XII
LAS CEREZAS SILVESTRES.
Esteban Estrabón me pregunta si el Partido de los Fusilados conserva en sus archivos noticias de las partidas. Le digo que seguramente borraron muchas de las huellas tanto unos como otros.
—Para los guardias no éramos sino asesinos o delincuentes comunes o alimañas. Para la gente del exilio las partidas contaron con el apoyo de la gente. Uno de los jefes del Partido de los Fusilados dijo: «Contaron con la profunda simpatía de las masas, que veían en los hombres del monte a los auténticos héroes. Pero ésta simpatía no se transformó en apoyo activo de masas, que era lo que se necesitaba y lo que se perseguía con la lucha. La experiencia enseña que es muy difícil llevar a la par la lucha en el campo y en la ciudad».
Cuando nos adentramos en la parte más alta, más allá de la aldea, Irene se muestra muy sorprendida ante el abismo. Hay precipicios de más de cien metros de hondura. Allá abajo, el río es un hilo verde.
—Tienes razón —dice ella mientras el viento de la cresta le desbarata los cabellos rubios—, este río atrae como un animal vivo.
—Soy yo escapando siempre de mí mismo. El río sigue circulando por mis venas.
He logrado acercarla a la religión del río. Ella recita los versos de un poeta de la tierra llamado Francisco García Marquina, cuyo libro ha comprado en una estación de servicio. Me lee al lado de la ventana de piedra:
El río se ha crecido como los ciegos en la oscuridad
y quiere devorar su propio valle sin respetar la tregua de la tierra.
Con su cuerpo de agua el río borra todos los linderos
y cabalga a los huertos que perdieron la cara y la faena.
Me dice que mis recuerdos sobre el río y la electricidad le han interesado. Que realmente este río es vengativo, poderoso y ataca cuando uno menos se lo espera. Parece bucólico, inofensivo, y de pronto se desboca como un caballo.
—¿Tú crees que ese recuerdo me vuelve loco? —le pregunto.
—No, esos recuerdos no tienen nada de desequilibrio. Las del río son evocaciones naturales.
Y he estudiado la obsesión de aquellos hombres por la electricidad. Tenían razón los de la partida: la electricidad basada en el agua fue un cambio social, alumbró algo más que las ciudades con farolas. Hizo posible la radio, la telegrafía, la televisión. La electricidad es también la base de la sociedad de la información y de Internet, lo que llaman la tercera revolución industrial. En cierta manera, cambió la forma de pensar, y la cambiará aún más radicalmente en el futuro. Aquel sueño terminó en un muro de hormigón y ni siquiera escribieron los nombres de los que murieron en el monte, murieron sin público.
A pesar de su serenidad y equilibrio, a Irene los despeñaderos y acantilados le provocan vértigo. No le quiero contar, en este momento, que desde una de estas riscas, a la espera, disparamos Grande y yo sobre un sidecar en el que viajaba un jefe de los guardias y un ayudante. Cayeron al abismo, entre las risas de Bernardino, mientras Grande nos ordenó que saliéramos corriendo, para escondemos después en un pequeño camposanto que he vuelto a ver esta mañana.
Antes de pegar un tiro en las ruedas del sidecar y presenciar desde el altillo cómo la moto y los dos ocupantes se despeñaban, había conocido a los guardias en la central hidroeléctrica. Iban en parejas, tan muertos de frío como los demás, tapados con unas capas triangulares. Los desplazaban a la sierra desde las casas cuartel de la llanura y sus misiones duraban quince días.
Llevaban unas carteras negras de las que sacaban, sentados en la estufa de los electricistas, huevos duros, latas y tajadas de tocino. Comían, como nuestros padres, ayudándose de la navaja. Solían dormir en los pajares y en los chozos de los pastores, pero cuando llegaban a la central se echaban al lado de los transformadores al amparo del calor. Nosotros los vigilábamos mientras dormían y yo los dibujaba con los lapiceros de colores de la escuela. Luego, aprovechábamos esos momentos para poner o recoger los cepos. Yo pintaba sus uniformes, que tenían un aspa, hacedillos de varas y una espada. No iban a caballo, sino a pie.
Lo del sidecar ocurrió cuando ya nosotros, Bernardino, el hijo del Capador y yo, habíamos aprendido a disparar. El Gafitas siempre se interesó por mi manera de pintar y se iba quedando con los apuntes que hacía, especialmente los retratos. Me pidió el boceto que había hecho de la voladura del sidecar.
Irene sabe leerme la cara. Parece como si estuviera viendo en mis ojos esa misma escena.
—¿En qué estás pensando?
—En nada.
—Eso es imposible.
—¿Tú crees?
—Creo que tienes dificultades para pensar en algún asunto que te inquieta.
—Todo ha prescrito.
—Pero las escenas que se tienen almacenadas en el disco duro regresan.
—Algo de eso hay.
—La represión consiste en rechazar los recuerdos angustiosos. Pero insisto, esos recuerdos nunca se pierden del todo. Se filtran hasta un rincón del inconsciente.
—No me atormentan los recuerdos. Al contrario, me gustaría ahora mismo revivir todo lo que me ocurrió en aquellos días.
Nunca le he contado a Irene lo difícil que es aprender a matar. Ella conoce mi mente, pero hay cloacas oscuras en el infierno de la verdad, donde opera el gusano del pasado, a las que no ha llegado. Me habló en los días gélidos, cuando paseábamos entre las estatuas de bronce de dictadores por delante del edificio con ladrillos amarillos, del poeta que se saltó la tapa de los sesos cuando comprobó que no era la pluma la que hacía avanzar el mundo, sino la sangre.
—Es imposible recordar todo por arte de magia —me sermonea—. Guardarás los recuerdos más traumáticos. Es lo que los psiquiatras llamamos amnesia psicológica.
Muy bien, querida compañera. Siempre has sido mi sanatorio psiquiátrico. Fuiste el refugio para los recuerdos que me atormentaban, cuando la nieve era la luminosidad que tapaba sótanos tenebrosos, en nuestra juventud, la edad de los sueños y de la venganza. Tiempos en los que se hizo una hoguera con los veinte siglos anteriores. Juntos vimos que todo aquello apenas era un muro de hormigón con alambres de espinos y torres de vigilancia con policía secreta que nos escuchaba mientras hacíamos el amor. Entonces aún estabas en la ortodoxia. Entonces citabas a un filósofo de tu país, aquél que decía que las ideas, como las pulgas, saltan de un hombre a otro, pero no pican a todo el mundo.
Yo volvía del infierno de la verdad, cuando la verdad era un fusil, antes de ser mirado por tus misericordiosos ojos de católica, cuando pensábamos que nuestros tiros despertarían a la patria. Grande nos decía que solamente los desesperados eran capaces de asaltar el Estado.
El cura nos había contado que el crimen se inició cuando Caín utilizó la quijada del asno. El puñal siempre está cerca del poder. Mataron a los reyes, mataron a los papas, mataron a los políticos, mataron a los prelados. Por eso esta tierra está repleta de cruces de piedra, entre ortigas y alacranes. Aquí no se ha dejado nunca de matar.
Eliminábamos a los guardias porque, según los jefes de la partida, eran los lacayos del Estado, un instrumento del que se valen las clases dominantes para perpetuar su poder sobre las clases explotadas. Nosotros éramos el pueblo en armas. Grande nos hablaba de Espartaco y del pasaje en el que se decía: «Vuestras nobles damas presencian cómo se matan los gladiadores en el circo mientras acarician perros en la falda y los alimentan con deliciosas golosinas». Nos aleccionaba en lo referente a la crueldad de los explotadores: «Durante la Revolución Industrial metían adormideras en el cuerpo a los viejos para que siguieran trabajando hasta las vísperas de la muerte, hasta que se iban arrugando o se encanijaban como monos pequeñitos. En tres generaciones la raza inglesa ha devorado con la industria algodonera a nueve generaciones de obreros», o: «El capital explota de tal manera al obrero que el trabajador, a la edad madura, se siente consumido y caduco. Cuando alcanza la vejez se le arroja a un montón de basura».
Pero cuando estábamos en estas crestas nos resultaba difícil comprender quiénes eran las clases explotadoras en aquellos campos, donde el más rico era el que tenía dos pares de mulas y se levantaba con las cabrillas, igual que los labradores más pobres y sus propios gañanes.
Esteban Estrabón aparece de pronto como en las comedias. Y sigue preguntando por Grande.
—¿Cuál era la táctica de lucha del comandante?
—Grande —le respondo— defendía que los obreros deben armarse y asaltar el Estado, que no era una ficción, ni una idea, sino un edificio, un cuartel o un coche de línea. Más tarde leí informes políticos en los que quedaba reflejado que, en las montañas, grupos de hombres abnegados se batieron valientemente durante años, organizando una red de destacamentos de combate que despertaba el entusiasmo en la población y levantaba su moral. No fue cierto. Lo único que hacíamos cuando entrábamos en las aldeas era requisar las escopetas. Grande insistía en que nuestra misión era avanzar o morir, pero siempre estábamos retrocediendo. Mientras esperábamos que entrara la pieza, yo, en la noche serena, miraba al cielo con la cara al cierzo. Repetía que a los de la partida nos había guiado hasta entonces una Estrella Polar que había desaparecido, igual que a los pastores y a los marineros les guiaban las cabrillas y el lucero de la mañana. Entonces yo no lo entendía, lo comprendí después. Quería decir que el hombre de las botas largas, con bigote, el padre camarada y maestro, aquella mezcla de oso y lobo con botas que se entretenía dibujando a los enemigos, nos había abandonado. Éramos pequeñas partidas que nos escondíamos de día y atacábamos de noche. Si no hubieran venido a rescatarnos, habríamos muerto. De pronto llegó el pequeño pelotón del rescate. La Dirección del Partido de los Fusilados quería salvarnos y envió a siete hombres voluntarios, expertos, seguros, veteranos. Algunos habían sido jefes de batallones en las guerras, con experiencia en acciones irregulares de montaña. Parecía casi imposible atravesar el mapa con cuarenta kilos de macuto, pero lo lograron. Llevaban sacos de dormir, hornillos de gasolina, metralletas, una pistola y dos granadas y trescientos cartuchos por barba. Atravesaron los pinares cuando se declaró el estado de guerra en todo el monte.
Aquellos guardias, que sacaban de las carteras tintero y pluma y escribían notas y atestados, se habían agrupado en batallones y dejaron de ser guardias para ser soldados. La última acción en la que participamos fue la del sidecar, cuando ya pasaban en camionetas grupos de guardias. A pesar de ello, Grande aprovechaba la espera para intentar enseñar a leer a Bernardino, tarea que había iniciado Gafitas. Nos decía que nadie es libre mientras haya un hambriento o un preso, y que el fusil es revolucionario. Cuando pasamos por el precipicio, vuelvo a ver a los guardias volando entre las riscas de color ceniza, apretándose los sombreros de pez para no perderlos.
Irene ha recogido un ramo de orquídeas silvestres. El mulato pregunta:
—¿Cuántos eran en las partidas de esta sierra?
—Nunca lo supe.
—Aproximadamente.
—No lo sé.
—¿Por qué solo los de su partida sobrevivieron?
—No lo sé.
—Alguna teoría tendrá.
—Sí, que tal vez había un traidor. Fueron cayendo una a una todas las agrupaciones. Solo la nuestra resistía sin bajas. Grande pensaba que no caíamos en manos de los guardias porque nos habíamos cuidado de los delatores y los traidores.
—¿Sospecha que entre ustedes había un delator?
—Entonces no me planteaba algo así. Solo lo he empezado a pensar ahora.
Irene aporta un dato:
—Tú mismo no te fiabas de nadie cuando llegaste a mi ciudad. Decías que la Orquesta Roja tiene hombres de mil caras.
—Pero yo entonces no sospechaba de nadie. Solo de Eladio, el chivato.
—También pudo haber tipos leales a su conciencia, héroes secretos para los suyos. Y además, siempre hay alguien dispuesto a pasarse al enemigo.
Algo extraño debió de ocurrir porque detenían a los integrantes de todas las partidas menos a la nuestra. ¿Había algún traidor entre nosotros? No quería ni pensarlo. No me atrevo a pronunciar ningún nombre. Nos contaban Gafitas y Grande que se estaban realizando un gran número de sabotajes en la línea del tren, que se atracaban coches de línea y que se daban golpes incluso a los bancos. Pocos días después de lo del sidecar, llegamos a una aldea de carboneros y rodeamos con fusiles a todos los hombres, mujeres y niños. Les hablamos de libertad y todo eso, pero los niños esperaban pan y chocolate. No entendían nada del mitin de Gafitas o de Grande. Lo peor de todo es que no se fiaban de nosotros porque no sabían si éramos guardias disfrazados o combatientes de las partidas. Liamos con ellos tabaco de picadura, dimos a los niños onzas de chocolate, compartimos las botas de vino, repartimos octavillas, el hijo del Capador, Bernardino y yo.
Nada se sabe de Bernardino, ni del hijo del Capador. Pero tengo claro lo que pasó con Eladio. Yo sabía que había colaborado con los guardias, que se disfrazaba de hombre de las partidas para engañar a los resineros, pero yo nunca me hubiera vengado; sin embargo, la orden estaba clara: había que cerrarle el pico para que no nos delatara más. Nos ordenaron a Bernardino, al hijo del Capador y a mí, unos días antes de que llegara el equipo de rescate, que fuéramos donde su padre enseñaba a cazar a los halcones. Sabíamos que tarde o temprano Eladio aparecería por allí. Acechamos a Cele, con su cara de asceta, vimos cómo daba de comer a los halcones, con qué suavidad les colocaba las capuchas de cuero para cubrirles la cabeza. Tuvimos la suerte de que no había perros. Eladio tendría que llegar y lo hizo disfrazado como los hombres de la partida. Lo vimos con los prismáticos. Estábamos asobinados en unas riscas sobre la tinada. Abrimos fuego, pero su padre se interpuso entre Eladio y nosotros y le dimos, mientras el hijo, herido y arrastrando los pies, echando sangre, se perdió entre los chaparros. Seguimos durante varias horas el reguero de sangre que iba dejando y no nos dimos cuenta de que en realidad íbamos a ir siguiendo ese reguero durante toda la vida. Cele salió, los halcones se estremecieron en las jaulas aunque estaban encapuchados. El acuerdo era que uno apuntara a la cabeza y otro al pecho, pero no logramos abatirlo. Lo último que nos dijo antes de perderse fue «hijos de puta». Eladio, unas horas antes de que el general se apoderara de toda la sierra y cuando se le curaron las heridas, se incorporó al grupo de mando del batallón enemigo. Bombardearon con mortero. Simularon fusilamientos para hacer hablar a los campesinos. El general, con plenos poderes civiles y militares, jefe de la región, jefe del río, jefe de los pinos, juró acabar con la horda de bandidos, y lo hubiera logrado de no haber llegado para sacarnos de allí el equipo de rescate.
Si, como me han asegurado, Eladio aún vive, no puede hacerlo en el mismo territorio que Bernardino. Uno hubiera matado al otro. Bernardino era más joven, se quedó aquí y es capaz de vivir cien años a base de bellotas y espárragos. Aquí duran mucho los hombres y las mujeres. Entonces aguantaban. Se alimentaban de moras, y de endrinas, de hinojos. La mayoría de los que traté entonces ya han muerto. Pero sospecho que Eladio y Bernardino pudieron vivir, aunque es imposible que resuellen el mismo aire.
Yo he recuperado por unas horas, unos días, la vieja alegría que a los niños les produce el vivir en libertad entre gente a caballo, nevadas, riadas, trampas y cepos, jinetes que cruzan la vereda como la secuencia de una película de vaqueros.
Pero yo no puedo olvidar que estoy aquí para saber, si es posible, cómo se quitaron de en medio a Gafitas. ¿Fue una purga, una venganza, una ejecución para evitar que siguiera en el monte?
Llamamos a la puerta de Máximo, el sepulturero, el que primero medía con un metro amarillo de hule la largura del cadáver, para hacerle la caja de pino; era además, en aquel tiempo, albañil, no se puede ser sepulturero sin saber manejar la plomada y la paleta.
—¿Quién va? —pregunta desde la oscuridad.
—Julián.
—¿Qué Julián?
—El de Colás.
Anda lentamente. Le presento a Irene y al mulato. Nos ofrece asiento en una silla de anea. Saca unas copas de mistela. Recuerdo su vieja casa, ahora reformada. En aquel tiempo se entraba a la cocina por la cuadra. Era el enterrador, en los sepelios las mujeres se colocaban detrás de los hombres.
—Ya lo creo que te recuerdo. Ponías los lazos a las liebres en las tumbas del cementerio.
—Es que estaban arregostadas a la maleza de las sepulturas. Las más grandes, las que podían saltar la tapia. Había que vivir.
—¿Por dónde has estado?
—Por ahí, por el mundo. ¿Sigues trabajando? —le pregunto.
—No, ahora es mi hijo el que guarda a los que fallecen. Mi hijo aprobó la oposición. Es funcionario del ayuntamiento.
Le cuento que le necesito. Él cree que vengo con esas caravanas de la Memoria a excavar para encontrar los restos de los desaparecidos. Cuando le hablo de Gafitas, de los últimos días de la estancia en la sierra, antes de que nos evacuaran, me escucha y al final sentencia: «Tú lo que buscas es un fantasma». Extrañamente coincide con mi mujer, que piensa que regreso a buscar no los gusanos y las hormigas que se comieron a Gafitas, sino los gusanos y las hormigas de la mala conciencia. Máximo me informa de que, en caso de encontrar el cuerpo, se lo habrán comido los insectos necrófagos.
—No le quedarán ni siquiera los pelos y las uñas —dice.
Aún me acuerdo de Máximo. No estuve el día que enterró a mi padre en un rincón lleno de maleza. Era poco mayor que yo. Ahora apenas ve.
—Que te ayude mi hijo. También se llama Máximo. Sabe mucho. Ha ido a la universidad.
En el pasado, el enterrador tuvo mucho trabajo. Después de los tiros, bajaban a los muertos en angarillas. Los guardias vigilaban las labores de enterramiento. A los pequeños no nos dejaban asistir a los sepelios. Acarreaban a los fallecidos antes de que la escarcha se convirtiera en rocío. El maestro don Juan, como tenía que ir a escribir algo para el juzgado, nos dejaba solos en la escuela y nosotros la poníamos roja con tozas, cepas y virutas. Entonces no sabíamos que vivíamos un suceso histórico, que la gente que llegaba a matar y a dejarse matar estaba haciendo historia. Llaman historia a lo que era hambre y miedo.
Salimos con el enterrador a dar una vuelta por el pueblo. En el pequeño supermercado veo a una niña en shorts que enseña el ombligo y lleva guantes largos de color verde claro. Irene y yo le pedimos agua mineral y una barra de pan. Nos la da con pinzas, como si estuviera en un quirófano. Mientras volvemos al coche con el enterrador para ir a buscar a su hijo, pienso que han pasado millones de años desde que yo venía a este mismo establecimiento de coloniales y veía cómo una mosca escalaba por la montaña de escabeche.
Pienso que Máximo no hablará con libertad delante de Irene y de Estrabón. Me lo llevo aparte, a la explanada que hay delante de la iglesia.
—¿Qué fue de Bernardino?
—Vive. Aunque otros dijeron que había muerto.
—¿En el pueblo?
—Nunca vivió en el pueblo, sino en la Hoce-cilla, cerca de tu caserío. Dicen que vive, pero en realidad no se le ve. Ya sabes, no hacía buenas migas con nadie.
—¿Y Eladio?
—Vive; en la ciudad. Fue un jefazo. Ahora está jubilado.
—¿Viene por aquí?
—Sí, por las fiestas. Regala una vaca para el Cristo.
Una vez más me he equivocado, Eladio y Bernardino resuellan el mismo aire. Por lo menos durante los días del Cristo.
Han pasado muchos años, muchas cosas desde aquel tiempo en que a Bernardino, el hijo del amasador, lo sorprendieron los guardias con los pantalones en el tobillo agarrado a las ingles de una borrucha. Muchos años desde que nos enteramos de que Eladio, el hijo del amaestrador de halcones, trabajaba para la brigadilla.
—Nosotros mismos —recuerda Máximo— le sujetábamos a la borriquilla del ramal.
—Ya lo creo. Y le levantábamos el rabo. Pero cuando lo pillaron estaba él solo.
—No se lo llevaron a la cárcel.
—No, aunque todo estaba entonces prohibido.
—¿Apresaron después a Bernardino?
—No.
No hace más comentarios. Le pregunto si su hijo puede acompañarme hasta donde esté Bernardino, que a su vez me ayudará a encontrar el esqueleto de Gafitas.
La dependienta que enseña el ombligo será nieta de alguna de aquellas chicas con trenza que iban a la escuela y que nos veían a todos rodear a Bernardino, mientras culeaba sobre el animal. En realidad no se perseguía mucho la zoofilia, porque lo que inquietaba era la homosexualidad. En aquel tiempo, no solo aquí, en esta sierra, sino en otros países del paraíso, a los homosexuales se les enviaba a campos de concentración porque los consideraban producto de la decadencia burguesa. En la sierra, practicar el sexo con una borriquita encolerizaba más al cura que a las otras autoridades, porque lo veían en cierto modo normal, consecuencia de la cercana relación entre personas y animales. Cuando en la escuela don Juan, el maestro tísico, nos contaba los casos de los centauros y las sirenas, de la relación de los toros y las mujeres de la antigüedad, aún no había ocurrido lo de Bernardino y ni entonces ni después veíamos su acción y las nuestras tan degeneradas. Lo peor visto en la sierra entonces, tanto en el paraíso como aquí, donde mandaba un hombre pequeñito, el general de la mecha larga cayéndole por la cintura, eran los maricones, que aún no se llamaban homosexuales. Contaba el Manco que a los que daban por el culo los mandaban a una cárcel, y a los que tomaban, a otra. Pero el Manco no contaba que en el paraíso también se perseguía la desviación del instinto, ni que durante la guerra, en la que él había participado, en las cimas, los generales campesinos fusilaban a los homosexuales.
Tampoco las mujeres se parecen a las de entonces, enlutadas, pálidas, ni los hombres tienen mucho que ver con aquellos encorvados con garrote de vara. Apenas me recuerda al pueblo en el que yo viví: la iglesia, el río, la sierra de enfrente. Salí de aquí arrastrándome entre las sabinas, con la promesa de no volver nunca, como otros hombres y mujeres. Algunos se llevaron en la maleta los huesos de sus muertos y sus perros. Yo no me llevé nada porque nada tenía, excepto un pasaporte falso. Desde entonces deambulé, erré, vagabundeé por el mundo sin saber qué fue de los otros. A unos se los tragó la cárcel. A otros, las simas del monte. Otros llegaron al camposanto a deshora. Alguno logró llegar a los países lejanos. Nos marchamos precipitadamente, cada uno por un lado, a horas diferentes, por caminos contrarios.
—¿Por qué quieres desenterrarlo? —me pregunta Máximo.
—Porque di mi palabra. Tal vez eso de cumplir promesas me viene de familia.
Me dijo mi amada psiquiatra que la mayoría de las ansiedades que sentimos tienen su origen en la angustia del nacimiento y de los primeros años de existencia, pero mi venida al mundo y mi niñez fueron felices, siguiendo con mi padre Colás el rastro de las fuinas o asistiendo a la escuela todos los días, excepto en las fiestas de guardar y en los nevazos. Claro que las huellas se fijan en el inconsciente, claro que la mayoría de los traumas proceden de la niñez.
Yo sueño con guardias espantapájaros, pierdo las botas en el momento en que me aproximo a una frontera, sueño que se lleva la riada nuestra casa o que meto los pies en un cepo de mi padre al pisar sin mirar. Mis sueños, como los del perro que tuvimos, vuelven siempre al pasado. Cereza, la perra que estaba junto a mi padre cuando lo mataron, aullaba despavorida si escuchaba disparos mientras dormía.
Los que hemos nacido en estos valles sabemos desde siempre que las fuinas, las nutrias, los pájaros y hasta las moscas se quedan dormidos y evocan sus propios instintos. Los sueños son más claros que los hechos verdaderos y hay algunos ruidos o bramidos que los llevo muy dentro. Ni mi perra ni yo olvidamos nunca el disparo que se multiplicó en toda la sierra cuando mataron a mi padre. Somnoliento, ebrio o con fiebre, tumbado o de pie como sueñan los caballos, llevo en la memoria un grito y un ladrido que igualmente se reproducen y retumban en las umbrías. La perra acompañó a mi padre en la escapada y se salvó, pero quedó para siempre sonámbula.
Decían los viejos de mi aldea que de hombre a hombre no va nada, que todos cruzaron sus propias angustias. Estoy aquí, acompañado, sereno, de vuelta, con más dudas sobre todo que nunca. Me pregunto qué queda de aquel chicote que iba a esa escuela que ni siquiera quiero volver a ver. He olvidado décadas enteras de mi existencia y puedo recordar con extraña exactitud cómo eran los compañeros, cómo era la cara del maestro tísico cuando tosía, cómo eran los ojos de Justina. Aún, después de tanto tiempo, casi podría ir de la central al pueblo con los ojos vendados.
Primero me acercaría al río, con la toalla al hombro, a la parte de las piedras blancas, donde las lubinas plateadas y los cabezotas marrones, que a veces utilizábamos para pescar las truchas, se divierten intentando burlar a la corriente. Me lavaría, como un gato, la cara y el pelo. Volvería a casa, donde madre me peinaría con raya en medio. Después, me sentaría en la silla de anea para tomar el café, de malta o cafeto, con leche de cabra y sopas de pan.
Luego cogería la cartera en bandolera, el talego de la merienda, la toza; subiría las escalerillas que dan al puente del canal. Cogería el camino que entre tomillos y aliagas pasa por delante de la casilla de Mala Leche; cruzaría la dehesilla hasta alcanzar la carretera grande, por donde a esa hora suben hacia la serranía los camiones de la madera.
Los mismos que bajarán por la tarde cargados de troncos. Andando deprisa, porque haría frío, pasaría por delante de la cruz donde está el lagarto verde. La cruz con el lagarto, uno de los enigmas de nuestra vida. Cuando preguntábamos a nuestros padres por qué estaba allí, ponían el dedo en los labios y pedían silencio. Pero nosotros sabíamos que allí, siguiendo la caminata, ascenderíamos a la vereda, en la mitad del camino entre la aldea y el pueblo, entre los trigos y los robles de un lado y los melonares del otro.
Me acuerdo como si fuera hoy de los pelos helados, tiesos por no habérmelos secado bien, las alpargatas raídas, las manos frías. Cruzaría el melonar, llegaría al río pequeño, el puente, las primeras casas y por fin, arriba, después de otra cuesta, la escuela. En el talego de cuadros azules y blancos solíamos llevar el pan con sardinas arenques o unas onzas de chocolate o tal vez media tortilla, íbamos a la escuela todos los días, lloviera o nevara. A veces el nevazo era tal que no íbamos al pueblo y nos quedábamos en la aldea cazando pájaros o acosando a las liebres con galgos. Fue en la vereda, una mañana de escarcha, donde nos encontramos con Gafitas. Entonces no sabíamos su nombre, ni qué hacía por allí; era el que hablaba; los otros dos no dijeron ni palabra. Se dirigió a mí, que era el mayor:
—¿Quién es tu padre?
—Colás, el de la central.
—¿Y los padres de los otros?
—Éste es mi hermano, esta Justina, la de Juan, y este Eladio, de Celedonio.
—¿Vais a la escuela?
—Sí.
—¿Cómo se llama el maestro?
—Don Juan.
—¿Y el alcalde?
—No lo sé.
—¿Vuestros padres tienen escopetas?
—No lo sabemos —hablé por todos.
Lo sabíamos. Las escopetas y los cepos eran parte de nuestra vida. Acompañábamos a los padres en las noches de luna y recogíamos por la mañana los cepos que habían atrapado conejos y los que no. Sabíamos que los guardias y los de la cuadrilla siempre buscaban escopetas que se escondían en los sitios más recónditos de las casas. Aquel día, el primero que nos tropezamos con Gafitas, sacó de la mochila una libra de chocolate y la distribuyó entre todos. Dirigiéndose a mí, dijo:
—Nunca nos habéis visto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Nunca supo nadie el verdadero nombre, lugar de nacimiento, edad o nacionalidad de aquel hombre, que llevaba en el morral tampones y cuños para hacer identidades falsas. Nadie sabe ni su comienzo ni su fin. En aquel tiempo aparecía como si la metralleta fuera parte de su cuerpo a cualquier hora. No cambiaba el color de su rostro ni cuando daba una onza de chocolate ni cuando pegaba un tiro en la cabeza. De lo único que estoy seguro es de que tenía una idea clara de su misión en la sierra, y esa circunstancia es la que más me intriga, tal vez porque yo no estoy seguro de nada excepto de que las personas matan y mueren por cosas que apenas se aproximan a la verdad. De los dos hombres que le acompañaban aquella vez, uno era Marimacho y el otro, Grande. Más tarde me contaron que Marimacho tenía chorra y chumino.
Recuerdo las palabras de Bazoka en la UVI:
—Gafitas era frío y astuto como un espía. Bueno, había sido espía.
—Yo lo conocí en la escuela de táctica, entre sabinas.
—Pues ya sabes cómo era: un tío.
—¿Se lo cargaron en el camino o en la sierra? —No lo sé.
Muchos años más tarde nos diría Grande, tras una reunión del Partido de los Fusilados:
—Era como un gato salvaje. Creía que el hombre invencible es el que se mantiene firme en sus ideas. Le gustaba la noche y la huida continua. Nadie pudo hacerlo un gato doméstico. Para él, la clandestinidad era una forma de placer. Como los gatos salvajes, tenía el doble de neuronas que los gatos caseros. Soñaba con los pies y creía, como todos nosotros entonces, que el poder estaba en la punta del fusil.
Ni entonces ni nunca me quiso contar el origen y el fin de Gafitas. Grande hasta el final de sus días fue leal al Partido de los Fusilados. Todo lo que venía de la Dirección no era un pensamiento, sino una orden. Vivió siempre en primera línea de fuego. Se sucedieron los fracasos y las desilusiones. El mundo se llenó de ex. A los partidos duros les sucedió el partido de la corrección. El pequeño Grande permaneció firme y sereno hasta el final. Yo le pregunté, una de las últimas veces en las que estuve con él:
—¿Gafitas era un dogmático, un sectario? —Sí.
—Me parecía muy inteligente para que estuviera tan seguro de todo lo que hacía.
—Si no luchaba, moría.
—También tenían cojones los otros. Eso no quiere decir nada de la autenticidad de sus ideas.
—No sé quién era. Lo que sé es que llevaba un mapa en una mano, una brújula en la otra y la metralleta formaba parte de los órganos de su cuerpo.
Grande, tan disciplinado, ya no se fiaba de mí. Me veía como a un ex. Naturalmente no me quiso contar nada del fin de Gafitas. Grande se iba a morir y no quería ceder. Sesenta años saltando de país a país, de programa a programa, de exilio a reconocimiento, de criminales a héroes, de derrota en derrota hasta el desastre final, y no iba a rajarse al final.
Grande, el que después fue con los del ADN a buscar tibias, sabía que no hay comités para encontrar tantos muertos como hay debajo de la tierra. Pocos millones de muertos, solo seis, en la primera guerra. Nada comparable con la segunda, sesenta o más. Un millón en la nuestra. Seis en los campos de exterminio. El siglo y el mapa fueron dos fosas comunes. ¿Buscar a los muertos? Si solo hay muertos debajo de nuestros pies. Das una patada y salta una tibia. Se cuentan como si fueran pesetas: un millón aquí, seis allí, tantos en los furgones de gasificación, millones en los psiquiátricos, en los campos de trabajo. No hay números para contar tantas purgas, tantos tiros en la nuca, tantos pelotones de ejecución. El ensueño, la utopía es una lista de nombres en una tumba inexistente. No caben tantos muertos por la causa o por la Idea. Solo se ven en el cementerio las estatuas de bronce de los que nos llevaron al exterminio.
Aquel encuentro en una mañana de escarcha fue para mí un suceso que dio una senda inesperada a mi vida. Tan descreído no soy como para negar que a veces el destino es inexorable, aunque no esté escrito, que la casualidad origina futuros inesperados. Tanto a mí como a los otros niños, como a nuestros padres, como a los guardas, los pastores, los resineros, los alcaldes y los guardias nos fue imposible vivir como habíamos vivido antes porque una gente extraña atravesó los vallejos y las solanas, y comprometió la manera de vivir de todos nosotros. Si yo no me hubiera tropezado con Gafitas, habría llegado a ser mecánico de coches o de orbeas, tal vez hubiera estudiado para cura o me hubiera alistado a la Legión, donde se podía llegar a comandante. Pero aquel encuentro y las cosas que después sucedieron a mi padre me apartaron del camino que tenía trazado.
Y ahora, después de tanto tiempo, quiero echar un vistazo, sabiendo que estos nuevos habitantes ignoran quién soy. No solo por la promesa, sino porque siento que el ciclo de mi vida se agota y quiero resolver algunas de mis dudas.
Hemos vuelto al sitio donde nací y nadie nos ha reconocido. Nos miran como a turistas. Salí de aquí con lo puesto hace muchos años y vuelvo en un coche con Irene Gretkowska. Irene Gretkowska, mi compañera: a ella no es difícil contarle cómo es este país, cercano al suyo en el exilio, el fanatismo y la religión. Aún es hermosa. Pero no tanto como lo era aquel día en el que me hablaba del gueto. Decía: «Aquí estuvo el cuartel general del enemigo», y yo seguía hipnotizado por la serenidad de sus ojos bálticos. Y cuando tomábamos café y bollos en Blikle, notaba que los dos estábamos arrasados como la propia ciudad. Éramos almas en ruina. Habíamos aguantado la catástrofe, pero era demasiado pedir que encima tuviéramos fe en el Partido de los Fusilados y en la Estrella Polar. Cuando ella me decía que sus compatriotas resistieron a los bombardeos, a mí me asustaba pensar qué sería de mí lejos de ella, que se sabía los versos de Poeta en Nueva York. Ahora, tantos años después, ella aún va a misa.
Le digo en la vereda que, cuando yo vine al mundo en este valle, seguramente, nunca lo había pisado una mujer polaca porque había un telón.
—Ahora hay por aquí muchas paisanas tuyas.
La malicia de mis palabras intentan convencer estúpidamente del absurdo de nuestra propia existencia a una convencida, que luchó contra las colas y la policía secreta, contra el racionamiento y la miseria y que comprueba ahora que, en realidad, luchaba para que haya muchas paisanas en el puticlub de la cartelera y en los pueblos y ciudades cuidando ancianos. Gretkowska nunca está de acuerdo en nada conmigo; ella piensa que el poder es la mentira y yo pienso que es el crimen.
—En la colina que hay más allá del río pequeño están enterrados mis padres.
Ella mira el pequeño sendero que termina en el camposanto y no dice nada. No le cuento que en esas tumbas hay, además de mis familiares, otros hombres y mujeres que murieron o mataron por cosas que creían ciertas. Gretkowska comprende esa conmoción que supone el viaje a la propia sangre, a una parte de la memoria sepultada por traumas o cosas pequeñas en el pozo ciego del olvido. Sabe que éste es un viaje hacia la comprobación de una duda, porque no sé si lo que ando buscando es cierto o producto de un viejo sueño.
Lo que ocurrió está en los archivos del Partido de los Fusilados y en los boletines de los guardias. Pero para saber si un hombre, una mujer o un hermafrodita habían formado parte de la cuadrilla había que escucharlos cuando contaban su historia. Eran los únicos españoles que no hablaban alto, que pedían que se cerrasen las ventanas y miraban a los que se sentaban a su lado. Su sigilo era la enfermedad profesional de unos derrotados a los que no reconocen ni siquiera los suyos y a los que el enemigo llama criminales. También en los países de más allá la gente hablaba con cuidado, mirando a los extraños, que tenían siempre aspecto de policía secreta.
En estos vallejos, en estos pinares, al otro lado del gran río, un día pasaron cosas que nadie quiere recordar. Hombres, y algunas mujeres, durmieron al raso o se escondieron en las chozas de los cabreros. Otros fueron enlaces, la mayoría de las veces a la fuerza. Algunos tuvieron que escaparse porque los buscaban los unos y los otros. Durante seis años, caminaron errantes entre el estruendo de los ladridos de los perros y el rastreo de los guardias. Aquí estaba el enemigo, los amigos y los compañeros estaban muy lejos, más allá de las fronteras, dibujando en el mármol de las mesas de los cafés las tácticas y movimientos de la tropa. Hablaban de la liberación y contaban a la gente agrupada en batallones y hasta en brigadas. Pero no eran más de treinta o tal vez cincuenta hombres que pelearon huyendo. Para exterminarlos o desarmarlos se necesitó un ejército de tres mil hombres, mitad guardias mitad soldados. Para evacuarlos, fueron precisos menos combatientes, pero la operación resultaba muy difícil porque no eran bien recibidos en ningún país.
Suena el vuelo de helicóptero de un moscardón y vemos una culebrina muy lejos, en el pueblo de los jarotes. El campo sigue igual, como entonces, ajeno a los sucesos de los hombres, ensimismado en su propio concierto, en su olor a espliego y a tomillo. No hay fantasmas, a pesar de que nos lo decían cuando éramos niños. Los muertos están callados en el cementerio, incluso aquéllos que se enterraron en un rodal sin cruces. Nadie podría pensar que yo mismo, que, desde que salí de esta tierra, no he dejado de ir de un lugar a otro, era el niño que en el año 1946, acompañado de tres más, mi hermano, Eladio y Justina, íbamos a la escuela y tropezamos con Gafitas, el más buscado en toda la nación. Quién pudiera pensar que en estas solanas, en estas umbrías, en estos caces, entre estas avenas locas, entre estas lenguazas, en las cruces rotas, en las cunetas de la carretera y allá arriba, al otro lado, en el Pedrón y la Hocecilla hubo disparos que no eran de las escopetas de los cazadores. El valle sigue igual, con su oscuridad azul y sus águilas que lo cruzan. Pero ya no están los que mataron y murieron, los que resistieron, los que lloraron y acompañaron a los muertos. En esta parte de la sierra se jugó una partida con la muerte y se bajaron en angarillas desde el Pedrón a los que cayeron en combate. Hemos vuelto al río, a la central, a la vereda, al ventorro, a las casillas. Todo está igual, las mismas rocas de color ceniza, las mismas aguas verdes del río que se volverán achocolatadas en las riadas, el mismo canal. Todo sigue igual, excepto la gente. Ya no hay apenas personas. No se ven por la carretera camiones cargados de troncos, ni jarotes llevando del ramal a borricos con leña. Se mueven menos personas, menos moscas, menos pájaros. Los pastores son rumanos. Los guardias no van a caballo. Ha vuelto la pareja. Los ancianos están más aseados que entonces. No llevan garrotas de mimbre, sino bastones elegantes.
Hemos vuelto al lugar donde nací, al salto, a la central hidroeléctrica y no queda nadie de las cinco familias que habitaron la aldea. Unos murieron, otros se fueron a las ciudades.
Nadie me ha reconocido en la taberna del pueblo. Hemos paseado por la chopera y nos han mirado como se mira a los forasteros. Y, sin embargo, yo nací en este río y era el encargado de pasar a la gente de un lado al otro en el cajón, que iba por el aire entre dos cables: el de arriba con dos ruedas, el de abajo para poder agarrarlo con las manos y avanzar. Desde el otro lado silbaban o decían un largo «Ehhh» y yo cruzaba el cajón para cruzarlos a ellos. Pasé muchas veces a los pastores, a los cazadores, a los guardias. Solo me resulta verdaderamente mío el agua verdísima del río, que yo no he visto nunca igual en otro lugar de la tierra. Cuando salí de esta aldea ni siquiera miré atrás. No deseaba volver nunca. Tal vez es que los que nacemos en la orilla de un río somos siempre fugitivos.
Durante toda la niñez y la adolescencia nos dormimos con el rumor de la riada, que sosiega. Todos los días, excepto cuando la nieve nos llegaba a las rodillas y siempre, en invierno o en verano con lluvia o con nieve, yo sentía una alegría de retozo al pisar la vereda. Era como una película en la que podía pasar de todo: encontrar un ternero recién nacido, una oveja muerta o un hombre a caballo de cara borrosa que había perdido el hatajo de ganado. La vereda dividía el robledal y los melonares, marcaba la mitad del camino entre la aldea y la escuela. Aquella mañana hacía mucho frío. Salían hilos de vapor de los tapabocas y de las trenzas con lazos de Justina, la más pequeña.