La configuración del valle del Chira ofrecía tierras y una población nativa numerosa en beneficio de los conquistadores. Pizarro lo consultó con los oficiales reales y también con el buen criterio de fray Vicente de Valverde. Hubo entonces coincidencias en fundar una ciudad en las tierras del curaca de Tangarará, en la margen derecha del río y a seis leguas del puerto de Paita.
Pizarro fundaba su primera ciudad en tierras peruleras y quiso ponerla bajo la advocación del jefe de las milicias celestiales. No en balde había sido un 29 de setiembre de 1513, día de la festividad del arcángel San Miguel, cuando había llegado con Balboa a la mar del Sur.
En la ceremonia celebrada el 15 de agosto de 1532, participaron todos los soldados salvo unos cincuenta jinetes que fueron enviados con Hernando Pizarro para evitar un ataque de las huestes de Atahualpa. A la sazón, diversas informaciones daban cuenta de movimientos indígenas en la sierra cer cana.
Al culminar la ceremonia, se inscribieron como vecinos 46 conquistadores. Pizarro hizo el reparto de solares y tierras entre los beneficiarios, depositándoles y no encomendándoles los curacas que deberían servirles y pagarles tributos. Pizarro fue claro: le daba un beneficio económico a sus hombres, pero velaba por la conservación de los naturales, como era la preocupación de la Corona. Sin embargo hubo una excepción; para contentar a Hernando de Soto, le dio el repartimiento de Tumbes, que era de todos el mejor. Soto lo aceptó, pero no se quedó en San Miguel de Tangarará; su presencia era muy necesaria para la guerra y tampoco él estaba dispuesto a contentarse con un repartimiento. Para Soto, aquello era solo un anticipo.
Precisamente a Soto fue a quien Pizarro le encargó un viaje exploratorio hacia la sierra. Partió en los primeros días de octubre con sesenta hombres a caballo y peones, en dirección a los Andes. Subió por el valle del río Piura hasta llegar al pueblo de Cajas. La primera impresión fue desoladora: la aldea estaba casi vacía y muchos indios muertos y desollados colgaban de los pies en diversos sectores.
El curaca del lugar le refirió a Soto que aquello era consecuencia del reciente paso de Atahualpa por aquel lugar. El jefe local explicó que, al haber estado del lado de Huáscar, Atahualpa se había vengado de su pueblo, y aquellas eran las consecuencias. Los españoles sintieron demasiado cerca el olor de la muerte, Atahualpa debía de estar cerca de la sangre todavía caliente de sus enemigos. El silencio sepulcral que colmaba aquel sitio les hizo sentir que podía ser su propio cementerio.
Soto espoleó a su caballo y arengó a su gente. Había que buscar qué comer y salir al encuentro de Pizarro, que los esperaría en Serrán. Los españoles hallaron entonces bellos edificios, lingotes de oro fino, maíz y licor. Se entusiasmaron, saciaron sus cuerpos y embriagaron un poco el espíritu con el espumoso aguardiente. Olvidaron entonces el peligro y se lanzaron frenéticos a la búsqueda de más riquezas. No las había, no de metales preciosos. Lo que encontraron fue un Acllahuasi, tal y como aquel que descubriera Alonso de Molina años atrás. Eran más de quinientas vírgenes solares que representaron para Soto y sus leales soldados un justo premio.
Tras la emoción del momento, apareció ante ellos en una hermosa litera, un indio noble prólijamente ataviado a quien inicialmente les fue imposible reconocer: era aquel indio vendedor de pacaes, quien en realidad era un noble orejón de nombre Ciquinchara.
El orejón alzó la voz y reprendió a Soto por lo hecho, por la osadía de tocar a las mujeres consagradas al Sol y a su hijo el Inca. Le advirtió que Atahualpa estaba cerca y que él mismo estaba en calidad de embajador suyo, con unos regalos para el jefe de los hombres blancos.
Los españoles quedaron anonadados, era el primer contacto de Soto con ese reino del que tanto había escuchado. Retuvo al orejón y mandó un correo a Pizarro para saber cómo debía proceder.
A la mañana siguiente llegaron a Huancabamba; edificios de piedra labrada y un nuevo tramo del camino inca causaron admiración en los españoles. Esa era la ruta que unía Cusco con Quito; es decir, el centro del Tahuantinsuyu con una de las ciudades de mayor importancia, fundada por Huaina Capac y de donde era oriundo Atahualpa. El camino mismo era sorprendente, seis hombres a caballo podían ir por él avanzando uno al lado del otro, por puentes y calzadas estupendamente elaborados.
Puente colgante en los Andes peruanos, dibujo original de Rodolfo Cronau.
El 16 de octubre Soto llegó a Serrán y se entrevistó con Pizarro. De todo lo escuchado hasta entonces por los españoles sobre el Inca, el Cusco y el Tahuantinsuyu, nada les había permitido inferir con claridad el tamaño real y las riquezas de aquel reino. Ahora Soto podía confirmar, por todo lo visto y oído, que realmente el Inca no era un reyezuelo sino un Inca emperador. La civilización que habían descubierto para occidente tenía tal grado de desarrollo y esplendor que sus calles, caminos y edificios no le envidiaban nada al otrora Imperio Romano. Y del Cusco en particular, podía decirse que seguramente fuera real que tuviera palacios y templos con paredes y techos chapados en oro y plata.
La idea de nombrar aquella civilización como un Imperio sería común desde entonces. En realidad, el modelo de organización política surgida en los Andes centrales era nuevo y original. La voz Tahuantinsuyu quiere decir cuatro regiones unidas entre sí; esto es, los incas partían de una visión integradora del mundo a través de relaciones de reciprocidad y del respeto a los curacas, costumbres y deidades de los pueblos anexados. Sin embargo, muchas etnias no compartían el modelo incaico y preferían largamente su autonomía.
Las noticias de Soto fueron un bálsamo para el ánimo de los soldados que estaban con Pizarro. Durante los días previos, las referencias a la infinita crueldad de Atahualpa habían sido cada vez mayores, tanto, que al llegar un navío de mercaderes hasta la desembocadura del río Chira, muchos hombres quisieron volver a Panamá. No faltó quien dijera desconfiar de las riquezas del lugar, pero en el fondo era miedo, un terror ante las limitadas fuerzas que poseían frente a los miles de guerreros que se decía que tenía Atahualpa.
Pizarro sabía que estaba cerca de la hora decisiva. Entonces no le quedó más que amenazar a sus hombres con la horca. En esas instancias no podía perder soldados por efecto del miedo. La situación llegó a tal extremo que un día, al amanecer, alguien había puesto en la pared de la iglesia un papel que recordaba aquello de que Almagro era el recogedor, y Pizarro el carnicero.
Para Pizarro ese fue un acto mayor de falta de disciplina. Hizo investigar a sus hombres, y el aparente autor fue nada menos que Juan de la Torre, muy amigo suyo y uno de los trece del Gallo. Pizarro no podía hacer distingos: ordenó la pena de horca en lugar del degollamiento que en realidad le tocaba al procesado por ser hidalgo. Pero cuando estuvo a punto de cumplirse la ejecución, Pizarro conmutó la pena por la del destierro. El verdugo le cortó los pulpejos de los dedos al sentenciado, para que siempre recordase su delito.
Ciquinchara fue alojado en el campamento español. La entrevista entre él y Pizarro fue cordial. Este último recibió como obsequios de Atahualpa dos fortalecillas de piedra en forma de fuente y dos cargas de patos desollados y secos para que, hechos polvo, Pizarro se sahumara con ellos. El orejón le dijo también al jefe español que su señor tenía la voluntad de ser su amigo y que le esperaba en paz en Cajamarca.
Pizarro, de su parte, le dio a Ciquinchara una camisa fina de hilo blanco, dos copas de cristal, algunas perlas de Panamá y cuchillos, peines, tijeras y espejos de España a manera de obsequios para el Inca. Junto con todo ello, mandó que le dijeran que no pararía en pueblo alguno del camino por llegar presto a verse con él.
Pizarro conocía perfectamente su situación. Sabía que cuanto más avanzaba hacia el sur, más se alejaba de sus bases panameñas y cualquier socorro o ayuda se hacían más lejanos. Por eso mismo había despachado poco tiempo antes un navío a Panamá para informar a Almagro sobre lo acontecido y pedirle que tuviera alerta los refuerzos necesarios. Pero ahora debía tomar una decisión radical: él había planeado seguir hasta Chincha, pero si no iba al encuentro de Atahualpa, esto podía ser tomado como una confesión de debilidad y temor de parte de los españoles. Sin duda, al darle mayor confianza al Inca este podría pretender darles fin.
El 19 de octubre prosiguió la marcha. En todos los pueblos a los que llegaban encontraban muestras del poderío de Atahualpa y del terror que le tenían los naturales. En Cinto supo que el Inca estaba entonces en Huamachuco y que tenía un ejército brutal de muchos miles de hombres.
Pizarro quiso saber más de Atahualpa y sus planes. Un principal de la etnia de los tallanes aceptó ser su mensajero. Hablaría al Inca del buen trato que recibían los caciques de paz y de que los españoles solo les hacían guerra a los que se oponían a ellos. Le ofrecería también, de parte de Pizarro, ser su amigo si Atahualpa decidía ser bue no, y le diría, incluso, que podría ayudarle en su guerra.
El 7 de noviembre, durante un descanso en Saña, Pizarro convocó a sus capitanes a consejo de guerra. Primó la opción de Pizarro de seguir el camino a la sierra en busca de Atahualpa. La hueste se enteró y la reacción fue mala. A primera vista, la diferencia entre los ejércitos era abismal, mucho mayor de la que se esperaba.
Pizarro se dirigió a sus hombres. La moral debía estar a tope, como nunca. Les explicó que rehuir a Atahualpa doblaría su soberbia, que más bien debían animarse y esforzarse como solo los buenos españoles solían hacerlo. Que no tuvieran temor por aquella multitud que se decía había de infieles, ni por el poco número de cristianos, pues la ayuda de Dios era mucho mayor para desbaratar y bajar la soberbia de los indios y traerlos al conocimiento de la santa fe católica.
Los hombres lo escucharon alucinados, se sintieron como en una Cruzada y le dijeron a Pizarro que irían por el camino que él viera más conveniente. Ya vería él lo que cada uno de ellos haría en servicio de Dios, de su Majestad y de sí mismo.
AL ENCUENTRO DE ATAHUALPA
El viernes 8 de noviembre, Pizarro y la hueste perulera comenzaron a subir la cordillera. Al dejar el Qhapaqñan, la marcha se hizo penosa y difícil. El mismo Pizarro tomó la vanguardia de la expedición con cuarenta jinetes y sesenta peones. El paisaje y el ambiente cambiaron abruptamente: el frío se iba haciendo insufrible incluso para los caballos, y el camino era tan difícil y rocoso, que los soldados dejaron sus cabalgaduras y llevaron a sus animales del cabestro.
Por la noche se guarecían en las construcciones incas de piedra que hallaban en el camino. En aquellas instancias, Pizarro y los suyos recibieron una primera embajada del Inca, que les llevó diez camélidos de regalo.
En la segunda embajada que llegó a los españoles, estuvo de nuevo Ciquinchara.
El orejón se mostró muy desenvuelto y le aseguró nuevamente al jefe español que Atahualpa le esperaba en paz en Cajamarca y que lo quería como amigo. Pizarro le respondió con la misma diplomacia de siempre. Entonces, el orejón hizo traer su servicio para beber con Pizarro y los capitanes españoles la chicha que traía consigo. Delante de todos, extrajo seis hermosos vasos grandes de oro fino. Pizarro, ante el brillo del metal, volvió a la gran cabaña del cacique Comagre, su hijo Panquiaco reía y decía que en una provincia del sur los reyes tenían tanto oro que hacían vasos con él.
Puertas de piedra labradas en las ruinas de Huánuco Viejo.
Habían pasado veinte años, pero todo había sido finalmente cierto y se había dado como si el mismo Dios lo hubiese llevado de la mano. Pero ese Dios tenía ahora frente a si a los dioses paganos de los infieles que debía destronar.
El mensajero tallan que había sido enviado por Pizarro ante Atahualpa volvió el 13 de noviembre; en cuanto vio a Ciquinchara, arremetió furioso contra él y le tiró de las orejas. Pizarro le ordenó que lo soltara.
La historia del tallan era muy diferente a lo que siempre había dicho el orejón: le contó a Pizarro que Atahualpa estaba claramente en pie de guerra y que sus consejeros le habían impedido verle, inquiriéndolo más bien sobre las fuerzas españolas, aunque demostraban conocerlas bien. Los hombres del Inca se burlaron del ridículo número de la tropa de Pizarro, habían dicho que a los caballos los matarían con sus lanzas y que no les temían a los tiros de fuego, pues los cristianos solo tenían dos. Al final no le habían dado ni de comer, y con fortuna había salvado la vida.
Al día siguiente apareció una caravana de auquénidos que llevaban a los cristianos carne seca de llama, ovejas cocidas, pan de maíz y chicha. Pizarro dejó ir a Ciquinchara, quien se disculpó una y otra vez por el supuesto malentendido, pero Pizarro ordenó no consumir ningún alimento por precaución. Toda vianda enviada por el Inca debía ser entregada a los indios cargadores.
La hueste llegó hasta una legua de Cajamarca, el 14 de noviembre. Durante el trayecto, pudieron haber sido atacados por los ejércitos del Inca con desastrosos resultados para los españoles. No había sucedido, pero no por eso debían confiar en las buenas intenciones de Atahualpa. Tenían suficientes razones para no creerle. Acamparon en una hermosa y verde depresión a 2.700 metros de altura, con un clima mucho más tolerable para los hombres.
Al día siguiente pudieron ver la pétrea ciudad de Cajamarca, y a una legua de ella, el campamento del Inca, que ocupaba nada menos que una legua y media, con toldos blancos y aposentos instalados al pie de un cerro al oriente de la ciudad.
Los españoles se quedaron mudos por el gran espanto que sintieron al ver la extensión del campamento enemigo. En él habría unas 50.000 personas, de las cuales más de la mitad debían de ser guerreros. Aun para el más osado era imposible enfrentar semejantes fuerzas contrarias, pero los hombres mudaron el terror de sus rostros por no evidenciarlo ante los indios cargadores. Si percibían en ellos alguna debilidad, seguro serían los primeros en atacarlos.
Pizarro, al ver a sus hombres prácticamente petrificados, dio firmemente la orden de bajar a la ciudad. Entraron en Cajamarca por el lado septentrional, pasando frente al Templo del Sol. Pizarro envió por delante a su hermano Hernando con un grupo de jinetes. El sol empezaba a caer, y el ambiente se nubló. De repente, arremetió contra ellos una fuerte lluvia seguida de granizada con rayos y truenos; para el que menos, todo aquello fue de mal augurio.
Hernando ordenó a los jinetes entrar en Cajamarca a galope para sorprender y asustar a sus moradores; pero la cabalgata fue luego a trote. Ante la sorpresa de Hernando y los soldados, la ciudad estaba vacía. Temiendo una emboscada, llegaron hasta la plaza principal, que era de forma trapezoidal.
Pizarro llegó con el resto de la tropa y los cargadores indios. Todos fueron concentrándose en la plaza. En ese momento, las indias que los acompañaban comenzaron a llorar, se lamentaban y daban de alaridos por lo que sabían que Atahualpa haría con los viracochas y con todos ellos. Conocían bien lo sangriento que era Atahualpa con sus enemigos. Pizarro dio la orden de acuartelarse de inmediato en los edificios que rodeaban la plaza, los hombres debían ver decisión en sus gestos y pasar rápido a la acción para menguar el miedo.
Los españoles se instalaron en los galpones de piedra. Todos tenían un enorme temor por lo que había de venir. Ya no habría más dilaciones, el encuentro armado era inminente. Ante la brutal disparidad de fuerzas, los cristianos se encomendaron a Dios y esto les dio un poco de confianza. Hasta bromearon diciendo que superarían las hazañas de Rolando de Roncesvalles.
Pizarro pensó que Atahualpa podía atacar esa noche, así que tomó la iniciativa. Invitaría al Inca a cenar con él, y en ese momento lo apresaría. Así lo había ideado Balboa para apresar al cacique Careta y a otros muchos jefes nativos, y el mismo Cortés hizo así de Moctezuma su cautivo y rehén.
El plan era osado, pero Pizarro lo ejecutó con firmeza. Llamó a Hernando de Soto; era vehemente pero tenía la fuerza de carácter para llevar adelante la misión de invitar al Inca. Si Atahualpa no aceptaba, Soto insistiría con la invitación, pero para comer al día siguiente. Soto debía ser pacífico y cortes, cuidando de no caer en cualquier acto de provocación de los naturales, ya que supondría poner al descubierto la capacidad bélica de armas y caballos. Soto llevó como lenguaraz a Felipillo de Tumbes.
Después de que Soto saliera con veinte soldados a caballo y algunos peones, Pizarro se preocupó por su suerte y le ordenó a su hermano Hernando que saliese con otros veinte jinetes para cual quier emergencia.
Pero la iniciativa sería reciproca; llegó ante Pizarro un mensajero del Inca con la autorización para que se usara cualquier edificio de Cajamarca, a excepción de uno alto como una fortaleza, que seguro que era un lugar sagrado. Llevaba también la encomienda de decir que el Inca no podía, de momento, entrevistarse con ellos, porque estaba efectuando un ayuno ritual. Pizarro contestó que así lo haría en cuanto al edificio, pero que la circunstancia del ayuno no le quitaba las ganas de conocer personalmente al Inca, y que ya había enviado un emisario para invitarlo.
El asentamiento de los ejércitos del Inca era toda una ciudadela hecha con tiendas blancas de algodón, que incluso reservaba espacios para plazuelas en medio de calles rectas. Los españoles la atravesaron, asombrados de la calidad del campamento. Al frente de las carpas había siempre guerreros con los brazos cruzados sobre el pecho, y muy a la mano, sus porras, ondas y lanzas.
Soto llegó a un prado de muy buen aspecto. Ahí en medio estaba la estancia del Inca, un palacete de piedras labradas y pulidas donde tomaba sus baños de descanso. Los españoles contuvieron las bridas de sus caballos. Un ejército de cuatrocientos nativos perfectamente armados guardaba el lugar.
El capitán español solicitó hablar con el Inca. Hubo silencio, ninguno de los guerreros nativos se movió siquiera. Apareció un orejón principal para recibir el mensaje y llevarlo al soberano. Los españoles no desmontaron; quietos, esperaron la respuesta durante largos minutos. En eso llegó a galope Hernando Pizarro con otros cuatro jinetes para sa ber lo que sucedía. Los demás españoles esperaban en la entrada del campamento.
Hernando preguntó a Soto qué era lo que pasaba. Este contestó, con algo de sorna, que les decían que ya salía Atahualpa, pero que este no aparecía. Entonces Hernando le dijo a su intérprete que le dijera al Inca que saliera. El tallan habló, pero nadie reaccionó. Hernando no pudo frenar su carácter, y le gritó al lenguaraz que le dijese al perro que saliera.
Entonces asomó Ciquinchara a la entrada del palacete y se volvió a meter. Hubo un rumor en el interior. Había una cortina instalada a la puerta del palacete, y detrás de ella un asiento muy fino de madera teñida de rojo. Un indio alto caminó hacia él y se sentó. Junto al hombre se acomodó una mujer, y delante hubo otra colocada de tal modo que no le tapaba la cara. El fondo estaba oscuro, y la cortina también restaba visibilidad. Seguro que aquel indio sí podía verlos a ellos perfectamente. Al menos era claro que él estaba allí; era el famoso Atahualpa.
ENTREVISTA CON EL HIJO DEL SOL
Hernando de Soto y Hernando Pizarro tenían enfrente al monarca de una civilización que se extendía a lo largo de más de dos millones de kilómetros cuadrados y que estaba integrada por una red vial de 23.000 kilómetros. El Tahuantinsuyu se subdividía, para fines administrativos, en cuatro grandes sectores o suyus: Antisuyu, Cuntisuyu, Collasuyu y Chinchaysuyu. Este último, por su denominación, les había generado confusión a Pizarro y a los españoles, ya que al tratar de llegar a Chincha, que era un emporio comercial, recibían referencias del Chinchaysuyu, que era todo el noroeste del Tahuantinsuyu.
Soto, sin recibir invitación o indicación alguna, avanzó con su caballo a pocos pasos de la cortina que los separaba del Inca. A su lado iba el intérprete tallan. Habló, dijo que era un capitán del gobernador y que este lo enviaba para verle y comunicarle el enorme deseo que tenía de recibir su visita y de comer con él, ya fuera esa misma noche o al día siguiente.
Atahualpa no le respondió ni alzó la cabeza para mirar a Soto. Se dirigió a un orejón principal y a este le habló lo que debía decir. El orejón dijo, en nombre del Inca, que para ese día ya era muy tarde, pero que al día siguiente iría al campamento de Pizarro acompañado de sus soldados.
Hernando Pizarro tomó a desaire los modales de Atahualpa; indignado, vociferó en tono de queja. Entonces, y ante esto, unos servidores del Inca retiraron la cortina por una indicación del soberano. Soto y los demás quedaron impresionados por la majestad de Atahualpa; llevaba los cabellos muy largos y estaba ataviado con ropas de rica policromía, tenía rasgos regulares y unos treinta o treinta y cinco años de edad. Pero lo que más llamó la atención de los españoles fue su mirada: sus ojos enrojecidos ahora sí miraban de frente y expresaban ferocidad.
En el rostro del Inca un detalle despertó curiosidad en los encabalgados. Era un objeto de vivo carmesí que cubría la frente y caía sobre las cejas de Atahualpa. Tenía forma trapezoidal y en un momento en que el Inca se movió, pudieron notar que era una flecadura de hilo muy fino. Esa era la mascapaycha real, el símbolo que tan solo el Inca podía ostentar como Hijo del Sol. Atahualpa, a pesar de no haber sido investido sacramentalmente como Inca, usaba la mascapaycha como emblema de su poder.
Grabado de Atahualpa del siglo XVII. Es la única imagen cercana a los episodios de la conquista, que refleja la dignidad y el temperamento del personaje.
Entonces el soberano, ignorando la altanera presencia de Hernando Pizarro, se dirigió solamente a Soto. Le dijo que se volviese y les dijera a Pizarro y a los demás cristianos que iría por la mañana a donde ellos estaban, para que le pagaran el desacato que habían tenido al tomar unas esteras de un aposento donde dormía su padre Huaina Cápac cuando estaba vivo. Y que todo aquello que habían tomado y comido se lo tuviesen para cuando él llegara.
Las mujeres que estaban al lado de Atahualpa se apartaron y volvieron con dos grandes vasos de oro, de un palmo de alto cada uno, llenos de licor de maíz. Hernando Pizarro, incómodo por la actitud del Inca, se hizo traducir en el sentido de que entre él y Soto no había diferencias, que ambos eran capitanes del rey.
Soto intervino, le dijo al Inca que quien le había hablado era el hermano del gobernador y que le contestase, pues había venido a verlo.
Atahualpa no mostró interés alguno, dijo más bien que Maizavilca le había dicho lo mal que el hermano del gobernador había tratado a los caciques. Hernando se enfureció, dijo que ni el gobernador ni los cristianos trataban mal a los caciques si estos no querían guerra con ellos. El español añadió jactancioso que los cristianos podían hacerle la guerra a los enemigos del Inca y que incluso no era necesario que fueran sus guerreros, ya que diez españoles a caballo eran suficientes para destruirlos.
El Inca solo se sonrió y los invitó a beber. Los españoles trataron de rehusarse temiendo que la chicha estuviese envenenada, pero Atahualpa bebió un sorbo primero y pasó el vaso a los cristianos.
Soto se entusiasmó por efecto del licor, y contra las órdenes dadas por Pizarro, hizo una prue ba de equitación. Corrió en línea recta e hizo cor vetas con el animal, asustando a los nativos. Lue go, contento por el resultado, galopó con dirección al Inca. Corrió y a pocos palmos de embestirlo, frenó a la bestia salpicando al soberano con la saliva espumosa del caballo. El Inca, ante el asombro de los españoles, ni siquiera parpadeó.
Soto reaccionó ante su error. Como desagravio, sacó un anillo de su dedo y se lo entregó al orejón para el Inca. Atahualpa lo vio sin interés, hizo traer más licor y bebieron todos.
Al volver a Cajamarca los emisarios contaron todo. Sobre todo dijeron que Atahualpa tenía presencia de gran príncipe y que representaba mucha grandeza, pero que todas sus demostraciones eran de guerra y que en todo sentido los cristianos estaban en peligro, pues por cada español había más de 400 indios. En total, los recién llegados calculaban que con el Inca no había menos de 40.000 guerreros.
Pizarro se preocupó por las noticias. Se mostró como nunca nadie le había visto, asombrado y consternado. El Inca era más que un caudillo o un guerrero, era un monarca y un estratega. Él debía mantener la idea de capturarlo, pero no sería tan simple como había pensado en un inicio, más aún, ahora era obvio que también Atahualpa tenía sus planes y que no correría riesgos. Tal vez por eso no habían sido atacados durante el trayecto a Cajamarca; el Inca quería asegurarse de aniquilar a todos los cristianos sin exponerse a una derrota. Ahora caía en la cuenta de que todo jugaba a favor de Atahualpa: lo había atraído a una geografía que los españoles no dominaban, pero, además, habían sido llevados ante el corazón del ejército inca.
No, no sería simple ganar la batalla, y si eran derrotados no quedaría un español vivo. Ya no había forma de obtener refuerzos o mayores pertrechos. La hueste no sumaba ni doscientos soldados, así que había que sacarle el mayor beneficio a cada hombre. Pizarro se recompuso, apretó los labios y convocó la junta de capitanes.
La reunión solo le confirmó la gravedad de la situación. Hasta ese momento, sin pretenderlo, habían infravalorado al Inca y sus fuerzas militares. Llegaron a Cajamarca por no mostrar debilidad, pero también habían sido movidos por la soberbia y el exceso de confianza. Los soldados estaban realmente temerosos, y con ese ánimo sería imposible ganar una batalla. Había, pues, que corregir errores.
Terminada la junta, y a pesar de ser ya de noche, Pizarro se reunió con el grueso de la tropa. Les dijo que confiasen en Dios, pues Él dispone por su voluntad lo que pasa debajo del cielo y encima de él, y que en realidad él estaba alegre de que los infieles estuviesen todos juntos, pues así sería más fácil desordenarlos y desbaratarlos. Así pues, debían estar todos alegres y de buen ánimo, como hombres que tienen la victoria en la mano, con la ayuda de Dios y de su bendita Madre.
Pizarro ordenó el descanso de hombres y caballos, y montó cuatro guardias durante la noche; el cuarto de prima, el cuarto de vela, el cuarto de modorra y el cuarto de alba. Además dispuso dos rondas, una por las calles del pueblo y otra por su perímetro externo. El peligro podía presentarse esa noche.
Los españoles sufrieron toda la noche un descanso sobresaltado o insomnio, las arengas del buen capitán no podían menguar el terror. Los hombres sudaban frío y sufrieron mal de orina, a otros les vino el mal de cámaras o diarreas. A lo lejos, el campamento del Inca, ubicado en la ladera y alumbrado por hogueras, tenía para ellos un aspecto infernal.
Entonces, un nuevo sobrenombre se acuñó en los galpones, era el buen viejo del gobernador quien se acercó a los hombres despiertos. Así, mientras ellos aderezaban sus armas sin poder dormir, él les hablaba, elevándoles la moral uno a uno. A cada soldado lo trató afectuosamente de señor como si fuera un hidalgo, esa era la mayor muestra de aprecio castrense. Aquel gesto personalísimo hizo que cada hombre sintiese que su valía era irremplazable en ese momento. Los soldados recobraron mucha de su compostura gracias al buen viejo del gobernador.
Caminando, hablando con sus hombres y verificando que todo estuviese en orden, Pizarro fue diseñando su plan de batalla. Lo más importante era identificar las fortalezas con las que contaba para la lucha, y pensó entonces que la mayor ventaja se la daba la plaza. Era un espacio grande, alargado y trapezoidal, que estaba en un declive de sur a norte. Estaba totalmente cercada por muros de tres metros y con solo dos portadas de acceso, una hacia el levante y la otra al poniente, más otras tres calles que eran fáciles de controlar. Los galpones permitirían ocultar a los hombres y los caballos. El techo de aquel edificio prohibido por Atahualpa y que finalmente habían usado era el más alto, así que serviría como atalaya y para colocar ahí la artillería.
Pizarro miró nuevamente cada extremo de la plaza. Era realmente posible limitar el número de soldados del Inca que entrarían a ella.
EL REQUERIMIENTO
Fray Vicente de Valverde ofició la misa. Fue breve, como las que se dicen en alta mar, pero con mucho fervor. En ella, los españoles se encomendaron a Dios suplicándole los tuviera de su mano.
Después Pizarro organizó los emplazamientos. Dividió a los jinetes en tres grupos a cargo de Hernando Pizarro, Hernando de Soto y Sebastián de Benalcázar. Los soldados de a pie fueron repartidos en dos grupos, uno bajo el mando de Juan Pizarro y el otro a su propio cargo. En lo alto de la fortaleza sagrada fue ubicado Pedro de Candia con tres infantes, dos falconetes y dos trompetas. Pizarro también ordenó colocar a los caballos pretales de cascabeles para causar mayor espanto en los indios.
Fray Vicente de Valverde demostró capacidad en los ejercicios militares y buen criterio en las actividades organizativas.
Los jinetes y peones debían permanecer escondidos y no atacar antes de escuchar el grito de ¡Santiago!, que era la arenga clásica de los españoles durante las guerras de reconquista contra los moros. La orden sería ordenada por Pizarro. Apenas producida la señal, Pedro de Candia debía disparar los cañones hacia el campo enemigo. Veinticuatro hombres fueron destinados a cerrar con talanqueras las tres calles que daban a la plaza, impedir que los guerreros incaicos penetrasen por ellas y evitar que el Inca pudiera escapar. En ese y en todos los casos, debía prenderse con vida a Atahualpa.
Francisco Pizarro colocó a los veinte hombres directamente a su mando en el Amaru Huasi. Esta era una construcción pequeña de forma piramidal que estaba al centro de la plaza y que era usada para ceremonias, sacrificios y como morada real. Pizarro había elegido a los soldados con más temple de carácter, ellos iban a aparecer en medio de las filas incaicas con el solo propósito de capturar al Inca o morir en el intento. Era la misión de mayor riesgo, y Pizarro estaría con ellos, también a pie, y todos sabían que en el peor de los casos su jefe moriría con ellos.
Pizarro asumía directamente y con su vida los mayores peligros de la emboscada. Como había hecho a lo largo de toda su vida, no exigía a los demás algo que él mismo no estuviese dispuesto a llevar a cabo.
Al grito señal de Santiago, se sumaría un disparo de arcabuz hecho por uno de los hombres del grupo de Pizarro. Por si las señales no fueran oídas por Candia, desde el centro de la plaza se le haría otra señal agitando una toalla blanca para que disparase el cañón.
El último recuento de la tropa dio un total de 164 soldados. Para elevar el número y subir en algo la moral, el mismo Pizarro se incluyó con sus lugartenientes y capitanes en aquel número. De todos, 63 eran jinetes con sus respectivos animales.
Cuando todo estuvo perfectamente listo y las fuerzas distribuidas, fue la espera la que hizo la agonía de los cristianos. Pizarro no se lo esperaba, el avance del Inca se hizo desde el mediodía y a un ritmo procesional. Los guerreros avanzaban deteniéndose en las orillas del camino para dar paso a otros cuerpos de tropa que hacían lo mismo en un despliegue pausado e impresionante. Desde los galpones y por las rendijas de los techos, los soldados españoles podían observar el cortejo, acrecentando su angustia.
Pizarro se dio cuenta de la estrategia de Atahualpa: iba a la mente de sus hombres, les quería generar terror y ansiedad, las peores emociones a la hora de la batalla. Personalmente recorrió cada punto militar para tranquilizar y aconsejar a sus huestes. Con firmeza, les dijo que hiciesen en sus corazones fortalezas y que al acometer lo hicieran con furia pero sin alocarse, y que los jinetes cuidasen de no estorbarse unos a otros en la arremetida.
Serían las tres de la tarde, y Pizarro temía que les ganase la noche. La marcha lenta del Inca proseguía al mismo ritmo, cuando de pronto, para estupor de los cristianos, la marcha se detuvo y los in dios levantaron la gran carpa que albergaba al Inca en sus desplazamientos. Pizarro envió a un tal Hernando de Aldana para hablar con el Inca y reiterar la invitación. Aldana había aprendido un poco la lengua de los indios.
Atahualpa estaba descansando y se mostró irascible y hasta trató de despojar a Aldana de su espada. El español no lo permitió, y los guardianes del Inca amenazaron con quitarle la vida. Atahualpa ordenó que lo dejasen en paz, y de manera displicente le encargó transmitir a Pizarro que esa noche, conforme a lo prometido, cenarían juntos.
Al volver, Aldana pudo referir que los guerreros indios tenían corazas y armas escondidas debajo de sus vestimentas de lana; traían porras, macanas, hondas y piedras. Evidentemente venían con la intención de emboscar a los españoles, pero había algo más, Pizarro pudo apreciar que aquello que había jugado en contra de los cristianos hasta hacía poco, hoy estaba en el lado incaico: el exceso de confianza. Si esto fuera así, los efectos del factor sorpresa podían ser rutilantes.
El desfile procesional de las huestes de Atahualpa reanudó su marcha. Casi al final estaba la litera del Inca. Pedro de Candia fue el primero en deslumbrarse con ella: estaba elaborada de oro y ornamentada con plumas rojas, azules y amarillas de guacamayos y papagayos. Era tanta la decoración que traía, que parecía un castillo de oro reluciente. El séquito de principales que acompañaban al Inca en literas menores llevaba patenas de oro como coronas en las cabezas. Los españoles quedaron anonadados ante el espectáculo.
Atahualpa y sus huestes ingresan a la plaza de Cajamarca.
Al entrar los indios en la plaza de Cajamarca, el sol de la tarde les dio en la cara. Un grupo entró por delante para barrer rápidamente el suelo por donde iba a pasar el Inca. En sus afanes dieron vuelta al Amaru Huasi donde estaban Pizarro y su grupo selecto de hombres. Más de un español apretó los dientes y contuvo la respiración.
El primer escuadrón incaico apareció con arcos y flechas, cantaban algo que a los cristianos les pareció más bien infernal. Luego ingresó un batallón de mil hombres con lanzas de madera a manera de picas sin hierros. A este escuadrón le siguieron otros más, siempre con distintos vestidos unos de otros, pero siempre cantando, bailando y haciendo mucha música.
Solo entonces hizo su entrada en la plaza un gran grupo de soldados incaicos vestidos con armaduras, patenas y coronas de oro y plata. Detrás de ellos apareció Atahualpa en su litera de oro y plata. Ochenta servidores cargaban sus andas.
El Inca lucía hierático e inaccesible, llevaba un vestido de ricos acabados, un collar de esmeraldas grandes y una corona de oro en la cabeza. La música sonó en homenaje al soberano, los bailarines reiniciaron eufóricos sus festejos. De pronto, la multitud de hombres lanzó un grito ensordecedor al Inca, señor de los Cuatro Suyos.
En el centro de la plaza, Atahualpa ordenó a sus cargadores que se detuvieran. No veía un solo español en Cajamarca. El Inca se veía frustrado y disgustado. Llamó a Ciquinchara y le preguntó. El orejón solo atinó a explicar que los hombres de barbas estarían escondidos del miedo, sus capitanes parecieron reiterarle lo mismo.
En ese momento, del Amaru Huasi salió un hombre barbudo con una túnica blanca y negra. Nadie lo anunció, de manera directa fray Vicente de Valverde se encaminó decidido, atravesando las huestes incaicas, llevando una cruz en la mano derecha y un libro en la izquierda.
El fraile habló. Atahualpa le dejó expresarse y hasta se sentó a escucharlo. Con la ayuda de un intérprete, Valverde inició el requerimiento de rigor. Dijo ser sacerdote de Dios y que enseñaba a los cristianos las cosas de Dios, y que por ello había venido a enseñarle al Inca y a los suyos todas aquellas cosas.
El Inca le pidió el libro a Valverde, era un breviario romano. Trató de abrirlo por el lomo, y al no poder hacerlo, Valverde quiso ayudarlo. Atahualpa apartó de un golpe el brazo del religioso. Por fin abrió el libro y pareció no sorprenderse al ver la palabra escrita sobre el papel, arrojándolo con desprecio a cinco o seis pasos. Luego Atahualpa fijó su mirada en el dominico y le habló fuer te, mostrando su cólera: le dijo que bien sabía lo que los cristianos habían hecho por el camino, có mo habían tratado a sus caciques y cómo habían tomado ropa de los bohíos.
Valverde se excusó, diciendo que aquellas cosas las hacían los indios cargadores que los acompañaban, sin que lo supiese el gobernador. Atahualpa no cejó en su ira y se puso de pie en su litera. Le dijo a Valverde que no partiría de ahí hasta que le llevaran la ropa de vuelta.
El sacerdote recibió el libro del lenguaraz que corrió a recogerlo, y ambos volvieron deprisa al Amaru Huasi. Valverde le dijo a Pizarro que Atahualpa estaba hecho un Lucifer, que había arrojado los Evangelios por tierra y prometió la absolución para los soldados que salieran a combatirlo. De no ser así, les dijo, nadie salvaría la vida.
LA MASACRE DE CAJAMARCA
Eran las cinco y media de la tarde del 16 de noviembre de 1532. El disparo de arcabuz, a manera de señal, resonó en el Amaru Huasi, en el cen tro de la plaza. Un soldado agitó la toalla blanca, y segundos después se oyó el sonar de las trompetas como lúgubre anticipo del disparo del falconete.
Pizarro salió al frente de su grupo de hombres con una formación en cuña. Llevaba puesto un sayo de armas de algodón, la cabeza cubierta por una celada borgoñota e iba armado con una espada en la diestra y una adarga en la siniestra.
Soto y su escuadrón de caballería invocaron con gritos a Santiago e irrumpieron en la plaza, cargando y embistiendo contra los guerreros del Inca. Estos no tuvieron ni tiempo ni forma de sacar sus armas, y al quedarse paralizados fueron atravesados por las lanzas españolas. Los caballos derribaban indios, pisoteando y destrozando sus cuerpos. Los soldados del Inca no sabían cómo enfrentarse a esa arma de guerra; corrían tratando de llegar a las portadas de la plaza, pero estas estaban cubiertas por más encabalgados. El cuadro era infernal, los nativos terminaban vomitando sangre, moribundos bajo los cascos de los equinos.
Los jinetes aguijaban sus animales, los cráneos destrozados de los indios y los vientres atravesados dejaban desparramados sus contenidos. Los únicos inmutables eran los cargadores de las andas del Inca. Atahualpa se veía desconcertado, estaba de pie en su litera, con aire perturbado miraba el desastre a uno y otro lado con los brazos inmóviles y sin atinar a nada.
Pizarro se acercaba a su objetivo, el Inca. Con la espada desenvainada propinaba estocadas mortales a los naturales, abriéndose paso rápidamente. Sus soldados se retrasaron y se quedó solo con cuatro hombres, con quienes siguió avanzando en medio de cuerpos desmembrados. Luego, los veinte se reagruparon a su lado y avanzaron más en regla.
Ahí estaba el Inca en lo alto. Pizarro y sus infantes atacaron la litera real. Los indios lucanas no se defendieron ni se movieron. Pizarro y sus hombres los atacaron atravesando sus vientres con la espada, pero así caía uno, aparecía otro indio a ocupar su puesto.
A Pizarro no le pareció bien matar así a esos hombres que no osaban defenderse, y ordenó darles un tajo en las muñecas para que soltaran las andas. Pero la brutalidad del momento no permitió calcular la fuerza del golpe, y los soldados terminaron cercenando manos y brazos. Aún así, el acto fue inútil, los cargadores se valían de sus hombros y muñones sangrantes para seguir en su lugar.
Detrás de los caballos apareció la infantería. Juan Pizarro mandaba el centro de la avanzada, y Cristóbal de Mena y Juan de Salcedo comandaban las alas. Juan Pizarro llegó hasta la litera del curaca de Chincha, y lo mató. Las trompetas seguían sonando, y el falconete disparaba hacia los extremos de la plaza, ahí donde los indios corrían en retirada.
La hamaca que llevaba al orejón Ciquinchara estaba detrás del curaca de Chincha. Los españoles llegaron hasta él y le abrieron el vientre con sus espadas. Los caballos eran aguijoneados sin piedad por sus jinetes, y relinchando y escupiendo espuma se habían transformado en monstruos de ferocidad inagotable. Decenas de indios se fueron encaramando unos sobre otros para pasar por encima de uno de los muros del extremo de la plaza. Los cuerpos asfixiados de unos sirvieron como base para otros que trataban de escalar la pared, cuando de pronto el muro cedió y se derrumbó. Hasta allí llegaron los caballos para rematar a los indios heridos y masacrar a los supervivientes.
Pizarro trata de mover la litera de oro que lleva a Atahualpa.
En el centro de la plaza, Pizarro y sus hombres lograron mover en algo la litera del Inca. Este seguía de pie mirando a uno y otro extremo de la plaza, como no creyendo en ese espectáculo de cientos de sus hombres mutilados y sin vida. El anda principal estaba prácticamente sostenida por ese cúmulo de cargueros muertos; el Inca hizo un gesto como queriendo dar órdenes, pero no sabía quién pudiese escucharlo. Los españoles seguían invocando a Santiago en cada arremetida, y las trompetas no cesaban.
Siete de los hombres de Pizarro se aferraron a la litera principal y lograron un movimiento mayor del palanquín. Ahora sí, la litera parecía estar a punto de caer. Atahualpa, de nuevo trató de decir algo a sus cargadores, pero estos lo estaban sosteniendo con sus propios cadáveres. Pizarro entonces lo tomó del brazo izquierdo, y Miguel Estete le arrancó la mascapaycha. Pizarro vio que sus hombres levantaban sus espadas para acabar con el Inca, y ordenó de un grito que nadie lo hiciera so pena de su vida. Fue tarde, una cuchillada se descargó contra el Inca, hiriéndole la mano derecha.
En ese trance llegaron hasta la litera tres jinetes. Uno de ellos encabritó a su animal y logró que pusiera sus patas anteriores a un lado del ya inclinado palanquín para derribarlo. Atahualpa no mudó de actitud, y tranquilamente esperó el final.
Un grupo mayor de españoles se sumó a la tarea, y al fin derribaron la litera. Pizarro trató de sujetar al Inca, pero sólo alcanzó a cogerlo de sus cabellos y ropas, no pudiendo evitar la caída. Atahualpa, el Hijo del Sol y Señor del Mundo, estaba en el suelo. Los soldados hicieron rueda alrededor del soberano, y Pizarro se acercó a él y lo ayudó a levantarse.
El soberano apresado fue conducido hasta el Amaru Huasi, ya que era el lugar más seguro. Para proteger su vida, fue cubierto por las rodelas de los hombres del grupo de Pizarro.
Los jinetes de Soto se ensañaron con los indios principales, estos tenían las libreas con escaques color morado. Todos fueron traspasados por las lanzas, sumando su sangre a los grandes charcos que ya inundaban la plaza. Hernando Pizarro, que luchaba en otro sector, cayó al suelo por culpa de un traspié de su caballo; unos soldados le socorrieron y lo dejaron a buen recaudo en uno de los galpones.
La masacre se prolongó durante dos horas. A la primera media hora el Inca había sido capturado. Soto siguió persiguiendo a los curacas por el campo; seguido de sus hombres, los lanceó por la espalda cuando trataban de escapar.
Caía la noche y había empezado a llover cuando Hernando Pizarro, ya consciente, y fray Vicente de Valverde alcanzaron a Soto. Le dijeron que por encargo del gobernador debían recogerse: ya era tarde, y Dios les había dado la victoria. Soto se fastidió, replicó que era muy contrario al arte de la guerra cesar la persecución de los vencidos. Hernando insistió, pero Soto no le hizo caso, alejándose con sus jinetes y dejándolo desairado.
Atahualpa, cautivo en el Amaru Huasi y con las ropas reales desgarradas, se veía molesto, pero mantenía su majestad. Pizarro le entregó ropa india simple que los soldados habían recogido del campo. Luego trató de apaciguarlo, le dijo que no debía tener por afrenta el verse preso, pues los cristianos, siendo pocos en número, habían sujetado más tierras que las del Inca y vencido a señores mayores que Atahualpa, y que debía tener por ventura no haber sido desbaratado por gente cruel como el Inca.
Pizarro le dijo que los cristianos usaban la piedad con sus enemigos, y puso por ejemplo de su buen actuar a Tumbalá y Chilimasa, y dijo también que el Inca estaba así porque vino con ejército de guerra y echó por tierra el libro donde estaban las palabras de Dios.
El Inca contestó que había sido engañado por sus capitanes, que le dijeron que no hiciera caso de los españoles, ya que su intención era haber ido en son de paz, y los suyos no le dejaron. El diálogo se cortó, era de noche y Pizarro hizo disparar la artillería y tocar las trompetas para recoger a sus soldados.
Pizarro estaba muy satisfecho, realmente alegre por la victoria. Se sentía enormemente orgulloso por sus hombres y feliz con el resultado de su estrategia. Una vez capturado el Inca, los miles de soldados del soberano que no habían podido entrar a la plaza se habían dado a la retirada.
El balance era abismal. Por el lado de los indios había dos mil muertos, y por el lado hispano solo un caballo herido. Entonces Pizarro habló a sus hombres, tratándolos de nuevo como señores. Les dijo que debían dar gracias por el gran milagro que Dios había hecho, que descansasen, pero que había que hacer buena guarda de velas y ronda, de manera que estuvieran preparados ante cualquier acto de los naturales. La tropa vitoreaba exultante de alegría.
Pizarro fue a cenar, pero invitó a su mesa a Atahualpa, tratándolo como a su igual. Era medianoche, y Pizarro vio al Inca pensativo, así que le dijo que no debía tener pesar, porque los cristianos no habían nacido en su tierra y porque por allí por donde habían pasado habían encontrado muy grandes señores a todos los cuales, por paz o por guerra, hacían amigos y vasallos del emperador de España.
Atahualpa le respondió que no estaba pensativo por eso, sino porque él había pensado prenderlo y le había salido al contrario. Luego acotó que eran usos de la guerra, el vencer o el ser vencido.
Esa noche llovió con fuerza en Cajamarca. Fue una noche de muertos insepultos, truenos y relámpagos.
EL TESORO OFRECIDO
Al mediodía siguiente a la masacre, los soldados españoles que montaban guardia en Cajamarca vieron la enorme masa humana avanzar hacia la ciudad.
De inmediato, un hombre le dio cuenta a Pizarro de la amenaza. En efecto, unos 10.000 indios se acercaban sin pausa al bastión cristiano. El gobernador dio la orden de tomar las armas cuando de repente vieron en medio de aquella muchedumbre nada menos que a Soto y los jinetes que con él habían sido enviados al campamento inca de Pultumarca. Todos hacían visibles señales amistosas a sus compañeros.
Pizarro quiso asegurarse de que aquellos indios venían en paz. Se adelantó con un grupo de hombres al encuentro de Soto, y verificó que era cierto que los naturales se habían hecho prisioneros por voluntad propia, ayudando a cargar el enorme botín hallado en el campamento de Atahualpa. Un cargamento de metales preciosos que sumaban 80.000 pesos de oro, 7.000 marcos de plata y 14 marcos de esmeraldas.
Los objetos eran piezas soberbias, grandes platos, ollas, cántaros y copones de oro y plata. La manufactura de cada objeto era primorosa, evidenciaba una técnica de orfebrería que dejó maravillados a los hispanos. Había sido tal el volumen del tesoro que Soto y sus treinta jinetes habían querido to mar cautivo a un contingente de indios que estaba en el campamento. Pero en señal de paz, los naturales rompieron porras, hachas, picas y lanzas, quebrándolas al pie de los españoles. Al final, Soto no había podido impedir que todos los hombres y mujeres los siguieran, la mayor parte con las manos vacías.
Pizarro hizo llamar a uno de sus tallanes intérpretes y se dirigió a la multitud; les dijo que Atahualpa estaba vivo y sano, pero prisionero. Los indios reaccionaron con aparente indiferencia. Pizarro vio que era gente inofensiva y ordenó liberarlos. Varios soldados le sugirieron mejor matar a todos, o por lo menos cortar la mano derecha de los hombres para evitar un ataque posterior, pero Pizarro no los oyó. Solo permitió que sus soldados tomasen a aquellos indios que fueran útiles para llevar carga.
Pero no solo los hombres eran útiles, entre las mujeres muchas eran jóvenes y bellas. Los soldados le dijeron a Pizarro que necesitaban indias para que preparasen sus comidas y les curasen sus futuras heridas de guerra. El gobernador aceptó que sus hombres cubriesen sus necesidades, simulando creer sus pretextos.
Una a una, las nativas más hermosas eran tomadas por los conquistadores. A Pizarro le sobrecogió la docilidad de todos aquellos indios. Pre guntó a sus intérpretes, y tras algunas averiguaciones entendió: aquellos indios e indias eran real mente partidarios de Huáscar, cautivos por el ejército de Atahualpa para tenerlos a su servicio. Por eso consideraban a los españoles como gente del cielo que había venido a liberarlos.
La escena de los partidarios de Huáscar fue pública, y la reacción de Atahualpa no se hizo esperar. A través de uno de los lenguaraces tallanes, hizo llamar a Pizarro para decirle algo muy importante.
En 1880 Charles Wiener viajó a Cajamarca e hizo este registro del palacio en dónde estuvo cautivo Atahualpa.
Pizarro acudió, saludando al prisionero real con gentilezas y cumplidos, los mismos que fueron recíprocos por parte del Inca. Entonces Atahualpa, esperando un momento adecuado, le habló de su guerra fratricida, de la prisión de Huáscar y la toma de la ciudad del Cusco por un ejército de 40.000 de los suyos. Le confesó que pretendía su libertad, regresar a Quito para terminar la reedificación de la ciudad de Tumebamba y castigar a sus opositores.
Antes de que Pizarro pudiera objetar nada, Atahualpa continuó hablando de su estado, causado por los españoles, y le dijo que él bien sabía lo que ellos buscaban. Pizarro quiso abreviar y le contestó que la gente de guerra no buscaba otra cosa que no fuera oro. Atahualpa hizo una pausa, y asintiendo presentó una gran oferta: les daría a los cristianos un recinto de veintidós pies de largo y diecisiete de ancho, repleto de oro hasta una raya blanca que estuviese a la mitad entre el piso y el techo; esto es, estado y medio de altura. Además, daría dos veces el tamaño de aquel bohío, pero con plata.
El plazo que dio Atahualpa para cumplir con su promesa era de sesenta días, al cabo de los cuales él recuperaría su libertad a cambio del tesoro ofrecido. El Inca, para eliminar sospechas, prometió solemnemente que sus palabras no encubrían engaño.
Pizarro no contestó. Salió y se reunió con sus capitanes para deliberar en torno a la propuesta. La respuesta de sus hombres fue afirmativa. Entonces volvió ante Atahualpa, pero acompañado de un escribano y de su intérprete. Ante ellos el Inca formalizó su ofrecimiento.
A la semana empezaron a llegar a Cajamarca largas caravanas de llamas con vasos y botijas de oro. Junto con los aportes, arribaban también curacas para visitar al Inca. Todos se colocaban un bulto o peso en la espalda como símbolo de sumisión, acercándose a Atahualpa descalzos y con gran acatamiento. El Inca no miraba de frente a sus vasallos, se mantenía quieto y sentado en el banquillo de madera colorada, que era símbolo de su dignidad y autoridad.
Sin embargo, con los españoles e incluso con sus carceleros, el Inca era jovial y accesible, aunque sin renunciar jamás a su majestad. Para comer, vestir y todos sus quehaceres, el soberano era asistido por múltiples súbditos que Pizarro había autorizado que estuvieran a su lado. De las viandas con las que era servido, las mujeres le acercaban el plato de oro que él señalara y se lo sostenían hasta que hubiera terminado. Si algo ensuciaba sus ropas, era cambiado de inmediato siempre con finas prendas, elaboradas incluso con alas de murciélago.
El Inca, en la práctica, mantenía el control sobre el Tahuantinsuyu. En un patio al lado de su prisión, numerosos curacas esperaban su turno para conferenciar con él y recibir instrucciones de gobierno. En sus gestos, se mantenía siempre hierático y calmo, grave al hablar, sonriendo sólo de manera burlona o incrédula, como para desconcertar a su interlocutor.
Atahualpa se mostraba con tal majestad y era a la vez tan afable y buen conversador con los cristianos, que se ganó el aprecio de Pizarro y la amistad de Soto, quien incluso le aseguró que no permitiría que alguien le hiciese daño. El mismo Her nando Pizarro simpatizó finalmente con Ata hual pa, dándole también seguridades para su vida. La relación de respeto y simpatía se extendió hasta con el alcaide de la prisión, Ruy Hernández Bri ceño, quien permitía muchas cosas para que se dis trajera, aprendiendo el Inca el juego de ajedrez y el manejo de los dados.
El único español con quien Atahualpa no llevaba una buena relación era con Fray Vicente de Valverde. El religioso trataba de evangelizarlo, demostrarle que no era Hijo del Sol y que era pecado ante Dios tener trato carnal con tantas mujeres como él tenía. Para el Inca, Valverde era un sujeto impertinente, y no le hacía caso.
Pero, por otro lado, la hueste se impacientaba por la lenta progresión en la acumulación del tesoro. Ni los cálculos más optimistas auspiciaban que se fuera a cumplir la promesa del Inca. Atahualpa supo de estas quejas y pidió la presencia del Apo, que era la forma en que se refería a Pizarro. Al llegar, le propuso que él mismo enviase a sus cristianos a por el oro, primero a un gran templo que se hallaba en la costa y luego a la sagrada ciudad del Cusco.
Atahualpa en cautiverio según la iconografía de Aquiles Deveria. La europeización estética de las naturales resulta anecdótica.
El gobernador dudó. Era demasiado el riesgo de enviar soldados a regiones lejanas. Más aún, nadie garantizaba que en el Cusco se respetase la autoridad de Atahualpa. Los sacerdotes del Cusco y todo el sur respaldaban a Huáscar, enviar hom bres era ciertamente temerario. Pero el Inca insistió. De manera casual, el gran sacerdote de Pachacamac, el santuario de la costa, estaba en Ca ja mar ca; él acompañaría a los cristianos.
Pizarro hizo nuevamente junta de capitanes. A pesar del peligro que implicaba, la ambición de los españoles pudo más. Hernando Pizarro saldría hacía Pachacamac con una delegación y en compañía del gran sacerdote. Para el Cusco no había voluntarios, el mismo Pizarro no quiso arriesgar a sus capitanes.
Pizarro se sorprendió al notar que Atahualpa trataba de manera irreverente al sacerdote de Pachacamac. A la sazón, Pachacamac y su oráculo eran muy respetados desde hacía más de 500 años. El Inca le explicó a Pizarro que Pachacamac no era su Dios y que era mentiroso. Mintió al indicar que para sanar a su padre Haina Capac debían sacarle al Sol, y sin embargo murió; mintió al decir que entre Huáscar y él vencería Huáscar; y mintió al predecir que él triunfaría sobre los cristianos. Atahualpa concluyó que por ser mentiroso Pachacamac no era un Dios.
El gobernador se sorprendió del razonamiento del Inca, le dijo que en realidad podía ver que Atahualpa sabía mucho y era listo. El Inca no se inmutó con la lisonja, simplemente respondió que los mercaderes sabían mucho y él estaba haciendo el papel de mercader, pues trataba de intercambiar su libertad por oro.
Pizarro se quedó sin nada que decir. Atahualpa tenía ciertamente la dignidad de un rey. Se dirigió hacía la plaza y despidió a su hermano Hernando. Era el 5 de enero de 1533.
En cuanto al Cusco, al fin se ofrecieron tres hombres de bajo rango: Pedro Martín Bueno, rudo maestre de navío; Pedro Martín de Moguer, mediocre y poco escrupuloso soldado; y Juan de Zárate, de oscuros antecedentes. Partieron al sur, cargados por los indios en cómodas hamacas, el día 15 de febrero del mismo año.
Las dos misiones habían partido a regiones hasta entonces ignotas. El Inca había ganado un valioso tiempo de vida hasta que se juntara el tesoro, y gozaba del favor de Pizarro y sus principales capitanes. Pero Atahualpa también se complacía en beber chicha en el cráneo cubierto de oro de un hermano suyo, sorbiendo del canuto de plata incrustado en la boca.