Les oreilles les plus fines pas toujours celles qui écoutent le mieux.

(Las orejas más finas no son siempre las que escuchan mejor).

Johann Kaspar Lavater

Un anciano criado de librea les franqueó la entrada y enseguida se disculpó para ponerse a estornudar. Hacía más de tres años que la princesa Ghika, previa dispensa del príncipe Potemkin, había mandado construir aquella casa, ubicada en una pequeña colina frente a los terraplenes de la fortaleza, con una vista algodonada y pálida sobre los jardines, el arsenal y la ciudad. El interior era bastante lúgubre, con columnas de pórfido y aposentos helados, y un silencio opresivo, tan denso como la piedra misma.

El criado, que se había ausentado para anunciarlos, reapareció sonándose la nariz. A duras penas, entre toses y carraspeos, les informó que la princesa Ghika los esperaba. A continuación los condujo por un pasillo apenumbrado y mustio, de paredes desnudas y pisos cubiertos por esteras de mimbre. Cuando pasaron por el comedor, oyeron crepitar los palitos de sándalo en la chimenea. Antonia se detuvo un instante y aspiró con fuerza.

—Por aquí, por aquí —se impacientó el criado—, hagan el favor de continuar.

Siguieron tras él, hasta que se detuvo frente a una puerta angosta, de las que comúnmente dan a un pasadizo. Antonia sabía, sin embargo, que detrás no había pasadizo alguno. El viejo abrió la puerta sin hacer ningún ruido y con una seña les pidió que pasaran. El interior de aquella pieza estaba bastante más iluminado que el resto de la casa, pero la luz, allí, era de un amarillo opaco. Cada rincón estaba abarrotado de muebles, zofras y otros ornamentos, y Francisco se detuvo a mirar un iconostasio en miniatura, cuyas puertecitas entreabiertas revelaban un universo inesperado y sutil, compuesto de budas de alabastro, diminutos sables de marfil, y una media docena de jarroncitos idénticos, recostados contra las muy envejecidas almohadillas de satén.

—Es mi pequeño pabellón chino —oyeron decir a una voz aflautada, casi tan triste y pedregosa como la de un fantasma.

Antonia reconoció la silueta de Ghika, su enorme cofia de muselina recortada contra la luz de la ventana. Fue hacia ella y se inclinó para hablarle.

—Le mandé aviso de que traería conmigo al coronel Francisco de Miranda, que es de Venezuela y se está hospedando en nuestra casa.

Francisco también se adelantó, Ghika le tendió la mano y él simuló que la besaba leve, rozándola apenas con los labios.

—¿Coronel, dice? ¿De qué ejército?

—Del español, señora.

Ghika hizo una mueca y Antonia se apresuró a cambiar de tema. Francisco acababa de llegar de Turquía, se había hospedado en una pensión de Pera y había asistido a incontables veladas en las casas de Suecia, de Venecia, de Nápoles. Traía noticias frescas de Constantinopla, ciudad que recorrió de arriba abajo, visitando las mezquitas, paseándose en caique alrededor de las murallas y aventurándose, incluso, al interior de la Casa de Fieras, un abominable subterráneo, tan oscuro y mal entretenido, que no era raro que algún visitante saliera herido de un zarpazo.

—Conozco bien ese lugar —afirmó Ghika sin hacer demasiado caso del recuento de Antonia, y a continuación, mirando a Francisco, añadió—: ¿Sabe por qué me fui de Constantinopla?

El otro no vaciló:

—Me dijeron que enviudó.

—Pero no me fui por eso —declaró la anciana—. Jamás hubiera abandonado un lugar que amaba tanto por el simple hecho de que envenenaran a mi marido. Si las viudas y los huérfanos de todos los hombres envenenados en Turquía se fueran del país, las ciudades se quedarían vacías.

Tanto Francisco como Antonia permanecían de pie. Ghika tuvo un ligero sobresalto y se llevó la mano a la frente:

—Qué distracción la mía…, ni siquiera los he invitado a sentarse.

Se incorporó con cierta dificultad y les pidió que la acompañaran al otro lado de la habitación, hacia un rincón más abrigado, donde se diluía apenas aquella luz sedosa que entraba por la única ventana. Luego los invitó a sentarse en dos butacas, y ella se reclinó sobre un sofá. El criado, sin dejar de carraspear, había vuelto para ofrecerles té, y Francisco y Antonia aguardaron en silencio a que Ghika retomara el hilo de la conversación.

—No me fui por lo de mi marido —prosiguió al fin—. Tuve que hacerlo por algo mucho más grave: a mí también intentaron matarme.

A pesar del poco tiempo que llevaba en Rusia, Antonia había estado muchas veces en aquella casa. A los pocos días de haber llegado a Cherson, en el curso de una de las meriendas que solía organizar su prima, coincidió con la princesa Ghika, y desde entonces se aficionó a escucharla. Sin embargo, Ghika nunca le había dicho los motivos por los que abandonó Constantinopla, y a todos parecía suficiente que, después de perder a su marido, hubiera deseado marcharse de la ciudad.

—Me dieron arsénico y sobreviví. Pero la orden de liquidarme nada tuvo que ver con los asesinos de mi marido. Esa orden provino del Viejo Serrallo.

A Francisco le pareció que un fino rayo de demencia había cruzado por los ojos azules de la mujer. Reparó en el dedil de seda que llevaba en la mano derecha y tornó a escucharla.

—A mi marido, que cada vez tenía más influencia y amigos entre los grandes del Imperio, lo mataron asesinos a sueldo, contratados por un hospodar venido a menos, cuyo nombre no quiero repetir. Al verme viuda, quedó el camino abierto para que cierta dama, antigua kadín de Mustafá III, se tomara la venganza que había estado madurando en sus años de encierro.

Antonia miró con disimulo a Francisco y vio en sus ojos la misma duda que abrigaba ella. Nunca se había expresado Ghika en términos tan extravagantes sobre su viudez y posterior salida de Turquía. Gustaba, eso sí, de fantasear con lo que había sido su vida en esa época, pero jamás había llegado tan lejos.

—Mi historia con aquel señor, con Mustafá quiero decir, es la historia de sólo tres encuentros…, tres abrazos que me valieron un fabuloso tembleque de esmeraldas. Pero hace tiempo lo vendí. Con el dinero que me dieron construí esta casa.

Habló entonces de sus hijas. La mayor se había casado con el marqués Marucci y le había dado tres nietos. Ghika se incorporó y cogió de una mesa el retrato de esa beldad distante que Francisco observó con ironía: tenía los mismos ojos marítimos y crudos de la madre, pero las facciones, mucho más finas, parecían calcadas de las de cierta Virgen de las Rocas que él había visto en Italia. En el cuello largo y arqueado de cisne adulto refulgía un collar de ágatas sardas, y los cabellos rojizos estaban recogidos dentro de una redecilla.

—Es sólo una pintura —advirtió Ghika—. En persona es mucho más hermosa.

De pronto se dirigió a Francisco y le preguntó a quemarropa qué hacía un venezolano tan lejos de su tierra.

—Viajo por instruirme —dijo él.

—Me lo imagino —suspiró ella—, no es mucha la instrucción que reciben ustedes en el ejército.

Antonia enrojeció y bajó la vista avergonzada. Francisco se echó a reír.

—¿Por qué lo dice?

—Por muchas cosas y por ninguna en particular —recalcó la anciana.

No quería ofenderlo, se notaba que era una persona culta y de buen trato. Pero había conocido decenas de oficiales españoles que jamás se conducían como tales. Y no era sólo su opinión, que al fin y al cabo era mujer de otra época, sino la idea que tenía casi todo el mundo en Rusia y en Turquía. ¿No se había fijado en el alto número de deserciones que se producían entre los marineros españoles que desembarcaban en Constantinopla? Allá se convertían en mahometanos o judíos, según su conveniencia, y abandonaban las embarcaciones en las que habían llegado.

El rumbo de la conversación la empujaba por derroteros un poco más lúcidos. Así por lo menos lo percibió Antonia, que oyó con beneplácito la larga perorata que soltó su vieja amiga acerca de las intrigas del Serrallo, la brutalidad de las tropas genízaras y el debilitamiento del Imperio. Francisco aludió a un libro turco sobre estrategia militar que había estado leyendo por aquellos días, y recordó que el autor se lamentaba de que, por ignorar esa maravillosa ciencia que es la táctica, un ejército invencible de verdaderos creyentes hubiera sido derrotado por esa vil y despreciable raza de cristianos. Ghika se irguió en el sofá:

—¿Habla del libro de Ibrahim Effendi? —presumió, soltando risitas—. Mi marido, poco antes de morir, tuvo la oportunidad de preguntarle al autor si no le parecía una contradicción que esa raza despreciable hubiera sido al mismo tiempo la inventora de una ciencia maravillosa.

Francisco asintió, Ghika lo sintió cómplice y ordenó que les trajeran una botella de licor de Pera para brindar por la salud de los amigos que permanecían en aquella parte de la ciudad. Cuando ya se retiraban, ella insistió en acompañarlos. Se envolvió en una capa de terciopelo azul y caminó apoyada del brazo de Francisco. El criado les abrió la puerta y los tres salieron al exterior. Un viento helado soplaba desde el mar Negro y unos espesos nubarrones flotaban casi a ras de la ciudad.

—Y pensar —suspiró Ghika— que la primera vez que vine a Cherson, en el año ochenta, había tan sólo unas pocas chozas de pescadores y una barraca con militares. Pero ya me imaginaba que esta ciudad iba a prosperar, que con el tiempo se convertiría en una plaza importante.

Francisco le tomó la mano donde languidecía el anular defenestrado.

—Me disculpan si estuve inoportuna —recitó Ghika en un tono muy suave—. Pierdo la cabeza cuando me acuerdo de Constantinopla.

Antonia la miró complacida. Aquella era la Ghika reposada y discreta que a ella le encantaba.

—Todos perdemos la cabeza por algo de vez en cuando —se aprovechó Francisco y le hizo un guiño.

Ghika, entusiasmada, colocó su mano frente al rostro del venezolano.

—Aunque a lo mejor no es sólo por Constantinopla. ¿Ve este dedo? Suelo decirles a mis nietos que me lo devoró un tigre, eso es lo que creen también algunas amigas. Pero este dedo, en realidad, se me quemó en París, cuando era joven. Fui con una prima donde el abate Nollet para que nos electrizara. ¿Oyó hablar de Nollet? Era la moda entonces, casi me destroza la mano. Después dijo que fue un accidente, yo creo que me lo quemó a posta, estaba harto de las niñas idiotas que iban a darse chispazos para lucir más encarnadas.

Escondió la mano bajo la capa.

—Desde entonces, cuando se avecina una tormenta, sucede que me despisto, se me suelta la lengua, hablo alguna que otra tontería.

Con las nubes, había descendido también sobre Cherson una bruma sucia y cerrada. Antonia y Francisco se despidieron de la princesa Ghika y subieron al carruaje, que atravesó sin dificultad los terraplenes de la fortaleza y luego se internó, con bastante más esfuerzo, en los caminos enfangados que conducían a la ciudad.

La visita a esa mujer, en cierto modo, los había liberado de un gran peso. Y fue con esa sensación de libertad, protegidos por la penumbra y el calor de la berlina, con la que se lanzaron a la vez uno hacia el otro, se lamieron los despavoridos labios, se abrazaron durante largo tiempo.