La seconde question découvre ordinairemente plus que la première et la troisième plus que la seconde.
(La segunda pregunta normalmente revela más que la primera, y la tercera más que la segunda).
Johann Kaspar Lavater
—¡Pronto, haz que me traigan un caradrio!
Antonia buscó con la mirada los ojos de Ígor y sólo halló dos agujeros mustios e inservibles.
—Un caradrio, Antonia, haz que lo traigan rápido.
Ella volvió a mirar a Ígor, que continuaba rígido en una esquina de la alcoba. Se le acercó y le habló al oído:
—¿Qué cosa es un caradrio?
—No tengo la menor idea —respondió el anciano—. Pero cualquier cosa que sea, le aseguro que no es nada de este mundo.
Antonia volvió junto a la princesa y reparó en sus ojos moribundos, en la lejanía de su boca, en el color ceniciento de sus pequeñas orejas.
—Se lo traeré. Quédese en paz.
Después de haber pasado dos días junto a Francisco, regresó a la posada decidida a abandonar a la princesa Ghika y continuar por sí sola el viaje a San Petersburgo. Llegó al amanecer, vistiendo las mismas ropas con que se había marchado aquella tarde hacia el Bramá de Zaborovski, y al primero que encontró fue al viejo Ígor, alicaído y mal abrigado; expuesto a la brisa traicionera que recorría a aquellas horas la ciudad.
—¿Pasa algo, Ígor?
Él la miró como si no la reconociera. No le preguntó dónde había estado y ni siquiera le reprochó que hubiese desaparecido sin avisar. Se le anegaron los ojos y Antonia oyó una voz terrible y lúcida.
—Su Alteza va a morirse. Desde ayer está completamente loca.
Antonia trató de sonreír.
—¿Cómo que se ha vuelto loca?
—Hace muchos años, ella me advirtió que cuando fuera a morir todos podrían saberlo porque antes de eso iba a perder el juicio. Pues bien, ha llegado la hora.
—Quiero verla —repuso Antonia.
—Está acostada. Ya no puede tenerse en pie.
Corrió al interior de la posada y, una vez frente a la habitación que compartía con Ghika, empujó suavemente la puerta. Adentro había un olor indefinible y grato, y supuso que habían tirado algunas ramas de tilo sobre las brasas de la estufa. La princesa descansaba reclinada sobre unos almohadones y volteó la cabeza cuando sintió llegar a Antonia.
—¡Por fin regresas! Haz el favor de traer papel y tinta. Deberás seguir tú sola a San Petersburgo. Pero ya no podrás ir a mi casa, vete derecha al palacio de Naritchkin.
Ella creyó que deliraba y se acercó con sigilo para ponerle una mano en la frente.
—No estoy tan alunada como cree Ígor. Pero es cierto que voy a morir y no quiero dejarte desamparada. Todavía te faltan más de mil verstas para llegar a San Petersburgo.
Antonia intuyó que en verdad la anciana no estaba lo bastante loca como para dejar de complacerla en un pedido tan sencillo.
—Papel y tinta, niña. La familia del Grand Écuyer es muy hospitalaria.
Era tan temprano, que solamente los criados trajinaban a esas horas en el interior de la posada. Antonia bajó a buscar una hoja de papel y volvió a encontrarse con Ígor, que entraba tiritando.
—Usted también se va a enfermar.
Él siguió de largo, apenas sin mirarla.
—¡Ígor! —le gritó Antonia—. Ghika quiere escribir y me ha pedido que le consiga papel y tinta. De inmediato.
—Se ha vuelto loca —repitió él.
—No lo creo. Sólo quiere hacerle una carta a la familia Naritchkin.
—Lo dicho —insistió el otro—: loca de remate.
Antonia no pudo reprimir su irritación.
—El que se está volviendo loco es usted. Vaya a buscar papel y tinta para que Su Alteza escriba.
Ígor sacó fuerzas de su abatimiento y miró a Antonia con un dejo de arrogancia.
—Con que Naritchkin, ¿no? Buen alcahuete ese también.
Poco después, con mano temblorosa, Ghika redactó una carta donde solicitaba que se le diera albergue a «esta excelente amiga, que ha sido para mí como una hija». Indicó que se encontraba en su lecho de muerte y pidió a la destinataria de la misiva —que era en realidad la suegra del Grand Écuyer—, que la despidiera de sus amistades. Acto seguido le extendió el papel a Antonia y la animó para que continuara el viaje aquella misma noche.
—¿Cómo cree que me voy a marchar dejándola aquí enferma? Cuando usted se alivie, partiremos juntas.
Ghika abrió mucho los ojos y entonces suplicó, por primera vez, que le trajeran un caradrio. De momento, Antonia ignoró aquella súplica, pero ante la insistencia de la enferma y el estupor de Ígor, al final se decidió a preguntar:
—Ya le he prometido que se lo traeré. Pero antes debe decirme qué cosa es un caradrio.
—Es un pájaro blanco —susurró Ghika—, todo blanco hasta el pico, hasta las patas blancas. Es la única criatura que sabe revelar si alguien va a morirse o no.
Antonia comenzó a peinarla con los dedos.
—Debes traerlo —insistió la princesa.
Una semana duraría la agonía de Ghika de Moldavia, y cada mañana, al despertar, preguntaba si ya le habían traído el caradrio. Finalmente, Antonia decidió consultarlo con Ígor. El viejo se mostró pesimista: acaso aquello fuese un animal inexistente, un ave fabulosa que no podrían hallar ni en Kiev ni en toda Rusia. Antonia, sin darse por vencida, preguntó al posadero dónde podía comprar una paloma blanca. El hombre reflexionó: cerca de allí vivía una viuda llamada Pouscha, que se dedicaba a la crianza de palomas. Posiblemente tuviese alguna como la que buscaba.
—Lléveme con ella.
No era una casa común, sino más bien una choza de barro cuyas paredes estaban recubiertas por hornillas y cruzadas de palos en los que zureaban cientos de palomas. Antonia percibió un hedor tan nauseabundo como el que la sofocó aquella mañana en la cabaña del maestro de postas. Se le ocurrió que en esa choza también comían las bostas de los caballos envueltas en hojas de col. Una mujer vestida con harapos emergió de las sombras, como si saliera de una hornilla mayor, y abanicó el aire con la mano para apartar las plumas que flotaban. Escuchó a Antonia en silencio y luego le mostró un pichón de nieve, por el que le pidió diez rublos.
—Es demasiado —protestó Antonia.
—No fui a venderle nada —farfulló la mujer.
Pagó los diez rublos y regresó a la habitación de Ghika. Ígor seguía en su puesto, sentado junto al lecho de la enferma y mirándola fijamente, como si estuviese esperando una señal.
—He traído el caradrio —anunció Antonia.
—Eres un ángel —musitó Ghika—. Acércame ese pájaro.
De repente, la anciana se mostraba tan lúcida, que Antonia sintió miedo de que descubriera el engaño: el posadero había pintado el pico y las patas de la paloma con tintura blanca, pero aun así no parecía un caradrio, no parecía nada que no fuera una paloma. Miró angustiada la mortecina luz de un candelabro que estaba colocado sobre la mesa, y Ghika pareció adivinarle el pensamiento.
—Está oscuro. Abre las ventanas.
—Ya es de noche —mintió Ígor.
Antonia apartó la tapa de la cesta en la que había traído la paloma. Metió la mano y notó que el animal estaba frío, pero aleteaba con energía y tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder asirlo.
—Acércamelo —suplicó Ghika.
El pichón se revolvía tratando de escapar de aquellos dedos que se habían crispado sobre sus alas.
—Si en verdad voy a morir —retumbó la voz de la princesa—, el caradrio se resistirá a mirarme. Si por el contrario voy a sanar, me enfrentará sin titubeos y se llevará con él la enfermedad.
Dentro de la alcoba, recalentada por la estufa, no corría la menor brisa, pero el pestañeo incesante de las llamas los sobrecogió a los tres, como si en verdad hubieran sentido el latigazo de una ráfaga. La paloma miró fijamente a la enferma.
—Acércame el caradrio —aulló fuera de sí—. Acércamelo un poco más.
Antonia extendió el brazo y colocó el ave cautiva frente al rostro de la anciana. Entonces ocurrió lo inesperado. El animal hizo ademán de zafarse y, ante la imposibilidad de hacerlo, dobló la cabeza con tal fuerza que se desnucó a sí mismo. Antonia soltó un grito y lo dejó caer sobre las sábanas. Ghika, petrificada, alcanzó a susurrar unas palabras:
—Soy un espíritu tan antiguo, y mi muerte es una muerte tan reiterada, que ni siquiera este pájaro ha podido soportarlo. Ahora sé que he venido por última vez.
Ígor se arrodilló y le tomó una mano.
—¿Por qué no probamos con la celidonia mayor?
Ghika lo miró entristecida.
—Porque no tengo ganas de cantar, mi fiel amigo. Sabes que cuando se pone celidonia en la cabeza de un enfermo, si ha de morirse, canta la música del miedo. Además, lo del caradrio es mucho más seguro; la celidonia hay que saber recogerla, ¿ya no te acuerdas?
Ígor recostó la cabeza sobre el regazo de Ghika y la vieja princesa le acarició los pajosos cabellos.
—Siempre oí decir que todo aquel que toma el agua de la vida acaba por ansiar la muerte. Pero conmigo es distinto: no ansío la muerte, Ígor, ¡no quiero morir!
El anciano levantó el rostro deshecho, que parecía como fraguado en barro sucio. Ghika le acarició una mejilla.
—¿Seguirás a San Petersburgo con Antonia?
El otro negó con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba. ¿Regresarás entonces a Cherson?
Ígor volvió a negar.
—Entonces, ¿no querrás que te traigan un caradrio a ti también?
Antonia, más repuesta de la impresión de ver morir al animal y de sentir cómo se le quebraba el cuello entre sus manos, recogió a toda prisa la paloma rígida y la volvió a meter dentro de la cesta. Luego miró a los dos ancianos como si fueran dos criaturas.
—Basta de tonterías —gritó—. Nadie se va a morir aquí. Tú, Ígor, ordena que le cocinen un buen caldo a Su Alteza.
En el rostro de Ghika se dibujó una sonrisa.
—Bien se nota que pasaste la noche con el coronel Miranda. Mientras más goza una mujer en la cama, más intrépida se muestra ante la muerte.
Antonia irguió la cabeza y apretó los puños.
—La perdono —dijo bajito— porque no sabe lo que dice.
—Sigue a San Petersburgo —insistió Ghika, su voz de vidrio a punto de venirse abajo—. Pero no para quererte con ese aventurero que no piensa más que en sus batallas. Frente a la casa de Naritchkin, en la orilla opuesta del Nevá, está el palacio de Potemkin. Espéralo allá, corre a salvarlo, él también te necesita.
—No vuelva con lo de Potemkin —la cesta con la paloma muerta le pesaba más que cuando estaba viva—. No me lo vuelva a mencionar.
Ghika ignoró el comentario.
—Además, Miranda no está solo.
—Ya sé que no —respondió Antonia—. Ha estado conmigo y de ahora en adelante seguiremos juntos.
—Teresa Viazemski —prosiguió penosamente Ghika— está en Kiev. Se oculta en el monasterio de Vydubichi.
Antonia ya no pudo contenerse.
—Pienso que Ígor tiene razón. Su Alteza no puede estar en sus cabales.
Salió dando un portazo, pero regresó más calmada hacia la medianoche. El viejo criado se había sentado en el suelo, sosteniendo la mano de Ghika y mirándola a los ojos, como si, a diferencia de la paloma blanca, él se hubiera propuesto arrostrar los tormentos y conjurar la enfermedad.
—Ha estado hablando con su madre —suspiró vencido—. Ahora sí se nos va.
Poco antes del amanecer, Ghika sufrió unas feroces convulsiones y fue preciso que la sujetaran para que no se cayera de la cama. Cuando pasó la crisis, comenzó a mover los labios en seco, sin articular palabra, como si estuviera rezando.
—Sería bueno traer un pope —sugirió Antonia—, o acercarle un icono para que lo bese.
En ese instante, Ghika lanzó un débil quejido de cachorro y dejó de respirar. Ígor apoyó la cabeza contra el pecho de la anciana.
—Su Alteza ha muerto.
Antonia se inclinó y besó la frente del cadáver. Ígor, en cambio, quedó paralizado por el dolor.
—También debo morir.
Se había esfumado de golpe aquel perfume a ramas de tilo que durante tantos días había flotado en la habitación, y Antonia contempló las manos un poco crispadas del cadáver.
—Quisiera quedarme con el dedil de seda —dijo buscando la aquiescencia del anciano—. Lo llevaré siempre conmigo.
Ígor no respondió, como si no escuchara ni sintiera, paralizado y remoto, medrado en otra muerte. Ella tomó la mano de Ghika y con mucho cuidado tiró de la punta de aquella prenda diminuta con la que la princesa se cubría rigurosamente el anular de la mano derecha. Abajo tenía un dedo como los demás, acaso un poco más pálido y ligeramente más delgado. Un dedo perfectamente sano, que nunca fue mordido por un tigre y que ni siquiera se le había chamuscado en París.
El cadáver de Ghika de Moldavia fue sepultado en la catedral de la Ascensión, justamente en la Laura en la que pocos días atrás le habían negado alojamiento. Enterado el Metropolitano del abolengo de la difunta, fue dispuesto un nicho que recibió los restos de la anciana al atardecer del día siguiente, ante la presencia fantasmal de Antonia, su criada Domitila, el viejo Ígor y cinco monjes que avanzaron por la solitaria nave arrastrando los pies y cantando un salmo enrarecido por el eco. Mientras dos de ellos cargaban con el féretro, los otros tres, ya muy ancianos, caminaban delante del cortejo fúnebre portando el incienso y los iconos dorados. Cuando terminó la ceremonia, Ígor sufrió un desmayo. Los mismos monjes que habían llevado el ataúd se encargaron de levantar el cuerpo del anciano, que emitió un breve quejido. En el coche que los llevaba de vuelta a la posada, Ígor recobró el conocimiento y miró a las dos mujeres como si las viera por primera vez. De repente, se le nublaron los ojos y pareció recordarlo todo.
—Sabía que este viaje me iba a costar la vida. Pero lo que no me imaginaba era que también a ella le iba a costar la suya.
Una vez en la posada, Antonia fue derecha a la habitación que compartiera con la princesa. Sin la ayuda de su criada —que permanecía junto al lecho del anciano—, guardó las alhajas y los vestidos de la difunta en un baúl. Luego se detuvo frente a un pequeño espejo que había en la habitación y se quedó mirando su rostro fatigado. Cayó en la cuenta de que estaban a primeros de abril y de que aquel mismo mes cumpliría dieciocho. Se acordó entonces de unos antiguos versos que solía recitar Ghika en su casa de Cherson. Eran los versos que había escrito para ella un poeta egipcio, al que conoció y amó en sus años juveniles de París:
El tiempo, Ghika,
no es como los perros del trineo,
que a la voz del amo se detienen…
El tiempo no es como la osa blanca,
que vuelve la cabeza para ver
si la siguen los oseznos.
Lo recordaba a retazos, fragmentos que había memorizado mientras surgían de los labios temblorosos de Ghika.
Yo era viejo cuando tus padres
no habían nacido;
habré muerto cuando aún
se mantengan firmes tus pechos.
Rompió a llorar, y en medio de aquel llanto trató de establecer la causa de esa desolación que se le antojaba infinita. Lloraba por Ghika, cierto, por los versos de aquel poeta cuyo nombre intransmisible no le quiso revelar jamás. Pero lloraba, sobre todo, porque el tiempo no se detenía, no miraba atrás, no regresaba. Sollozó todavía con más fuerza, menos dueña de sus nervios, sintiendo que una angustia brutal se apoderaba de su pecho, de sus manos, de su boca. El tiempo, al fin y al cabo, era como el hielo flotante de los océanos, que se derretía sin rastro en los mares más cálidos.
Amo en ti al que yo era,
amo en ti a todas las muchachas
que quemaron sus alas allá lejos,
en el fuego de mi juventud,
y que no pudieron sobrevivirme.
Tal vez aquel anciano poeta no lo había dicho de esa forma, pero ella acababa de comprender que el tiempo era una prolongación de la muerte; un pájaro que se tuerce a sí mismo el pescuezo; una extensión de la nada, más insondable y sórdida que la estepa que conduce a Kremenchug.
Volvió a mirarse en el espejo y se encontró envejecida, tan cambiada que por primera vez en mucho tiempo se acordó de su madre. Enseguida repasó las imágenes de aquel naufragio donde la había perdido, los gritos del maestre canario y el desperdicio de gallinas que se fueron al fondo. Pero ahora ya no le temía a los temporales, ni a las crecidas, ni a las olas del susto… El día que llegó de vuelta a La Habana, muda por el dolor, con la piel aún áspera por el salitre y vestida con la burda camisa de marinero que le cedieron en el velero que la rescató, su padre la recibió con un abrazo y una pregunta abominable: «¿Dónde dejaste a tu madre?». Antonia no le pudo contestar, y él entonces se dirigió a su amigo canario, que inclinó la cabeza por toda respuesta. Varias semanas más tarde, su padre aún la miraba con aquellos ojos de alma en pena y Antonia creía escuchar en su interior la misma pregunta: «¿Dónde dejaste a tu madre…, dónde dejaste a tu madre?».
Los golpes en la puerta la sobresaltaron. Era su criada, que la llamaba a gritos. Ella se echó el cabello hacia atrás, se secó las lágrimas y se asomó a la puerta. Domitila estaba lívida y se retorcía las manos contra el pecho. Junto a ella, el posadero y su mujer miraban a Antonia con una expresión entre confusa y atemorizada.
—Ha sucedido una desgracia.
Antonia tragó en seco:
—¿Se ha muerto Ígor?
—No se ha muerto —respondió el posadero—. Se ha quitado la vida.
Ella se recostó contra la pared y miró al suelo mientras pensaba en el extraño sino de aquella pareja. Tuvo la revelación de que tal vez aquel viejo arrogante, que se desvivía por complacer a Su Alteza, era el mismo que había escrito aquellos versos temporales para Ghika. Ígor, en ese caso, era ya un hombre sin edad, o de una edad tan avanzada que la posibilidad de su existencia era en sí misma un desatino.
—El tiempo —repitió bajito— no es como los perros del trineo.
—¿Un trineo? —preguntó la mujer del posadero—. ¿Y para qué quiere un trineo?
Antonia sacudió la cabeza.
—¿Dónde está el cadáver?
—Colgado todavía —le advirtió el posadero—. Queríamos que usted nos diera la orden de bajarlo.
—Bájenlo y averigüen dónde podemos enterrarlo. Les pagaré por ese servicio.
El posadero y su mujer desaparecieron y Antonia pidió a la criada que le buscase su manteleta y su sombrero.
—No sé de dónde el viejo sacó fuerzas para levantarse —se disculpó la criada—. Esta mañana estaba tan débil…
Antonia no le contestó. Ya sólo ansiaba salir lo antes posible de Kiev. Si Francisco lo consideraba oportuno, harían el viaje juntos. De lo contrario, partiría ella delante y lo esperaría en la casa de Naritchkin.
—Que me alisten un carruaje —le ordenó a la criada—. Estaré de regreso por la tarde. Esta noche velaremos al pobre Ígor y mañana, después que lo enterremos, nos vamos a San Petersburgo.
Francisco había abandonado la hospedería de Kievo-Pechérskaia, donde se alojara los primeros días, junto a la comitiva de Potemkin, y se había mudado a una posada del lado de Podolski, que colindaba con la tienda de sombreros más prestigiosa de toda la ciudad. En el transcurso de aquellos dos días que estuvieron juntos, Antonia solía asomarse a la ventana que daba al patio interior del edificio para escuchar las carcajadas, las canciones, las disputas febriles de una veintena de mujeres que se pasaban la vida hundidas en un mar ajeno de muselina y encajes, escarapelas de seda y garzotas orientales. Allá abajo, le había dicho Francisco, se cosían las mejores cofias de Kiev.
—¿Como las que vendía monsieur Raffí? —quiso saber Antonia.
—Mejores que esas.
A veces, en el transcurso de la tarde, cesaban las risas, y del oscuro hueco de la trastienda subían gruesos quejidos y sollozos. Sólo Francisco conocía la causa.
—Si la patrona descubre una puntada fuera de lugar, las muele a palos.
Pero había algo aún peor que las puntadas fuera de lugar.
—Las gotas de sangre. Si una de ellas se hinca con la aguja y mancha la tela, la patrona la echa a la calle, no sin antes propinarle una buena tunda.
Antonia, que había tenido tan poca ocasión de compadecerse por nadie que no fuera ella misma, había sentido, por primera vez en su existencia, una compasión furiosa por aquellas mujeres y un odio de miseria por la patrona que las gobernaba. No sabía si era la cercanía de Francisco, pero cada vez que llegaban a sus oídos los gritos de dolor —algo apagados por los golpes de la vara—, lloraba ella también, con la cara oculta entre las sábanas.
El carruaje cruzó por un estrecho puente de madera y se internó en las callecitas empedradas del lado de Podolski. Cuando estaba ya muy cerca de la posada, se detuvo en seco para dejar pasar a un pope con su comitiva. Antonia se estremeció. Alguna vez, Ghika le había advertido que era de mal agüero detenerse en el camino para dejar pasar a un pope, a menos que se rompiera el hechizo siguiéndolo en zigzag, sin perderlo de vista, durante un breve trecho. Tuvo la tentación de hacerlo, pero la ganó el pudor, ¿qué iba a pensar la gente que la viera emprender aquella caminata de borracho? El carruaje ya no volvió a detenerse hasta llegar a la posada. Antonia fue derecha al salón donde unos días atrás se despidiera de Francisco, pero, nada más verla llegar, el posadero le informó de que el conde de Miranda había salido y no pensaba regresar en varios días. Si deseaba dejarle algún recado, haría llamar a su criado, que estaba afuera reparando una kibitka. Ella trató de dominar su turbación, miró soberbia al hombre y sacó una voz serena desde el fondo de su garganta atribulada, que palpitaba como un pájaro.
—Llame al criado.
El posadero se alejó y, al cabo de unos minutos, reapareció acompañado por un joven pelirrojo de crenchas pegajosas y labio leporino, el mismo que pocos días atrás le había entregado los dos huevos de Pascua y aquella carta firmada por José Amindra.
—¿Podrías darle un recado a tu patrón?
—Mejor lo escribe en un billete.
—Te dejo el billete —concedió Antonia—, y tú se lo llevas enseguida.
—No puedo —contestó el criado—. Mi patrón no vuelve hasta pasado mañana.
—Pero puedes llevárselo, ¿no es cierto?
—Puedo —admitió el otro—, pero el patrón no quiere verme. Ordenó que lo esperara aquí.
Antonia hizo un gesto de impaciencia. Le repugnaba aquel rostro peludo y rojizo, el labio deforme bajo el cual asomaba un solitario diente roto y amarillo.
—¿Dónde está tu patrón?
El muchacho vaciló.
—No lo sé.
Antonia desvió la vista y se topó con la cara redonda del posadero que sonreía mirando la escena. No lo pensó dos veces, se abalanzó contra el muchacho, lo tomó por una oreja y lo sacudió con fuerza:
—Si no quieres que ordene que te den de palos, dime dónde está tu patrón.
El criado se retorcía de dolor, pero no profería queja alguna. Antonia arreció el maltrato.
—Lo dejé en la catedral —sollozó al fin.
—¿Qué catedral?
—La de las colinas, la que queda sobre el río.
El posadero se acercó un poco y los observó con cierta curiosidad. Luego retrocedió instintivamente, carraspeó con fuerza y sacó una voz medio cascada por el temor:
—Me parece que habla de la catedral de San Jorge.
Antonia, jadeante, soltó al criado, que escapó hacia el interior de la posada.
—La catedral de San Jorge —repitió el hombre—, la que está junto al monasterio de Vydubichi.
—¿Vydubichi?
En medio de su gravedad, la princesa Ghika había sacado fuerzas para mencionar ese lugar. Teresa Viazemski estaba en Kiev y se ocultaba allí.
—¿Vydubichi? —repitió lívida—. ¿Está en Vydubichi?
Salió rápidamente de la posada y, antes de subir al coche, se detuvo frente a la tienda de sombreros. Una mujer risueña, que llevaba un bonetillo de tafetán azul, se acercó a la puerta y la invitó a pasar. Ella se dejó conducir hasta una larga mesa donde había decenas de fraustinas en las que se exhibían los famosos tocados coronados de plumas, y un espumoso muestrario de cofias adornadas con flores.
—Vea esta dormeuse…
Antonia tomó entre sus manos aquel delicioso nido de gasas y encajes. La propietaria de la sombrerería la ayudó a desplegar las cintas y de repente cambió su faz risueña. Ambas vieron al mismo tiempo una diminuta manchita marrón en el envés de aquella pieza.
—Enseguida le traigo otra —dijo la mujer, a la vez que recogía las cintas—. Una de las costureras se debe de haber pinchado.
Antonia la detuvo.
—Es esta la que quiero.
—Le conseguiré otra igual, sin esa mancha.
—Voy a pagar por esta —se empeñó Antonia, con una voz tan poderosa que la mujer se encogió aturdida.
Salieron juntas a la calle y la dueña de la tienda se adelantó para acomodar dentro del coche el voluminoso paquete que contenía la dormeuse. Cuando ya el carruaje estaba en marcha, Antonia deshizo el envoltorio y examinó de nuevo la tela, suavemente perfumada, y las cintas del tocado. Luego lo devolvió todo a su sitio y miró por la ventana el paisaje, que le pareció brumoso y sucio.
—Vydubichi —murmuró cansada.
Entonces se acordó del pope que había visto un rato antes, y de la ominosa nube de incienso que iba dejando a su paso.
—¡Deténgase! —gritó al cochero.
Se quedó inmóvil un instante y al final tomó el paquete abierto y lo lanzó por la ventana.
—¡Ahora vámonos! —gritó de nuevo.
Volvió la vista atrás y vio el ovillo blanco a la distancia; abriéndose lentamente en el barro; desperezándose con dolor y sangre, como un caradrio herido.