hizo un breve paréntesis y Francisco agregó:

—Esa carta es para el señor Ross, en la plaza de Gibraltar. El dinero que me han enviado desde La Guaira es muy posible que lo reciba él, y en ese caso se comunicará contigo.

Antonia asintió, volvió a guardar el papel dentro del sobre y lo ocultó en su escote, debajo de la blusa. Notó que a Francisco le comenzaban a temblar las piernas y le hizo seña al criado para que se acercara.

—Tendrás que conseguir una botella de aguardiente. Habrá que darle una friega esta noche.

El enfermo hizo un gesto indescifrable con la mano y luego la dejó caer blandamente sobre la falda de Antonia.

—Potemkin estaba desnudo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó ella.

—De aquel día, en lo del conde Valentini. Cuando apartaron las mantas, creyendo que iban a encontrarme allí, se dieron de bruces con Potemkin.

—No era Potemkin, sino De Ribas. Potemkin llegó después y los echó de allí, a Macanaz y al hombre que lo arregló todo.

—El turco aquel…

—Mitad turco y mitad ruso. Su mitad turca trabajaba para Macanaz, y su mitad rusa se encargó de traicionarlo y contárselo todo a Potemkin. Les sacó muy buen dinero a ambos y ese mismo día escapó a Crimea.

Francisco apretó los párpados, ella no supo si por dolor o por hacer memoria.

—Me imagino que tú también estarías desnuda.

—Nada de eso —repuso ella—. Yo estaba vestida, y hasta tenía una estola encima cuando me levanté para decirles que a esas horas el coronel Francisco de Miranda estaba a salvo, atravesando el golfo rumbo a Estocolmo.

Él volvió a pedirle agua y Antonia le acercó el vaso a los labios, pero viendo que ya no tenía fuerzas para incorporarse, le pasó un brazo por debajo del cuello y le sostuvo la cabeza. Sintió el chasquido de la boca lívida que trataba de beber con ansia, y cuando lo acomodó de nuevo sobre la almohada, la conmovió la certidumbre de que aquel cuerpo decrépito y cansado se acercaba a su fin.

—En Rusia me dijeron que tú y yo nos parecíamos —oyó de nuevo el hilo de su voz, ya tan distante.

Ella ladeó la cabeza y puso el vaso en su lugar.

—¿Ah, sí? ¿Quién dijo tal cosa?

—En Cherson me lo dijo Teresa Viazemski.

—Siempre fue una buena zorra —recalcó Antonia, sin la menor intención de contener el antiguo bandazo de rencor que le apretó los labios.

—Y en San Petersburgo, el general Levshev me lo hizo ver durante aquella fiesta en lo del príncipe De Ligne.

—Dicen que uno termina por parecerse a la gente que quiere —suspiró Antonia.

—Pero tú querías a Potemkin —le recordó Francisco.

—Eso fue después. Y todavía hoy me parezco a él. Se me está cerrando este ojo, ¿ves? Y mi plato favorito sigue siendo el potaje de esturiones.

Él ya no sudaba y, al tocarle la frente, Antonia comprendió que la fiebre volvía por sus fueros.

—Lo único que me gustaría saber —murmuró grave, con los ojos llenos de lágrimas—, es si al fin y al cabo voy a tener que morirme en La Carraca.

—Para saber eso —trató de bromear ella—, tendría que traerte un caradrio.

—¿Un caradrio?

—Ese pájaro adivino que se inventó Ghika.

—Siempre me han gustado los pájaros —desvarió Francisco—. A veces sueño que desembarco en una isla donde no existe más que un árbol. Me acerco y veo que no tiene hojas, lo que parecen ser hojas son miles de pájaros sobre las ramas, y cuando llego a ellos, cuando voy a tocarlos, se desparraman por los aires.

El soldado que custodiaba afuera dio un par de golpes en la puerta y les advirtió a través del ventanillo que ya era hora de que Antonia se marchara. Ella volvió a estirar las sábanas y colocó entre los dedos del enfermo el pañuelo que había estado usando para secarle la frente.

—Antes de viajar a San Petersburgo, yo también solía soñar con los Jardines de Verano. Luego Potemkin me llevó y ya no volví a soñar con ellos.

La enfermería estaba en penumbras, y Antonia prendió la lámpara de aceite que estaba en la mesita junto al lecho.

—Como Sauri ha descansado todo el día, podrá cuidarte bien esta noche. Mañana te mandaré un buen caldo con Morán.

Francisco permaneció callado, pero cuando Antonia estaba ya en la puerta, lo escuchó balbucear unas palabras. Dio media vuelta y vio el perfil inmóvil, como el de una máscara.

—¿Me estabas diciendo algo?

—Nada, Antonia, que en lugar del caldo deberías mandarme uno de aquellos pájaros, ¿cómo les llaman?

—Lo haría con gusto. Pero te juro que no sé dónde encontrarlos.

Le pareció que él continuaba hablando y se desesperó por no poder oírlo, pero el soldado la conminó a salir y se interpuso para cerrar la puerta. Avanzó por el corredor iluminado con antorchas, sintió un roce en la cara y, antes de doblar por el primer recodo, tuvo un presentimiento y paró en seco. El silencio de aquel lugar la sofocaba, y la sofocaban el olor a musgo, el tufo de las pociones fermentadas y los apósitos resecos. Suspiró hondo y sollozó el nombre de Francisco, y antes de que pudiera darse cuenta rebotó la palabra endurecida, chisporroteó en la llama azul y se enredó en su pelo, como las alas de un murciélago, como otro absurdo pájaro irascible.