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La gran rebelión

El reparto del gran tesoro del Cusco se produjo entre el 05 y el 19 de marzo de 1534. El metal precioso se dividió esta vez en 480 partes, ya que la hueste perulera había crecido. Comparado con las 217 partes en que se dividió el rescate de Atahualpa, cada español recibió menos oro y plata, a pesar de que esta vez el tesoro fue un quinto más que el primero.

Poco después, el 23 de marzo, Pizarro realizó la fundación española de la ciudad del Cusco. Entre los presentes estaba Manco, quien había sido investido como Inca y Señor de los cuatro Suyos, en una ceremonia de impresionante solemnidad. Pizarro trató de fijar en aquella ciudad el mayor número posible de españoles, pero el problema estaba en las encomiendas. No quedaba claro ese tema en particular en las capitulaciones toledanas, por lo que, siempre receloso de no tener problemas con la Corona, Pizarro otorgó repartimientos de carácter provisional.

Cumplido todo lo dicho, Pizarro se enteró de la noticia de que el gobernador de Guatemala, el famoso Pedro de Alvarado, preparaba una armada para ir a la conquista del Perú. Alvarado había destacado al lado de Cortés en la conquista de México y estaba deslumbrado por las increíbles noticias que llegaban del sur.

Pizarro se indignó. Había que pacificar y fundar al más puro estilo de su viejo jefe Nicolás de Ovando. Los asentamientos permanentes consolidarían posiciones frente a las pretensiones de Pedro de Alvarado. De inmediato, le encargó a su socio Almagro ir a la costa y tomar posesión de ella en nombre del rey. Envió a Soto en persecución de los indios de Quisquis, y él mismo salió a Jauja a formalizar la fundación de la ciudad capital, que había quedado trunca. Pizarro salió acompañado de Manco Inca y 2.000 guerreros que chuas.

Pizarro arribó a Jauja el 20 de abril y se enteró de que Riquelme, a cargo de la guarnición del pueblo, había repelido un ataque de Quisquis, y que luego había sido Soto el que había infringido una gran derrota a los naturales. Manco Inca estaba visiblemente satisfecho por las maniobras de los cristianos, así que organizó un enorme chaco o cacería, en su honor. Participaron 10.000 indios, conformando un enorme cerco que se fue cerrando al tradicional estilo andino, hasta juntar al centro estupendas piezas de caza. Los españoles gozaron con la matanza y el festín servido de venados, guanacos y vicuñas.

Pero el gobernador no estaba mucho para esos divertimentos. Un mensajero de Almagro llegó para avisarle de que Alvarado estaba camino de Quito y de que su flota, nada menos que una docena de navíos y más de cuatrocientos soldados, habían sido vistos en la costa del norte. Y no solo eso, Pizarro también supo que su capitán, Sebastián de Benalcázar, a quien dejara como teniente gobernador de San Miguel de Tangarará, también había salido hacia Quito para apoderarse de la ciudad por cuenta propia.

Pizarro no perdió la calma; de momento tenía que fundar primero Jauja, lo cual se dio por fin el 25 de abril de 1534. Cincuenta y tres españoles se quedaron como vecinos de aquella ciudad con título de capitalina.

Un mes después llegó a Jauja un secretario que Pizarro había enviado a la Corona, desde Tumbes, dos años atrás. Por la dificultad en las comunicaciones de la época, la gestión del secretario se había realizado sin que el Consejo de Indias supiese siquiera de la captura de Atahualpa. En razón de ello, solo se le concedían a Pizarro 25 leguas más de gobernación al sur de Chincha y se le prohibía otorgar encomiendas.

Pizarro, al ir entendiendo el tamaño del Imperio, había tratado de asegurar una extensión justa a su favor. El mismo límite de Chincha para su gobernación se había dado sabiendo de aquella solo de oídas y sin referencias geográficas. En cuanto a los repartimientos en Jauja, cundió el descontento. Pizarro no podía dejar a sus soldados disconformes y resentidos con la Corona, así que señaló también depósitos temporales igual que en el Cusco a favor de los conquistadores.

Pero junto con las poco felices noticias, llegó la Real Cédula del 8 de marzo de 1533. En ella, se le prohibía al gobernador Pedro de Alvarado ingresar a las tierras de la gobernación otorgada a Pizarro. El gobernador le envió la Cédula a Almagro, otorgándole, además, poderes amplios a su socio para que pudiera descubrir, conquistar, pacificar y poblar Quito. Este acto sellaba la confianza recuperada entre Pizarro y Almagro. El viejo Almagro había aportado toda su experiencia a favor de la tropa en el avance y la toma del Cusco. Ahora se le entregaba un encargo mayor: enfrentarse a Pedro de Alvarado con las armas legales en la mano.

Pero en la medida en que la gobernación de Almagro debía empezar donde terminaba la suya, Pizarro dudaba de la manera en que su socio tomaría la mayor extensión otorgada a su gobernación. Por ese motivo, bajó él mismo a la costa para conocer las zonas de Lunahuaná, los curacazgos de Lurín y Mala y el Santuario de Pachacamac.

Luego llegó a Chincha para constatar por sí mismo la importancia de la zona desde donde se proyectaban sus dominios hacia el sur, quedando conforme con la riqueza del valle y su gran número de indios. Estratégicamente, le entregó todo Chincha en depósito a su hermano Hernando.

Sebastián de Benalcázar por su parte, había logrado romper la férrea resistencia del general Rumiñahui en Quito. Gracias a nuevas alianzas con etnias locales, había tomado la ciudad de Tomebamba, eje de la resistencia quiteña. Benalcázar andaba a la búsqueda de un tesoro que nunca llegó a Cajamarca y que había sido escondido por los quiteños, cuando Almagro apareció en la región.

Almagro y Benalcázar salieron juntos al encuentro de Alvarado, a la cabeza de una tropa de ciento ochenta españoles. En su camino, el gobernador de Guatemala había visto diezmadas sus fuerzas militares por las inclemencias del frío, las lluvias y las tempestades de nieve. Su desconocimiento del paisaje y el terreno le hicieron tomar el peor camino, en el que murieron veinte españoles, tres mil indios de Nicaragua y numerosos negros.

La entrevista entre Almagro y Alvarado fue tensa. El primero y su escolta llevaban armas escondidas además de las visibles. De cualquier modo, Almagro fue muy cortés con el gobernador, en cuanto tenía enfrente a uno de los hombres más prestigiosos del Nuevo Mundo. Luego, astutamente, solicitó de Alvarado sus credenciales reales para actuar en Quito. Alvarado se escudó en que los títulos de la gobernación de Pizarro no estaban claros y que no incluían el Cusco.

Entonces Almagro, como ganando tiempo para fomentar deserciones entre los hombres de Alvarado, le sugirió unirse ambos para salir a Chile. La idea no cuajó, porque Almagro encontró que la presencia de Alvarado era totalmente ilegal y más bien le ofreció pagarle muy bien por sus hombres, navíos, caballos y pertrechos de guerra. A los hispanos no les hizo ninguna gracia ser negociados como esclavos, pero los tratos siguieron. La cifra de la transacción quedó definida en 100.000 castellanos, una suma totalmente sobredimensionada.

Pizarro había vuelto a Jauja, y los primeros días de diciembre recibía la noticia del arreglo. El precio era definitivamente alto, pero aseguraba la paz y proveía de efectivos militares en un momento que era decisivo. Había recibido la queja de los españoles de Jauja cuyos tributarios eran de la costa, lo que daba lugar al viaje permanente de los indios y al abandono de los cultivos. Era necesario pensar en otro lugar para la capital, y en línea recta hacía el mar estaban las costas cercanas a Pachacamac. Ahí también se encontraría con Almagro y Alvarado.

Estaba el gobernador haciendo los preparativos para el viaje, cuando lo asaltó un hecho previsto, aunque no por ello menos significativo en su vida. La ciudad de Jauja se llenó de júbilo y los vecinos hicieron juegos públicos de cañas a caballo como parte de la fiesta. Había nacido Francisca, la hija de Pizarro, y ese día era su bautizo.

La madre de Francisca era la princesa Quispe Sisa, hija de Huaina Capac y Contarhuacho, cuyo padre era un curaca importante de Huaylas. Era común que el Inca sellara sus alianzas desposando a una noble de la región anexada. Quispe Sisa era una jovencita de quince años cuando Atahualpa se la dio a Pizarro para afianzar la amistad de ambos.

Pizarro tenía ahora 56 años y se halló de pronto ante la extraña sensación de la paternidad. El tener a su pequeña mestiza en sus brazos le hizo pensar de manera ineludible en su infancia en Trujillo y en todas las privaciones que sufrió como bastardo. Ni Francisca, ni ninguno de los otros tres hijos que tendría Pizarro dejarían de llevar su apellido; dos nacieron de Inés Yupanqui, nombre cristiano que recibiera la madre de la niña, y dos de su amante, la princesa rebautizada por el propio Pizarro como Angelina.

Este nuevo sentimiento en el corazón de Francisco Pizarro le hizo pensar, poco después, en fundar una ciudad con el nombre de su Trujillo natal.

MÁS ALLÁ DEL COLLASUYU

Francisco Pizarro recibió a Diego de Almagro con un abrazo y una sonrisa de satisfacción. Aquel viejo amigo, de tanto negociar buques y bastimentos en Panamá, había terminado haciendo un gran negocio con el mismísimo Pedro de Alvarado, hombre de gran temple y duro de roer.

Era el mejor momento en la relación de ambos. El mismo Almagro tenía bien centradas sus expectativas en armar una expedición hacia Chile, para la que esperaba contar con Hernando de Soto. Almagro se veía más jovial que nunca, su risa sonaba como antes, como en aquellos tiempos de Panamá.

Pizarro organizó una gran fiesta y les dijo a los españoles recién llegados con Alvarado que serían tratados como hermanos y que les reservaría buenas encomiendas. En cuanto las celebraciones terminaron, envió a Soto al Cusco para reunir la suma prometida para Alvarado. El gobernador de Guatemala zarpó el 5 de enero de 1535, desde un puerto natural recién descubierto y cuyo suelo estaba cubierto de guijarros. Por esto último, había sido denominado como El Callao.

El día 6, día de la epifanía de los Reyes Magos, Pizarro envió a tres jinetes para ubicar el lugar en el que fundar la ciudad capital. Los tres hombres eran Ruy Díaz, Juan Tello de Guzmán y Alonso Martín de Don Benito. En pocos días hallaron un bello oasis costero, cuyas tierras se beneficiaban por tres ríos: el Rímac, que era el más importante, el río Chillón al norte y el río Lurín hacia el sur. El curaca Taulichusco tenía buen número de indios y recibió en paz a los españoles.

El día 13, Pizarro escuchó complacido la relación que le hicieron los tres delegados. Consideró que aquel descubrimiento obedecía a la intercesión de los santos reyes, por lo que decidió poner a la ciudad capital bajo su advocación. Al día si guiente y antes de dejar Pachacamac, se despidió afectuosamente de Almagro.

En ese momento, y como justo reconocimiento a su valiosa participación en la toma del Cusco y a su fidelidad, que no merecía dudas, Pizarro nombró a Almagro como su teniente gobernador en la ciudad imperial. Siendo Pizarro el gobernador de todas las tierras conquistadas, el cargo otorgado era el de mayor autoridad en cada ciudad. Ahora el nombramiento era un acto de justicia, pues nadie más que Almagro lo merecía.

La Ciudad de los Reyes fue fundada por Pizarro el 18 de enero de 1535. Se había elegido la margen izquierda del rio Rímac para trazar la plaza principal. Luego el gobernador puso la primera piedra y los primeros maderos para la iglesia mayor, que por voluntad de Pizarro estaría dedicada a la Virgen de la Asunción.

A finales de mes, Pizarro viajó al valle del Chimo para cumplir con su deseo de fundar una ciudad con el nombre de Trujillo. Entonces llegó un jovenzuelo, llevando un adelanto de las noticias que traía Hernando Pizarro de España.

Fundación de la Ciudad de los Reyes como capital del Perú, la misma que lleva hoy el nombre de Lima.

El rey Carlos I había dado el 4 de mayo de 1534 una provisión firmada en Toledo por la cual ampliaba la gobernación de Pizarro en 70 leguas más y anulaba las 25 adicionales concedidas anteriormente. Hernando había sido el gestor de dicho decreto, con la intención de que la gobernación de su hermano incluyera, sin dudas, la ciudad del Cusco. Pero la provisión no entró en esos detalles, el Consejo de Indias no especificó si dentro de los límites de la gobernación de Pizarro se encontraba el Cusco.

Pero, además, el rey le concedía a Diego de Almagro una gobernación propia, la que tanto había anhelado y por la que los capitanes Cristóbal de Mena y Juan de Salcedo, amigos de su causa en España, habían venido abogando. En efecto, el 21 de mayo de 1534, el emperador nombró a Almagro gobernador de Nueva Toledo. También le dio el título de adelantado de su nueva gobernación y el derecho a conquistar 200 leguas al sur de la gobernación de Nueva Castilla. El mismo Hernando Pizarro negoció con la Corona las capitulaciones relativas a Nueva Toledo, con la idea de ganar una jugosa gratificación que Almagro le había prometido, pero cuidando de dejar a salvo los derechos de su her mano.

Pizarro supo a medias del contenido de las capitulaciones. Si bien le pareció legítimo el otorgamiento a favor de Almagro, la imprecisión con respecto al Cusco le pareció alarmante. Al estar Almagro como teniente gobernador del Cusco, era enormemente arriesgado que asumiera que la ciudad estaba bajo su gobernación. Supo entonces que un tal Diego de Agüero había salido raudo al Cusco para darle la buena nueva a Almagro. Entonces debía actuar rápido, sin miramientos ni diplomacia.

Pizarro envió a un emisario al Cusco con despachos que revocaban los poderes de Almagro como teniente gobernador y se los trasladaba a su hermano Juan. Pizarro eligió a Juan, pues a pesar del poco protagonismo militar que había tenido hasta entonces, se había ido ganando sus mejores afectos. Juan era valiente y animoso, sin ser violento como Hernando, ni difícil y vanidoso como Gonzalo. Era, de alguna manera, de naturaleza más templada y cercana a la suya.

El emisario llegó al Cusco y de inmediato fue a la casa de piedra donde residían juntos los hermanos Pizarro. Al tener los dos hombres conocimiento del despacho de su hermano, se alertaron. Llamaron a los vecinos importantes y a los regidores de la ciudad a su casa. Los instaron, de parte del gobernador, a que no aceptasen a Almagro como teniente gobernador.

Al enterarse Almagro del nombramiento de la Corte y de la actitud de Pizarro y sus hermanos, le dio por pensar que, quizás, sí estaba el Cusco dentro de su gobernación. El acuerdo que tenía con Pizarro desde 1530 era que la gobernación de su socio llegaba hasta Chincha y que no pediría merced alguna a la Corona, hasta que él tuviese su propia gobernación. Era cierto que por derecho de conquista Cusco podía pertenecerle a Pizarro. Pero ¿acaso no había participado él como nadie en las maniobras militares?

Los hombres de Alvarado que se habían quedado con Almagro pensaban igual. Su exjefe les había dicho siempre que Pizarro no tenía derecho legal sobre el Cusco, e instaban a Almagro a tomarlo.

Juan y Gonzalo Pizarro se encerraron en su vivienda ante las bravuconadas demostradas por los almagristas. Hernando de Soto trató de persuadirlos a que depusieran su actitud de supuesta rebeldía, y les pidió volver al orden. Soto buscaba congraciarse con Almagro para salir, según lo ofrecido, a la conquista de Chile. Le salió mal, los Pizarro y sus hombres trataron de apresarlo tildándolo de bellaco y traidor. Soto apenas pudo huir.

Cuando todo parecía llevar a un enfrentamiento armado, se supo de la inminente llegada de Pizarro al Cusco.

Pizarro gozaba del aprecio de los suyos y del respeto de sus adversarios. Tan pronto como llegó y aún con el polvo del camino, le fue al encuentro el mismo Almagro. Todos consideraban a Pizarro un buen y justo componedor.

Las reuniones entre ambos socios se dilataron un poco. Pizarro entendía perfectamente que sus derechos incluían el Cusco, tanto por haberlo conquistado como por estar dentro de la gobernación de Nueva Castilla. Pero no solo eso, el Cusco era el centro del Imperio cuya conquista le había tomado tantos años y sacrificios. ¿Cómo dejarlo en manos que no fueran las suyas?

Al final se llegó a una fórmula de arreglo: la go bernación de Nueva Toledo no incluiría a la ciudad del Cusco; a cambio, Pizarro le daría a su socio todas las facilidades para la conquista de Chile y el establecimiento de su gobernación. En caso de que la fortuna determinase que no se hallaran buenas tierras en el sur, Pizarro se comprometería a darle a Almagro una parte de la gobernación de Nueva Castilla. Finalmente, renovaron la compañía que ambos tenían hecha.

El 12 de junio de 1535, los dos gobernadores y socios oyeron misa juntos y juraron ser fieles a su acuerdo. Al momento de la eucaristía, como antes hicieran ante Luque, ambos comulgaron de una misma hostia en señal de fidelidad y hermandad.

En los últimos días del mes, salió el primer contingente de soldados a la conquista de Chile, iban más allá de lo que los incas habían denominado el Collasuyu, la zona más austral del Tahuantinsuyu. El 3 de julio salió Almagro con otro grupo de españoles; iban también con él el príncipe Paullu, hermano de Manco Inca y el Villac Umu. Ambos debían asegurarle al nuevo gobernador el apoyo de las poblaciones indias y de los curacas de aquellas regiones.

Los españoles habían escuchado historias maravillosas de Chile: de dos reyes guerreros que se pasaban su vida luchando, de tierras fabulosas regadas por dos generosos ríos que se helaban de noche y de muchos tesoros, ídolos y sacerdotes. Lo que no sabían Almagro y su enorme expedición de más de quinientos españoles es que aquellas historias habían sido contadas por los naturales solo por deshacerse de la devastadora presencia de los cristianos.

EL SITIO DE LA CIUDAD IMPERIAL

Cuando Hernando Pizarro asumió el cargo de teniente gobernador del Cusco, encontró a Manco Inca en una situación inaudita. En una habitación oscura que hacía de celda, encadenado y durmiendo en el suelo con ropas inmundas, no era ni el pálido reflejo del Inca amigo. De aquel Inca que había apoyado a las huestes española con miles de guerreros en contra de los quiteños.

Eran los inicios del año 1536. En Lima, Francisco Pizarro había quedado satisfecho. Había recibido de manos de Hernando la Cédula Real por la que se ampliaba su gobernación 70 leguas más. Con ella, no cabía duda en cuanto a los limites de las dos gobernaciones y se zanjaría del todo el diferendo con Almagro. Y no solo eso, al arreglo y la salida de los almagristas del Cusco se había sucedido la partida de Hernando de Soto y sus tropas del Perú. Soto se fue decepcionado y rechazado, ya que los dos bandos terminaron desconfiando de él. Para Pizarro, era un alivio la salida de escena de aquel vehemente y conflictivo capitán.

Ahora en el Cusco y bien recibido por vecinos y encomenderos, Hernando Pizarro buscó poner orden en la ciudad. Supo de los asesinatos y atentados perpetrados por los indios en contra de los encomenderos. Estos últimos, al haber recibido de Pizarro depósitos provisionales de indios, trataban de sacarles el máximo provecho en el menor tiempo, tratándolos como a esclavos y sometiendo a los curacas a cargas e impuestos abusivos.

Juan y Gonzalo desoyeron las quejas de los indios y formaron tropas de castigo contra los naturales, que en realidad eran de venganza y escarmiento indiscriminados.

Pero en cuanto a sus hermanos, también supo de los abusos cometidos por estos contra Manco Inca. El Inca no había accedido a los licenciosos deseos de los dos hermanos, quienes le exigían que entregara a sus mujeres para fornicarlas. Manco Inca había tratado de huir del Cusco dos veces y por eso lo habían encadenado. En una oportunidad, viéndose en ese estado, varios españoles totalmente ebrios habían orinado sobre el Inca sin que este perdiera la compostura de su estirpe. En otra, Gonzalo había tomado a Cura Ocllo, la esposa prin cipal y favorita del Inca, desnudándola y violándola delante de él; tras eso, tanto Gonzalo como muchos otros hispanos habían tomado a la fuerza a las demás mujeres.

De inmediato, Hernando Pizarro ordenó que se le quitaran las cadenas al Inca, aunque no le retiró el cautiverio al que estaba sometido.

Entonces llegaron al Cusco, rumores de la muerte de Almagro y del levantamiento de los indios del Collao, con el príncipe Paullu y el Villac Umu a la cabeza. Hernando inquirió a Manco Inca sobre todo esto. El Inca le dijo que Paullu seguía en el Collasuyu, que el Villac Umu había escapado por los malos tratos de Almagro y que los indios del Collao estaban levantados, pero que no había relación alguna con los suyos. Hernando se mostró complacido con la explicación y obsequió al Inca con unas joyas traídas de España que lo alegraron mucho.

Trato tiránico perpetrado por los españoles en contra de los naturales.

Para Hernando, el trato digno a Manco Inca le aseguraba la colaboración de la aristocracia cusqueña, el control de los curacas de la región y la colaboración en la búsqueda de objetos de oro, ocultos todavía desde la toma del Cusco. El interés de Hernando por el oro era más que manifiesto.

Un día Manco Inca le propuso a Hernando encontrarle una estatua de oro que estaba enterrada en los alrededores. Parecía un acto de reciprocidad por las joyas recibidas, así que Hernando creyó en la oferta y autorizó al Inca a ir en su busca. En unos días, Manco Inca volvió con una primorosa estatuilla de 80 centímetros de alto. Hernando, mara villado, no dudó en concederle al Inca un nuevo permiso, pero esta vez para ir a Yucay, un lugar cercano, en busca de otro tesoro.

Manco Inca partió el 18 de abril de 1536 y nunca volvió. Los vecinos estaban irritados por la ambición y el exceso de confianza de Hernando Pizarro. Se tomaron todas las precauciones para una posible defensa de la ciudad. Del mismo modo, Hernando envió unos mensajeros para ubicar al Inca sin resultado alguno. Luego envió a su hermano Juan con un escuadrón de jinetes en su busca, llegaron a Yucay y sobre la otra orilla del río Vilcanota, vieron una masa humana de más de 10.000 guerreros indios. Los españoles y sus auxiliares indios cruzaron el río y atacaron a los sublevados causando estragos. Ahí estuvieron tres días, hasta que recibieron la llamada de Hernando con la orden de volver al Cusco de inmediato.

A lo largo de media legua a la redonda, la llanura y los montes parecían cubiertos de un enorme manto oscuro. Era el color de las ropas de decenas de miles de indios sublevados que tenían cercado el Cusco. Parecía un inmenso chaco, algo así como aquel chaco realizado en homenaje a los cristianos en las tierras de Jauja. Solo que ahora las presas de caza eran los propios hombres blancos.

Durante la noche, las fogatas encendidas en los cerros parecían un cielo estrellado. Los guerreros indios daban alaridos y gritaban, causando terror en los españoles del Cusco. Los sonidos ululantes de los pututos de guerra, el botín de los tambores y la agitación de los guerreros movilizándose desde las montañas causaban pánico entre los hispanos. Consideraban inaudito que aquella multitud se hubiese reunido en tan poco tiempo, era seguro que Manco Inca había estado conspirando desde hacía mucho.

El 6 de mayo amaneció tomada la fortaleza de Sacsahuaman, punto clave de acceso a la ciudad. Todo parecía invadido por tropas quechuas al mando de importantes curacas. Algunos hispanos vieron o creyeron ver al Villac Umu sobre su litera de guerra, organizando el sitio a la ciudad.

Hernando Pizarro dispuso que el mayor contingente de hombres se parapetase en el centro del Cusco alrededor de plazas y palacios. Ahí también se desplegaron tiendas para la tropa auxiliar. Hernando dispuso a sus 70 hombres a caballo en tres grupos, al mando de su hermano Gonzalo, de Gabriel de Rojas y Hernán Ponce de León, respectivamente. Hernando estaría a cargo de la defensa del centro con 110 soldados y unos 70 esclavos indios y negros. Para la defensa española del Cusco se sumaron unos 15.000 indios aliados.

Pocos días después se produjo el ataque indígena. El grito ensordecedor y endemoniado de los naturales hizo retumbar la tierra. Flechas encendidas y piedras humeantes lanzadas con hondas alcanzaron los techos de paja de las edificaciones. Proyectiles de piedra y hasta las cabezas cortadas de algunos españoles capturados y muertos por los indios rodaron por la ciudad. A la vez, grupos de sublevados levantaban empalizadas en las calles de la ciudad para evitar la intervención de los caballos.

Hernando arengaba sin descanso a sus hombres. Conforme a su plan, envió a los tres grupos de jinetes a frenar el ingreso de los quechuas y retomar Sacsahuaman. Para derribar las barricadas puestas en su contra, mandó por delante a los indios norteños, que eran los más fieles a los hispanos.

El camino a Sacsahuaman estaba lleno de escollos. Los indios habían hecho hoyos en los que se hundían las patas de los caballos, y rompieron canales para que se atascaran en el fango. Las flechas llovían de las alturas, pero a pesar de todo, la mayor parte de jinetes y equinos llegaron hasta la ciclópea fortaleza de piedra.

Conocedores de que los indios preferían combatir de día, los españoles atacaron de noche. Juan Pizarro ordenó a la mitad de la tropa desmontar y proceder al asalto. Los hispanos tenían la experiencia de escalar alcázares moriscos, y la hicieron valer usando incluso escaleras. Los indios dis paraban flechas y guijarros desde lo alto, causando heridas y bajas en los cristianos. Juan Pizarro había tomado la palestra con coraje, cuando una enorme piedra le rompió el cráneo. Muchos indios caían de lo alto alcanzados por los arcabuces.

En la ciudad, los españoles y sus indios aliados hicieron retroceder a los invasores. Informado Hernando de lo que acontecía en Sacsahuaman y recibiendo a su hermano herido de muerte, salió de madrugada y tomó él mismo el control de las operaciones. No fue suficiente. El asalto se dio a lo largo de varios días y terminó con el sitio de la fortaleza.

Defensa de la posesión indígena de la fortaleza de Sacsahuaman, ante el ataque español.

Durante la contienda, un sector de la aristocracia cusqueña se pasó al lado español para conservar sus privilegios ganados. También algunos caciques indios se cambiaron al bando hispano, facilitando la victoria de los cristianos.

Al final, cansados y hambrientos, los indios de Sacsahuaman se rindieron o trataron de huir. Unos y otros fueron masacrados a cuchillo. Pero también algunos salvaron su honor arrojándose al vacío, destrozando su cuerpo contra las rocas. Ese fue el caso del orejón Titu Cusi Huallpa, que defendió ferozmente una de la torres y que al verse perdido se envolvió en su manto y se lanzó a la muerte.

Las acciones bélicas se sucedían esporádicamente. Los asaltos de los indios sobre los españoles se hicieron una amenaza permanente. Juan Pizarro falleció después de dos semanas, al cabo de una dolorosa agonía. Grupos de jinetes vigilaban los campos para asegurar la provisión de alimentos.

En medio de todas aquellas incertidumbres y peligros no había noticias, ni menos aún apoyo de la Ciudad de los Reyes.

ATAQUE A LA CIUDAD DE LOS REYES

Francisco de Godoy y su escuadrón de jinetes volvieron a todo galope a Los Reyes. Los soldados contuvieron las bridas de sus bestias en la Plaza de Armas. El revuelo era total, y los vecinos se precipitaron a las calles, intrigados por el regreso apresurado del alcalde de la capital.

Godoy se veía consternado, se bajó de la grupa del caballo y se acercó a la casa del gobernador. Pizarro salió de inmediato. Era el quinto contingente que enviaba a la ciudad del Cusco en apoyo de sus hermanos. El alcalde se limitó a referir que de la expedición anterior de Alonso de Gaete solo habían sobrevivido dos hombres al ataque de indios cerca de Jauja. Por dicho motivo, Godoy había decidido volver para no correr la misma suerte.

Pizarro sintió furia y una enorme pena. Era presumible que hubiese acaecido lo mismo con las demás expediciones al Cusco. Habían muerto entonces casi doscientos españoles, cuatro capitanes y más de cien caballos. Era un altísimo precio. Cada hombre era valioso como cristiano y como soldado. Cada caballo era un arma de guerra mortal contra los indios. Pizarro se había enterado del alzamiento de Manco Inca y de los miles de indios que estaban sitiando la ciudad del Cusco, pero no imaginaba que la rebelión se hubiese generalizado en toda la sierra.

A Pizarro le iban llegando más noticias funestas de caciques sublevados y españoles muertos. Incluso se llegó a saber que las cabezas de los cristianos emboscados y los cueros de sus caballos adornaban las fortalezas en poder de Manco Inca, especialmente la de Ollantaytambo, su estancia principal.

Este acto bestial causó indignación y terror entre los residentes de la capital. Era necesario actuar, y debía ser de inmediato.

Pizarro deliberaba con sus capitanes sobre las medidas a tomar, cuando llegaron a la ciudad unos indios de los alrededores quejándose de que habían aparecido quechuas que les habían robado sus sembrados y que, por protestar, les habían matado a sus mujeres y niños.

El gobernador envió a un tal Pedro de Lerna con veinte hombres a caballo para saber qué sucedía. La distancia era menor, solo a tres leguas de la Ciudad de los Reyes. Era la primera hora de la noche y Lerna había avanzado apenas dos leguas, cuando de repente se encontró casi rodeado por cientos de indios, luego por miles.

El grupo de españoles se detuvo, y los indios también, ambos esperaban ser atacados. Lerna quiso hacer un cálculo adecuado de las fuerzas enemigas: eran unos veinte mil guerreros que se movilizaban hacia la capital. Luego los hispanos sacaron sus armas, mataron algunos indios para distraer su atención y volvieron raudos para informar al gobernador.

En la Ciudad de los Reyes los españoles no llegaban a mil. La ciudad había sido diseñada bajo la forma de un tablero de ajedrez, con calles rectas que tenían como eje la Plaza de Armas; esta, que era el centro político, estaba muy cerca de la margen izquierda del río Rímac. Al otro lado del río estaba el gran cerro al que los conquistadores bautizaron como San Cristóbal, poniendo en lo alto una cruz de madera. La cruz y el cerro dominaban la ciudad.

Pizarro supo de la proximidad del ejército indio, tomó las armas, se puso la armadura y se aprestó a comandar la defensa de la capital. De inmediato, sus capitanes y los mismos vecinos se opusieron. Le hicieron ver su valía para dirigir las acciones, pero estar al frente era exponerse, era obvio que sería el blanco preferido de los naturales. Pizarro aceptó, nadie quiso decirle que ya estaba demasiado viejo para aquellos avatares; él tampoco quería reconocerlo, por encima de todo él era un soldado.

Pronto los españoles supieron que al frente de las fuerzas enemigas estaba Titu Yupanqui, general de Manco Inca. Fiel a su nueva estrategia, hizo que sus fuerzas se instalasen en los cerros aledaños a la ciudad, en particular en el cerro San Cristóbal. Los españoles de Los Reyes amanecieron entonces con miles de indios en sus narices, tanto que era fácil divisar los movimientos de los naturales, unos aprestando sus armas, otros llevando víveres para su ejército.

Pizarro ordenó una primera salida de caballos contra los indios. Fue inútil, los sublevados no dieron batalla, replegándose a la margen derecha del río. Cruzarlo a caballo exponía a los españoles innecesariamente, los indios subirían al cerro donde las cabalgaduras no servían y estarían mejor, al alcance de los dardos y guijarros del enemigo.

El enfrentamiento entre ambos ejércitos comenzó con escaramuzas. Los indios hacían incursiones de sorpresa por un lado u otro de la ciudad, los vecinos daban la alarma y salían los jinetes para repeler el ataque. Los naturales guerreaban por escuadrones, mientras unos atacaban, los otros ova cionaban desde los cerros. Parecía un juego macabro que daba por descontado el final de los españoles.

Al día siguiente, los pobladores de Los Reyes elevaron la vista hacia el cerro San Cristóbal y vieron que la gran cruz de madera, emblema de su cristiandad, había desaparecido. El mensaje era claro. Ese día también se produjeron refriegas entre atacantes y defensores. Pizarro se preocupó de las vías de aprovisionamiento de la capital. Fue informado de que la vía hacia el Callao era segura, gracias a los yungas de Piti Piti. También tenía el apoyo incondicional de los indios de Lurigancho, Surco, Pachacamac, Huarochirí y Chilca, los cuales no querían volver al dominio inca y estaban bien dispuestos como guerreros, cargadores de armas y prestos a asegurarles el suministro de víveres.

Pero si querían quebrar el cerco al que estaban sometidos, debían pasar al ataque de las posiciones enemigas. Pizarro convocó a consejo de guerra y se decidió a atacar el cerro San Cristóbal. Era indispensable desbaratar aquel inminente peligro y tomar una posición estratégica. El ataque se haría de noche, y como el asalto sería dado por la infantería, a Pizarro se le ocurrió hacer unos escudos grandes de madera para proteger a los hombres de las flechas y las piedras de los indios.

El plan se puso en marcha. Los indios aliados, especialmente los del curaca Taulichusco del valle del Rímac, arriesgaban permanentemente sus vidas por proveer a la ciudad de leña, víveres y suficiente hierba para los caballos.

Pero Pizarro tenía una visión más amplia de la situación, sabía del sitio al Cusco y con furia y congoja imaginaba muertos a todos sus habitantes, incluidos sus tres hermanos. Como bien sabía, las comunicaciones entre Los Reyes y la antigua capital inca estaban bloqueadas, por lo que era evidente que la sublevación era generalizada. Pensó entonces en Trujillo, ordenó que un navío saliera para allá para evacuar a las mujeres y los niños a Panamá. Luego despachó navíos a Guatemala, Nicaragua y Panamá, solicitando ayuda a sus respectivos gobernadores. Pizarro vio que estaba a punto de perder todo lo ganado.

Por otro lado, Pizarro había descubierto al verdadero autor de aquel papel infamante que, años atrás, lo acusaba de carnicero y por el cual había sido deportado Juan de la Torre. Pizarro le envió una carta invitándolo a reunirse con él e informándole sobre Manco Inca. Cuando Juan de la Torre llegó a Los Reyes, Pizarro lo abrazó y le pidió perdón públicamente.

Desoyendo por fin el consejo de todos, Pizarro ahora recorría la ciudad en su caballo de guerra, acompañado por Jerónimo de Aliaga, su alférez mayor. Apenas sonaba la trompeta anunciando un ataque de los indios, iba raudo al lugar de la lucha, arengando a sus hombres a viva voz.

Cuando al sexto día del sitio, estuvieron listos los escudos para el asalto al cerro San Cristóbal, la decepción fue total. Eran demasiado pesados e inútiles para la batalla. Pizarro trató de elevar la moral, les dijo a sus hombres que había hecho llamar al capitán Alonso de Alvarado que andaba en Chachapoyas, y que cuando llegase pasarían a la acción.

Entonces, de repente, los españoles vieron mudos de asombro que las tropas incas se movilizaban y formaban, sonaron los tambores de guerra de los naturales y alzaron al viento sus banderas. Entre ellos y al frente, Titu Yupanqui iba de pie en su litera de guerra. Al ver esto, Pizarro pensó inmediatamente en Cajamarca. Ordenó rápidamente a sus hombres a caballo en dos escuadrones, ocultándolos en lugares de la Plaza de Armas donde no pudieran ser vistos. Los indios bajaron del cerro y atravesaron el río Rímac entrando en las calles vacías. Confiados, fueron directos a la plaza, que se fue llenando de guerreros indios que gritaban contra los españoles, vociferando y burlándose de sus barbas y del mar de su origen. Escondidos, los soldados se sintieron intimidados, pero sujetaron con fuerza sus armas.

Los indios gritaron y vitorearon. Entonces Titu Yupanqui señaló la casa de Pizarro para iniciar el ataque, pero en ese momento los naturales se encontraron con las cabezas y las coces de los caballos. La arremetida fue sangrienta, los indios caían mutilados, los cráneos destapados expulsaban la masa encefálica y la plaza se anegaba de sangre. Pero la sorpresa ante los equinos ya no era una ventaja española. Los nativos los alcanzaban a flechazos y las bestias se desmoronaban jadeantes, dejando a sus jinetes al alcance de las macanas y porras de los indios. Una vez asestado el golpe de gracia, los indios no paraban hasta dejar el cuerpo del cristiano destrozado.

Los jinetes tenían la orden de Pizarro de atacar a los caudillos. Identificados, eran blanco de los hispanos, que los acuchillaban sin piedad. Pero el objetivo mayor era Titu Yupanqui, que combatía desde su litera. Un tal Pedro Martín de Sicilia enfiló su cabalgadura hacia el general inca y le atravesó el pecho con su lanza. Al ver a su caudillo principal en tierra y bañado en sangre, las tropas indias se retiraron de inmediato; de acuerdo con su idea de mundo, no podían guerrear sin un líder.

El inmenso ejército de indios se concentró de nuevo en la margen derecha del Rímac. Se apostaron en lugares seguros, esperando la llegada de un nuevo jefe o cacique que los guiara. Los españoles lamentaban mucho las pérdidas sufridas, pero se congratulaban por el triunfo. Sin embargo, el peligro no había disminuido.

En aquellas instancias, se produjo un hecho insospechado. Cuando más esperaban los españoles un nuevo ataque de los naturales, las tropas indias comenzaron a dispersarse. Desde la sierra, la tierra de los huaylas, la ahora curaca Contarhuacho, madre de Inés Yupanqui y abuela de Francisca Pizarro, venía con miles de indios huancas capitaneados por otros tres curacas del valle. La curaca, como era natural, venía en defensa de su familia, y por ende de los españoles.

RESENTIMIENTOS Y CONJURAS

La noche del 8 de abril de 1537, en medio del retumbar de tambores y pífanos, la hueste de Diego de Almagro ingresó militarmente al Cusco por tres sectores distintos. El escuadrón principal, con Rodrigo Orgóñez a la cabeza, tomó el camino hacia la morada de Hernando Pizarro.

Ante la defensa cerrada de Hernando y su negativa de entregar sus armas, Almagro ordenó prender fuego al techo de paja, y la vivienda ardió de inmediato. Cuando Hernando y sus hombres acantonados iban a ser sepultados por las llamas, salieron furiosos y se vieron despojados de sus espadas.

Almagro había tenido un fracaso calamitoso en Chile. Inicialmente había partido por el camino inca, bordeando la orilla occidental del lago Titicaca. La altitud estaba entre los 3.700 y 4.000 metros sobre el nivel del mar, y aunque el relieve no era tan accidentado, el invierno austral hizo poco a poco presa de sus hombres. Además, los alimentos comenzaron a escasear, ya que las poblaciones estaban muy distantes unas de otras. Como la región no tenía ningún atractivo, decidieron tomar el camino del oeste y cruzar la cadena montañosa que siempre los había acompañado a la derecha.

La expedición de Almagro cruzó la cordillera. Cientos de kilómetros, el frío glacial, los precipicios y la falta de recursos diezmaron a españoles, indios y negros esclavos. Más de quinientos murieron, y la carne de los caballos congelados sirvió de subsistencia. Gracias a que viajaban en mejores condiciones, la mayoría de españoles llegó al sur de Chile. Pero ahí, más que nada, hallaron nativos difíciles de reducir y poquísimo oro. En suma, todo lo contrario al nuevo Cusco que esperaban encontrar.

Almagro había masticado su sinsabor durante casi dos años. Ese tiempo de eternidad, viajando enfermo a lo largo de más de mil kilómetros y muchas veces al borde de la muerte, había imaginado a su socio, a Pizarro, viviendo de plácemes con todo el oro acumulado. Nada justificaba quedarse, debía volver y recuperar lo que era suyo. Si ambos habían hecho compañía de bienes, lo justo era que Lima fuese para Pizarro y Cusco para él. Además, habían convenido que en caso de que él no tuviera fortuna en Chile, Pizarro compartiría con él su gobernación.

Para su regreso, Diego de Almagro escogió la vía de la costa. Esta vez fueron interminables desiertos, más de 2.000 kilómetros de árida costa en la peor época del año, en medio de un calor abrasador. De ahí volvieron a subir la cordillera por la región de Arequipa, y otra vez el frío helado que incluso privó de la vista a algunos españoles.

Almagro tenía la palabra de Pizarro de compartir Nueva Castilla, pero era aguijoneado por sus huestes resentidas y descontentas, que lo inducían a que tomara el Cusco por la fuerza. Hacerlo enfrentaría a españoles contra españoles, y no era una decisión fácil de tomar. Pero entonces Almagro se enteró de la Cédula que ampliaba la gobernación de Pizarro en 70 leguas más al sur. Lo consideró una patraña. En Panamá habían acordado que los Pizarro no pedirían merced alguna hasta que él tuviera su gobernación. Sin dilaciones y con el respaldo de sus tropas, Almagro le había exigido a Hernando Pizarro que le entregara la ciudad del Cusco. Su negativa lo obligó a tomarla por la fuerza, apresando a Hernando y a Gonzalo.

Alonso de Alvarado llegó de Chachapoyas cuando el cerco a Los Reyes se había disuelto. Llegó con 30 jinetes, 50 infantes y un gran número de indios auxiliares. Pizarro lo esperaba, y con la mayor prontitud preparó una expedición de ayuda al Cusco o de rescate de supervivientes. Pizarro lo urgió a inquirir por sus hermanos y organizó un ejército bien armado de 100 hombres a caballo y 150 peones. Alvarado salió del valle del Rímac a inicios de noviembre de 1536, sin imaginar que a la amenaza inca se iba a sumar la rebelión almagrista.

Con ánimo de pacificar y allanar las comunicaciones entre la costa y la sierra. Alvarado se enfrentó con destacamentos de indios, de los que salió airoso. Por el camino de Pachacamac puso rumbo a Jauja, donde hizo reprimir a los sospechosos de haber apoyado la gran sublevación. Les cercenó los brazos a los hombres y les cortó los pezones a las mujeres. Luego enfiló hacia Abancay y contuvo emboscadas en su contra que terminaron con numerosos indios muertos.

En Abancay se enteró de lo que pasaba realmente en el Cusco. El 12 de julio de 1537, trató de defender el paso del río Apurímac, que era la ruta que tomarían los de Chile, cuando fue asaltado por sorpresa y obligado a rendir sus armas ante Almagro. Alonso de Alvarado acabó en la misma prisión que los hermanos Pizarro.

Almagro sabía perfectamente de lo delicado de su situación. Tenía preso al teniente gobernador designado por Pizarro, representante del rey, además de a varios capitanes y a soldados cercanos a su socio. En realidad él había pensado que Alvarado llegaba para recuperar el Cusco. Ahora las cosas se iban a un camino de no retorno, él había ordenado desarmar a los pizarristas, pero se les quitaron también sus caballos, obligándoles a ir a pie, lo cual era una afrenta mayor. Además, irregularmente fueron despojados de haciendas y bienes, sus encomiendas entregadas a los almagristas y sus concubinas indias fueron violadas.

Entonces Almagro trató de legitimarse en el poder, capturando a Manco Inca. En realidad, antes de tomar el Cusco, Almagro había desarrollado toda una iniciativa diplomática para persuadir al Inca de llegar a una alianza política con España. La idea era acusar a Juan y Gonzalo Pizarro de haber maltratado a Manco y, por ende, hacerlos culpables directos de la rebelión indígena. Así, logrando la paz con Manco Inca, Almagro sería considerado el salvador del Perú y legítimo gobernador del Cusco.

Aquella idea había fracasado, por mensajes insidiosos enviados por Hernando Pizarro al Inca. Ahora, desarrolló con Orgóñez, su capitán y consejero, un ataque brutal que tomó desprevenidos a los indios en medio de una fiesta religiosa, masacrando al séquito del Inca. Las mujeres indias se suicidaron desde un despeñadero para no caer en manos españolas; el mismo Manco Inca y el Villac Umu estuvieron a punto de ser tomados prisioneros. Al final, muchos indios fueron capturados, entre ellos Titu Cusi Yupanqui, el hijo del Inca.

En la Ciudad de los Reyes, Pizarro tomó completo conocimiento de lo acontecido. Primero lamentó amargamente la muerte de su hermano Juan, luego se preocupó sobremanera por la situación de sus otros dos hermanos. En cuanto a Almagro, estaba indignado y decepcionado. En una situación de sublevación indígena aún vigente en los Andes, con focos de rebelión no conjurados, era inadmisible que su socio hubiese actuado de manera tan negligente. Había tomado el Cusco sin tener derecho, ambos habían definido que la ciudad pertenecía a Nueva Castilla. La Cédula Real solo había formalizado un acuerdo que ellos ya habían tomado, y si algún reclamo hubiera tenido Almagro, debería haberlo buscado a él para entenderse. Pero ahora había desestabilizado el frágil dominio español en el sur. No solo había encerrado a sus hermanos y capitanes, sino también al mismo Alvarado, desbaratando la tropa que él había mandado contra el Inca rebelde.

Trató de serenarse. Debía actuar con la mayor prudencia, o las armas de los propios españoles chocarían entre sí. Lo mejor era enviar una carta y un emisario. Pensó en Nicolás de Ribera, viejo amigo respetado por ambos. Llamó entonces a su secretario y dictó la misiva en el tono más conciliador que pudo. Le pidió amablemente a su socio que soltase a su hermano Hernando y a los demás que tenía presos, y que sin discusiones ni guerras se conformase y atendiese a mirar las provisiones del emperador y los términos de las gobernaciones.

Nicolás de Ribera viajó y le entregó la carta a Diego de Almagro. Este la leyó, y al hacerlo le pareció escuchar la voz del amigo, realmente hubiera deseado llegar a un acuerdo con él, pero ahora no hablaba solo por y para sí, sino por los capitanes y soldados que lo habían acompañado en Chile, que buscaban ahora un espacio digno en la tierra perulera. Peor aún, Pizarro en su carta hacía mención a las 70 leguas logradas por Hernando ante la Corte, un asunto para insultar a cualquiera.

Sin recibir todavía respuesta, Pizarro dio orden en Los Reyes para hacer junta de soldados. La idea era estar preparados para cualquier trance. De sus llamadas de auxilio a las otras gobernaciones españolas en América había recibido la llegada de cientos de soldados, entre ellos había veteranos de Flandes, armados con arcabuces más modernos y eficaces. También recibió Pizarro armas nuevas, ropas de seda y todo tipo de aderezos de batalla. Todo ello había mejorado notablemente la seguridad en la ciudad capital, aunque también, sin duda, había aumentado la capacidad disuasiva del ejército del gobernador.

ENTREVISTA AL FILO DEL ABISMO

La ceremonia concluyó con el acatamiento de los indios presentes. Uno a uno, le fueron entregando regalos al nuevo Inca. Diego de Almagro pretendía demostrar que la era y rebelión de Manco Inca había terminado, y le ceñía la mascapaycha real al príncipe Paullu. Este le había sido siempre fiel en su malograda expedición a Chile, en la captura de Alonso de Alvarado e incluso había puesto miles de guerreros a su servicio contra las fuerzas de su hermano Manco.

Fue el mismo Manco Inca quien, considerando la estirpe de Paullu, lo dejó como lugarteniente suyo en el Cusco en 1534, cuando viajó con Pizarro a Jauja en la guerra contra los quiteños. Paullu siempre defendió la autoridad de su hermano como Inca, por eso, cuando a Manco le solicitaron enviar un contingente indígena para apoyar a Almagro en su viaje a Chile, no dudó en designar a Paullu y al Villac Umu. Paullu no siguió al Villac Umu, cuando este volvió al Cusco para rebelarse junto a Manco Inca y más bien su presencia en el sur fue invaluable.

Paullu se presentaba ante las poblaciones nativas y solicitaba víveres. Los indios de Paullu, inclusive, guiaron a los españoles hasta los pozos de agua a través del desierto y los limpiaron antes de su llegada. Sin Paullu, ningún hispano habría vuelto.

En el Cusco, Manco Inca no pudo entender ni aceptar que su hermano se pasara al lado español, menos aún que pretendiera la mascapaycha real. Envió sendos mensajeros para persuadirlo de que se le uniera en Vilcabamba. Paullu no aceptó, dijo que él siempre haría amistad con aquellos hombres que eran tan valientes y para quienes nada era imposible.

En la capital, Pizarro estaba dolido con Almagro y hondamente inquieto por la vida de sus hermanos. Convocó a una junta entre los hombres principales de Los Reyes. En ella se conformó una delegación para negociar con Almagro.

Para entonces, estaba en la ciudad nada menos que Gaspar de Espinosa, el aparente socio de la conquista, tan amigo de ambos hombres en disputa y que había llegado trayendo ayuda militar para Los Reyes. A finales de 1534, Hernando de Luque había fallecido sin haber recibido la unción episcopal prometida ni haber gozado de los beneficios de la empresa del levante. Pero desde Panamá, Espinosa había mantenido una actividad permanente de apoyo a la causa perulera, ya fuera fletando embarcaciones o enganchando soldados. También proporcionaba permanentemente a las autoridades de la Corona y a la prensa europea las noticias de la conquista.

Ahora su misión era mayor; reconciliar a los hombres más prominentes de la conquista del Imperio Inca. Así, Gaspar de Espinosa y cinco amigos seguros salieron del valle del Rímac hacia el Cusco. La instrucción de Pizarro fue expresa: que con todas sus fuerzas procurasen tratar la paz lo mejor que pudiesen. En el camino se encontraron con Nicolás de Ribera, quien volvía descorazonado de su entrevista con Almagro.

En el Cusco, los delgados constataron que Rodrigo Orgóñez, consejero de Almagro, trataba de inducirlo a tomar la capital y ejecutar a Hernando Pizarro. Ante estos peligros, Espinosa y los demás solicitaron permiso para conferenciar con Hernando. La pretensión de Almagro era que su gobernación llegara hasta Mala, punto intermedio entre Chincha y la Ciudad de los Reyes; además, deseaba poner el diferendo ante el obispo de Panamá, fray Tomas de Berlanga.

Hernando, ansioso por recobrar su libertad, sugirió que se aceptara la propuesta. Los delegados volvieron ante Almagro y pactaron que, ante la ausencia del obispo de Panamá, fueran dos caballeros de cada bando los que dirimieran la contienda, ayudados por pilotos de la mar. El documento que estipulaba lo dicho se firmó el 28 de agosto de 1537.

Cuando los delegados se aprestaban para volver ante Pizarro, se produjo el deceso de Gaspar de Espinosa, un hombre que fue brutal contra los indios, confabuló contra Balboa y, poco a poco, se hizo respetable ante todos, gozando del pleno favor de los conquistadores. Un valioso mediador entre Pizarro y Almagro dejaba la vida en tierras peruleras.

Almagro tenía en realidad un enorme problema de aislamiento. Su control efectivo se circunscribía al Cusco y los valles colindantes. Necesitaba un asentamiento en la costa, y más precisamente un puerto. Solo de ese modo podría comunicarse con la Corona para hacer conocer sus pretensiones y defender sus derechos. También necesitaba el comercio marítimo con Panamá para proveerse de todos los bienes que no se obtenían en el Perú.

Con la presencia de 300 veteranos de Chile, Almagro fundó una ciudad bajo el nombre de Villa de Almagro, nada menos que en el valle de Chincha, punto emblemático de la gobernación de Pizarro. Almagro nombró al cabildo de la ciudad y levantó la picota de rigor. Pizarro se alarmó ante semejante osadía, y los vecinos del Rímac se indignaron; ellos consideraban que los indios tributarios de Chincha estaban bajo su jurisdicción.

A Pizarro tampoco le cayó bien la fórmula de dos caballeros por lado para definir la controversia, pero aceptó, seguro de que solo así se evitaría una guerra y podría salvar a sus hermanos. Supo que Almagro había llevado a Hernando hasta Chincha en calidad de prisionero y rehén. Esto ponía más en riesgo la seguridad de su hermano, ya que cualquier gesto suyo, interpretado como un ataque, podría desencadenar su ejecución. Sabía muy bien del viejo encono entre Almagro y Hernando.

Sin embargo, al cabo de poco Pizarro tuvo alivio y satisfacción. En el Cusco, con la ayuda de un almagrista despechado con su jefe, Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y los demás pizarristas cautivos pudieron fugarse por una de las ventanas de su prisión. Pronto aparecieron en Lima para alegría del gobernador.

Almagro nombró a sus dos caballeros, que con la compañía de otros cuatro almagristas, salieron a Los Reyes para entrevistarse con Pizarro. En Mala, los hombres fueron intervenidos por los guardias pizarristas del valle, quienes les confiscaron la documentación que portaban, robándoles sus caballos y entregándoles mulas. Pizarro supo de esto y salió a recibir a la delegación para desagraviarla. La ciudad estaba alborotada por la pérdida de los repartimientos de Chincha, y Pizarro rápidamente nombró también a sus dos representantes. En Mala se reunirían los cuatro plenipotenciarios y los pilotos de la mar.

Pizarro envió a Suárez de Carvajal y al provincial Francisco de Bobadilla para ofrecer disculpas a Almagro por lo sucedido en Mala. Almagro estaba contrariado, pero además había cam biado de opinión, le parecía que cuatro hombres nunca llegarían a un acuerdo. Entonces propuso designar a una sola persona como juez absoluto para el litigio. Cuando se le inquirió sobre quién podría ser, les dijo que el mismo provincial Bo badilla, y por si hubiese alguna duda, él mismo le enviaría a Pizarro una carta para que aceptara.

Almagro trataba de distender un poco la situación con ese gesto. Proponía de árbitro al emisario de Pizarro, pero no era solo eso. Bobadilla era el juez ideal, conocía bien a los socios desde la misma fundación de Panamá, era pariente de la esposa de Pedrarias y fue quien bendijo uno de los navíos de Pizarro para su primer viaje. Era, además, un hom bre recibido por el emperador, y desde 1534 tenía el título de Vicario Provincial de los mercedarios de indias.

El 25 de octubre volvieron a Los Reyes Bobadilla y Suárez de Carbajal. Pizarro se hizo leer la carta de Almagro, y en ese momento, delante de un escribano, aceptó a Bobadilla como juez, reconociéndole los poderes para el caso.

El provincial Bobadilla notificó a los dos gobernadores para que acudiesen a Mala y se ventilara directamente el pleito. Para Bobadilla, lo mejor era darles a los socios un espacio para la reconciliación. Cada uno debía presentarse solo con doce jinetes, un capellán, un secretario y cuatro pajes.

Para Pizarro, con la fundación de la Villa de Almagro su socio había actuado sin el mínimo de razón que podía esperar de él. También pensó que podía estar movido por malos consejeros. Esto lo llevó a maliciar una celada de Almagro, y aceptó que Gonzalo le siguiera con 700 hombres para un caso de necesidad.

Pizarro dejó su ejército en Chilca y se presentó en Mala el 13 de noviembre de 1537. Subrepticiamente, Gonzalo se desplazó hasta instalar un fuerte contingente de soldados, muy cerca del sitio señalado para la cita. En cuanto a Almagro, desconfiando también de Pizarro, había dejado al grueso de su tropa tras una colina adyacente.

La reunión se dio en un tambo incaico. Bobadilla, a la usanza medieval, les requirió las espadas a los dos socios y los instó a luchar con los puños si así lo deseaban. Ninguno lo intentó. Almagro pareció más relajado, su posición era ventajosa. Pizarro, en cambio, se mostró furibundo, le reclamó a su socio el haber tomado la ciudad del Cusco y, no contento con esto, haber prendido a sus hermanos. Almagro se remitió a las provisiones que tenía del rey en cuanto a su gobernación y, detalló cómo había requerido a Hernando Pizarro en repetidas ocasiones para que le entregara el Cusco, y al no haberle obedecido, lo había detenido.

Pizarro se ofuscó. Le dijo que aquellas causas no eran bastantes como para haber tenido la osadía de encarcelar a sus hermanos. Esto movió en algo la posición de Almagro, que pareció transigir en alguna solución para soltar a Hernando, cuando de pronto, uno de los hombres de Almagro identificó la presencia armada de los hombres de Gonzalo y corrió al tambo. El lugar se alborotó con los gritos de aviso, y Almagro montó como pudo en uno de los caballos.

Pizarro pensó que era una equivocación. Él jamás hubiera arriesgado la vida de Hernando con una celada. Envió a buscar a su socio, pero este se negó a volver. Almagro se encontró en el camino con Orgóñez, quien se enfilaba contra los de Pizarro maliciando una traición. Juntos se concentraron en Chincha.