Quinconque jette feu et flame doit etre mis dans la classe de Dragons.

[Cualquiera que arroje fuego y llamas debe ser puesto en la clase (o categoría) de los Dragones].

Johann Kaspar Lavater

El Príncipe de Táurida entró en Cherson poco después de las diez de la mañana. La comitiva, compuesta por más de sesenta personas, recorrió a pie el camino hasta la fortaleza, deteniéndose apenas para saludar a la gente que desde muy temprano se agolpaba a ambos lados de la calle. Potemkin venía al frente, de uniforme, con gorro de piel de zorro negro, banda azul cruzada sobre el pecho y guantes de cuero marrón. Calzaba botas de montar con espuelas de plata, y sobre los hombros llevaba una pelliza común de piel de carnero. Caminaba erguido, o trataba de hacerlo, pero aún así su paso era tan desbalanceado y feroz, que el primer impulso de muchos en la multitud fue dar un salto atrás cuando lo vieron acercarse.

Viazemski se adelantó para esperarlo en la fortaleza, y Antonia, Teresa y Francisco se apostaron en la calle por donde iba a desfilar la comitiva. La mayoría de las mujeres llevaba ramos de flores que debían lanzar al paso de los militares, y Francisco se entretuvo admirando la diversidad de los trajes de los cosacos, los calmucos y los griegos que literalmente invadieron la ciudad. Los judíos, por su parte, corrieron al encuentro de Potemkin portando bandejas de plata en las que le obsequiaron pan, sal y limones, y en medio de aquel torbellino de aclamaciones y salvas, sólo Teresa logró escapar al encantamiento general para proferir, en español, un comentario que le salió del alma:

—¡Jesús, qué hombre más espantoso!

En ese instante, Potemkin pasaba frente a ellos y pareció reparar en las mujeres. Teresa le hizo una especie de reverencia a la que el otro correspondió sin detenerse. Más que la fealdad, pensó Antonia, lo que en verdad chocaba era el conjunto de su fisonomía. Aun siendo bastante corpulento, su cabezota de buey superaba por mucho las proporciones ideales; tenía la nariz demasiado larga y medio torcida; unos labios oscuros, gruesos como filetes, que se apagaban sin gracia entre las comisuras; y donde debía de abrirse el ojo izquierdo, no había más que una cuenca arrugada y sombría.

—Yo no diría que es espantoso —apuntó tímidamente Antonia—, sino más bien como un dragón.

Teresa sonrió a su prima y ambas volvieron a mirar hacia Potemkin, que ya se alejaba. De espaldas, parecía un oso amaestrado, con el cuello macizo, casi enterrado entre los hombros, y los brazos poderosos que no marchaban al mismo ritmo que el resto de su cuerpo.

—Espantoso y bruto —insistió Teresa—, ¿sabes lo que se cuenta de él en San Petersburgo?

No pudo continuar, porque unas partidas de tártaros y cosacos procedentes de las riberas del Don entraron en ese instante galopando por el lado sur de la ciudad, con tal bullicio que la multitud en la calle comenzó a gritar de miedo. Al frente de la enloquecida tropa viajaba el sobrino del kam expulsado de Crimea, un renegado que llevaba el uniforme de teniente de caballería ruso, y un turbante a la tártara en la cabeza. Aquellos hombres se jactaban de haber llegado picando espuelas, viajando apenas sin descanso durante varias jornadas, con el único propósito de agasajar al «padrecito» Potemkin, a quien consideraban Gran Señor de aquellas tierras. Dicho esto, bajaron de sus caballos y descargaron decenas de canecas de licor y racimos de patos que aún aleteaban débilmente. Las calles estaban cubiertas de nieve, pero el aire era más templado que la víspera, y, después de un par de vasos de aguardiente, algunos hombres se desgañitaban lanzando vivas al recién llegado. Poco más tarde, cuando la comitiva se había perdido ya de vista, cuatro piqueros abrieron paso a una kibitka que transportaba a una mujer envuelta en pieles. Un murmullo de admiración recorrió a la multitud, pero ella se mantuvo rígida, mirando con impaciencia a la distancia, hacia el camino por donde había desaparecido Potemkin.

—Es la condesa de Sievers —susurró Teresa—. Viene siguiendo al príncipe. Toda una zorra.

Antonia se dio la vuelta asombrada. Le extrañó la expresión de su prima, una mujer tan poco dada a la murmuración o el exabrupto. ¿Qué podía haber de malo, después de todo, en que una condesa de San Petersburgo viniera hasta Cherson detrás del Príncipe de Táurida? Francisco se despidió para dirigirse él también a la fortaleza, y Antonia y Teresa se quedaron solas, escuchando de vez en cuando el estruendo remoto de nuevas salvas y el estribillo de una vieja canción armenia que un anciano sollozaba con los ojos cerrados:

Al dejar las riberas del Charuk,

mi corazón se derritió como un copo de nieve.

Ay, la nueva tierra no será tan fértil,

moriremos muy lejos, sin consuelo ni estrellas…

Antonia no comprendía el significado de aquellas palabras, pero la melodía le transmitió de golpe la certeza de su propia desolación: Potemkin estaba en Cherson y muy probablemente Viazemski conseguiría que Francisco le fuera presentado. Después de eso, la salida del venezolano hacia Crimea sería cuestión de días. Francisco quería conocer a toda costa aquellas tierras, antes de continuar a San Petersburgo para de allí viajar por mar hacia Estocolmo. No se le escapaba a ella la frecuencia con que el otro le hablaba de sus planes, de su urgencia por recorrer el mayor número posible de ciudades antes de regresar a Londres. Como bien le había advertido Viazemski, Francisco no tenía intención de establecerse en Rusia ni en ninguna parte. Y aunque el asunto de las colonias españolas fue mencionado sólo una vez, en el transcurso de una de las noches que pasaron juntos, lo hizo con tal fogosidad que Antonia ya no tuvo dudas. Algún día, le aseguró en esa ocasión, el despotismo español sería arrasado de América y en su lugar se instalaría un estado justo, respetuoso de los postulados de Rousseau, de Montesquieu, del abate Raynal. Elegirían a un hombre cabal y buen conocedor de todas las formas de gobierno, un hombre que tuviese la experiencia y la sabiduría necesarias, en suma: un Gran Inca para que lo gobernara. Ella había guardado silencio, pero fue incapaz de pegar ojo en toda la noche. Francisco, en cambio, dio media vuelta y se quedó rendido, y en la penumbra de la habitación, iluminados apenas por la llamita moribunda de una vela perfumada, Antonia le acarició la frente, la pequeña trenza aún empolvada, los discretos contornos de su espalda cobriza. Lo abrigó con delicadeza, como si se tratara de un niño, y cuando comenzó a clarear, cuando se escuchaba afuera el trajín de los criados que vaciaban los sillicos y recogían la leña para la cocina, se levantó sin hacer ruido, tomó papel y pluma, y le escribió a su padre.

Ahora, al escuchar el canto de aquel viejo, que Teresa le tradujo con voz entrecortada, se le figuraba que la vida en Cherson, sin aquellas noches con Francisco, le iba a resultar tan insoportable como lo había sido, tantos años atrás, para los infelices armenios, apresados y arrancados de sus tierras, empujados a la fuerza hacia los campos de Ekaterinoslav, donde muchos habían muerto «sin consuelo ni estrellas».

Un viento frío, que comenzó a soplar de pronto desde el Dniéper, arrastró sobre Cherson unos oscuros nubarrones. Los forasteros tártaros comenzaron a dispersarse, dirigiéndose a las afueras de la ciudad para montar sus tiendas y prepararse una comida fuerte. Teresa, inexplicablemente afligida, le pidió a Antonia que regresaran a la casa. Allá se trabajaba en los preparativos para la gran fiesta que en pocos días se le ofrecería a Potemkin, y los criados pulían las maderas de los muebles, fregaban los pisos y corrían de un lado para otro sacudiendo alfombras, sacando brillo a la plata, descolgando los pesados cortinajes de terciopelo morado.

Viazemski volvió al anochecer. Potemkin, según contó más tarde, había llegado de excelente humor y le había comunicado oficialmente que su querida «madrecita», la Emperatriz de todas las Rusias, visitaría Cherson alrededor del mes de mayo, tan pronto como se deshelara el río y pudiera ser navegado sin contratiempos por las galeras imperiales. Teresa, recuperada del rapto de tristeza que la abatió por la mañana, se llevó una mano al pecho: apenas tenían tiempo para prepararse, renovar el moblaje y mandar a coser ropa decente para ellos y para los criados. Viazemski preguntó con sorna si no bastaba con lo que había dejado el francés, y a Teresa le centellearon los ojos: monsieur Raffí, que en paz descanse, había traído muy pocas piezas de primavera y verano, apenas cinco o seis cortes de organza, varias estomagueras para los meses cálidos, y aquel corte de chaúl de un rojo brillante que a ella le pareció bastante impropio, pero que Antonia se empeñó en comprar de todos modos.

—Ese —bromeó Viazemski—, ese es el que deberían mandar a coser para cuando nos visite Potemkin. Mucho me preguntó hoy por las mujeres de esta casa.

Teresa bajó la vista y Antonia intervino para decir que, tanto a ella como a su prima, Potemkin les había parecido un oso desagradable.

—Eso será ahora —masculló Viazemski—. Hace cinco o seis años lo encontrábamos muy aceptable, ¿no es así, Teresa?

La aludida ignoró el comentario y, para cambiar de tema, propuso que fueran a dar un paseo. Antonia captó una pulla sórdida en el aire, los miró a ambos y abrió la boca para secundar la idea de su prima.

—¡Imposible! —la atajó Viazemski—. ¿Sabes cuánta nieve hay en la calle?

—Hace demasiado frío —admitió Francisco, que había asistido pensativo a la conversación, y que enseguida se disculpó para retirarse a escribir en su diario, ya que al día siguiente tenía que madrugar.

Antonia presintió que la cita estaba concertada. En breve, acaso en unas pocas horas, sería presentado a Potemkin, y en cuestión de dos o tres días se marcharía de aquella casa para siempre. Cuando Francisco se alejó, ella corrió donde Viazemski, que tomaba rapé y tenía la vista fija en ninguna parte.

—¿Lo llevarás a ver a Potemkin?

—El conde de Miranda se irá pasado mañana —fue su lacónica respuesta.

Antonia dio las buenas noches y subió a su alcoba. No se permitió una lágrima y, en lugar de desvestirse, buscó debajo de la cama una valija de piel y comenzó a guardar su ropa. Apenas cabía nada, pero su criada podría partir más tarde, llevando consigo los baúles con lo que faltara. Eso era lo más sensato, que Domitila se quedara por unos días en aquella casa y la siguiera cuando estuviera decidido el lugar donde habrían de radicarse. Acaso Londres, Francisco tarde o temprano tendría que regresar a Inglaterra. Por lo pronto, ella le rogaría que la dejara acompañarlo a Crimea; si fuera preciso, lo seguiría en el viaje a San Petersburgo y, una vez allá, se embarcaría con él hacia Estocolmo. Cualquier cosa menos quedarse en Cherson.

Se acostó de madrugada. Francisco tampoco había ido a verla aquella noche, y ella durmió con la esperanza de que acaso aparecería al amanecer. Pero a media mañana quien la despertó fue su criada, asombrada ante el aspecto desordenado de la habitación y la valija lista a los pies de la cama.

—Nos vamos —afirmó Antonia—. Ya hemos estado mucho tiempo aquí.

La criada aguardó en silencio, empezó a doblar la ropa interior y fue amontonándola en una butaca. Luego la ayudó a vestirse y, mientras le acomodaba los rizos del cabello, le hizo la única pregunta que su patrona no hubiera querido oír:

—Y el señor Francisco, ¿ya sabe que nos vamos con él?

Antonia se alejó sin contestarle. En la casa reinaba un gran silencio y un ayudante de Viazemski le informó de que el príncipe, la princesa y el coronel Miranda se habían dirigido a la fortaleza, donde Potemkin se hallaba recibiendo aquella mañana. Ella subió de nuevo a su habitación y buscó entre el reguero de ropas una manteleta de pieles. A los pocos minutos, mandó a enganchar un carruaje y ordenó que la llevaran a la residencia del Príncipe de Táurida.

Por el camino le pareció ver el doble de soldados que pululaban de costumbre por las calles, y en toda la ciudad se respiraba un aire de fiesta que contrastaba con el letargo de los pasados meses. Cuando llegaron a la fortaleza, unos guardias impidieron el acceso del coche más allá de los portones de hierro. Antonia se asomó a la ventanilla, mientras el cochero explicaba que su patrona era parienta del gobernador y se dirigía a las estancias de Su Alteza. Aun así, los guardias le negaron el paso al carruaje y sugirieron que la dama prosiguiera a pie. Ella descendió rápidamente y se echó encima la caperuza que le ocultaba el rostro. Una multitud de hombres y mujeres, ataviada con sus mejores galas, se paseaba nerviosamente por los jardines y hacía corros alrededor de aquellos que ya habían sido favorecidos con alguna audiencia. Antonia buscó con la mirada a los suyos: ni rastro de Viazemski o de Teresa. Tampoco divisó a Francisco por ninguna parte. Acaso ya estuvieran dentro.

Cuando llegó a las puertas del edificio donde se alojaba Potemkin, un par de húsares volvió a cerrarle el paso. El príncipe estaba agotado y no pensaba recibir a nadie más. Antonia explicó que no venía a ver a Potemkin, sino en busca de sus parientes, el gobernador de la ciudad, Alexander Ivánovich Viazemski, y su esposa Teresa. Un hombre moreno, de ojos rapaces y largas patillas negras, intervino en ese momento y se dirigió a Antonia en español:

—¿Habla italiano?… ¿Entiende el castellano entonces?

Antonia negó y asintió casi simultáneamente. El hombre se presentó como el coronel De Ribas y les ordenó a los húsares que la dejaran pasar. La condujo a través de una galería adornada con guirnaldas y luego atravesaron tres o cuatro habitaciones abarrotadas de gente. De Ribas se disculpó para dejarla sola en una especie de antecámara, donde había varias sillas y un pequeño escritorio, y como el ambiente dentro era tan cálido, ella se deshizo de la manteleta. Las paredes estaban cubiertas de tapices, y junto a los ladrillos de la estufa se amontonaba una gran cantidad de cáscaras de nueces, dátiles mordisqueados, conchas vacías y otros desperdicios.

—Haga el favor de pasar.

De Ribas había reaparecido y le franqueaba la entrada al aposento contiguo. Ella imaginó que allí estaría Viazemski y musitó unas palabras de agradecimiento, pero al momento de entrar, el rostro se le demudó, se le escurrió la manteleta de las manos y ya iba a darse la vuelta cuando escuchó una voz de trueno que la clavó en el piso.

—Acérquese, no tenga miedo.

Tendido sobre un canapé, con el torso desnudo y la entrepierna cubierta a medias por una piel de oso, Potemkin la recorrió con la mirada arrasadora de su único ojo vivo. Antonia lo observó con una mezcla de admiración y repugnancia. Tenía el pecho regordete y velludo; unas piernas monumentales como pilastras, envueltas en gruesas tiras de lana, y cuando levantaba el brazo, asomaba otra mata de pelo aterronada y húmeda en la axila. Sacó la tosca mano que jugueteaba bajo la piel del oso y se la llevó a la boca para roerse las uñas. Antonia, aterrorizada, bajó la vista y vio que en el suelo, tirados junto al canapé, estaban la casaca con la banda azul y el resto de las condecoraciones. A su lado, aquellas botas de montar en las que aún refulgían las espuelas de plata.

—Así que usted es parienta de Viazemski.

Antonia asintió, o creyó que estaba asintiendo, pero en realidad fue un movimiento tembloroso, un gesto desesperado de pájaro, o de conejo atrapado.

—Debe de ser española —agregó Potemkin—, como Teresa.

Pronunció el nombre de su prima alargando exageradamente la última sílaba, y Antonia notó que aquellos labios sin encanto ocultaban la dentadura más carnicera y desigual que había visto en su vida. Él le indicó una silla para que se sentara y Antonia obedeció hipnotizada. La cercanía de aquel hombre, evidentemente ebrio, le producía una sensación tan enervante y tumultuosa, que ni siquiera le alcanzó la voluntad para contravenir sus órdenes y ponerse a salvo. Sin venir a cuento, Potemkin soltó una carcajada y se frotó el pellejo púrpura de la cuenca donde le faltaba el ojo. Entonces le preguntó su nombre.

Antonia dijo que se llamaba Antonia y se quedó sobrecogida. La atemorizaba lo absurdo de la situación: había llegado pretextando buscar a sus parientes, cuando en realidad sólo intentaba dar con Francisco. Y de pronto, sin darse apenas cuenta, se hallaba frente al Príncipe de Táurida, el bien amado de la Emperatriz, el guerrero salvaje y lujurioso que, según contaban, era capaz de degollar a un musulmán con una mano mientras con la otra desnudaba a una mujer.

—Antonia…, ¿desde cuándo vives en Cherson?

Había estirado una de sus manazas y atrapado su mano, que parecía haber quedado muerta, deshuesada, sorda. No, se dijo Antonia, lo malo no era sólo su fealdad, que era una fealdad absoluta, sino lo otro, el abismo en círculo que era su voz, el calor que despedía su cuerpo, y la manera en que seguía a su presa con el ojo empañado, ese afiebrado ojo que, en su empeño por suplir al que faltaba, se le desorbitaba un poco. No podía apartar la vista de ese rostro, y, al mismo tiempo, la asustaba su expresión desdeñosa; la estremecía el roce de sus dedos de uñas carcomidas, humedecidos aún por la saliva. Potemkin tiró de su mano, esa manita dócil, y se la llevó a los labios, luego la colocó sobre su vientre. Ella sintió, primero, el blando calor de la piel del oso y, un minuto después, el infierno puro de la piel con vida. Ninguno de los dos pronunció palabra y él entonces se incorporó, acercó su cara a la cara lívida de Antonia y resopló el aliento enrojecido como una llamarada, mezcla del aroma del vino de Hungría con el tufo de las dieciséis huevas de carpa que se acababa de almorzar.

—¡Grisha!

Ambos se volvieron hacia la puerta. Era la misma mujer que el día anterior había pasado en la kibitka siguiendo el rastro del Príncipe de Táurida. Ahora no estaba envuelta en pieles: llevaba una bata brocada de andar por casa y el cabello suelto.

—Grisha —repitió suavemente—, nos están esperando.

Potemkin asintió sin soltar la mano de Antonia. Pero enseguida volvió a llevársela a los labios.

—Cuando vuelvas —susurró—, pregunta por Ribas.

Ella se desprendió aturdida y al cruzar por delante de la mujer bajó la vista, pero no por eso dejó de sentir la mirada rabiosa de la condesa de Sievers, clavada como un puñal sobre su nuca. Salió casi corriendo del edificio, anudándose al cuello las cintas de la manteleta y ocultando nuevamente el rostro tras la caperuza. Pasó entre los soldados que ya se preparaban para el cambio de guardia y atravesó los portones de hierro. Subió a la berlina aún temblorosa y jadeante, tan asustada, que le tomó unos minutos percatarse de que el cochero ya no estaba allí. Antonia esperó todavía un rato dentro del coche, y cuando estuvo más serena, se decidió a salir en su busca. Recorrió en vano los alrededores de la fortaleza y se internó en el pequeño bosque de encinas y ojaranzos que cerraba a medias la vista al arsenal. Tenía los zapatos y los bordes del vestido cubiertos de fango, y pensó que lo más sensato era volver atrás y esperar lo que tuviera que esperar a buen resguardo dentro de la berlina. Estaba llegando a la explanada, cuando vio acercarse un carruaje antiguo y llamativo, que aminoró la marcha y se detuvo a su lado. Un instante después se levantó la cortinita de damasco rosa y apareció la faz enrarecida de la princesa Ghika.

—¿También viniste a ver a Potemkin?

Antonia tuvo la impresión de que se le abrían las puertas del cielo.

—Creí que iba a encontrar aquí a Viazemski y a Teresa.

La princesa Ghika sonrió, y a pesar de su aturdimiento, Antonia se conmovió al descubrir cuán macabro se había vuelto el rostro de su vieja amiga en el curso de las últimas semanas. Los huesos se le transparentaban por debajo de la piel, y las concavidades de los ojos se le habían oscurecido poco a poco, hasta atraparle por completo el resplandor de las pupilas.

—Y no los encontraste, me parece.

Antonia sintió que debía decirle la verdad.

—También vine buscando al coronel Miranda, pero no lo hallé en ninguna parte y, para colmo, no encuentro al cochero.

Ghika pareció meditar en el aspecto lamentable que tenía Antonia: su falda rasgada y cubierta de fango, la manteleta salpicada por los brugos que había arrastrado desde el bosque, y la expresión temerosa, lívida de muerte.

—El cochero debe de estar emborrachándose, querida. ¿Por qué no vienes un rato a casa y luego te mando de vuelta en mi carruaje?

Antonia aceptó, abrió por sí misma la portezuela y ni siquiera esperó a que la ayudaran a subir al estribo. Adentro reinaba la misma grata penumbra que era común a todos los aposentos de la princesa Ghika. Si era verdad que existía gente que iluminaba con su sola presencia las cosas del mundo, debía de haber también lo opuesto, aquellos que llevaban la contraluz consigo. Y a ese bando, sin duda, pertenecía aquella anciana que tenía la facultad de marinar en medias tintas el universo que la circundaba.

—Cuando lleguemos, haré que te sirvan un chocolate caliente —prometió Ghika—. Debes de estar muerta de frío.

Pero Antonia apenas la escuchaba. En el momento en que se acomodó en el asiento, sintió que sus rodillas rozaban las rodillas de otra persona que se hallaba junto a la princesa, en el asiento opuesto. Se sobresaltó un instante y ya no tuvo necesidad de esforzar la vista para reconocer al hombre que le tomó una mano y se la llevó a los labios.

—Estás helada —musitó Francisco—. ¿De dónde sales?

Ella intentó sonreír y miró el rostro divertido de Ghika, que respondió por ella.

—Acaba de salir de las garras de ese diablo de Potemkin, ¿no es cierto, Antonia?

En ese instante, el carruaje de la princesa se detuvo ante los portones de la fortaleza. La vieja dama se asomó severa y pronunció las tres palabras mágicas:

—Ghika de Moldavia.

Enseguida les abrieron paso, y al cabo de unos minutos, cuando el coche paró frente a la entrada de la casa, la anciana extendió la mano en la que cabrilleaba su dedil de seda y tocó suavemente la mejilla de Antonia.

—Tienes fuego en la cara —dijo entre dos resuellos—. Eso es lo malo de conocer al Táurico.