Il sait fixer ce qui est plus volatil que l’exhalaison des fleurs.
(Él sabe perpetuar aquello que es más volátil que el aroma de las flores).
Johann Kaspar Lavater
Se acomodaron en torno a la chimenea y hasta allí les llevaron un chocolate espeso y desabrido. Ghika aseguró que siempre lo tomaba amargo, y que en eso era muy poco griega. A los griegos les gustaba tanto el dulce, que dulcificaban hasta el vino, y aún recordaba que cuando era niña solían verter harina amasada con miel en los toneles de tinto que guardaban en su casa.
El viejo criado que los recibió estornudando la vez anterior parecía totalmente restablecido de aquel resfriado, sin embargo cojeaba, y la princesa Ghika les explicó que Ígor —que así se llamaba— estaba sufriendo de un ataque de gota, pero que se negaba a quedarse en cama y hacer reposo como le había ordenado el médico. A sus ochenta y dos años cumplidos, había permanecido durante más de sesenta a su servicio, y estaba tan acoplado al ritmo de la casa que ningún otro criado, recalcó, ninguno, podría ya sustituirlo. En eso parecía haberle adivinado el pensamiento a Antonia, que se preguntaba por qué no licenciaba al anciano y contrataba a alguien más joven.
—No hay nada como el chocolate amargo para reponerse de los sustos de la pasión —declaró Ghika, flexionando el dedo encapuchado y mirando fijamente a Antonia.
El chocolate amargo, agregó, con una pizca de la chartreuse verde que ella mandaba a buscar especialmente al bazar de Viazma. La chartreuse verde no tenía nuez moscada, como la blanca, ni cilantro, como la amarilla. Carecía también del regusto picante que le daban los clavos de especia y el cardamomo menor. Pero en cambio contenía tomillo, menta piperita y yemas de álamo, ingredientes que les faltaban a las otras, más extracto de balsamina, que, al igual que el fruto que le daba nombre, estimulaba la simiente en los varones.
Antonia se ruborizó. La princesa se extremaba cada vez que Francisco se hallaba presente. Él, en cambio, esbozó una gran sonrisa y apuntó al viejo criado:
—Quiera Dios que a Ígor no se le ocurra tomar de esa chartreuse.
Fue entonces Ghika la ruborizada. Sin responder al comentario, se apresuró a llevar la conversación por derroteros más inofensivos. Aún no había visto a Potemkin, en realidad hacía casi un año que no lo veía. Pero mantenían una gran amistad desde los tiempos en que él había huido del Palacio de Invierno, agobiado porque sus amores con la Emperatriz le consumían tanta energía, que no le quedaban arrestos para ocuparse de sus campañas militares. Había sabido que Potemkin conservaba unas habitaciones en el Ermitage, y que aún solía presentarse allí de vez en cuando, soltando alaridos de lobo estepario, espantando a patadas a los perrillos de la Emperatriz, y arrastrando sobre las alfombras las sucias botas de montar. Casi siempre entraba sin anunciarse a la alcoba de Su Majestad, sacaba por el cogote al Favorito de turno y se lanzaba sobre Catalina como bestia hambrienta. Ella fingía un gran disgusto y lo llamaba salvaje; lo amenazaba con encerrarlo en una jaula, como al notorio Pugatchov, y juraba que lo haría descuartizar lo mismo que habían hecho con aquel bandido. Cuando Potemkin se marchaba, la Emperatriz corría a bañarse y ni siquiera con eso lograba eliminar los piojos, eternos inquilinos en la cabeza del Príncipe de Táurida. Ghika la había visto una de aquellas tardes, recién salida de los brazos de Potemkin, y recordaba que Su Majestad, sumida en éxtasis, parecía una campesina, menos que eso, una pordiosera con el peinador desgarrado, su blanquísima piel tiznada como la de un minero, y despidiendo a su paso un hedor intestinal y rudo, como el de los establos.
Antonia suspiró: en realidad había estado con Potemkin sólo unos minutos, pero le habían bastado para comprender que se trataba de un hombre de muy poco trato. La condesa de Sievers, que había llegado con él desde San Petersburgo, tampoco se había comportado como una mujer muy refinada.
—No viene de San Petersburgo —aclaró Ghika—. Hace tiempo que ella vive en Kremenchug.
Francisco se puso de pie y se acercó a la chimenea para calentarse las manos. Sobre el revellín había unas estatuillas de un mármol rosado, con vetas de un color intenso que parecían hilos frescos de sangre. Las observó encantado, como si esperara algo de ellas: que se estremecieran, o que se quejaran. Ghika le preguntó cuánto tiempo aún le quedaba en Rusia, y él miró a Antonia antes de contestar: en realidad ya le quedaba poco. Pasaría algunos días recorriendo Crimea y luego se marcharía a San Petersburgo. Desde allí se le haría fácil viajar hasta Estocolmo.
—Estocolmo —musitó Ghika—. Sepa que los «especieros» no son muy amigables.
Francisco la miró desconcertado y ella le ofreció más chocolate. Entonces le explicó que la Emperatriz solía referirse de ese modo a los suecos, incluso al propio rey, al que llamaba «Especiero Mayor». Claro que a los ingleses también les tenía un mote: «comerciantes de paños», no se cuidaba de decirlo, ni siquiera cuando estaba delante el ministro Fitz-Hebert. Y eso no era todo: al taimado Ségur, que era después de todo un hombre encantador, lo llamaba Ségur-Effendi, porque, según ella, siempre salía en defensa de los turcos. Para Catalina, el cuerpo diplomático en pleno era su «sopa de guisantes».
Antonia contemplaba distraída el fuego y había dejado intacto el chocolate. Ghika llamó su atención para decirle que no se dejara llevar por los comentarios que había hecho sobre la chartreuse.
—Es a los hombres a quienes hace efecto —advirtió—. Nosotras podemos beber cuanto queramos.
—Tómalo —la conminó Francisco—. Hace un momento estabas helada.
Ella frunció el ceño, como si no lo hubiese comprendido, y se sacó del pecho un vozarrón herido:
—¿Y acaso eso le importa? Dudo que le importe nada que no sea usted mismo, y esas locas ideas de gobernar Venezuela.
Francisco endureció la expresión, pero no contestó una palabra. Antonia dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, y justo en el umbral tropezó con el criado, que traía en la bandeja otra chocolatera llena. El anciano se derrumbó suavemente, se oyó el estrépito de la bandeja y Ghika saltó del asiento para acudir en su ayuda, pero Francisco se le adelantó, ayudó a incorporarse al sirviente y le preguntó si tenía algún hueso roto. El viejo negó con la cabeza, todavía aturdido, y acto seguido se estiró el chaleco y se sacudió enérgicamente los calzones, salpicados de chocolate amargo.
—Ígor —se oyó la voz temblorosa de Ghika—, anda a acostarte.
El criado se agachó para recoger la bandeja y empujó con el pie los restos de la chocolatera. Luego hizo un gesto cuya ferocidad alarmó a Francisco y se alejó cojeando rumbo a la cocina.
—Gracias, coronel —disimuló Ghika—, pero creo que ahora debe ir en busca de Antonia. Haré que los lleven a la casa.
Antonia había corrido sin detenerse por los terraplenes de la fortaleza y desembocado en un jardín minúsculo, sobre el que ya se había abatido el invierno. Lo cruzó pisoteando la escarcha y se internó en un descolorido pinar que recorrió a saltos, tropezando con las ramas del suelo y resbalando en el fango congelado. Enseguida sintió las manos y los pies entumecidos, y ya empezaba a subirle el frío por las piernas cuando columbró, asomando detrás de unos arbustos, un edificio de cristal. Trató de correr hacia allí, pero se dio cuenta de que apenas avanzaba, paralizada por el miedo como en un mal sueño; sacó fuerzas de donde no las tenía y se impulsó hacia delante, el frío tocándole ya el vientre. Al llegar al pie del invernadero soltó un gemido y rodó por tierra. Un hombre grueso, de capa y sombrero, se le acercó a toda prisa y la ayudó a levantarse. ¿Quién era ella? ¿De dónde había salido? Antonia balbuceó que era la prima del príncipe Viazemski, gobernador de aquella plaza, y que se había extraviado mientras buscaba una troika. El hombre, un francés a cargo del jardín que preparaban para la Emperatriz, la invitó a pasar a la Casa de Calor. Ella entró tiritando en esa nave imposible, donde la recibieron los aromas revueltos de cien flores distintas.
—Huele a manzanas —suspiró.
Se sentó en un banco y se frotó las manos. Miró a su derecha, hacia una especie de oasis con palmeras, y descubrió que en todas partes había glicinias y mocos de pavo; jazmines y geranios de malva, que eran precisamente los que despedían el aroma a manzanas. Desde el techo colgaba una fiesta de peonías silvestres cuyas semillas le traían recuerdos de sus años en La Habana. La Habana… Cuán lejos estaba ahora su dolor por el naufragio, su miedo absurdo a navegar en medio de la oscuridad y escuchar de nuevo aquellos gritos que la conminaban a salvarse. Lo único que le pedía a la vida era poder seguir los pasos de Francisco en las embarcaciones que fueran, con el oleaje que se presentara, bajo las tormentas que quisiera Dios ponerle en el camino. La Habana… Con semillas como aquellas solía enhebrar unos collares de tres vueltas que se ponía sobre la blusa blanca y combinaba con la falda de colorines que le prestaba una de las esclavas. Su madre, al verla, se persignaba y le exigía que se sacara ese disfraz con el que parecía, más que una andaluza de buena cuna, una raposa abandonada por los cíngaros.
—Le doy esta gardenia, para que la huela a gusto.
El jardinero francés le puso una flor en las manos y Antonia le sonrió desde el fondo de unos recuerdos que la apaciguaban. De repente descubría que las memorias de La Habana y de su propia madre, lejos de quebrantarla, lograban poco a poco devolverla al sosiego. Le preguntó al hombre dónde podía conseguir una troika, y él le recomendó que regresara a la entrada de la fortaleza. No debían cobrarle más de cinco kopeks por llevarla de regreso a la casa. Eso sí, con el frío y las calles llenas de lodo, un pequeño trayecto podía volverse interminable. Antonia se despidió del francés y le aseguró que se sentía con fuerzas para recorrer de vuelta el terraplén y alcanzar los portones de la entrada.
Pasó de nuevo a pocos metros de la casa de Ghika. Hubiera deseado retornar con Francisco, pero no tuvo el coraje de detenerse y llamar a la puerta. A la entrada de la fortaleza había dos troikas y Antonia se dirigió a una de ellas.
—Lléveme a la casa del gobernador —le ordenó al hombre que daba vueltas en torno al carruaje, mascullando una cantilena que parecía dirigida a las bestias.
El otro le contestó una incongruencia y Antonia se dio cuenta de que estaba totalmente borracho. Desesperada, se dirigió a la troika que aguardaba atrás, cuyos caballos, de muy mala lámina, despedían un insufrible olor a carroña.
—A la casa del gobernador.
Aquel cochero, menos ebrio que el anterior, la ayudó a subir y partió lentamente hacia la ciudad. Pero a medida que se internaban en las callejuelas silenciosas, los fue cubriendo una cerrada bruma que les impedía distinguir siquiera las cabezas de las caballerías. Al cabo de media hora, el hombre detuvo la troika. No daba con la casa, se hallaban extraviados y no se veía un alma a quien pudiesen preguntar. Antonia se bajó, ansiosa y entumecida: no, no era posible que se perdieran en una ciudad tan pequeña.
—Entonces —la retó el hombre— dígame usted por dónde debo ir.
Y como para demostrar que no tenía prisa ninguna, sacó una caneca del bolsillo y la empinó tranquilamente, hasta que la hubo vaciado por completo. Antonia no lo pensó un instante, le arrancó la fusta y lo golpeó con tanta fuerza, que el hombre soltó la caneca y la miró aterrado.
—Si no me lleva de inmediato a casa —amenazó con la fusta en alto—, diré que me atacó y haré que lo suplicien en la rueda.
El hombre se restregó los ojos y tomó de nuevo las riendas del carruaje. Volvieron a ponerse en marcha y recorrieron una y otra vez las mismas calles de casas ocultas tras el soñoliento acoso de la niebla.
—Estoy perdido —gimoteaba el cochero—, nos amanecerá dando tumbos.
Por fin, Antonia divisó un recodo familiar. Ordenó al hombre que se detuviera y bajó para acercarse a un promontorio sobre el que se alzaba un pequeño edificio de ladrillos. Decidió que estaban cerca y se adentró en la neblina para buscar nuevas pistas. Al regresar, mandó al cochero que diera la vuelta a la derecha, y unos segundos más tarde, esforzando la vista, alcanzó a ver el frontispicio de terracota, la balaustrada en nichos y el gerifalte que coronaba el emblema de piedra de los Viazemski.
El cochero le pidió diez kopeks y Antonia replicó que no le pagaría más de cinco. El otro alegó que había tenido que trabajar el doble, y ella estaba a punto de enfrascarse en otra discusión cuando sintió que era absurdo estar regateando a esas horas, con ese frío, por unas pocas monedas. Corrió a la casa y golpeó varias veces la aldaba de la puerta. El criado que la recibió quedó tan azorado, que sólo entonces ella se percató del mal aspecto que debía de tener. A continuación lo oyó decir que el príncipe Viazemski quería verla. Antonia fue derecha a su alcoba, pero al pasar frente al espejo al pie de la escalera, se detuvo para mirar su imagen. La falda, raída y húmeda, tenía unos grandes lamparones de fango; fango había también en su corpiño y en su blusa, y hasta en su manteleta de piel. Pero lo peor era su rostro, amoratado por el frío, y los cabellos empapados que se le pegaban al cráneo.
—¡Antonia!
La voz de Viazemski la sobresaltó. Estaba detrás de ella, el rostro contraído y la mirada grave. En todos los meses que había vivido en esa casa, nunca le había visto esa expresión.
—Estoy mojada —respondió—, me muero de frío.
Viazemski hizo un gesto de impaciencia y luego reflexionó.
—Muy bien, ve a cambiarte y baja enseguida.
Subió rápidamente y al enfilar por el corredor tropezó con su criada, que soltó un grito de asombro:
—Virgen Santísima, ¿qué le pasó?
Una vez en su alcoba, se hizo dar fricciones con alcohol y se secó ella misma los cabellos. Guardó la gardenia del invernadero en un pequeño cofre de madera y preguntó a la criada si ya había recogido todas sus cosas. La otra le aseguró que no faltaban más que los sombreros.
—Nos tendremos que ir antes de lo que yo pensaba.
Bajó llena de fortaleza, pero cuando entró al gabinete de Viazemski, lo primero que vio fueron los ojos enrojecidos de Teresa.
—Adelante, Antonia —se escuchó la voz del príncipe.
Ella se encaminó hacia una butaca y, más que sentarse, se desplomó con un suspiro. Viazemski empezó a hablarle sin rodeos: lo ocurrido ese día era tan grave, que había querido que su prima estuviera presente para que escuchara lo que tenía que decirle. Antonia miró al suelo y entrelazó las manos. Como de lejos, le llegaba la voz resuelta de Viazemski y el enfurecido diapasón de sus palabras. Había frases que comprendía y otras que pasaban rozando sus oídos. Del coronel Miranda, ya le había dicho todo lo que podía decirse. Pero se lo iba a repetir una vez más: aquel hombre estaba en Rusia sabría Dios con qué propósitos. No era su asunto averiguarlo. Pero cualquier mujer que se le atravesara en el camino, sólo iba a ser un pasatiempo, mero accidente del paisaje que olvidaría nada más dar media vuelta el carruaje que lo llevara a San Petersburgo. Lo de su aventura en la fortaleza era otra cosa. Había llegado muy lejos y la condesa de Sievers, enterada de su parentesco con la familia Viazemski, había solicitado que se le informara al gobernador de la conducta de aquella joven a la que había encontrado en el retrete de Potemkin. Viazemski pareció perder entonces los estribos. ¿Acaso se había vuelto loca? ¡Sentarse junto al príncipe de Táurida, quien, según le habían contado, yacía desnudo sobre su canapé! ¿Cómo se le había ocurrido? ¿Cómo se había atrevido a tanto?
—El coronel Ribas me llevó hasta allí —balbuceó Antonia—. Pensé que ustedes me esperaban.
¡De ninguna manera!, tronó Viazemski. No podía aceptar que ella fuese tan cándida. Tomar por sí misma la decisión de ir a la fortaleza había sido un gran error. Pero introducirse en las habitaciones privadas de Potemkin… Aquello no era España, ni La Habana, ni ninguna de esas colonias en las que cada cual acostumbraba hacer lo que le viniera en gana. Aquello era Rusia, señora, ¡Rusia!, y allí había un orden, unas jerarquías, una manera de hacer las cosas. La condesa de Sievers estaba indignada. ¿Imaginaba acaso lo que significaba para la familia, para su prima Teresa, para todos en aquella casa? La condesa de Sievers era una mujer influyente. Vivía con Potemkin y viajaba con Su Alteza a todas partes.
—Lamento haber ofendido a la condesa —interrumpió la voz de Antonia, con un repunte de ironía.
Viazemski tocó fondo en su furor y la miró con los ojos inyectados. Antonia se asustó.
—Iré a disculparme. Le pediré perdón.
—Lo que queremos —aprovechó Viazemski— es que no te muevas de esta casa mientras Potemkin permanezca en la ciudad.
—Estoy echando de menos a mi padre —mintió inclinando la cabeza—, ya le escribí diciéndole que regreso a La Habana.
Viazemski no disimuló su alivio y Teresa dulcificó la expresión. Guardaron silencio unos instantes y el príncipe volvió a la carga. Tenía que hacerle una última recomendación. El sábado siguiente se celebraría en la casa la recepción en honor a Potemkin y a todo su séquito. No se oponía a que ella estuviera presente, pero, eso sí, esperaba que guardara la más completa discreción y que, luego de los saludos de rigor, se mantuviera lo más alejada posible.
—Y ahora vete a descansar —dijo por último—. Bien pálida estás.
Antonia se acercó a su prima, la besó en la mejilla y luego hizo lo propio con el príncipe. Al salir del gabinete, caminó lentamente hacia las escaleras y subió los peldaños como si le costara un gran esfuerzo levantar los pies. Se preguntaba qué habría sido de Francisco, si se había quedado en la casa de Ghika o si, por el contrario, había salido a buscarla. Cuando llegó a su alcoba, no esperó siquiera a la criada: se arrancó la ropa, se tiró de bruces en la cama, y se durmió mirando los arabescos de las colgaduras.
Se despertó pasada la medianoche. Le habían echado una manta por encima y colocado una almohada bajo la cabeza. La enternecía pensar que había sido Francisco, pero tuvo que confesarse que lo más probable era que aquellos cuidos se los hubiese prodigado la criada. Tenía sed. Sentía que se le abrasaba la garganta y lo que quedaba en el aguamanil no era bueno ya para beber. Se levantó y se cubrió con su pelliza, y tomó el candil que había dejado sobre el velador. Bajaría a buscar un poco de agua.
Al atravesar el corredor, junto a la alcoba de los príncipes, notó que la puerta estaba entreabierta y que del interior escapaba un estertor intermitente, como una especie de ronroneo que se inflamaba de golpe y decaía enseguida en un silbido. Miró a través de la rendija y vio la faz licuada de Viazemski, mal iluminada por una lucecita de noche que chisporroteaba ahogada en el aceite. Tenía las venas del cuello aún hinchadas, los labios contraídos y amoratados, y de las comisuras le colgaba un hilo de saliva. Sin duda, le había sobrevenido un nuevo ataque y ahora dormía un sueño apresador del que difícilmente podría salir en varias horas.
Buscó a Teresa con la vista. Su prima no se acababa de acostumbrar a esos dolorosos episodios que en los últimos días habían derribado a su marido por lo menos en cinco ocasiones. Tenía que ser el frío, pensó Antonia, o acaso la excitación por la visita de Potemkin y los problemas de aquella plaza. Su resentimiento contra Viazemski, que tan cruel se había mostrado la víspera, decayó ante la compasión que le inspiraron sus manos todavía rígidas, sus pómulos descoloridos, su convulsiva lucha por arrancarle al mundo otra insignificante bocanada. Ella sintió un escalofrío y otra vez la sed, la sed malsana, la sed indomable de la fiebre. Siguió adelante, pensando que Teresa quizá estuviera abajo, buscando una tisana para su marido.
Ella también se haría preparar un cocimiento fuerte, muy caliente, muy cargado de canela.
Bajó las escaleras sin hacer ruido. Sin ruido atravesó el salón y miró en el gabinete, en el comedor y en la cocina. No se veía ni un alma. Entonces volvió sobre sus pasos y se dirigió a los aposentos que estaban del otro lado de la casa. Pero al pasar de nuevo junto al saloncito contiguo al comedor, escuchó una especie de rumor, una respiración aprisionada, un roce cauto y persistente. Adentro no había luz, así que levantó el candil y empujó la puerta con la punta de los dedos. Antes de llegar a distinguir ninguna cosa, escuchó el quejido sobresaltado de Teresa. Pero entre aquella vorágine de sombras, no vio sino el rostro exaltado de Francisco.
Le tomó unos segundos comprender, descifrar el abrazo, la cabellera revuelta de su prima, el rictus animal que había en su boca, la mirada desgarrada y la avaricia de esos brazos que rodeaban las espaldas del otro. Pero aún después, se solazó mirándolos sin estupor ni prisa. Los miró intensamente, con todos sus sentidos; los recorrió con la mirada palmo a palmo, como si el cruento ardor de sus pupilas hubiera bastado por sí solo para destrozarlos. Y de repente, tuvo ganas de palpar sus cuerpos, de mirarlos también con la piel de los dedos, de pasar y repasar su mano enfebrecida por la espalda de Francisco y remansar despacio, cuando estuviese cerca de la nuca, junto a esa mano de hiedra que era la fina mano de Teresa.
—Antonia —escuchó que balbuceaban desde la oscuridad.
Fue como si la despertaran un momento, sólo para volver a derribarla de otro mazazo.
—Antonia —repitió su prima.
Ella bajó el candil y dejó a oscuras los dos rostros. Debía de tener una expresión terrible, porque Teresa repitió su nombre, como si le implorara alguna cosa, como si al retirarles la luz, ella también les estuviera retirando el aire.
—Antonia, escucha…
No quería escucharla. Ya no quería tocarla con su vista. Quería más bien que se desvaneciera, que se desvanecieran ambos, que la vida diera un vuelco en ese instante y que al pasar de nuevo junto al saloncito no se oyera sino el silencio de la noche, el silencio sin fisuras de la nieve, tan desalmado y fascinante como el silencio neto de la muerte.
Pero ahí estaban los dos, a merced de su candil, y ya no había lobreguez en este mundo, no había tiniebla capaz de remediarlo. Dio media vuelta para salir del saloncito, pero antes de cerrar la puerta, se volvió hacia el lugar donde un minuto antes había ubicado el rostro amedrentado de Teresa.
—Tú —le gritó, con una voz de hierro—, tú eres más zorra que la condesa de Sievers.