X. El Partido de los Fusilados

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EL PARTIDO DE LOS FUSILADOS.

Aqui siguen la aldea y el caserío, entre la niebla y el color casi violeta de la tarde, donde jugábamos al fútbol con la vejiga del gorrino después de la matazón. Allá ,mucho más lejos ,el campamento donde aprendíamos dialéctica. Filosofía de la praxis, decía Grande. A nosotros aquello nos sonaba a chino.

Cuando estuve en el agujero de riscas de Valdecabras vi algunos muertos y participé en acciones donde cayó gente herida. Descubrí cómo se mueven los ahorcados y cómo suben las hormigas en hilera por las botas de los fusilados.

Nunca entendí por qué se ahorcaba en vez de fusilar. Me dijo Gafitas que era una ejecución que atemorizaba a los campesinos. «Hay muchos chivatos desde que a los guardias los ascienden, les dan cruces, les dan dos duros más de sueldo al día, además de las quince pesetas que ganan, y hasta los premian con cincuenta mil pesetas por cada uno de los nuestros que maten. Han empezado a matar a los enlaces o a los simples simpatizantes para cobrar y la gente de los pueblos, cada día más asustada, nos traiciona».

Decían traidores a los que tenían que sobrevivir, a los que estaban amenazados por dos clases de fusiles, entre dos abismos. No era traición, sino supervivencia.

Cuando un general se puso al frente de las contrapartidas, prendieron fuego a algunos pinares, quemaron tinadas y hasta rebaños, aplicaron la ley de fugas y también ahorcaron a un cabrero vestido como nosotros. Era el signo de los tiempos. Habían ahorcado en los campos de concentración y siguieron ahorcando después de los juicios. Los mariscales de todos los frentes explicaron que el ahorcamiento era tan eficaz como el fusilamiento.

Los de la Memoria no dicen nada de los ahorcados: los han borrado de los archivos. Pero yo vi cómo colgamos a un enlace llamado Eustaquio. Antes de caer de la soga se orinó. Era la justicia de resistencia, la táctica de matar antes que morir. Al que lanzó el lazo le llamaban Zurdo. Era de uno de los pueblos del llano. Gozaba matando. La ideología era su coartada. Yo no encontraba suficientes argumentos en las charlas de Gafitas o de Grande. No es que me hubiera creído lo de «No matar» que decía don Toribio, el cura, porque nosotros o matábamos o moríamos. No teníamos otra salida. Pero los de la Memoria no dicen nada de los ahorcados. Tienen la inmensa suerte de ser inocentes. La mayoría de ellos militan en el pensamiento correcto, no han matado nunca ni siquiera a un pollo. Yo vi ahorcar y fusilar, e incluso fusilé y ahorqué. Soy culpable no solo de haber matado, sino de haberlo justificado, porque no hay ninguna justificación, ninguna teoría que autorice a saltarle a nadie la tapa de los sesos. Yo no tenía otro camino. Ésa es mi única justificación. Solo soy culpable de no haberme escapado, pero ¿adónde iba a ir? Habría acabado herido o hambriento en cualquier cuartelillo.

El encuentro definitivo de mi vida fue con Grande. Aunque nunca me cayó bien ni yo a él, me dio algunas lecciones para intentar que comprendiera por qué matábamos.

Yo nunca sentí placer ante una agonía, fuera nuestra o del enemigo, como sintieron otros. Pocas veces vi morir a alguien como un héroe. Todos se fueron del mundo entre sollozos, ronquidos, gritos y llantos. Por estas razones, este viaje es un regreso hasta los muertos, al lugar donde tan poca gente sufrió tanto. Cuando paseo, en absoluto silencio, junto a Irene, que se ha puesto una pasmina preciosa, siento que las sombras de los que fueron mis amigos van acompañándome. A ella le cuento el final de mis compañeros:

—A algunos se los comieron los buitres. Otros fueron enterrados en fosas.

—¿Eran mayores o jóvenes?

—Una mezcla de veteranos con el pelo blanco, que ya habían estado en guerras y en campos de concentración, y de jóvenes, ni siquiera mozos, de estas aldeas.

—Nunca hablas de los sufrimientos de los guardias.

—Les teníamos miedo. Eran el enemigo.

Irene ha visto el informe de las cuadrillas y de su final. Dice que tienen razón los que quieren abrir las fosas y airear la historia.

—Creo —dice ella— que a todos se les negó la dignidad de la muerte. En las guerras antiguas, a los héroes se les enterraba junto a las armas que usaron en la batalla. Aquí se les enterró a todos en secreto.

—Se les trató peor que a perros o a caballos. Claro que recuerdo también cuántas ferocidades se hicieron con los guardias, que pasaban el mismo frío y hambre que nosotros, que estaban de noche y de día, a quince grados bajo cero, sin ropa adecuada ni suficiente.

Le enseño a Irene el camposanto donde está bajo una sencilla cruz mi madre, aquella bella mujer que era capaz de ir y volver andando descalza a la ciudad, con el hábito marrón, para arrodillarse ante la Virgen del Carmen. Huele, como entonces, a espliego. Irene me recuerda, en este momento, que la ausencia de familia tiene sus ventajas y que el individuo que no se independiza pronto del grupo familiar para luchar por sí mismo nunca desarrolla la personalidad. Recorro paseando la chopera de mi aldea. Intento repetir mis propios pasos por el camino que va de mi casa a la central, los pasos que daba para cruzar el pequeño puente del canal que me llevaba hasta la escuela. Ya no está el cajón, que yo pilotaba a media noche para pasar de orilla a orilla a los cabreros, a los guardias o a los hombres de las partidas. Algunas veces por el cajón cruzaron los guardias muertos. Era la única manera de pasarlos por el río sin tener que dar una gran vuelta hasta el puente.

Los primeros muertos que yo vi fueron dos pastores del mismo cabrío. Los habían ahorcado por llevarnos al campamento de Valdecabras unos paquetes de tabaco. A uno de ellos le colgaba una de las abarcas y al otro le picaban las urracas en la cabeza. Los dejaron unos días cerca de los juncos donde había más nutrias. Era un aviso a la población. Desde entonces vi muchas veces hombres muertos, en ocasiones con los buitres rondándolos. Parecían espantapájaros. Lo de la desbaratada postura de espantapájaros inspiró a Bernardino su primera acción, en la que yo participé solo como punto de apoyo. Si los guardias habían colgado a los que consideraron amigos de la partida, él no colgaría a los guardias: los atravesaría con una estaca. Esperó a una pareja con capa, no como las que solían llegar a la sierra en camionetas, que iban ataviados de soldados. Una vez que los compañeros dispararon desde la tinada donde se escondían, los guardias cayeron al suelo, Bernardino se acercó y los remató. Después los cargó sobre una mula y los llevó hasta un melonar a mitad de camino entre el pueblo y la aldea. Los atravesó con dos palos de roble, y lo hizo con absoluta naturalidad, como si estuviera desollando liebres. Los dejó entre las matas de melón. Éstos sí que parecían espantapájaros.

Los niños que desde los caseríos iban a la escuela lo anunciaron a los compañeros. A la hora de comer, entre la clase de la mañana y la de la tarde, los escolares se acercaron al melonar, donde vieron que no eran espantapájaros, sino guardias muertos. Les subía por las botas una hilera de hormigas. Los grajos se posaban en sus hombros inclinados.

Así empezó el juego de los ahorcados. Si los guardias colgaban del pescuezo a un resinero o a un cabrero porque le acusaban de haber llevado víveres a los de la partida, nosotros respondíamos haciendo lo mismo con una pareja, un recaudador de contribuciones, un forestal al que se le relacionaba con chivatazos.

A mí todavía no me correspondía fusil, pero ya había estado en el asalto a un tren que tuvo que detenerse porque pusimos una gran piedra en la vía más allá de Chillaron. Yo iba persona por persona con un arnero en la mano, poniéndoselo delante de la cara a una señora mayor muy pálida, a un canónigo con los botones colorados o a unos estudiantes que dejaron los relojes de pulsera.

El hijo del Capador y yo, además, buscábamos leña para el fuego y preparábamos pucheros para que almorzaran los compañeros. Un día amanecimos con un nevazo que nos llegaba a las rodillas y nos ordenaron que encendiéramos la fogata, mientras un par de muchachos se fueron a la tinada más cercana y trajeron un cabrito. Bernardino lo mató, lo desolló y lo cuarteó. Como no teníamos ajo, lo freímos con vino y tomillo. A veces permanecíamos algunos días y noches en el campamento, metidos en cuevas de piedra. Pero la mayor parte del tiempo huíamos. Ésta era nuestra manera de luchar, escapándonos siempre. Veíamos asobinados en la nieve cómo los campesinos iban con mulas y burros hasta los molinos llevando trigo y recogiendo harina. Gafitas nos enseñó que no solo el enemigo puede ser un pastor, un forestal, un guarda, sino un ruido, una estampida. A veces nos acercábamos a las tabernas de los pueblos donde los hombres jugaban al burro. Gafitas los interrumpía y les daba algo de teórica. No hablaba de construir sueños ni hacía conjeturas en el aire, sino que planteaba los problemas como los agricultores organizan la siembra.

Otras veces secuestrábamos al mayoral y al dueño de un rento y pedíamos por ellos un rescate, que nos dejaban en una roca o una sabina. La disciplina era durísima. Las caminatas, interminables con el petate a cuestas. En un pueblo de los más altos de la serranía vi por primera vez a un tribunal popular presidido por Grande. Sacaban a la gente como en las sacas. Las llevaban al lado del pilón donde bebían los caballos y se les leían las acusaciones, donde siempre sonaba la palabra traición. Empezaban a bajar cadáveres por el río, y ya no se sabía quiénes los habían ejecutado. Los aldeanos presenciaban con gusto los fusilamientos. Luego ayudaban a arrojar a los muertos a las zanjas. Nos contaban los compañeros más veteranos que lo peor era caer en manos de los guardias, y a lo que más temían era a los fusilamientos simulados, porque unas veces lo eran, y otras no. Grande siempre decía: «Esto está plagado de traidores, pero hay que saber distinguir. Solo leña al enemigo. Al amigo no hay que quitarle el cabrito, sino pagárselo». Pero como me reconocería Bazoka en el prólogo de este viaje, nunca logramos las simpatías de la población. Nos atendían y nos daban comida solo por miedo. El hombre del campo que se cruzaba con la partida estaba condenado. Era como si no quisieran que nadie vivo supiera que había hombres armados entre los cerros. Gafitas, con su sonrisa fina y helada y sus bigotes de gato, nos contaba que habían empezado a organizar las contrapartidas con voluntarios: «Se disfrazan de mendigos o se visten como nosotros, con las mismas armas. Se llaman brigadilla. Dan palizas de muerte y aplican la ley de fugas».

Esteban Estrabón, que se ha sumergido en los archivos unos días, vuelve hasta donde estamos Irene y yo. Me mete la grabadora en la boca. Quiere saber más cosas de Grande.

—Grande era grande, el jefe, ya te lo dije.

—¿Siempre fue el comandante?

—Siempre. Fue uno de los pocos que sobrevivieron al mando de la partida.

—¿Siempre con el mismo apodo?

—No era apodo. Siempre tuvo el mismo nombre, a pesar de ser el más buscado. Nunca se puso un alias, un nombre de guerra. «Me llamo Grande», presumía. Muchos años más tarde, cuando los responsables del aparato no querían recordar que los hombres de la sierra habían matado a algunos alcaldes y habían secuestrado hijas de ricos para exigirles miles de duros, Grande solo contaba lo que podía contarse. No digo que colaborase en la campaña de ocultación sistemática de las acciones de los hombres del monte, pero no era la persona que yo tenía que ver antes de este viaje.

—¿No se caían bien?

—Sabía que no soy un traidor, también que era el último en dejar las posiciones cuando nos matábamos unos a otros en las torcas.

—¿Por qué no fue a verlo?

—No fui a visitarlo porque no coincidiríamos en los artilugios de la memoria. Pasados tantos años no tengo la versión de él sobre aquella aventura que consistía en meter filosofía alemana en latas de sardinas y dársela a unos campesinos que, si creían en algo, era en un señor que mandaba matar hijos detrás de una zarza. Que en realidad solo peleaban por las lindes.

—¿No está de acuerdo con la táctica que siguieron?

—No. Con la pistola en el sobaco se intentó cambiar una biblia por otra, sermones por sermones, pasar de contar los prodigios en los que las garrotas se transforman en culebras a hablar del hombre nuevo, de la industria algodonera entre los troncos que bajaban los gancheros. Peleé cuando llegó mi hora.

Nos detenemos en una posada rural. Irene está feliz. Su rostro sonriente parece iluminado. La posada es una antigua casa de labor, de muros de piedra muy anchos. Tomamos una cerveza en la cafetería.

—¿En qué has cambiado? —me pregunta de pronto.

Hace preguntas de niña en la edad de los porqués. Estrabón apunta lo que digo en un cuaderno.

—No tengo nada que ver con aquel chico de pantalones cortos —le digo.

—Algo tendrás de entonces —insiste Irene.

—Me queda la desconfianza. Sigo siendo, como entonces, escurridizo. Por eso me salvé. No me fío ya de nada. He visto cómo se cortaron pescuezos por cosas que parecían ciertas, decían que incluso científicas, y resultaron equivocadas.

—Pero no me digas que en aquel tiempo no te sentías un héroe con una pistola, dueño del monte.

—No. Nuestros paisanos nunca nos vieron como héroes.

A Estrabón le interesa saber más cosas de Grande.

—Era seguramente el revolucionario perfecto —le digo—. Pero nunca le gusté. Ya me trataba como un ex antes de serlo.

—¿Como un kapo?

—Como un kapo, no. Me vio pelear. Una vez pasamos por el edificio de la Lubianka y se me ocurrió decir: «Aquí también torturaban». Me miró con desprecio. Luego visitamos el parque de Pushkin y la iglesia de San Basilio acompañados de dos chicas armenias, con gorros de astracán o de conejo. Le dije: «Nos están siguiendo». Y después de acostamos con ellas, comenté: «Nos han grabado la conversación». Me acusaba de loco. No se fiaba de mí porque yo no llegué a la cuadrilla desde la ideología, sino para sobrevivir. La mayoría de los que conocí después en el exilio se educaron en colegios de pago. Lo mismo Grande que Bazoka eran revolucionarios puros. Eran del pueblo. Fueron combatientes de la nieve, oficiales de la academia del frío. Estuvieron pegando tiros durante sesenta años. Se fueron de casa sin una muda, sin un cepillo de dientes. Ni agonizando dejaron de ser leales al Partido de los Fusilados. Ni muertos hubieran desobedecido. Grande se pasó la vida obedeciendo, con bombas de mano y en las trincheras. Fue el jefe de la evacuación, y lo hizo a la perfección. Nos llevó sanos y salvos más allá de la frontera.

¿Qué ha pasado después? ¿Para qué combatimos? Los bancos han sustituido en su lujo y magnificencia a las iglesias. Son las nuevas catedrales, con las pinturas más caras de los maestros internacionales. Los leopardos se convirtieron en gatos.

Irene me conoció en una estación, donde nos recibieron con champán. Nos esperaban coches con cortinas oscuras y ella era traductora.

—¿Qué queda aquí de todo aquello? —dice el mulato.

—El Partido de los Fusilados ya casi no existe. Acaso sobreviven algunos jubilados, a los que se les nota su militancia porque tienen el cabello más blanco que el resto. Hace años se hablaba de ese partido como el de los héroes. Muchos fueron derrotados; la mayoría, fusilados o encarcelados. Algunos sobrevivieron pasando clandestinamente la frontera. Sus nombres se han olvidado, y además eran falsos. Se llamaban cada mes de una manera. Pero hoy nadie recuerda sus aventuras. Incluso los mismos supervivientes tratan de quitarle importancia. Todo acabó cuando el padrecito que fumaba en pipa y tenía viruelas en la cara dio la orden de retirada. Hubo cambio de táctica.