XI. Garrota anarquista

XI

GARROTA ANARQUISTA.

Ya había avisado a Estrabón y a Irene: tenía que encontrar a un anarquista que caminaba ayudándose con una garrota, que bebía anís del mono y a quien debía ver yo solo, porque no se fiaba más que de los que pelearon junto a él. Había estado preso después de vestir el mono de miliciano; luego se había dedicado a arreglar bicicletas, antes de escaparse al monte, no huyendo como otros, sino por su fidelidad a la Idea. Terminó como pistolero por segunda vez y lo volvería a ser si volviera a nacer y a morir.

Lo del anís tiene una explicación científica. Una familia de indianos se trajo un mono y lo dejó en su fábrica. La gente iba a verlo. En recuerdo de aquel primate y de Darwin, la familia puso en las etiquetas de las botellas la cara del naturalista del Beagle.

El pequeño anarquista cojo no solo nos arreglaba la bicicleta, sino que nos regalaba almanaques con chicas desnudas y libros que los curas y las mujeres piadosas consideraban obscenos. Libros que prohibían en las bibliotecas porque nos decían que era de mucha importancia leer libros buenos y rechazar los malos. «Los libros —decía uno de aquellos moralistas— suelen ser despertadores de la pereza, maestros de la virtud y espejos de perfección y bondad».

Bazoka, Gafitas y Grande siempre nos avisaban: «Cuidado con las palabras de los de la bandera negra. Se agarran como canciones». Eran como los buenos malos chicos que te llevaban sin que te dieras cuenta a la ruina; también los Fusilados nos infundían una moral, una ética y una conducta. Pero a nosotros nos parecían piratas como los de los libros, con un lenguaje cercano al de los niños.

Era verdad lo que nos advertían los comandantes por nuestro bien, porque las consignas de los anarcos se agarraban a mi memoria mejor que las oraciones de la iglesia; todo cuanto decían sonaba a libertad y, aunque la mayoría de las enseñanzas que me metieron en la cabeza, lo mismo en la iglesia que en el Pedrón, han resultado en la mayoría de los casos inútiles, tal vez equivocadas, y en cualquier caso derrotadas, las que propagaban los libertarios de macuto se quedan agarradas. Ellos se referían a la Idea como a un ídolo en llamas y en andas, un conjunto de sueños, la manera de liberarse de las cadenas; creían que podía darse la vuelta al mundo como si fuera un calcetín, y, aunque se proclamaban ateos, en realidad esperaban con una extraña fe un nuevo paraíso.

En la escuela, don Juan y el cura en la doctrina también nos contaban cómo en nuestro propio pueblo, totalmente cristiano y de buenas costumbres cuando estalló la guerra, se presentaron milicianos con pistolas, los cuales prendieron fuego a la iglesia e hicieron con las imágenes del Cristo y de la Virgen una gran lumbre. En el martirologio y la crónica diocesana de la época roja, de Cirac, con proemio del obispo, se relataba cómo posteriormente fue empleada la iglesia como fragua, carpintería, carnicería, cuadra y, finalmente, como teatro, «utilizando todo el presbiterio como escenario de comedias inmorales y de mítines escandalosos. El espíritu satánico de profanación llegó al extremo de no respetar siquiera el cementerio, que fue profanado, rompiendo lápidas, sarcófagos, cruces y cuanto en él había». Pero eso había sido en la guerra, en la que todos se mataban entre sí; nosotros no conocíamos las barbaridades porque en las casas apenas se hablaba de las salvajadas de la contienda.

Hablaban de los hijos del pueblo alrededor de la lumbre, mientras se asaban las patas, y se referían a nosotros, a los de la serranía, a los cabreros y a los que remasaban. Era la primera vez que nos sentíamos protagonistas de nuestra propia historia. Nada menos que hijos del pueblo. Nos sentíamos aludidos porque los Fusilados se referían a capitalistas y terratenientes que no conocíamos; sin embargo, nosotros sí que conocíamos a los curas. Lo que enseñaban los libertarios sí estaba a la medida de nuestras ambiciones y de nuestros sueños. Aludían en la noche a las cadenas que nos oprimían y las sentíamos rodeándonos la cintura. Como en la catequesis, nos describían el paraíso el cura y las mujeres piadosas, éstos nos dibujaban un jardín, que sería toda la tierra, donde todo lo feo y lo vil se eliminaría. Luego nos desmentían la leyenda, tan en boga en nuestros pueblos, según la cual los anarcos degollaban a los curas y violaban a las vírgenes, insistiendo en que la anarquía era la máxima expresión del orden; todo lo que ellos predicaban eran cosas naturales, sin coacciones ni violencias. Anarquía quiere decir sin líderes, sin orden. Mientras los Fusilados no utilizaban tranvías, coches de correo, nunca el tren, siempre iban a pie, se movían de noche y evitaban las carreteras, los anarcos eran más descuidados, confiaban en la bondad natural de los campesinos y el resultado era que sus partidas se llenaban de topos y de espías. Iban cayendo, una a una, sus organizaciones.

Algunos eran de lejanos países. Recuerdo aquellas nuevas invocaciones que escuché durante unos días que estuve en el campamento de unos hombres con barbas que estudiaban esperanto, antes de incorporarme a la partida de Gafitas y Grande, en compañía del hijo del Capador. Éste me decía que en realidad su padre sentía más simpatía por los libertarios que por los Fusilados. «Yo no sé si quedarme con ellos. Me parecen más personas».

Entonces los del Rosal no podían cantar para no dar señas al enemigo, pero recitaban por lo bajini aquella letra:

Negras tormentas agitan los aires,

nubes oscuras nos impiden ver,

aunque nos espere el dolor y la muerte,

contra el enemigo nos llama el deber.

El bien más preciado es la libertad,

hay que defenderla con fe y valor,

alza la bandera revolucionaria,

que del triunfo sin cesar nos lleva en pos.

¡En pie pueblo obrero, a la batalla!

¡Hay que derrocar a la reacción!

¡A las barricadas! ¡A las barricadas

por el triunfo de la Confederación!

No explicaban que esa canción la escribió un poeta en la cárcel. Luego, mucho más tarde, Irene me contaría que el poeta era de su ciudad.

Ahora, en el acopio de hechos y caras, tenía que recordar la cara de un hombre y no podía hacerlo después de tantos años. Si es que aún vivía y la contraseña era la normal, en estos casos, «Viva la anarquía». Desde mi larga charla con Bazoka en la UVI tuve la intención de hablar con el anarquista de la garrota que yo había conocido, el que me arreglaba la bicicleta, el dos veces pistolero. «Era de por allí, de donde eras tú. Un hombre del campo, poco mayor que tú, que llevaba garrota desde joven, desde que lo hirieron en la quinta del chupete. Siempre tomaba anís del mono porque tenía en la botella la cara de Darwin». Había olvidado su cara, su nombre, su garrota y si era de la quinta del chupete, del biberón o del saco. Pero cuando ahora lo veo en el parque del pueblo cercano al mío, empiezo a recordar. O tal vez sea que perciba en él ese viejo aire de los que estuvimos errantes en la tierra. Bazoka me había dicho que no era ni cangrejo, ni de los Fusilados, sino del Rosal. Que se quedaron en la serranía cuando nos evacuaron a nosotros. Por los datos que me dio tenía que ser él, el del parque, renco y pequeño, pelirrojo, de ojos azules, encorvado a pesar de su estatura, y con una mirada viva y alegre. Le digo que vengo de parte de Bazoka. Me mira de arriba abajo, como si me estuviera tallando.

—No te conozco.

—He estado muchos años fuera.

No me invita a sentarme, pero yo me siento. Alrededor juegan los perros y los niños.

—No me interesa la Memoria.

—Ni a mí.

—Entonces…

—No creas que soy de ésos que mandan los partidos con presupuesto a buscar calaveras.

—Eso —dice— es la última miseria de los partidos para apoderarse de la memoria y del olvido, y, desde esa ventaja, dictar la moral que ha de tener la sociedad. Me he pasado media vida en la sombra y no quiero acordarme de nada de todo aquello que vivimos.

—Yo igual. Solo quiero buscar a uno que tú conocías, a ver si sabes qué fue de él.

Me mira con la precisión de un policía o de un fotógrafo de bodas.

—¿Eres de por aquí? —pregunta.

—De la central hidroeléctrica. A mi padre lo mataron. Yo iba al taller de bicicletas a que me arreglaras la cadena o el manillar cuando se me partía. El manillar estaba tan cosido como mis pantalones.

—Ya sé quién eres. Sigue.

Se interesa por el final de Bazoka. Reconoce que estuvo en la central y que conoció a mi padre. Luego me habla de aquellos días y meses de la vergüenza. Que se salvó de la pena de muerte y de las sacas. Que se pasó la mitad de la vida en la cárcel, y que ahora vive de la pensión, esperando la hora final.

—¿Te has rendido?

—Eso nunca. Lo que pasa es que el péndulo de la historia está en la acera de enfrente. Pero dime, ¿por quién te interesas?

—Por Gafitas.

—Era un condotiero. Siempre me pareció un luchador sin ideas, un mercenario. Fueron fusilados más de tres mil hombres, más de veinte mil fueron encarcelados, murieron también más de trescientos guardias. Y tú vienes a interesarte por uno. ¿Por qué?

—Era mi amigo.

—También lo fue mío. Claro, eso es lo extraño. No me caían bien los Fusilados, pero éste no era dogmático, sino que tenía mucho coraje. No quiero volver a recordar aquella mierda, pero me acuerdo de Gafitas, me caía bien.

—¿Qué fue de él?

—Cualquiera sabe. Entonces se mataba por adulación. Vosotros obedecíais consignas de gente que estaba muy lejos de estas montañas.

—¿Y vosotros no?

—También. Pero nosotros hemos perdido de verdad todas las guerras y batallas. Nos calumniaron, nos denunciaron, nos tomaron siempre por locos. No podían soportar que fuéramos gente sin dios y sin amo. Ellos adoraban a fetiches de cera. Nosotros estábamos solos, tuvimos que encuadrarnos en las partidas de los Fusilados, a los que no podíamos ni ver, ni ellos a nosotros. Pensábamos que la liberación de los seres humanos no llega nunca a través del Estado. El Estado es la desigualdad en términos de poder. Es la delegación del mando en manos de una burocracia. Ni dioses, ni amos, ni jerarcas, ni culto al jefe. Por eso fuimos siempre los primeros perseguidos, por unos y por otros. Odiábamos a los Fusilados porque eran la negación de la libertad. Para nosotros no hay nada que no pase por la libertad.

Nos vamos a una taberna cercana al parque. Dos policías municipales saludan muy cordialmente al hombre de la garrota.

—¿Lo de siempre? —le dice el camarero al entrar en la taberna.

—Sí.

El tabernero busca en la estantería la botella de anís y le sirve una copa, al lado de un vaso de agua.

—¿Y los cangrejos, qué fue de ellos? —pregunto.

—No quisieron pelear cuando vieron que íbamos a la derrota. Los sacaron con un barco desde el norte. Muchos años después volvieron y se hicieron con el gobierno, ellos se quedaron con la marca, como te dije.

Con la segunda copa le explico, para que se fíe de mí, que tal vez por mi origen campesino, como el suyo, tuve una secreta admiración hacia los libertarios.

—El Manco me habló de vosotros.

—El Manco, al pobre se lo llevó el río. Era un hombre bueno, seguro que también pensaba que la anarquía es hermosa; sé que enseñaba a leer a los pastores analfabetos.

—Eso también lo hacían Grande y Bazoka. ¿Qué te contaba el Manco de nosotros?

—Algo extraño: que no os asustan las ruinas.

—Así es. Así se lo explicábamos a los compañeros. Fuimos siempre obreros. Siempre hemos vivido en chabolas, y somos los que hemos construido los palacios. Si los destruyen, los volveremos a hacer aún mejores. No tememos las ruinas porque vamos a heredar la tierra. Pero el Manco era de los Fusilados.

—Sí, era ortodoxo. Me contó que no fuisteis los primeros en hablar del amor libre, sino los utopistas.

—El amor libre existió en la época primitiva. Lo practican el mono y todos los animales. Es verdad —dice el de la garrota— que los primeros militantes del Partido de los Fusilados autorizaron las relaciones sexuales sin más cortapisa que el no atentado contra la libertad del individuo. Redujeron el matrimonio y el divorcio a unos papeles y autorizaron a que los hijos ilegítimos tuvieran los mismos derechos que los legítimos. También autorizaron el aborto. Pero eso fue al principio. Luego se convirtieron en un estado frío y siniestro.

El anarquista divide el parque con una garrota que le llega a la altura de los ojos. El sol la dora. Me cuenta que ellos nunca aceptaron consignas.

—Los del Partido de los Fusilados nos traicionaron y se traicionaron entre ellos. Se hicieron purgas a sí mismos. Por último, llegaron los cangrejos, que traicionaron a todos.

—Sí, al final, veían provocadores, topos y agentes dobles por todas partes. La clandestinidad era muy dura. La simple sospecha de dar dinero para los presos podía terminar en el paredón. Pero hay que reconocer que los Fusilados se jugaron la vida con dignidad. Se creían de verdad aquello que decían los dirigentes: ser del Partido de los Fusilados significa ser fiel hasta la muerte al Partido. Significa ser un luchador intransigente, no regatear esfuerzos ni sacrificios. Y cuando llegó la orden de retirada, la aceptamos, aunque Gafitas no era partidario de la evacuación. La operación de retirada fue una hazaña. Algunos prefirieron quedarse en la serranía, y lo que yo no sé es si Gafitas se quedó o si lo mataron.

Oigo música de sus consignas mientras veo saltar a la comba a las niñas. Oigo muy lejanamente como desde el otro mundo, el otro siglo, la otra vida, la otra gente, cosas como que todos somos hermanos, «mi familia es la humanidad, donde hay poder hay vileza». Luego recuerda el tiempo de la batalla:

—Aquello era un infierno.

—Muchas delaciones.

—En las barberías por lo menos había un chivato, y lo mismo en los bares, y en las pandillas de resineros y remasadores. Los chivatos cobraban quinientas pesetas al mes. La clandestinidad era muy dura. Estábamos rodeados de traidores.

Pero no me habla de Gafitas. Insisto:

—¿Nunca estuviste en alguna acción con él?

—Sí. Asaltamos el coche de línea.

—¿Y cómo se comportaba?

—Ya te lo he dicho: con huevos.

—Pero no caía bien a los comandantes.

—Porque era diferente. Repito, un condotiero. No era como nosotros, que íbamos con la Idea encima. Actuaba, no trataba de convencer. Yo le decía eso de que la propiedad es un robo y él contestaba: «Pero si nos hemos llevado la paga de los obreros de las centrales. Somos ladrones, no combatientes». Y luego, en los ratos de esparcimiento, me decía que todo eso de que la anarquía era el orden y el caos, la armonía, no dejaba de ser una contradicción. Que eso de Dios y del Estado está muy bien, pero lo que había que hacer era evitar que no nos matasen.

—¿Recuerdas sus últimos momentos?

—Nosotros ya andábamos por otras zonas. Hubo muchas caídas. Solo vuestra partida estaba intacta, lo cual infundía bastantes sospechas. Luego nos informaron de que vino el equipo de rescate, pero no para evacuarnos a nosotros, sino a los Fusilados. Y me contaron que se lo cargaron porque él quería seguir en la batalla. Ya sabes. Lo habrás comprobado después: liquidaban a los disidentes. A Gafitas le dieron matarile. Fue una puta purga.

—Pero tú no lo viste.

—No. Pero conocía sus métodos.

—Nadie le vio, ni vivo ni muerto.

—Nosotros seguimos después de vuestra retirada. Nos dijeron en el extranjero que Gafitas no estaba entre los evacuados.

—Eso lo sé de primera mano. No iba con nosotros.

—A nosotros nos acusaban de matar obispos, pero nunca quisimos la dictadura.

Pienso que todo eso de incendiar las iglesias, matar los frailes, incautar las patenas tampoco es para presumir. Incluso en las partidas contaban cosas espantosas de los anarquistas, de las iglesias saqueadas y convertidas en fraguas o corral de ganados. Los vencedores de la guerra y los frailes en los ejercicios espirituales describían con toda clase de detalles cómo se presentaban en los pueblos pistoleros, furiosos de sangre, los cuales, guiados por gente de otros pueblos, asesinaban enemigos en las afueras de las villas. En el libro prologado por el obispo que nos hacían leer, narraban cómo, al ser ocupado el pueblo por los milicianos, el vecindario amparó a los religiosos, que se vistieron de seglares, y los milicianos destrozaron el órgano, quemaron el eccehomo. Luego llegaron los otros que vigilaban los libros porque decían que socavaban los principios básicos en los que se asienta el orden social. Nos alertaban sobre la corrupción de las inteligencias por obra de los sembradores de ideas, contra los periódicos, revistas, hojas o panfletos que trataran de socavar la religión verdadera. «Se prohíben —explicaba el libro— las publicaciones que con burlas o caricaturas atacaran los fundamentos de la religión sobrenatural, los libros que describen o narran cosas lascivas u obscenas». Decían que Voltaire era un monstruo, que procedía de una naturaleza ávida de placer, y al final aquel impío vino a morir desesperado después de haberse convertido aquel mismo año y de haber hecho su retractación. Pero luego me vienen a la memoria cómo nos quitamos de en medio a pobres guardias civiles que dormían como nosotros en los pajares, tenían sabañones y pasaban hambre como nosotros.

Según el anarquista de la garrota, los delatores bien pagados, en plena hambre, y las infiltraciones de la brigadilla en las partidas fueron diezmando el foco de resistencia. En los últimos tiempos ni siquiera hubo detenciones. Había una orden secreta que, traducida, sería algo así: «No habrá prisioneros a menos que haya testigos sospechosos».

Ese hombre un día fue una verdadera feria en las acciones de atracos y secuestros, pero tenía muy claro que ellos, los anarquistas, no habían servido a ningún Estado, ni siquiera al Estado obrero.

Antes de irme, le pregunto:

—¿Has oído el nombre de Bernardino últimamente?

A Bernardino sí que lo conoce.

—Dicen que murió.

—¿Murió o lo mataron?

—No se sabe, porque después de decir que había muerto en la choza y que se lo habían comido los perros salvajes, resulta que lo han vuelto a ver.

—¿Alguien vio el cuerpo?

—Nadie.

—¿Tú que piensas?

—Ya sabes que no soy creyente, pero con Bernardino no sé qué creer. Dicen que es el mismo diablo.

—Eso lo dicen porque se follaba borruchas.

—Pasaron cosas extrañas, no se fue con los del equipo del rescate, y después ni lo mataron ni lo hicieron preso.

—¿Insinúas que era un topo?

—Yo no digo eso, digo que no lo tocaron. Nunca pisó el maco.

—Porque no lo apresarían.

—¿Qué dices? El general quemó el monte, lo rastreó chaparro a chaparro. No se libró ni Dios. No sé qué pensar del destino de Bernardino.

—¿Tú tienes alguna teoría?

—No te ofendas, pero yo pienso que en vuestra partida había infiltrados.

—¿De quién sospechas?

—No lo sé. O tal vez es que Bernardino es realmente un demonio o un duende.

Hace tanto tiempo de todo esto que ni siquiera tengo un criterio de quiénes pueden ser los topos o los traidores.