C’est assez singulier…
(Es bastante singular…).
Johann Kaspar Lavater
—Anímese, le traigo buenas noticias.
Pedro de Macanaz se incorporó en el lecho y soltó un dolorido bostezo. Cuando concluía ese malsano invierno del norte y, con él, la amenaza latente de los sabañones, comenzaba el martirio de las noches blancas. A la hora de dormir, aún había tanta claridad que se podía leer a la intemperie. Y cuando se pensaba que iba a oscurecer, aquel amago de crepúsculo se diluía en una madrugada lechosa, que poco a poco iba reverberando con la luz.
—No he podido pegar ojo.
Sin esperar a que lo invitaran a sentarse, Pablo Grigulévich arrastró una silla y la colocó junto a la cama.
—Verá como la noticia que le traigo lo espabila por completo.
El otro movió la cabeza apesadumbrado. Entre las noches blancas y el dolor de la entrepierna… Hizo una seña hacia su bajo vientre, justo donde las mantas delataban cierta nacencia indecorosa.
—¿No se ha aliviado todavía?
—Bah, ayer mejoró un poco y hoy volvió a empeorar. Gulchah me pone unos fomentos.
No en balde, pensó Grigulévich, había notado ese olor tan peculiar. Era un aroma de almendras mezclado con los efluvios de ciertas especias orientales. Pero era también como un tufillo metálico y amargo, algo que él sin querer relacionó con filtros y ponzoñas.
—Miranda —le dijo Grigulévich— está desde ayer en San Petersburgo.
Macanaz hizo un gesto de incredulidad.
—Llegó anoche, y mañana tendrá oportunidad de conocerlo. Habrá una fiesta en lo del príncipe De Ligne, y tengo entendido que él ha sido invitado.
—¿Una fiesta? —replicó Macanaz—. ¿Cómo cree que puedo presentarme así en ninguna parte?
—Alguna manera habrá de solucionarlo —lo atajó Grigulévich—, pero creo que por nada del mundo debería faltar.
Un criado entró en la alcoba portando la bandeja con el desayuno. Macanaz olfateó el aroma de su chocolate y luego levantó la servilleta que cubría un par de bizcochos.
—¿Qué se sabe de Antonia de Salis?
—De ella precisamente trata la buena noticia que vengo a darle.
Grigulévich siempre ocultaba una carta dentro de la manga. Cosas de rusos, se dijo Macanaz. Ya se lo habían advertido Fitz-Hebert, Ségur, Serra Capriola, y todos aquellos extranjeros que, por haberlos padecido tanto tiempo, los conocían al revés y al derecho: de los confidentes rusos no había que fiarse nunca. Claro que Grigulévich no era del todo ruso, ni tampoco un confidente en el sentido estricto. Hijo de una comadrona turca, que se aplicó a sí misma sus mejores artes para traerlo sano y salvo al mundo, el hombre había nacido en el mar de Mármara, en las bodegas de un caramuzal que navegaba de Gallípoli a Escútari. Fue en esta última ciudad donde pasó sus primeros años, hasta que el padre, un comerciante ruso, se lo llevó a vivir consigo a San Petersburgo, le dio una buena educación y de paso le dejó asegurado el porvenir. Por otra parte, nadie lo contrataba sino para misiones delicadas, que precisaran de algo más que de la confidencia. Que precisaran, por así decirlo, de un poco más de acción.
—¿Ha logrado dar con ella?
—Mejor que eso —respondió el otro—. Fue ella la que dio conmigo.
Macanaz dejó en el aire el bocado que intentaba darle a uno de los bizcochos.
—¿Quiere decir que ella lo fue a buscar?
—Envió por mí, que es más o menos lo mismo. La visité hace unos días en la casa de Naritchkin, en ese lugar llamado Petrushkin. Está dispuesta a colaborar.
—Quizá se haya asustado —agregó Macanaz—, temerá que el padre se entere de sus correrías.
—Nada de eso —susurró Grigulévich, mientras sacaba del bolsillo de la casaca una cajita de rapé.
—Y si no es por miedo al padre, dígame usted, ¿por qué motivo nos va a ayudar?
Pablo Grigulévich aspiró golosamente su tabaco.
—Por amor, don Pedro, nos ayudará por amor.
A Macanaz le costaba decirle: «Explíqueme eso». Le costaba ceder a esa estúpida trampa que no tenía otro fin sino ponerlo rojo de la impaciencia, y acaso elevar en unos cuantos ducados adicionales el precio ya bastante alto que exigía por sus servicios.
—Explíqueme eso.
Grigulévich, por su parte, seguía tratando de identificar aquel olor acibarado y resbaloso que llenaba la habitación. Ni siquiera el aroma del rapé lograba distraerlo de la hedentina encubierta que flotaba en torno al lecho.
—Parece que Antonia de Salis está muy decepcionada. Se me figura que Miranda no la ha mimado mucho últimamente.
—¿Y qué esperaba ella? —preguntó Macanaz—, ¿acaso no sabía con la clase de truhán que se estaba enredando?
Se escucharon unos golpecitos en la puerta, Pedro de Macanaz dijo: «Adelante» y la bailarina tártara entró ceremoniosamente llevando una jofaina cubierta por una servilleta. Grigulévich sintió que aquel desconcertante olor se intensificaba y le horadaba la nariz.
—Son mis fomentos —explicó Macanaz—. Pero eso puede esperar.
Gulchah miró de reojo al visitante y, antes de retirarse, le hizo una inclinación con la cabeza.
—Antonia de Salis —continuó Grigulévich— asegura que podrá atraer a Miranda a la casa del conde Valentini.
—¿Pero ya le informó que será en lo de Valentini?
—De ninguna manera. Le hablé simplemente de una casa, de un lugar discreto y seguro. Le he recomendado, además, que no trate de comunicarse con Miranda hasta que yo se lo indique. Lo principal es que él se sienta cómodo y confiado en San Petersburgo.
Macanaz saltó de la cama y, ante los ojos pasmados de Grigulévich, se quitó el gorro de dormir y se alisó con la mano sus escasos mechones. Por debajo de la bata de noche, justo al nivel de la entrepierna, se elevaba el espolón de sus tormentos.
—Ya ve en qué estado me encuentro.
Pablo Grigulévich trató de disimular su azoro.
—Pero algún modo habrá de encubrirlo, ¿o no?
—Y lo que duele —añadió Macanaz—. No sabe usted las noches que estoy pasando.
—Lo que he venido a decirle —cortó rápidamente el otro—, es que el caso de Miranda está a punto de resolverse. Ya lo tenemos aquí, vigilado por gente de toda mi confianza. Sólo falta que la señora de Salis haga su parte.
—Yo me iré tan pronto como esto termine —afirmó Macanaz—. Lo aprueben o no en Madrid, no voy a pasar otro invierno en San Petersburgo.
La charla prosiguió un buen rato, hasta que Gulchah reapareció sin anunciarse, se acercó a la jofaina y levantó la punta de la servilleta. En su extraña jerigonza, advirtió que los fomentos se estaban enfriando, y al decirlo miró fijamente a Grigulévich. El aludido comprendió y se despidió de Macanaz.
—Mañana pasaré a buscarlo.
—Veremos qué se puede hacer —respondió mientras se abandonaba a los cuidos de su camarera.
Al día siguiente, cuando el criado abrió la puerta a Grigulévich, le advirtió que su patrón ya lo esperaba arriba. Nada más verlo llegar, Macanaz se le plantó enfrente y lo miró a los ojos:
—No quiero hacer el ridículo, así que sea sincero, ¿cómo me ve?
Grigulévich bajó la vista y descubrió que el espolón de la entrepierna había cambiado de forma. En su lugar, observó una media lomba mucho más discreta.
—Casi perfecto —admitió—. Y la casaca lo cubrirá del todo.
Macanaz suspiró aliviado.
—Eso me ha parecido a mí también.
Salieron hacia las diez de la noche, pero la claridad y los niños en los parques no hacían suponer que fueran más de las cinco de la tarde. El carruaje enfiló por la calle de la Línea Inglesa, donde todavía a esas horas paseaban familias enteras, y cuando se detuvo por fin frente al palacete que ocupaba Charles de Ligne, Macanaz se volvió hacia Grigulévich y le confesó que aquel francés no le inspiraba demasiada simpatía.
—¿Francés, De Ligne?
—Bueno, él insiste en que es francés en Austria, austríaco en Francia, y las dos cosas en Rusia.
—En Rusia —acotó Grigulévich—, es tan sólo un bribón.
Antes de entrar a la fiesta, Macanaz se abrió un poco la casaca para cerciorarse de que el encubrimiento seguía intacto.
—Gracias a los fomentos —susurró—. Creo que al fin me están surtiendo efecto.
—A propósito —dijo Grigulévich—, ¿quién se los ha recetado?
—En realidad me los prepara Gulchah según la fórmula que se utiliza en la Tartaria. Pero sé que contienen algo de escordio, vid salvaje, sangre de comadreja, limadura de líquenes…
Grigulévich tragó en seco y se alegró de que el recuento se hubiera interrumpido. Quedaba atrás la sosegada atmósfera de aquellas calles y se abría ante los ojos de ambos hombres el hervidero colosal de un baile en el que parecía haberse volcado la ciudad completa. Macanaz quedó extasiado ante la gracia y la sensualidad de dos mujeres que sacudían sus carnes al compás de una danza cosaca.
—La más rubia —reveló Grigulévich— es la hija de Naritchkin.
—Merece la pena, pero no la cambio por mi bailarina.
Se separaron poco después. Grigulévich se dirigió al salón de juegos y Macanaz se unió al grupo donde el conde de Cobenzl, recién llegado de Kiev, relataba las maravillas de su viaje al sur. Una mujer quiso saber si habría guerra con Turquía, pero Cobenzl esquivó la pregunta y continuó alabando los ricos trajes de los magnates lituanos; la belleza casi pecaminosa de los adolescentes circasianos, y la cuidada apariencia, embelequera y regia, de ciertos oficiales cosacos. La misma voz femenina preguntó entonces si era verdad que la Emperatriz había abofeteado al rey de Polonia.
—¿Quién ha dicho semejante infamia? —gritó Cobenzl, súbitamente enrojecido.
Pedro de Macanaz se empinó un poco y dirigió la vista hacia el lugar de donde provenía la voz. Entonces vio a la condesa de Sievers.
—Lo dice todo San Petersburgo —afirmó ella sin amilanarse.
Se hizo un silencio incómodo, y el príncipe De Ligne, quien acababa de sumarse al grupo, soltó una carcajada.
—San Petersburgo, señora, está muy lejos de Kaniv y parece que las noticias llegan muy cambiadas. ¿Quién puede abofetear a un hombre tan correcto como Estanislao Poniatowski?
—Se ha dicho que Poniatowski rompió a llorar —insistió la otra.
—Estaba muy afligido —admitió Cobenzl—. Después de todo, invirtió más de tres meses y sabrá Dios cuántos millones para estar cerca de la Emperatriz. Y ella sólo se dignó recibirlo un par de horas, y eso en presencia de Potemkin.
Macanaz se percató de que el rostro de la mujer se demudaba al oír el nombre del Príncipe de Táurida.
—Potemkin volvió al sur, ¿no es cierto?
Cobenzl se encogió de hombros.
—La verdad es que desapareció en Kharkov. Ya se veía muy cansado.
Macanaz sintió que lo tomaban por un brazo. Se volvió y vio a Grigulévich, quien venía acompañado de una mujer de porte llamativo, con unos ojos que derrochaban jactancia, o ironía… Volcánicos ojos que le evocaron de inmediato las pupilas abisales de su bailarina tártara.
—Le presento a Antonia de Salis.
La había imaginado de otro modo. La nariz recta, más propia de varón, le daba acaso un aire demasiado severo. Pero esa impresión duraba nada, apenas un momento y se desvanecía al contemplar el rostro en su conjunto: la mirada sedosa y la manera de entreabrir los labios, los entreabría para escuchar, como si ese gesto la ayudara a entender.
—Tengo excelentes referencias de su padre —le dijo Macanaz, después de los saludos.
Antonia endureció la expresión y Macanaz miró un momento a Grigulévich; luego volvió los ojos a la muchacha.
—Espero conocerlo algún día.
Ella sonrió con desgana y se puso a mirar a las parejas que bailaban. El otro aprovechó a su vez para observarla. El caso es que tenía buena figura y unos pechos redondos y empinados. Esforzó la vista y descubrió que en el escote, junto al nacimiento de los senos, brillaba un pequeño pájaro de piedras.
—Bonito broche —ronroneó, los ojos clavados como dos garfios en la carne.
Antonia torció el gesto y le dirigió una mirada desafiante:
—Regalo de mi prima, la princesa Teresa Viazemski.
Enseguida se despidió y corrió al centro del salón, junto a la hija de Naritchkin. Macanaz la siguió con la vista hasta que Grigulévich lo increpó:
—¿Por qué le dijo lo del broche?
La voz de Macanaz sonó arrogante y seca:
—¿Y por qué no se lo iba a decir?
—Antonia de Salis está a punto de entrar a una misión muy delicada —explicó el otro—. Será un mal trago para ella y cualquier indiscreción puede estropear los planes.
En ese momento sintieron fuertes voces a sus espaldas y se dieron vuelta casi al mismo tiempo. Grigulévich disparó tres palabras que sonaron como tres cañonazos:
—Ahí está Miranda.
Macanaz contuvo la respiración y miró hacia el techo, luego al perfil de la condesa de Sievers, que aún vagaba por los alrededores, y por último enfrentó al grupo de hombres que venía a su encuentro, sin llegar a distinguir ninguna cara conocida. Lo próximo fue la voz retumbona del general Levshev, que opacó la música y el murmullo de las conversaciones.
—Este es mi huésped, el coronel Francisco de Miranda.
Casi a su pesar, Macanaz inclinó la cabeza y balbuceó un saludo. Pablo Grigulévich, en cambio, permaneció de piedra, esbozando una media sonrisa con su fina boca de pescado. Levshev se mantuvo muy atento, estudiando las reacciones de ambos hombres, y finalmente Miranda hizo un saludo casi imperceptible y siguió su camino. Entonces Macanaz cayó en la cuenta de algo que le pareció tan obvio que no se explicaba cómo era posible que nadie se lo hubiese mencionado.
—¿No le parece singular? ¡Pero si son idénticos!
—¿Quiénes?
—Miranda y Antonia de Salis. Tienen la misma nariz, los mismos ojos.
Grigulévich movió la cabeza.
—No se obsesione, don Pedro. Al fin y al cabo, si se parecen, cosa que dudo, eso no cambia en nada nuestros planes. Están juntos, aquí, esta noche. ¿No se da cuenta? Tenemos la mitad del camino ganado.
—Pues yo me voy a tener que ir —replicó Macanaz—. Aquello me empieza a mortificar de nuevo.
Afuera la claridad había menguado, pero no podía decirse que hubiera caído la noche sobre San Petersburgo. Sin embargo, ya no se veía un alma por la Línea Inglesa, y el resto de las calles estaban también casi desiertas.
—Quisiera terminarlo de una vez —resopló angustiado Macanaz.
—Paciencia, don Pedro, terminaremos pronto.
Pablo Grigulévich soltó un bostezo y continuó observando las tartanas de los pescadores que navegaban por un río tan apacible y dócil que era difícil de creer que aún fuese el Nevá.
—¿Quiere que le dé un consejo? —dijo después de un rato—. Yo, en su lugar, no me pondría más esos fomentos.
—¿Por qué no? —preguntó asombrado Macanaz.
—Porque nada que venga de los tártaros puede ser bueno, amigo mío. Por eso.