Une question est une prière

[Una pregunta es una súplica (o una plegaria)].

Johann Kaspar Lavater

Son tres aldabonazos firmes. Tres soberanos golpes que retumban en sus oídos como si el pan de bronce hubiera reventado bajo su propio lecho. Antonia se incorpora en la cama, se alisa el cabello con las manos y, mientras se levanta, escucha un cuarto aldabonazo, el último. Entonces corre a vestirse con lo primero que encuentra, la falda y el doble corpiño que habían quedado sobre el biombo la noche anterior, y sale al pasillo rumbo a la escalera.

Un instante después divisa al forastero: desde lo alto no puede precisar sus rasgos, pero sí su figura, el desaliño general y el pelo, probablemente duro, estirado hacia atrás y recogido en la nuca, de un color indefinido que va del gris subido hasta el marrón. Lleva una casaca azul de paño, sin charreteras ni bordados, y unos calzones percudidos, que quizá en otros tiempos le quedaron ceñidos, pero que ahora le cuelgan en los muslos y se le abombachan a la altura de las rodillas. Las botas altas, de cuero negro, son la única prenda que conserva alguna dignidad en aquel conjunto. Y el porte, desde luego. No es una persona robusta, se nota que ni siquiera lo ha sido en épocas mejores, antes de sufrir los rigores de la cuarentena, pero se mantiene erguido sin forzar el gesto; alto y absorto mientras le dan la bienvenida.

Unos hilillos de agua turbia, provenientes de la capa que aún sostiene en el brazo, se encharcan a sus pies y se deslizan poco a poco hacia los bordes de la alfombra. El forastero se estremece, pero sigue atento al discurso que pronuncia el príncipe Alexander Ivánovich Viazemski. Antonia se pregunta si debe continuar allí, como lejana espectadora, o si será mejor bajar con todos al salón. No le da tiempo a decidirse porque en ese instante ve que el recién llegado se dirige a la escalera, precedido por un criado que le muestra el camino. Suben deprisa, y él no la ve hasta que está arriba; más bien, descubre un rostro que le resulta familiar. La muchacha tiene una nariz rotunda, demasiado recta o demasiado larga, y unos ojos tan rasgados y oscuros, que le hacen recordar a las esclavas georgianas que se mueren de frío en el Lazareto. Frente a ella se detiene, se inclina levemente y se presenta:

—Teniente coronel Francisco de Miranda.

—Soy Antonia de Salis —dice Antonia, su voz dormida más dormida aún, casi inaudible.

Viazemski, que los contempla al pie de la escalera, se adelanta para decirle al recién llegado que en la casa tendrá oportunidad de hablar su idioma, pues Antonia es prima de su mujer, española como ella, pero crecida y educada en las Antillas.

Se apartan un instante para dejar pasar a otros dos hombres que cargan con el equipaje, y Francisco los detiene para sacar un estuche alargado, con la piel gastada en las esquinas y a ambos lados del cierre de plata.

—Traigo mi flauta —dice alzando el estuche—. A ver si de sobremesa tenemos un poco de música.

Ella sonríe y lo ve alejarse detrás de los criados, saltando de dos en dos los escalones, dejando esa huella de fango que se confunde con las vetas más sombrías de la piedra. En el aire flota el aroma imposible de todas sus cosas: un baúl pequeño y otro grande, una colchoneta mal doblada y una pelliza de cuadros que huele a establo. Antonia corre al salón y alcanza al príncipe Viazemski, que está a punto de encerrarse en su gabinete, como suele hacer cada mañana.

—¿De dónde viene el coronel Miranda?

El otro sonríe antes de contestarle:

—¿No te lo dijo? Viene de las colonias españolas, de la Capitanía General de Venezuela.

Hubiera querido preguntarle dónde queda Venezuela, pero no le da tiempo: Viazemski masculla una excusa y desaparece tras la voluminosa puerta de abeto rojo. Antonia vuelve lentamente sobre sus pasos, olfateando el aroma que aún persiste en el aire, un olor ceniciento a chimenea mojada, o a hoguera que se consume bajo la lluvia, como si el forastero hubiera llegado a la casa envuelto en llamas, y una vez allí le hubieran hecho la caridad de echarle un balde de agua por encima.

Se deja caer en la butaca grande del salón, la misma que usa Viazemski cuando hay tertulia. Hace más de seis meses, desde su llegada a Rusia, que no habla español más que con la criada o con su prima, y con esta muy de tarde en tarde porque Teresa prefiere hablarles a todos en francés. Escuchar su idioma en labios de aquel hombre le produce una rara mezcla de dicha y de melancolía. No es el tono que acostumbraba oír en su casa, aquel acento andaluz de su padre o su hermano, sino una ronca cadencia que ella enseguida asocia, sin meditarlo mucho, con la voz y la ternura del maestre de jarcia que le salvó la vida en el naufragio.

Antonia suspira. Siempre que lo recuerda le viene a la mente un torbellino de plumas. Aquel hombre se le había acercado nadando, hundiéndose y reapareciendo entre las olas, mientras ella luchaba por asirse a una jaula de pollos. Al alcanzarla, le gritó que se agarrara fuerte a sus espaldas, pero Antonia no se movió, fascinada como estaba por las cabezas de las aves moribundas, que boqueaban tragando agua. El hombre le volvió a gritar y Antonia tampoco reaccionó. Por el contrario, dirigió la vista hacia el cadáver de una anciana que flotaba con la cara hundida y los brazos en cruz, como un pájaro hurgando en la profundidad, y un momento después, ella también se deslizó hacia el fondo. El otro no esperó más y la agarró por el pelo, cruzándole un brazo alrededor del cuello. Antonia no supo entonces, ni pudo recordar jamás, cómo la subieron hasta un esquife abarrotado de sobrevivientes, ni a qué altura de la tarde fueron milagrosamente rescatados por el velero holandés que los devolvió a La Habana. Su madre no había tenido tanta suerte, y aunque aquel marinero canario, antiguo amigo y colaborador de su padre, la buscó también entre la gente que se mantuvo a flote, no logró encontrarla.

Transcurrieron meses antes de que pudiera referirse al desastre, y de noche martilleaba en su cabeza el grito de aquel hombre que la apremiaba para que se aferrara a sus espaldas. Los médicos de La Habana le recomendaron un cambio de aires, y su padre entonces recurrió a una sobrina que estaba bien casada en Rusia, y a la que Antonia apenas conocía. Rusia, argumentó Juan de Salis, seguramente era un magnífico lugar para convalecer. El marido de su prima era además un príncipe, gobernador de una plaza muy próspera llamada Cherson, y era de esperar por tanto que llevara una existencia holgada, dedicada a la caza, a las fiestas y a los pasadías bajo tiendas fastuosas que, según le habían contado, montaban de maravilla los criados tártaros.

Desde los días del naufragio, Antonia sentía una total indiferencia por cualquier proyecto que tuviera que ver con su futuro. Pero algo le llamó la atención en el nombre singular y duro de aquella plaza remota. Y mientras navegaba, endurecida por el pánico, en el buque que la llevó primero a Cádiz, para emprender desde allí la larga, larguísima travesía rumbo a Rusia, se prometió no imaginar siquiera un solo rostro, ni una calle, ni un minuto de lo que habría de ser su vida en adelante. Su padre la mandó al cuidado del mismo maestre de jarcia que le salvó la vida en el naufragio, acompañada por una sirvienta joven, una mulata silenciosa con la que prácticamente había crecido.

El viaje había durado varios meses, en un deliberado intento por evitarle a Antonia, bastante débil todavía, los rigores excesivos de las tiradas muy largas. Al cabo de ese tiempo, una lluviosa mañana de mayo llegaron a Cherson. Su prima, al verla, había reaccionado con tal alboroto que los transeúntes se detuvieron para observar el encuentro: la saludó en español, la besó en repetidas ocasiones y le prometió, mirándola de arriba abajo, que la casaría con otro príncipe ruso para que nunca tuviera que regresar a La Habana. Teresa Viazemski tenía veintisiete años, diez más que Antonia, pero conservaba el aspecto de una adolescente: la piel lozana, la dentadura completa, increíblemente blanca y fuerte; ni una mancha, ni una huella de viruela en su rostro o sus manos.

Cherson no era el poblado verde y risueño que describió su padre, sino una plaza fronteriza con mil doscientas casas de piedra y argamasa, gran número de barracones donde vivían las tropas, y una multitud de chozas de barro en las que se hacinaban los campesinos. El hogar de su prima, en cambio, era otra cosa: un recio edificio de mazonería en el que destacaban, por fuera, los suntuosos jambajes de las ventanas y el ornamento del frontispicio, todo labrado en terracota, cuya pequeña balaustrada en nichos parecía bordada en la pared. En los salones había tapices crimeanos y alfombras turcas de colores que se tornasolaban, y las ventanas interiores, a modo de aspilleras, chorreaban una luz de gelatina, amarillo azufrado por las mañanas y anaranjado pálido al caer la tarde.

Le contaron que en invierno las calles se volvían intransitables, y que las bestias se atascaban, o se desplomaban fatigadas, mientras los transeúntes caminaban con el barro a media pierna. Pero ella había llegado a principios del verano, justo cuando en la casa de los Viazemski se hacía una pausa para disfrutar del campo, vestir trajes ligeros y sumergirse en esa vorágine de paseos y meriendas con que se desquitaban de los meses de encierro. Teresa contrató a un profesor de francés para que diera lecciones a su prima, y Antonia hizo tales progresos que pronto empezó a prescindir del castellano. Pasaba las horas memorizando el vocabulario, conjugando verbos y tratando de afinar la pronunciación y aprender frases de moda, cazándolas al vuelo en la conversación de Teresa con las demás esposas de los oficiales, o en los diálogos del príncipe con los nobles polacos y alemanes que se detenían a visitarlo, cuando iban camino a Sebastopol.

Aquella tarde, su prima se refirió a Francisco como al «conde recién llegado de Turquía», y le contó que lo había conocido el día anterior, cuando el forastero, que acababa de pasar la contumacia, le fue presentado en una casa de la ciudad. Se le veía agotado, pero respondió con paciencia a todas las preguntas que le hacían: ¿Era cierto que en Turquía violaban a las extranjeras en la calle, a plena luz del día, y que luego, amarradas y contusas, las conducían hasta el harén? ¿Era verdad que escupían a los cristianos, y a los que se rebelaban los despellejaban vivos, y luego colgaban sus cabezas a las puertas de los edificios públicos?

—No le fue tan mal en Constantinopla después de todo —comentó Teresa—. Jura que nadie lo escupió.

Una criada las interrumpió para avisar que había llegado el profesor de Antonia. Nunca sintió tanta alegría ante el arribo de aquel viejo gotoso, que en todas las lecciones ponía el ejemplo de Versalles. Tendría que preguntarle cómo se decía en francés serrallo, y cómo se decía carabela. En una ocasión, la única en que había viajado por el mar Negro, con motivo de un paseo a la fortaleza de Kinburn en compañía de sus parientes, tropezaron con una carabela turca. Teresa, al principio, bromeó con que aquellos desalmados asaltarían la fragata, matarían a los hombres y secuestrarían a las mujeres. Pero cuando vio acercarse la embarcación, su artillería desigual asomando erizada por la borda, y las caras feroces de los marineros gritando frases que no comprendía, perdió la calma y se abrazó a su prima. Nada pasó y pudieron seguir de largo, pero Antonia pensó que, si venía al caso, le contaría al coronel Miranda el lance en el mar Negro y el miedo que habían pasado nada más ver a los turcos soltar esas horribles risotadas que les llegaban distorsionadas por el viento. Más tarde le preguntaría por Venezuela. Pero antes de arreglarse para la comida debía averiguar dónde quedaba aquel lugar. ¿Cerca de Cuba, o más bien en los alrededores de Jamaica? ¿A un paso de Nueva Granada? ¿Colindando, tal vez, con Brasil?

Para la cena se vistió de negro, con uno de los vestidos de luto que había llevado desde La Habana. Empezaba a hacer frío y Viazemski le había advertido que, como ese invierno se presentara tan duro como el anterior, tendría que olvidarse de las cremas perfumadas y untarse manteca de ganso, como todo el mundo. Antes de bajar al comedor, miró su rostro en el espejo y se lo imaginó cubierto de aquella grasa hedionda que ya tan sólo usaban los cosacos.

A las siete en punto bajó al salón. Teresa la miró azorada: no le había visto ese vestido negro desde el día de su llegada, y ahora le quedaba peor que nunca, con el cuello apretado y el talle torcido. Viazemski no disimuló su asombro: un traje basto de dudosa hechura, que seguramente había sido encargado, después del naufragio y a toda prisa, a cualquier modistilla de La Habana. Francisco la miró con naturalidad, se inclinó para besarle la mano y Antonia pensó que se veía cambiado, se había puesto polvos de olor en el cabello y había sustituido la casaca de paño por una levita negra de moaré. Llevaba chaleco cruzado y camisa limpia, y, en lugar de las botas, se había calzado zapatos con hebilla. Había otros cuatro invitados, y Antonia los fue saludando uno por uno. El príncipe y la princesa Dolgoruki la besaron en ambas mejillas, como era su costumbre; el comandante Anatoli Tekely le dio una palmadita en el hombro, como si saludase a un niño, y el comerciante Jean Paul Van Shooten, que no cesaba de seducir a Teresa contándole de las sederías bordadas que le acababan de llegar de China, le sonrió con impaciencia. Una criada avisó que la cena estaba servida y que podían pasar al comedor.

—El amigo Miranda pasó grandes vicisitudes en el Lazareto —dijo Viazemski, no bien se sentaron a la mesa.

—No sé por qué no vino a Rusia a través de la frontera con Polonia —alegó el comandante Tekely—. Sólo le habrían dado dos días de contumacia, y en otros siete hubiera llegado a Cherson.

—Lo intenté —aseguró Francisco—. Desembarqué en Ochakov y estuve haciendo gestiones, pero el Pachá se negó a darme un genízaro que me acompañara, y dijo que era probable que me atacaran por el camino. Así que decidí embarcarme en un tumbazo turco, cargado de caballos, que justamente venía hacia Cherson.

—Estuve visitando el Lazareto —intervino Van Shooten—, y el lugar es asqueroso.

Antonia terminó de tomar la sopa en silencio. Por dos veces su mirada se había cruzado con la de Francisco, y las dos veces había hallado un destello familiar en aquellos ojos grises y pequeños. De pronto, alzó la vista y lo miró resuelta:

—Cuéntenos, ¿cómo se vive en el Lazareto?

—Tantas privaciones, todo tan sucio… No creo que sea prudente que se lo relate en la mesa. Tal vez más tarde.

Ella fijó la vista en el mantel, y luego en el plato que le acababan de poner delante: de la pieza de cordero asado sobresalía un pequeño hueso de color malva. Viazemski, sentado a su lado, se aclaró la garganta y la miró de reojo. Por primera vez, desde su llegada a la casa, iba a tocar un tema que había estado vedado durante todos esos meses.

—Antonia también tuvo una experiencia desgraciada hace tres años. El barco en que viajaba hacia Jamaica zozobró.

—Jamaica —exclamó Francisco—. ¿Has vivido allí?

—Mi hermano se casaba en Kingston —repuso ella—. Mi madre y yo viajábamos para la boda.

Un breve silencio cayó sobre la mesa, y Teresa fue la encargada de romperlo con una pregunta dirigida al venezolano: ¿era cierto que anduvo de arriba abajo la Constantinopla?

—Menos de lo que hubiera querido —respondió él—. Y aun así, luego nadie se me quería acercar en las casas de Pera, por temor a que me hubiese infectado.

Siguió hablando de cara a un auditorio embelesado, que apenas reparaba en el contenido de los platos que les ponían delante, y cuando por casualidad se refirió al Paseo de los Cementerios, en las afueras de Pera, la vieja princesa Dolgoruki no pudo contener las lágrimas.

—Mi padre está enterrado allí —sollozó en falso—. Y ahora usted dice que los turcos se sientan a merendar sobre las lápidas.

—Los turcos, los griegos y los armenios —precisó Francisco—. Pero no vi profanación de clase alguna.

Un movimiento brusco de Viazemski cortó de golpe la conversación. Todos miraron hacia el príncipe, que se había derrumbado sobre el plato y temblaba con las extremidades rígidas. Antonia se levantó de un salto y se colocó a sus espaldas, le sostuvo la cabeza y pidió una servilleta para ponérsela entre los dientes. Teresa también se había puesto de pie, pero no intervino, se limitó a contemplar a su marido, apesadumbrada y fría, como si mirara el interior de un pozo. Entre una convulsión y otra, a Viazemski se le desorbitaban un poco más los ojos, y el hilito de espuma blanca que le bajaba por la comisura se volvía cada vez más espeso.

—Es un ataque —dijo Antonia—. Mi hermano también los padece. Tenemos que acostarlo.

Francisco corrió para ayudarla y las manos de ambos, por un momento, coincidieron bajo la nuca del enfermo. Entre los dos lo colocaron sobre la alfombra, calzándolo con unos cojines y apartándole el pelo de las sienes. Los príncipes Dolgoruki se acercaron para observar la escena, y el comandante Tekely, súbitamente enrojecido, empapó una servilleta en agua y echó a correr de un lado para otro, sin saber qué hacer con ella. Sólo el holandés Van Shooten permaneció sentado, aletargado, con los ojos fijos en su copa. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Viazemski comenzó a aflojarse, como si se estuviera derritiendo, y su cara pálida y contraída se fue transformando hasta adoptar una expresión más sosegada.

—Ahora tiene que descansar —susurró Antonia y cruzó una mirada con Teresa, que rompió su mutismo para llamar a dos criados que la ayudaran a levantar al príncipe y llevarlo hasta su habitación.

Sirvieron el té y Van Shooten pidió que se lo mezclaran a partes iguales con aguardiente. Antonia le preguntó a Francisco si también quería mezclarlo con licor. Por toda respuesta él levantó su taza.

—Otro día le cuento los horrores del Lazareto —prometió.

—Cuando usted quiera —respondió ella en el idioma de ambos, y acto seguido, sin pensarlo dos veces—: Pero, primero, dígame una cosa, ¿dónde queda la Pequeña Venecia?