XIII
CAZADORES FURTIVOS.
Máximo Segundo, sepulturero por oposición, Esteban Estrabón y yo salimos del pueblo en busca del esqueleto de Gafitas. Irene se quedó en la casa rural con la intención de visitar unas cuevas rupestres, en la otra sierra, en la del Poniente.
—¿Hace mucho tiempo que no ve a Bernardino? —le pregunto al sepulturero, un chico enjuto, con pantalón vaquero, deportista, que conduce el todoterreno.
—Sí, hace mucho tiempo. Tal vez haya muerto o esté en una residencia de ancianos. Dicen que se lo comieron los perros en su propia choza.
Se interesa por el objeto del viaje a la Fuente del Hueco. Pregunta si somos detectives. Le digo que no, pero que tenemos una idea de dónde pueden estar los huesos.
—¿El que buscamos era gordo o delgado?
—Flaco —responde Esteban por mí.
—Los flacos tardan más en pudrirse —dice el sepulturero.
Me doy cuenta enseguida de que tiene razón su padre al decir que el chico está preparado. Este país ya no es aquél de sotanudos y chupahostias, según lo definió una visitante de la posguerra. Me cuenta que han descubierto restos no solo de los hombres de las partidas, sino de mendigos y de otros huidos que seguramente iban por libre. Dice que, si queda algo, será el esqueleto.
—Suelen atacar al cadáver las siete plagas de los escuadrones de la muerte.
Luego me dice, en tono de reproche, que no entiende esa obsesión por desenterrar cadáveres. Le doy la razón y le informo de que yo no soy de esos exhumadores de la Memoria.
—Hay gente —prosigue él— en estos pueblos que parece que se alimenta de muertos. El odio es necrófago. Hay quien dice que la bulimia tiene el origen en una insatisfacción sexual, pero se ve que aquí está relacionada con los odios de la guerra y la posguerra. ¿Qué placer van a sentir en exhumar fosas con ese terrible olor y esas hileras de gusanos? Primero, las plagas de insectos dejan a los muertos en los huesos, y más tarde atacan también a las ratas, e incluso a los perros.
Me pregunta por los objetos que podría llevar.
—Hay que saber reconocer los botones, documentos, armas. Y también me gustaría saber si tenía cicatrices o tatuajes.
Me cuenta que la carne suele desaparecer a los cinco años.
Luego hablo con Máximo Segundo del pasado. Me pregunta cosas extrañas, como cuánto valía antes una barra de pan.
—Creo que una peseta.
—¿Y un litro de aceite?
—Unas quince.
Entra en el asunto de las partidas.
—Eran ustedes muy valientes.
—Qué va. Cuando oíamos los disparos nos moríamos de miedo. Estábamos entre dos frentes. Nos cogió en medio, eso fue todo. No pudimos ser neutrales, teníamos que tomar partido a la fuerza.
—¿Por qué los evacuaron?
—Porque la Dirección del Partido fue aniquilada, no aquí en la serranía, sino en el llano, y entonces la Dirección dio la orden de salvarnos.
Se interesa mucho por el tiempo pasado. Quiere confirmar algunas de las barbaridades que se cuentan. Le explico lo que entonces decía el obispo cuando llegaba por los arcos de triunfo hechos con tomillos y flores del campo: «Somos generosos y magnánimos, admitimos a nuestros enemigos en la convivencia, perdonando sus pasados yerros, pero por Dios, sin ruido, no vayan a despertar a tantos muertos y tantos héroes que cayeron engañados por las falsas doctrinas».
Le confirmo que efectivamente había libros prohibidos porque decían que ponían nuestra alma en peligro.
El sepulturero me dice que ha leído recientemente un libro encontrado en unas excavaciones en la iglesia, donde hallaron un esqueleto junto a un volumen de Voltaire. Lo habían fusilado y tal vez alguien de la familia puso el libro.
Cruzamos la vereda, que antes era una cinta de verdín, por la que pasaba la película de la trashumancia. Ahora hay banderas y gente con carritos y palos. Aprovechan el suave césped, tan bien estercolado por la mesta de los siglos, para jugar al golf. Luego cruzamos el río y llegamos hasta el Pedrón. A pesar de ser joven y de este siglo, Máximo Segundo, tan enjuto, me recuerda a aquellos pastores de bronce con garrota que hay en la ciudad y que tanto sorprendieron a Bernardino cuando fuimos de putas con Bazoka. Y, sin embargo, es de otra naturaleza, ha viajado, ha ido a la universidad, es sepulturero por oposición. Me habla de la resistencia de los huesos:
—Ahora se han descubierto huesos casi intactos de los que hicieron las pirámides de Egipto. Han aguantado cuatro mil años sin convertirse en polvo; allí los han encontrado, al lado de sus jarras de cerveza y sus panes; los protegía el aire seco del desierto.
Por la vereda pasaba un pequeño ganado de vacas muy grandes, de colores, tocando sus esquilones.
—Son las mismas que verá su esposa en la cueva donde ha ido. Y también verá más allá de las estalactitas, un mastín, un caballo y un hombre desnudo que caza a lazo.
Recuerdo las cuevas porque nos escondíamos, a veces en ellas. Gafitas nos intentaba convencer de que solo saldríamos vivos y victoriosos adoptando una disciplina rigurosa para destruir el Estado, el más alto grado de disciplina a los jefes, dando, si era necesaria, nuestra sangre antes de retroceder.
Se ven allá al norte banderitas de golf. Abajo, la cruz, que aún guarda el lagarto, o tal vez sus crías, y más allá, la carretera por donde bajaban y subían los camiones cargados de pinos, y que moría en Chillaron, donde está la estación de ferrocarril y se cargaban los ganados en los vagones. Se me han olvidado muchas cosas, pero nunca el verdín de la vereda o las tormentas de polvo o las miradas de los perros. Los días de la zambomba, en Navidad, los días de las carracas de dientes de madera de haya en Semana Santa, la nieve, aquella mortaja muda, cuando caían los copos con sigilo, el viento blanco de la nevasca.
Allí vi por primera vez a Gafitas, con su bigote de gato, su mirada fría de comandante y su chaqueta de cuero. No se le notaban ni el nueve largo ni la radio. Altísimo y delgado decía que no había que asustar a los campesinos, sino invitarlos a una taza de café, una copa de mistela y un puro.
—Si me permiten una pregunta, ¿por qué tienen tanto interés en encontrar sus huesos? —pregunta, de pronto, Máximo Segundo.
—Para aclarar una duda personal —le digo—. Hace muchos años, cuando tú no habías nacido, y yo era un chaval, me vi metido en un lío. Cuando apenas había dejado la escuela donde aprendí las cuatro reglas, como se decía entonces, nos cruzamos con los hombres del monte. Ahora regreso a ver dónde está uno de ellos. No hubiera vuelto nunca, no tengo a nadie aquí, mis familiares emigraron.
Le digo que quiero que crucemos el río en el cajón.
Por el cajón han pasado Grande, Gafitas, el Manco, los furtivos, los pastores, los forestales. Si no cruzaban el cajón, tenían que bajar hasta el puente a la altura del ventorro.
Ahora allí hay un puticlub, pero entonces apenas un hombre que daba sardinas. Putas rumanas, nigerianas y brasileñas enfrente del cementerio del pueblo, en el cruce de carreteras.
Los hombres que se arrastraron por el pinar no tenían nombres y si los tenían los habían sustituido por apodos o nombres de guerra. A pesar de que Gafitas daba clases de topografía, olvidaron los nombres de los pueblos, de las sierras, de las torcas. Los hombres y mujeres que allí vivieron, los resineros, los pastores, los forestales, los guardas, los gancheros, se fueron al otro mundo sin dejar otro rastro que sus hijos y nietos. También se olvidaron de los compañeros y de los enlaces para ahorrarse una delación en los interrogatorios. Se asobinaron en las más altas montañas, donde se cosen con raíces de pino tres provincias y nacen los ríos. Gafitas fue el jefe reservado, listo, de mirada dura. No se sabe si lo mataron los guardias, o lo mataron los suyos, los nuestros. Fue víctima de una purga del equipo de castigo. Vinieron tres hombres de arriba, tres cuadros, uno era guardespaldas del jefe. Gafitas fue el jefe desde el principio hasta el fin. Escribía él solo el periódico. Llevaba en la mochila la multicopista. Fue los ojos del interminable bosque de pinos y sabinas, un monte que no se acaba nunca, solo cortado por hoces y crestones, donde nacen todos los ríos.
—¿Dónde vamos? —pregunta Máximo Segundo.
—A la Fuente del Hueco.
—¿Sabe el lugar del enterramiento?
—Más o menos. Me dijo un hombre que está enterrado cerca de la Fuente del Hueco. A la sombra de un tejo.
—Con el tejo —explica Máximo— se hacían arcos y mangos. Es un árbol sagrado. Puede llegar a los dos mil años de antigüedad. Es tan duro como el boj.
—Decían las brujas —añado yo— que era remedio contra las víboras.
—Si plantas un tejo —sigue Máximo—, lo verás grande cuando seas viejo. Con esa madera se hicieron ataúdes. Es el árbol de los muertos. Tal vez porque en las guerras antiguas se atravesaba a los enemigos con estacas hechas de esa madera.
Llegamos a la Fuente del Hueco. Máximo Segundo saca el pico y la pala. Y enseguida descubrimos el árbol de los muertos. El agua del manantial es clarísima y fría. La toco con la mano. No me atrevo a beber por si han puesto veneno para matar a los zorros. Sobre un hoyo donde la yerba es más verde y brillante, Máximo empieza a picar.
De pronto aparece el fantasma. No se le ve la cara porque lleva una visera baja. Es Bernardino. Ni siquiera me da la mano. Pregunta:
—¿Qué buscas?
—Al que te enseñó a leer.
Su carcajada suena en toda la hondonada.
—No lo encontrarás.
—¿Por qué?
—Porque no está.
—¿Qué fue de él?
—Siguió vivo. No le dimos el pasaporte.
—¿Por qué?
—No cumplimos la orden que nos dieron. Supimos que era de la brigadilla, pero no lo matamos.
No le veo la cara, tapada con la visera, me mira como al revés, pero me atrevo a decir:
—He atravesado el mundo para buscarlo y resulta que era como Eladio.
—Era el jefe de Eladio.
Este hijo de puta que se follaba burras me dice que Gafitas, el hombre más valiente que yo he conocido, el que le enseñó a leer, era un traidor. Si tengo un arma, lo fulmino. Bernardino, aquél con el que yo iba a buscar gamones y collejas, el que me acompañaba a robar cerezas, el que le decía a mi padre donde había rastros de fuinas, el que tan bien seguía los rastros en la nieve, ya fueran de zorros o de guardias, ahora me suelta que Gafitas era un infiltrado.
—Lo recuerdo como si fuera hoy. Me enseñó a leer, también Grande. Decía que había que dejar la última bala para saltarte la tapa de los sesos si te hacían preso. Decía que los cobardes no valían para esto. Sí, el mismo que vestía y calzaba, Gafitas. Te pedía los dibujos que hacías de todos nosotros, y los enviaba, a través de Eladio, a la brigadilla. Días antes del toque de queda mandó aquel dibujo tuyo del sidecar.
—¿Cómo te ha ido? —le pregunto para relajar la tensión.
No contesta.
Mira con desconfianza al sepulturero. Máximo Segundo se retira, por discreción. Le digo a Estrabón que nos deje solos.
—Gafitas —dice Bernardino— tenía dos caras, como las monedas. ¿Recuerdas que veía delatores detrás de todos los pinos y decía que todo traidor debe ser fusilado inmediatamente?
Me extraña el lenguaje de Bernardino. No es aquel mudo de antes que apenas pronunciaba incomprensibles monólogos.
—Sí que lo recuerdo —le digo.
—Pues era de la brigadilla, la que todo lo escuchaba. Y todo lo veía. Su padre fue guardia, su abuelo, guardia. Y él era guardia. Se preparó bien para el trabajo. Él creía que estábamos en guerra y en la guerra vale todo. Muchos de los que murieron como gorrinos lo hicieron por culpa suya. Iban cayendo todas las agrupaciones menos la nuestra. Cuando el general ocupó el norte, nos evacuaron.
Pasa por mi cabeza Bernardino, descojonándose mientras el sidecar caía dando vueltas con los guardias dentro. Bernardino buscando té de roca para que tomaran algo caliente los hombres del monte. Bernardino acechando a Mala Leche en la casilla. Bernardino escondiéndose en la guarida de Angustias mientras la bruja recetaba pestañas de fuina. Bernardino comiendo bellotas con canela y miel.
Los camiones de madera, los resineros, los arrieros, los carreteros, las mariposas verdes, que no se distinguían de las agujas de los pinos, los quince bajo cero que decía la radio. Por la mañana, malta con leche de cabra. Eran otros tiempos, antes de que le hubiera dado la vuelta a mis propias convicciones por vez primera.
—¿Por qué sabes que estaba con el enemigo?
—Cuando llegaron los del equipo de rescate, Bazoka y Grande nos ordenaron al hijo del Capador y a mí que le pegáramos un tiro. «Es un delator», dijeron. Fuimos a la Fuente del Hueco, donde él estaba leyendo, con la disculpa de traer agua en los botijos. Le dije: «Vete, o te matamos». El hijo del Capador iba a cumplir la orden. Estaba dispuesto a dejarlo seco como una sardina arenque. Pero yo le dije: «Vamos a dejar que se escape, me enseñó a leer, es de los nuestros, no puede ser un traidor». Gafitas sabía a lo que veníamos. El hijo del Capador y yo disparamos sobre un bote de leche que había junto al manantial. Y nos volvimos. Gafitas se fue con el morral a la espalda, los cartuchos y el correaje, tranquilamente, sin andar siquiera deprisa.
No me lo podía creer. Gafitas, el que nos enseñaba en la escuela de capacitación, era un traidor. El que yo creí un gran hombre era pura escoria.
—Luego me contaron que le hicieron general, salió en los papeles, le dieron medallas y le pusieron huevos fritos en la bocamanga. Murió hace unos años como un pez gordo.
—¿Y a ti, Bernardino, cómo te fue?
—Como siempre, tirando. Vivo de la poca caza que queda. Ando mal de la vista.
—¿Qué fue del hijo del Capador?
—Se fue. Él se fue con vosotros. ¿No lo mataron?
—No lo sé. Lo vi al principio, luego lo dejé de ver.
Yo supe que estuvo entre los que iban en la evacuación, pero luego lo perdí de vista.
—Los batallones del general nos rodearon en el Pedrón —explica Bernardino—. Le salvamos el pellejo y él nos lo salvó a nosotros.
A Gafitas lo condenaron a muerte los del equipo de rescate unas horas antes de la evacuación y de que el general se apoderara de toda la sierra. Lo condenaron a muerte por disidente, no por traidor, lo purgaron porque quería, en apariencia, seguir en la lucha. Éramos esqueletos andantes con octavillas, robando cajetillas de tabaco. Vinieron de lejos con la orden de liquidarlo en la Fuente del Hueco.
Bernardino sigue explicando el suceso:
—Antes de que se fuera a la Fuente del Hueco le anunciaron que iba a tener suerte. «Prepara tus cosas. Eres un hombre de suerte. La Dirección te ha designado como asistente al Consejo Mundial de la Paz. Te darán ropa y documentación cuando pases la frontera». Y él dijo que se iba a leer un rato. Entonces nos mandaron a nosotros para que lo achicharráramos. Fue una purga. No era un equipo de rescate, no, era un equipo de castigo. Gafitas héroe o traidor, tal vez héroe y traidor. Cuando regresamos, encuentro a Irene al arrullo de un ramo de flores silvestres que ha encontrado en las cuevas donde están las pinturas rupestres, los machos cabríos pintados de rojo. Sabe que algo extraño e inesperado me ha ocurrido. Como siempre hará racional lo confuso, seguramente me dirá, cuando hablemos de todo esto, que es en la memoria donde creamos nuestras propias leyendas, de manera inconsciente y no siempre real, de ahí que luego lleguen las decepciones. Mientras la abrazo, como si volviera de un largo viaje, me acuerdo de aquella discusión que hubo entre Gafitas y Grande a propósito de Julián Romero. Era aquel glorioso capitán de cerca de mi aldea que se había quedado tuerto, sin oreja y sin un brazo siendo guardaespaldas del rey al que salvó la vida, matando a cinco asesinos que le atacaron. No le gustaba el mensaje del heroísmo, y sobre todo, no le gustaba que el valiente soldado hubiera sido espía. A veces un espía, un traidor, un infiltrado, para los suyos, e incluso para el enemigo, es un hombre superior, un Judas que ha decidido ser héroe.
Esteban Estrabón lo ha recogido todo en la grabadora. Hasta el cántico de los pájaros.