Entre mille voyageurs, il y a à peine cent qui sachent précisément pourquoi ils voyagent…
(Entre mil viajeros, apenas cien saben precisamente por qué viajan).
Johann Kaspar Lavater
Después de varias semanas de andar viajando por atrechos inmundos y caminos fantasmales, una llovizna abrillantada y fría la recibió en San Petersburgo.
Por mucho que Ghika se esforzó en describirlo, Antonia no pudo imaginar el espectáculo que se iba a abrir ante sus ojos. Asomada a la ventanilla del carruaje, vio discurrir una ciudad radiante, más solemne de lo que pensaba, muy distinta a la que vislumbró en aquellas noches febriles de Cherson, cuando sobre su cuerpo adolorido aún batallaban el lapislázuli y la muerte. De vez en cuando le daba olor a pescado, a pescado crudo y a hojarasca viva; esa hojarasca que barajaban en el suelo las ventolinas que soplaban desde el golfo. Como en un sueño, llegó a entrever las sendas bifurcadas bajo el abrazo de los tilos y la suave luz violeta del atardecer.
—Son los Jardines de Verano —le pareció escuchar la voz de Ghika.
Fue la anciana princesa quien más le insistió para que continuara el viaje. ¿Tenía algo mejor que hacer en otra parte? ¿Deseaba acaso volver a Cherson, o ir a enterrarse con su padre en Cuba? No, no había ningún camino más ancho y venturoso que aquel que la llevaba a San Petersburgo. Y aun cuando Ghika y su viejo criado habían quedado sepultados en Kiev, ella siguió adelante, impulsada por el ansia que extraía de ese recuerdo de parajes sumergidos, donde las aguas mandaban, y los pájaros, chorreando, obedecían.
El carruaje pasó frente a los muelles del Nevá y el panorama que desde allí se divisaba la apaciguó como si fuera un bálsamo. Llegaban hasta ella olores nuevos: el efluvio dulcemente pútrido del cieno y el aroma algoso de las escolleras. Una veintena de hombres, encorvados sobre la avanzadilla, se ocupaba de alinear la carga de barriles y fardos, algunos de ellos destrozados, con la arpillera hecha jirones.
—Deténgase —le gritó al cochero.
Su criada, adormilada, se frotó los ojos.
—¿Ya llegamos?
—Todavía no —le dijo Antonia—. Sigue durmiendo.
Bajó del carruaje y caminó lentamente hacia el embarcadero. Los estibadores, azorados, se descubrían al verla pasar y Antonia notó que la brisa, tibia y bienhechora, arrastraba por su cara las últimas gotas de lluvia. Había escampado sobre San Petersburgo, o al menos sobre aquella parte de la ciudad, y enfrentada de pronto a la infinita cordura del paisaje, se relajaron sus nervios y comprendió que ya no sentía nada. Ni el desprecio implacable por Teresa Viazemski, ni el coraje cerrero por Francisco. Ni siquiera podía sentir demasiada tristeza por la desaparición de Ghika. «Un espíritu antiguo», pensó, «alguien que ya no va a volver».
—¿Quiere que la llevemos al otro lado?
Antonia contempló la frágil embarcación que le ofrecían, una especie de caique destartalado y sucio, y miró la cara tosca y achinada del hombre que prometía cobrarle medio rublo por la travesía.
—Otro día —respondió.
Volvió al carruaje y le gritó al cochero que continuara sin detenerse hasta Petrushkin. Su criada Domitila, que se había espabilado por completo, le ofreció una naranja que ella rechazó. Poco después oyeron abrirse los portones de hierro que resguardaban los jardines del palacio, y Antonia descubrió, desde el carruaje, que allí también contaban con una Casa de Calor de dimensiones similares a la que tanto la había impresionado en Cherson. Salió a recibirla la suegra de Naritchkin, una anciana de modales suaves que peinaba cabellos largos y azulinos, y que leyó ahogada en llanto la carta de recomendación que le había escrito la princesa Ghika.
—Así que murió en Kiev —dijo emitiendo el último sollozo—. Siempre supo que se moriría allí.
Aunque el dueño de la casa y sus dos hijas estaban pasando el día en el campo, regresarían a tiempo para cenar con la invitada. Antonia fue llevada entonces a una habitación con vistas al agua y al invernadero que la seducía, pero, antes de dejarla a solas, la suegra de Naritchkin hizo un gesto teatral: se llevó el dorso de la mano a la frente y le dedicó una sonrisita necia.
—¡Qué memoria la mía! Tengo una carta para usted.
Metió la mano en el bolsillo de su falda y extrajo un sobre lacrado que Antonia tomó con asombro.
—Nadie sabe que estoy aquí.
Se retiró con otro gesto en falso, sin darle explicaciones, y Antonia se puso a mirar el sobre por ambos lados, como si tratara de adivinar el contenido. No tenía remitente, sólo su nombre, y ni siquiera consideraron necesario escribir las señas del lugar donde se hospedaba. «Viene de aquí», pensó, «de algún lugar de San Petersburgo». Rasgó el papel y extrajo una hoja escrita con la letra convulsa y redonda de la gente impaciente o muy apasionada. En lugar de leer las primeras líneas, buscó la firma con la esperanza de hallar el nombre de José Amindra. Entonces descubrió que la firmaba el coronel M. de Ribas y en ella le decía que Su Alteza, el Príncipe de Táurida, quería ofrecerle un desagravio por lo que había sido aquel fugaz y desgraciado encuentro de Cherson. Que fijara ella la fecha y la hora, y que le confiara el billete a la misma persona que le había hecho entrega de esa carta.
Antonia apartó las colgaduras y se tumbó en la cama. Ghika, finalmente, había avisado a Potemkin de que ella iba de camino a San Petersburgo y se estaría hospedando en la casa de Naritchkin. Aún después de muerta, el fantasma obstinado de la princesa seguía rondándola con una sola idea fija: que se lanzara en brazos de aquel oso repugnante.
—De ninguna manera —se prometió a sí misma, y rompió el papel en pedazos.
En los días que siguieron, ningún miembro de la familia Naritchkin se atrevió a tocarle el tema. Antonia, mientras tanto, aprovechó esa pausa para salir al campo con las mujeres de la casa y visitar los suntuosos comercios de los que tanto le había hablado Teresa. Algunas mañanas, sin embargo, se quedaba deambulando por los jardines de Petrushkin y observaba a lo lejos, del otro lado del río, el abejeo de albañiles y criados que remozaban el palacio de Potemkin. El Príncipe de Táurida tal vez no estaba allí. Pero por la prisa que se daban todos en terminar las obras, era evidente que llegaría de un momento a otro.
Una mañana, cuando entraba a la Casa de Calor, se encontró de frente con la suegra de Naritchkin, que traía en las manos un azafate con cerezas. La anciana se detuvo y la invitó a que tomara alguna fruta. Antonia recordó los cuentos infantiles de las brujas que hechizan a las niñas, haciéndolas tragar un filtro que embuten dentro del corazón de una manzana. Aun así, tomó unas cuantas cerezas y, mientras las masticaba, pensó que acaso esa mujer no fuera la suegra de Naritchkin. La pulpa de la fruta estaba dulce y fresca, y cuando al fin la hubo tragado, sintió sobre su espalda el peso de una idea a la vez trágica y rotunda: estaba en presencia de la princesa Ghika, del alma rediviva de aquella griega terca que había venido tras sus pasos a fin de hacer cumplir su última voluntad.
Aquella misma noche sacó el pequeño cofre de madera y se sentó junto a la ventana de su alcoba, por la que todavía entraba tanta claridad que pudo prescindir de la luz de las velas. Extrajo el broche que le regaló Teresa y la estampita de la Virgen Negra de Rocamadour. En el fondo encontró un papelito doblado que releyó en silencio: Pablo Grigulévich, lugar llamado Ribestzkaya, camino de la Petite Morskoy, San Petersburgo. Luego escribió dos cartas muy breves. Una de ellas la envió a la dirección de Grigulévich. La otra la retuvo consigo hasta la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar y coincidió en la mesa con la suegra de Naritchkin.
—Gracias por las cerezas —le dijo en tono cómplice.
La anciana la miró con suspicacia y Antonia le mostró el pequeño sobre lacrado.
—Quiero que se lo haga llegar a la misma persona que le entregó aquella carta.
El primero en responder fue Pablo Grigulévich. Se apareció en Petrushkin con un ramo de flores de parte del señor Pedro de Macanaz, y no habló de Francisco de Miranda hasta que Antonia, por voluntad propia, tuvo a bien mencionarlo: ella quería saber cuándo lo esperaban en San Petersburgo.
—Llegará en cualquier momento —respondió Grigulévich—. Aunque tengo entendido que usted lo ha visto en Kiev.
Antonia afirmó conturbada. No se explicaba cómo aquel hombre podía tener conocimiento de un encuentro que, hasta ese momento, ella suponía secreto.
—Todavía no estoy segura de que quiera tomar parte en ese asunto… Ni siquiera sé lo que le harán a Francisco.
Pablo Grigulévich movió de un lado para otro sus pupilas, y Antonia tuvo la impresión de que viraba los ojos en blanco.
—Enviarlo a España, eso es lo único que haremos. Allá debe responder a la justicia por los delitos cometidos. Estará en prisión algún tiempo.
Enseguida intentó asegurarse de que Antonia no vacilaría.
—Si no lo detenemos nosotros ahora, los rusos lo mandarán a Alaska.
Para beneplácito de Grigulévich, ella preguntó qué tenía que ver Francisco con Alaska.
—Mucho, señora. Quizá todavía él no lo sepa, pero Potemkin tiene planes de enviarlo al frente de una expedición que partirá hacia el norte del Pacífico. Irá primero a Kamchatka.
—Kamchatka…
—La expedición allanará el camino para que los mercaderes rusos que andan por la isla de Kódiak vayan cayendo sobre las tierras que Miranda tratará de sublevar. Al final, cuando se metan de lleno en California, los mismos rusos querrán deshacerse de él y lo matarán, si es que antes no perece de frío, o a manos de algún salvaje.
Antonia echó hacia atrás la cabeza y se quedó mirando los dibujos del artesonado. Ángeles y monos. Volutas e hipocampos. Pájaros sin mácula, con dos pequeños cuernos como los de un caradrio. Miró fijamente a Pablo Grigulévich y él le sostuvo la mirada.
—Me pregunto por qué usted, siendo ruso, trata de evitar que eso suceda.
—No nací en Rusia —rectificó Grigulévich—. Pero esa es otra historia que no viene a cuento.
Una semana más tarde, la suegra de Naritchkin entró en la alcoba que ocupaba Antonia y, sin decir palabra, le entregó otro sobre.
—¿Por qué no se lo dio a mi criada?
La anciana negó con la cabeza. Al día siguiente, Antonia se arregló con su mejor vestido, pero en lugar de colocarse una peluca elaborada, prefirió dejarse los cabellos al natural, añadiéndoles apenas dos o tres postizos que disimuló con hebillas de nácar. Finalmente, se acomodó uno de los sombreritos de verano que le había comprado a monsieur Raffí. Cuando estuvo lista, hizo llamar a la suegra de Naritchkin.
—Ahora, dígame cómo puedo cruzar al palacio de Potemkin.
La anciana le contestó impertérrita.
—Abajo la están esperando.
Bajaron juntas las escaleras y juntas atravesaron el salón. Salieron al jardín y caminaron un largo trecho aplastando las diminutas florecitas amarillas que habían crecido sobre el césped. Cuando estaban muy cerca de la orilla del río, Antonia divisó una especie de góndola adornada con flores, en cuyo centro habían clavado un enorme parasol de rayas. La suegra de Naritchkin, sin atreverse a abrir la boca, dio media vuelta y se alejó, pero Antonia tuvo que continuar por un pequeño puente de madera improvisado sobre el barro. Los dos hombres que conducían la embarcación la ayudaron a sentarse y luego soltaron amarras. Navegaron por varios minutos, bordeando el pequeño delta cubierto de arbustos que se alzaba en mitad del río, y antes de desembarcar, Antonia observó que tres monjes, como tres inmensos cuervos, avanzaban al mismo tiempo en dirección al malecón de granito. Uno de ellos, cuyo hábito negro aleteaba con la brisa, se adelantó por fin en el instante en que ella se puso de pie para saltar a tierra. El hombre echó hacia atrás la capucha y le tendió una mano.
—Bienvenida —pronunció a su manera, en su rugiente lengua.
Antonia reconoció el contacto de esos dedos rasposos, de uñas retintas y carcomidas.
—Me alegro de volver a verla.
Sintió el calor de aquella mano aferrada a su antebrazo y percibió el aliento crudo de Potemkin, que era como el aliento abrasador de un animal de fábula.
—La he estado buscando.
Antonia pensó un instante en Francisco, y aún tuvo otro instante para preguntarse qué estaba haciendo allí, caminando a la vera de aquel monje demente. Bien mirado, no había ni un solo rasgo amable en el rostro del Príncipe de Táurida; ni siquiera un rincón de su carne que le hubiera sido grato besar o acariciar.
—Acabo de llegar de Crimea. Nadie sabe que estoy en San Petersburgo.
Se sentía como ebria, atrapada en ese vértigo de arrojo en el que poco a poco se embotaban sus sentidos.
—Ni siquiera Su Majestad Imperial sabe que estoy aquí.
Potemkin trataba de halagarla y Antonia, mientras tanto, hizo un esfuerzo para convencerse de que estaba allí por despecho. Pero la figura de Francisco se le antojaba tan remota y escurridiza, que no tuvo más remedio que confesarse la verdad: estaba allí porque se había vuelto loca.
—He mandado a preparar comida. La travesía le debe de haber abierto el apetito, ¿no es así?
No, tampoco aquella era la verdad. No estaba loca. Estaba más cuerda y lúcida que de costumbre y, sin embargo, cuanto más miraba el rostro bárbaro de Potemkin, cuanto más veía sus dientes feroces y ennegrecidos, más se convencía de que sería incapaz de amarlo.
—Y tenemos un excelente vino de Hungría.
Fueron derechos al aposento donde habían preparado la mesa. En el lado opuesto, bajo la ventana, Antonia divisó un canapé con muchas mantas en desorden. Y vio otra vez, tirados por doquier, varios huesos y cáscaras de frutas, como si acabara de comer un mono. Detrás de ellos, las puertas se cerraron y Potemkin se colocó de frente, mirándola con su única pupila dislocada y turbia.
—Ghika me escribió diciéndome que usted también me había buscado.
—Pero Ghika murió —se estremeció ella.
Potemkin se acercó hasta rozar con su barbilla la frente y la nariz de Antonia. Luego dio unos pasos hacia atrás y tomó de la mesa un platillo humeante del que comenzó a comer, ayudándose con migas. Sin miramientos y con la boca llena, la conminó a que probara las criadillas de jabalí. Ella se acercó, llena de asco, y probó de otro platillo que aún estaba intacto. Ambos permanecían de pie, masticando en silencio, midiéndose tranquilamente. Cuando Potemkin hubo terminado, tomó de la mesa un gran vaso de vino que se bebió de una gorgorotada. Acto seguido, lanzó el vaso al aire por encima del hombro, fue hacia un rincón y se deshizo del disfraz.
—El monje que me lo prestó debe de haber estado cundido de pulgas.
Se rascó el pecho y caminó desnudo hacia el canapé, desde donde extendió su mano tratando de alcanzar a Antonia. Ella no vaciló un solo momento, serenamente se acercó, buscando en el rostro ansioso de Potemkin la clave imprescindible de toda su obediencia. Aún tuvo tiempo para rememorar las luces de su sueño, y cuando casi se asfixiaba bajo el peso y los olores de aquel oso embriagado, vio descorrerse ante sus ojos las copas henchidas de los tilos y la silueta carnal de alguna estatua que fulguraba con un color de sangre. Potemkin le acercó la boca untuosa y desalmada:
—Te llevaré a los Jardines de Verano.