La démarche d’un homme donne une idée de sa marche et le son de sa voix indique quelques fois le ton sur lequel est monté son cœur.
(El paso de un hombre da una idea de su caminar, y el sonido de su voz indica a veces el tono sobre el cual está montado su corazón).
Johann Kaspar Lavater
Aquella noche volvió a soñar con la ciudad que se asentaba bajo las aguas. Una ciudad repleta de palacios, cruzada por canales de un líquido glauco y espeso; azotada por un viento —en realidad era marejada— que arrebataba los sombreros a las señoras y hacía aletear los redingotes de los caballeros. Vislumbró esa ciudad, silente y movediza, con el mismo entusiasmo del que encuentra un rostro conocido en el camino donde se ha extraviado. Desde cualquier lugar por el que se asomara divisaba las riberas y falúas, los puentes de piedra ennegrecida, los bajeles nocturnos que enfilaban hacia la mar furiosa de extramuros. Los veía entre la oleada viva de los tulipanes, por encima de las copas de los sauces y a través de los arcos musgosos que eran las piernas de las estatuas.
—Los Jardines de Verano —le advirtió Ghika cuando ella se lo mencionó—. Has soñado con San Petersburgo, Antonia, y eso quiere decir que debes irte.
Había abandonado la casa de Viazemski la misma noche en que el mundo se le vino abajo por alumbrar abruptamente el saloncito de juegos. Teresa trató de impedir que partiera a esas horas, ardiendo en fiebre y enloquecida por el dolor. Pero Antonia despertó a su criada y ordenó que le prepararan un carruaje. A las dos de la madrugada las detuvieron en los portones de la fortaleza: hasta las seis no permitían la entrada a nadie. Y allí se quedaron, ama y criada, dormitando la una contra la otra en el interior del coche, que de vez en cuando se estremecía por los escalofríos de Antonia.
El viejo criado de la princesa Ghika las recibió en bata de dormir y gorro de noche. En la semipenumbra del amanecer, el anciano levantó el candil para alumbrar los rostros de las dos mujeres. Antonia estaba pálida y comenzaba a delirar, y su sirvienta, viendo que el criado demoraba en hacerlas pasar, sostuvo a la enferma por debajo de los brazos y la empujó suavemente hacia el interior de la casa. Ígor se echó hacia atrás refunfuñando: la princesa Ghika aún dormía y él no estaba autorizado a interrumpir su sueño.
—Despiértela —rugió la criada—. Dígale que Antonia se muere.
El anciano se marchó cojeando y a los pocos minutos regresó para advertirles que Su Alteza se estaba vistiendo, pero que mientras tanto había ordenado que condujera a la enferma a una habitación donde pudiera descansar.
Entrada la mañana, la fiebre subió tanto que Antonia perdió el conocimiento. Entonces llamaron al médico, que apenas verla prescribió que la sangraran dos veces al día y que le colocaran unos emplastos sobre el pecho. Como medida adicional, Ghika le colgó del cuello un amuleto de lapislázuli, bueno para ahuyentar los ataques de melancolía y las fiebres cuartanas. Teresa mandaba a preguntar a menudo por el estado de su prima y, en la noche del tercer día, envió al propio Viazemski para que se informara sobre la gravedad de su parienta. La princesa Ghika mantuvo la calma. Recibió a Viazemski con deferencia, pero no le permitió ver a la enferma para no interrumpir su reposo. Que se marchara tranquilo y tranquilizara a su esposa, ya les avisarían de cualquier novedad. Después de todo, Antonia era joven y fuerte, sin duda rebasaría la crisis y entonces ella la mandaría a convalecer a su casa de San Petersburgo.
—Es una buena muchacha —se condolió Viazemski—, pero se ha venido a enamorar de un aventurero que no la puede querer.
Cuando Antonia recobró el conocimiento, lo primero que hizo fue buscar debajo de la almohada la estampita de la Virgen Negra de Rocamadour, la misma que unos meses atrás le había enviado el maestre canario que le salvó la vida en el naufragio. Aquel hombre, nada más poner pie en tierra, hizo promesa de visitar el santuario de Rocamadour y recorrer arrodillado el sendero de piedras que conducía al altar. Cumplió con la Virgen poco después de dejar a Antonia en Cherson y colocó su ofrenda, una gallinita de oro, junto a las presentallas de los demás marineros que acudían allí para pagar por las gracias recibidas. Lo de la gallinita, le explicó por carta a Antonia, se le ocurrió por lo de las jaulas de pollos que ella se entretuvo mirando mientras estuvo en el agua. De no haber sido por eso quizá se habría desesperado y hundido antes de que él le hubiera dado alcance.
Recién salida del letargo de su gravedad, sin darse cuenta de que se hallaba en la casa de la princesa Ghika, Antonia había tanteado la almohada en busca de la estampa que solía guardar entre las fundas. Se sentía tan débil que apenas podía mover los brazos, pero se entristeció de no poder hallar aquella imagen, que al fin y al cabo era su vínculo con todo lo que estaba a salvo, con lo poco que quedaba a flote. Su criada, que velaba en la misma alcoba, se acercó para preguntarle qué necesitaba. Antonia le suplicó que consiguiera aquella estampa y la criada contestó que mandaría a buscarla de inmediato.
Dos días después, un emisario que venía de la casa del gobernador se hizo anunciar a la princesa Ghika. Al cabo de unos minutos, la criada entró en la habitación de Antonia y, con la expresión más jubilosa de la que fue capaz, le anunció que la Virgen Negra de Rocamadour ya estaba en casa.
—Tráemela rápido —le ordenó la enferma.
Antes de marcharse, la criada la peinó un poco y arregló las mantas de la cama. Antonia tenía la vista clavada en la ventana, por la que se veía, a lo lejos, el espejeante techo de la Casa de Calor. Dentro estaban las gardenias, los mocos de pavo, las palmeras enanas del oasis, y aquel francés que alimentaba a las flores como si fueran pájaros. Oyó abrirse la puerta, y oyó también sus pasos.
—Aquí tienes a tu Virgen.
Ni siquiera volvió el rostro cuando reconoció la voz. Mantuvo la vista fija en los translúcidos tejados del invernadero, como si el simple hecho de aferrarse a sus contornos la ayudara a soportar mejor la frágil realidad de ese momento. Francisco repitió lo de la Virgen y ella evocó la flora adormecida que cobijaban las paredes de cristal, y se figuró que estaba oliendo sus gardenias eternas. Escuchó las mismas palabras por tercera vez y sintió que le venía el alma al cuerpo. Luego Francisco habló sin pausa, sin detenerse a respirar, como si hubiera memorizado aquel discurso en el que no hubo remordimiento ni esperanza. Lamentaba lo ocurrido la otra noche. Teresa estaba muy abatida y avergonzada, y él se sentía, en parte, responsable por el dolor que les causaba a ambas. Hubiera podido justificarse, decirle que no sabía cómo las cosas habían llegado a tanto. Pero la verdad era que lo sabía perfectamente: su prima Teresa estaba sola, enferma de una soledad que únicamente Antonia —y acaso él mismo—, por padecerla tanto, hubiesen podido comprender. Él se marchaba aquella misma tarde a Crimea, junto a la comitiva de Potemkin. Regresaría a Cherson en quince o veinte días y, cuando regresara, quería encontrarla recuperada y firme. No estaba entre sus planes formalizar un compromiso con mujer alguna. Por sobre todas las cosas de este mundo, él no pensaba en nada más que en la liberación de las colonias, en su retorno a Venezuela, en la guerra que todavía no comenzaba, pero que por fortuna se veía venir. Lo que Antonia descubrió aquella noche en el saloncito era quizá lo que él mismo trató de revelarle tantas veces. Esa era la verdad que había entre ambos; la certeza más inmediata de su vida, y ella debía olvidar el hecho de que aquella mujer era Teresa, porque hubiera podido ser cualquiera otra.
—¡No sigas!
Ahora era Antonia la que hablaba, con una voz tan ronca como la de Francisco, apretando en los puños los bordes de las sábanas y tensando tanto el rostro que las mejillas tomaron el mismo tinte carmesí que el damasco de las colgaduras. Ya no tenía necesidad de herirla. Lo había entendido todo al punto, pero cuando él regresara de Crimea no la encontraría ni recuperada ni firme. No la encontraría de ningún modo porque pensaba marcharse de Cherson. Con respecto a Teresa, seguía pensando exactamente igual que aquella noche: su prima era una zorra y nada que él dijera ahora podría hacerla cambiar de opinión. Hubo una pausa, Francisco pareció reflexionar en lo próximo que iba a decir.
—Entonces, no estarás aquí…
Ella se incorporó y negó con la cabeza. Apenas se sintiera en condiciones de viajar se marcharía a San Petersburgo. La princesa Ghika le había ofrecido su casa en aquella ciudad y permanecería allí unos cuantos meses antes de emprender el largo viaje de regreso a España y quizá, más tarde, a La Habana.
—Te buscaré en San Petersburgo —prometió él, tomándole la mano.
Antonia volvió a mirar por la ventana. La neblina que cada tarde descendía sobre Cherson había cubierto totalmente la Casa de Calor, de modo que no lograba distinguir casi nada, apenas las ramas despellejadas de unas pocas encinas, y los cuajarones de luz que aparecían y desaparecían a capricho del viento.
—Ghika me dará las señas de la casa —se despidió Francisco—. Te buscaré en cuanto llegue.
Ella comprendió que aquello era algo más que una simple despedida. Pasarían muchos meses antes de que volviera a verlo. Pero lo que era todavía más grave: pasarían acaso años enteros, un tiempo infinito, antes de que lograra reunir sus pedazos y volviera a verse con naturalidad a sí misma. Francisco se inclinó para besarla. Aquella tarde, no se había puesto polvos de olor en el cabello, pero todas sus ropas despedían una fragancia de lavanda que la estremeció de dicha. Llevaba, además, una casaca nueva, en la que habían cosido los brandeburgos que le dejara de regalo monsieur Raffí, y por una abertura en el costado sobresalía la espada que llevaba sujeta al cinturón.
—A mí esto me parece una tontería —apuntó Francisco, tocando el nudo de cintas de la empuñadura—. Pero Viazemski insiste en que no debo presentarme sin espada ante el Príncipe de Táurida.
—Buena suerte entonces —murmuró Antonia.
Él dio un golpe marcial con los tacones antes de retirarse, y ella contuvo la respiración para escuchar mejor el sonido de sus pasos que se alejaban. Enseguida miró la imagen de la virgen rescatada, la prodigiosa negritud de aquellas manos que dominaban todas las mareas. Acaso por eso soñaba tanto con la ciudad que se asentaba bajo las aguas. Pero una vez que hubo contado a Ghika su visión de aquellos mares repoblados, de los embarcaderos y las grutas, de las estatuas y de los canales, la vieja princesa fue implacable:
—Nada tiene que ver con la Virgen. Has soñado con los Jardines de Verano y eso es señal de que llegó la hora.
Se hallaban tomando el té y el criado Ígor, recuperado por fin del ataque de gota, iba y venía por la casa con paso juvenil.
—Te ha llegado la hora de partir, y creo que también me ha llegado a mí. Nos vamos las dos a San Petersburgo.
Ígor dio un respingo, pero trató de mantener un tono sosegado.
—¿A San Petersburgo, señora? ¿Con este frío?
—Qué más da. Aquí tenemos tanto frío como allá, con la diferencia de que en San Petersburgo, aunque la Emperatriz esté de viaje, siempre habrá fiestas, recepciones, noches enteras de fuegos de artificio, que eso es precisamente lo que necesita esta niña para acabar de espabilarse.
El criado movió la cabeza angustiado.
—Me moriré por el camino.
Por supuesto que no se moriría, aseguró Ghika. Morirían los dos si se quedaban en Cherson, en medio de aquel ajetreo que no podía desembocar en nada bueno. Cada semana llegaban nuevos regimientos, más y más soldados para asustar a los turcos. Y detrás de los soldados llegaban las mujerzuelas, el aguardiente y las gritas de medianoche. ¿Había visto el letrero que habían colgado afuera? POR AQUÍ A BIZANCIO, decía, en letras tan grandes que era imposible no asustarse. ¿Sabía lo que quería decir aquello? Quería decir que los carros de la guerra pasarían por Cherson. Y ella no pensaba verlos. Ya era vieja y no soportaba el hedor de la sangre, los quejidos de los moribundos, esa parte asquerosa de todas las batallas que tiene que ver con las gangrenas y los vómitos, con los soldados cubiertos de porquería, con las tripas moradas y los muñones pestilentes. A ella la espantaban los muñones, siempre la espantaron y por eso ocultaba el suyo. Miró un momento su anular enmascarado y volvió a la carga: viajarían a San Petersburgo, pero viajarían sólo durante el día, en trineo cerrado, con las mejores mantas y una buena provisión de comidas. Claro que si él prefería quedarse, podía hacerlo. Ella se iría con Antonia.
Ígor la miró ofendido.
—Viajaré con Su Alteza —declaró con un hilo de voz—. Así tenga que dejar mis huesos por el camino.
Ghika debió de pensar que tal muestra de fidelidad merecía ser recompensada al menos con una larga mirada de ternura. Luego usó un tono enérgico: no era momento para pensar en la muerte. Por el contrario, a ella le parecía que aquel viaje iba a ser muy entretenido, hasta tendrían oportunidad de ver los preparativos que se hacían a lo largo del trayecto que recorrería la Emperatriz. Potemkin le había dicho que estaban remozando los caminos, y que se les había ordenado a los aldeanos que limpiaran y adornaran sus casas.
Fijaron la fecha de la salida para fines de enero, y a medida que transcurrían los días, Antonia se iba sintiendo más saludable y ligera. Teresa había ido a verla en una ocasión, acompañada por Viazemski, para llevarle el dinero que su padre había mandado con el maestre canario y que le devolvieron íntegro, sin descontar los gastos. Viazemski habló primero. Esperaba que, a pesar de todo, su visita a Cherson le hubiese dejado un buen recuerdo. Luego Teresa pidió a su marido que las dejara a solas. Permanecieron calladas e inmóviles durante un rato, hasta que Teresa se puso a rebuscar en el bolsito que llevaba atado a la muñeca y le entregó un pequeño estuche. Antonia lo abrió con desgana y sacó un broche en forma de guitarra, lo miró un segundo y lo devolvió al estuche. Hablaron brevemente sobre la salud del príncipe, cada vez más quebrantada por la frecuencia de los ataques, y, cuando al fin se despidieron, Teresa intentó una última sonrisa.
—No me quieras mal —le suplicó.
—Ni bien ni mal —respondió Antonia—. Ya no te quiero.
Dos días más tarde, otra visita muy distinta le fue anunciada por el viejo Ígor. Se trataba, según dijo, de un hombre de San Petersburgo que insistía en verla y en hablarle a solas.
—Dice que trae un recado de su padre —abundó el criado—. Por eso lo dejé pasar.
Antonia saltó de la silla y corrió a lo largo del pasillo hacia el salón donde la aguardaba el visitante. Lo vio de espaldas, contemplando las mismas estatuillas rosadas que anteriormente habían fascinado a Francisco. Cuando la sintió llegar, él se volvió para mirarla y ella se detuvo en seco: el hombre tenía un rostro frío y una boca desprovista de color, tan apretada y fina como una antigua cicatriz. Pero fueron sus ojos, aquellas dos pupilas de un verde deslavado, las que le dieron mala espina.
—¿Antonia de Salis? —Su voz cálida y educada obró un pequeño milagro—. Me llamo Pablo Grigulévich.
Antonia lo invitó a sentarse y también ella se sentó muy cerca. Tenía entendido que le traía noticias de su padre.
—No exactamente —musitó Grigulévich—. Pero sé que Juan de Salis estará de acuerdo con lo que voy a decirle.
Era una voz flotante, que se quedaba retumbando en los oídos: «… estará de acuerdo con lo que voy a decirle». Imposible que su padre estuviera al corriente de lo que había ocurrido en Cherson. Era demasiado pronto: no podía saber nada de su enfermedad, ni sospechar de sus amores con Francisco.
—¿Ha visto a mi padre?
Pablo Grigulévich apoyó ambas manos en el puño marfileño de su bastón.
—No —la miró fijo—, para serle franco, ni siquiera lo conozco.
Ella bajó la vista, desconcertada, y en eso apareció Ígor, que venía a servirles té. El otro guardó silencio, pero cuando se vio de nuevo a solas con Antonia, le lanzó el discurso sin ningún rodeo. Había una sola manera de decir las cosas, y él estaba allí apelando a sus buenos sentimientos de hija; a la lealtad que le debía a su Majestad, el rey de España; a su cordura y a sus dotes de mujer honesta y bien criada. Enseguida mencionó a Francisco, enumeró una tras otra sus múltiples fechorías, advirtió a Antonia que más adelante le revelaría detalles íntimos, que acaso podrían parecer impropios a los oídos de una dama, pero que le darían una idea cabal de cuán monstruoso era el destino de aquel hombre que los ocupaba. Sólo así, recalcó, utilizando la verdad más descarnada, lograría que ella entendiera la naturaleza del favor que había venido a pedirle.
Antonia lo escuchó avergonzada, luchando contra un mal presentimiento, tomando pequeños sorbos de té y evitando las pupilas descoloridas que, ante ciertos reflejos de la luz, parecían zambullirse en el blanco de los ojos, solo para volver a flote más diabólicas y penetrantes.
—¿Conoce usted a don Pedro de Macanaz?
Ella le contestó que no y el hombre tomó un respiro antes de proseguir. Era el señor de Macanaz, representante de la corte española en San Petersburgo, quien más interesado estaba en contar con la cooperación de Antonia.
—No sé en qué puedo cooperar —opuso al fin—. Francisco de Miranda ha sido huésped en la casa de mis parientes, los príncipes Viazemski, hasta hace pocos días. Creo que partió a Crimea.
—Pero regresará.
Las pupilas verdes coletearon en la superficie y se sumergieron de nuevo. Antonia se revolvió incómoda.
—No lo sé ni me importa, yo me voy de Cherson. —El hombre pareció meditar unos instantes.
—¿Quiere decir que regresa a La Habana?
—No, señor, voy a San Petersburgo.
Hubo una pausa que el otro aprovechó para tomar su bebida. Daba la casualidad, le dijo luego, que lo que él había venido a proponerle era, en primer lugar, que se mudara por un tiempo a San Petersburgo. Echó una ojeada alrededor y preguntó si podía hablarle en un lugar seguro.
—Para mí —musitó Antonia—, no hay lugar en el mundo más seguro que este.
Pablo Grigulévich hizo una mueca, sacó ligeramente el labio inferior y se lo susurró de un tirón, como si las palabras le hirvieran dentro de la boca. El señor de Macanaz había sabido que Francisco de Miranda y la señora de Salis eran buenos amigos. A San Petersburgo habían llegado informes de que los dos solían pasearse a solas por los jardines de la fortaleza. Eso sin contar con que Miranda había disfrutado de la hospitalidad de una casa en la que, por fuerza, tenían que coincidir a todas horas. Lo que esperaban de Antonia, aquel pequeño favor que le pedían —y por el cual sería muy bien recompensada—, se limitaba, en primer lugar, a localizar al señor Miranda en San Petersburgo, algo que no iba a serle muy difícil, y más adelante atraerlo al interior de un edificio, cuyas señas le serían dadas a su debido tiempo. Eso era todo. Ni que decir tenía que una vez concluyera su misión, ella contaría con la protección necesaria para continuar su vida en Rusia o en La Habana.
Antonia palideció un momento y enseguida se puso tan roja que el hombre instintivamente se echó hacia atrás.
—Lo que usted propone es una infamia.
Esperaba, en verdad, una reacción mucho más violenta y pasional. La voz sosegada de Antonia no se correspondía con el rubor colérico que había en su cara.
—Infamia la que cometió Miranda, jugando con dos mujeres dentro de la misma casa.
Ella le arrojó a la cara los restos del té, y le arrojó también la taza, que rodó por la alfombra. No era el momento ni el lugar para insistir, así que Pablo Grigulévich bajó la cabeza y, por unos segundos, miró ensimismado las enfangadas puntas de sus botas.
—Sería bueno que lo pensara —se atrevió a añadir, sin levantar la vista.
Se puso de pie y extrajo un pequeño billete del bolsillo, lo colocó sobre la mesa. Aquella era su dirección en San Petersburgo. Si acaso decidía colaborar con el señor de Macanaz, no tenía más que mandarle aviso, a cualquier hora del día o de la noche. Antonia le dio la espalda y escuchó las palabras de despedida, el sonido de los pasos del hombre que se alejaba hacia la puerta precedido por el chacoloteo triste de los pasos de Ígor. Cuando se supo a solas, tomó el billete y lo leyó en voz alta: Pablo Grigulévich, lugar llamado Ribestzkaya, camino de la Petite Morskoy, San Petersburgo.
—San Petersburgo… —repitió bajito.
Introdujo el billete bajo el forro del corpiño y fijó la vista en las figuras de mármol que estaban colocadas sobre la chimenea, unas estatuillas remotas y carnívoras, cuya vitalidad arrancaba al tiempo un obstinado enigma, una pasión que ella no había logrado descifrar.