VIII
EL RECLAMO
Si Irene, el cowboy y yo hallamos después de este viaje a Gafitas, será un montón de huesos secos, y es una lástima no encontrármelo vivo para decirle que a mí no me mataron, ni me apresaron, ni me hirieron, ni me interrogaron, ni me torturaron, ni me domesticaron, porque mi padre era un cazador furtivo. Aprendí de él que el zorro es el animal más listo de la tierra y sabe atacar y huir.
Gafitas nos contaba que la lechuza era la sagacidad y el silencio, pero mi modelo era el zorro. El propio Gafitas me enseñó que el zorro era el emblema de Maquiavelo. Insistía en la inteligencia de la lechuza. Pero el zorro no se dejaba coger nunca.
Gafitas nos intentaba convencer de que es preferible morir a ser apresado. «Hay que dejar el último tiro para uno mismo antes de que lo acribillen o lo hagan preso», decía. Una vez le vi en unas fotos con bigote de gato, botas altas y una venda en la cabeza, entre hombres flacos y médicos de batas blancas. Aquí, en estos cerros, nadie lo retrató en los papeles. Sus compañeros eran hombres achaparrados, gañanes y carreteros, de pana y abarcas. A todos les decía lo mismo: «La última bala para tu cabeza antes de chivarse, aunque te degüellen». A mí no me apresaron, ni tampoco a Bernardino, que, según creo, estará ya observándome desde alguna cortina de sabinas. Los dos aprendimos de la raposa.
El zorro, tan esbelto, tan bonito, tan secreto, es capaz de caminar por una vía de ferrocarril para que el humo del tren borre después su rastro. Sabe hacerse pelota para disgregar los ganados. Bernardino, los de la cuadrilla y yo mismo, donde había peras, cogíamos peras, donde había gallinas, gallinas y peras, y si no había gallinas ni peras, nos llevábamos la miel de los colmeneros valencianos. A mi padre lo mataron, pero no lo apresaron. Le dispararon como a una liebre, lo mismo que al Capador, el del silbo. Éramos aún más predadores que los de la cuadrilla que vinieron de lejos. Ellos venían con una idea. Los que habíamos nacido en la sierra aprendimos a no arriesgar. Lo mismo que el zorro, huíamos y nos burlábamos de los fusiles con ojos de los guardias. Casi siempre burlábamos a los que nos acosaban. Y así seguí en las ciudades, a las que no diferenciaba del monte, y en las fronteras, como si fueran lindes, mientras que al gato con botas y gafas, a pesar de su desconfianza y experiencia, posiblemente lo mataron los verdugos o los hermanos. Nunca me sentaron en un banquillo, delante de jueces vestidos de curas. Estuve en muchos países, asistí a muchos mítines, reuniones y manifestaciones. Sin olvidar que estaba en la huida desde que mi padre dio las últimas bocanadas en una acequia entre cardos con flores. Acompañé a agitadores de bulevar y de pedrada, falsos guerrilleros de guardarropa, jóvenes airados que comían paté y fueron objeto de culto. Me metí entre indígenas encapuchados. No hay fronteras para la desesperación. Ni me cazaron, ni consiguieron hacer de mí ni un reaccionario ni un traidor, tan solo un ex, uno que sabe de qué fueron las cosas. Y por eso los dinosaurios me excomulgan. Solo soy un hombre que duda, que anda siempre sigilosamente porque pueden venir detrás unos enemigos o los contrarios. Aunque lleve los papeles en regla, siempre estoy en la clandestinidad. Sé moverme en la charca de la mentira y de la demagogia. Visité pueblos que no eran los míos. Dormí entre víboras, más en la ciudad que en los cerros, pero no lograron destruirme. Disparé sobre otros hombres. Algunos inocentes; tal vez todos inocentes. Y ahora tengo más pesadillas despierto que dormido.
El cowboy mulatón sigue con su grabadora. A veces consigue algunos fragmentos de mi monólogo constante.
Pregunta de pronto:
—¿Cómo resumiría su vida?
—Como un error. Empezamos defendiendo a los obreros que ahorcaron y acabamos defendiendo a un asesino.
El nieto de la Brigada Lincoln aún tiene creencias y dice:
—Creían en la electricidad aunque diera calambres.
—Pero el sueño se ha disipado. Al final de la utopía había un campo de concentración. No encontramos los planos del paraíso. Desde que las hilanderas hicieron la huelga para lograr las ocho horas, nació una idea para sustituir a lo que había. Pero al final volvieron los reyes y los popes.
Se interesa por nuestro modo de vida. Le contesto:
—Nuestra tierra feroz no daba más que palomas y truchas, nutrias, nieve y espliego, hongos y leña, cangrejos y cagarrias finísimas. ¿De qué iba a vivir un jornalero? ¿De las cuatro pesetas que pagaban en la central hidroeléctrica? Vivíamos de la caza, como habían vivido nuestros antepasados. Aún recuerdo lo que me daban en el mercado del agua: por una perdiz, dos pesetas; por un conejo sin tripa y con las patas cortadas, cuatro. También llevaba setas y espárragos. Cuando caía una, era mi padre el que bajaba al mercado. Podía sacar hasta ochenta reales por la piel de una de ellas. Llegaba en la bici después de ir a buscar las piezas y comer migas con conejo.
En aquel tiempo el máximo elogio que se podía hacer de un muchacho era zagal o zorro. A mí me llamaban las dos cosas. Cazaba de noche como el zorro en compañía de mi padre y me decían zagal porque me encontraban bien parecido. Aunque huele mal y su piel no vale gran cosa, el comportamiento del zorro es el que debe seguir un furtivo: no caer en las trampas, cazar de noche, actuar en solitario, tener la nariz tan larga como la vista, vigilar el crepúsculo, pasar la vida en los mismos lugares siempre. Como los zorros, los tejones y los jabalíes, no comprendíamos que el monte perteneciera a los extraños los domingos y fiestas de guardar, cuando se abría la veda. Creíamos que el río era nuestro, y también las moreras, las viñas, los cerezos silvestres y las higueras. Pero no eran nuestros. Pertenecían a los que los campesinos de los chozos y los perreros saludaban con las boinas en las manos. Nunca vi a mi padre despojarse de la boina. Lo recuerdo como si fuera hoy: a un lado los dueños de la central; enfrente, los empleados con las gorras en la mano, algo encorvados, casi sin palabras.
Vuelven a mi recuerdo, a medida que me voy metiendo en el paisaje, las piquetas de los gallos, los aromáticos tomillos, las matas de espliego, el estruendo de las rehalas. Ojeadores a sueldo, galgueros que durante la temporada eran remasadores, halconeros de puños de cuero, mozas que les hacían las migas y el morteruelo. Toda la picardía heredada, el ingenio de los tramperos, servía para burlar los tricornios y a los guardas y llevar algo a casa para guisar, o al mercado para vender. Desde que gateábamos, salíamos al alba a recoger los cepos que se habían puesto al atardecer del día anterior o a acompañar a los padres a matar conejos con la escopeta de un solo caño. Conocíamos los más frescos cagarruteros, las madrigueras de pisadas más recientes.
Éramos ladrones de nacimiento. Volvíamos a la aldea con el morral lleno de cepos, de dos costillas, con ballestas de acero que pedíamos a ciudades del norte, en cartas que nos dictaban los padres que no sabían escribir. Había dos clases de cepos: los de costillas grandes y los de acero blanco, limpísimos, y que solo cogían las patas y no la cabeza. No nos gustaba que los conejos, las liebres o las garduñas se quedaran mutiladas y ensangrentadas. Era mejor el cepo grande que los atrapaba por la cabeza, pero abultaba mucho en los morrales. Los de aros grades mataban a los bichos, así que no sufrían. Si los de los tricornios venían, lo primero era tirar los cepos, nuestro instrumento de trabajo. Había que vigilar a los guardias, a los forestales, a Mala Leche y a algunos ricos del pueblo que también cazaban con los que llegaban de la ciudad.
En un solo día cruzábamos dos veces el río, y por la noche muchas veces, cada vez que los pastores y los hombres de las cuadrillas nos silbaban desde el otro lado, lo cruzábamos con el cajón, que era una nave interplanetaria pintada de rojo, una jaula al aire, a la que a veces, en las grandes crecidas, acariciaba el agua turbia. Entonces se convertía en una nave en medio del turbión y la oscuridad de la noche. Íbamos y volvíamos a la escuela, y al atardecer acompañábamos a nuestros padres a poner las trampas, hurgando en la tierra, debajo de las cagarrutas, para introducir el cepo. Luego acariciábamos con cuidado la tierra y quedaba tersa en los verdines de la puerta de las tinadas o bajo los grandes robles.
La fina y misteriosa sonrisa de la Solé vuelve a mi cabeza. Tal vez se me note en la humedad de los ojos, bajo las gafas, porque mi mujer me pregunta:
—¿Qué te pasa por la cabeza?
Paro un momento el coche, junto a la cuneta, cerca de la cruz de piedra donde el lagarto nos daba los buenos días cuando íbamos a la escuela con las tozas y las carteras. Una vez, un viejo exiliado, al oír un reloj lunar junto a una catedral gótica, me dijo: «En nuestras tierras el crimen se inició antes de que Caín utilizara la quijada de asno. Mataron los reyes a sus propios hijos, mataron a los papas, a los obispos, se utilizó el veneno y el puñal, la daga, la pistola y la cal viva. Las cruces de piedra están en las encrucijadas de los caminos, en las cunetas y en el centro de las plazas, escritas con sangre».
Irene entiende mis abstracciones y silencios, mi mirada perdida. De pronto, aprovechando una corta ausencia de Esteban, le digo:
—Pienso en una chica.
—¿La querías?
—La queríamos todos.
—¿Y qué fue de ella?
¿Y qué fue lo de la Solé y lo de Bautista, sino una cacería? Una cacería en la que no estuvimos nosotros, sino los guardias, que dejaron las camionetas de lona, muy lejos de las casillas, y se acercaron de noche, o al amanecer, con pies de goma. Fue una espera al reclamo, con un plan trazado por el hombre más malo del mundo, al que le decíamos Mala Leche.
—La historia de Solé —le comento a mi esposa— nos hizo mayores cuando aún éramos niños. La queríamos. Estábamos orgullosos de ella, de lo bien que bailaba, de cómo iban a sacarla los forasteros en las fiestas del Cristo.
La noticia llegó incluso a los pupitres de la escuela de don Juan. «Dicen que a la Solé le han hecho una tripa». Los del caserío no entendíamos la expresión y me lo aclaró el Manco:
—Que se ha quedado preñada, chorra.
—¿De quién?
—Qué sé yo.
El Manco, en la mecedora, con un libro viejo y un pañuelo que escondía porque tenía escupitajos de sangre de tísico, el único que en aquel tiempo me trataba como a una persona mayor, me dijo:
—No hagas caso. A lo mejor son hablillas.
Pero los del pueblo, para jodernos, insistían: «A la Solé le han hecho una tripa». Todos sabíamos que era virgen porque eran vírgenes todas las chicas. En esta sierra oscura y verde se daba entonces mucha importancia a la integridad del himen, lo cual no dejaba de ser una tontería, porque la rotura del virgo no ocurría solo por conjunción carnal, sino por montar en burro o en bici, por hacer esfuerzos físicos, llevando la canasta de masa en la cabeza, acarreando o segando. La virginidad, incluso en los viejos tiempos, es de difícil demostración, pero el caso es que entonces la noticia de que a la Solé la habían desflorado cayó como un rayo. Quitarle el virgo a una moza era un asunto trascendental.
Cuando paso, tantos años después, por la casilla de Angustias, donde vivía su hija, la Solé, veo la puerta cerrada. Angustias habrá muerto y nadie habrá sabido nunca nada más de su hija. En los viejos tiempos, Angustias, la curandera y partera, dejó de recibir gente. No veíamos a la Solé y empezó a sospecharse que había huido a la ciudad, como solían hacer las mozas de los pueblos cercanos. Cuando se quedaban preñadas, emigraban para ser criadas o planchadoras y esperaban a dar a luz para meter al niño en la inclusa.
Cruzo por delante de las dos casillas, la de Angustias y la de Mala Leche. Sale humo de las dos entre las tejas renegridas, lo que significa que alguien vive en ellas. En aquel tiempo las dos casillas estaban malditas. La de Angustias, porque la visitó la muerte; la de Mala Leche también recibió la visita de la muerte, pero además era el enemigo, el chivato, el que vendió a Bautista, aquel hombre pelirrojo, como los profetas de la historia sagrada, al que, con los ojos centelleantes, vimos un día, por fin, cantar con el acordeón una copla en la que decía «en pie, hermanos de la miseria, acabemos con las fronteras». Unos años después, cuando yo me fui a la sierra, me contaron quién era el padre de la criatura. Era el que habíamos conocido un día de fiesta.
Esteban Estrabón sigue su interrogatorio. Me pregunta cuándo vi por vez primera a Grande y a Gafitas junto a Bautista. Le digo:
—La primera vez que vi a los hombres con pistolas no estaban ni Grande, ni Gafitas, ni Bazoka.
Y sí estaba Bautista. Me dijeron después que era un cangrejo. Entonces comprendí que en las partidas también había clases: unos eran los buenos, los auténticos, y otros, los que andaban hacia atrás. Bautista y los suyos entraron en el pueblo a la hora de la procesión, esperaron a que metieran el Cristo en la iglesia, y nos reunieron a todos en la puerta del templo. Repartieron latas de sardinas y libras de chocolate. Después, Bautista se sentó en un poyo y tocó el acordeón. El pelirrojo sonriente sabía tocar. Cantó desde la larga barba azafranada, con acento extranjero. Llevaba gafas y tenía empaque de señorito.
—Era un buen tipo —me contaría Bazoka en el hospital—. Tocaba muy bien el acordeón y llevaba en el macuto más libros que bombas. Venía de los países del hielo. Cangrejo, pero cabal. Siempre sonriente. Le decíamos Bautista porque parecía un profeta o un mosquetero. Le gustaban las mujeres más que el vino dulce. Distinguía los cantos de los pájaros. No tenía mal genio como nosotros. Parecía un sonámbulo. Jamás conoció el miedo. Comía con tenedor y cuchillo en pleno monte, y antes se lavaba las manos en la fuente.
Nadie de esta tierra de cazadores olvidará cómo acabaron con Bautista. Los cuquilleros utilizan perdigón para camelar a la perdiz, pero los guardias emplearon a la hembra. Solo se caza con perdiz en la época en que las hembras empollan y los machos andan libres y encelados. Ella no cantó en la jaula. Esperaba desnuda entre las sábanas a que llegara Bautista ardiendo. Fue al alba, a escondidas. Acudió y lo esperaban muchos fusiles. Cuando Solé quiso despertar ya estaba abatido, como ese pájaro que parecía pintado con los lápices de colores de la escuela. Se cazaba con jauleros o cuquilleros y con gloria, que eran unas pequeñas murallas de tomillos en las que se dejaban huecos y donde les esperaba el lazo. Los guardias se aprovecharon del celo de la pareja, pero no como suelen hacer los jauleros, que tienen un macho o hembra de su parte y esperan a que venga al canto la pieza que quieren cobrar. Ellos rodearon la casilla como si fuera una jaula. Cuando entró Bautista, lo acribillaron.
Entonces ella sí que se fue a la ciudad o al infierno después de echarle el alto a un camión de madera. A Bautista se lo bajaron desde las inmediaciones de la casilla en angarillas, porque hasta arriba no podían subir los camiones. No volvimos a ver la mata de pelo negro de la Solé, que nunca se recogió en moño o trenzas. Nadie vio nunca más a Soledad, a la que también le decían la Guapetona, que andaba como una reina mora cuando iba al horno, con la masa sobre la cabeza, y traía los panes dorados a la vuelta. Seguíamos el movimiento de sus caderas en el salón del baile.
—Era la moza más bonita —le digo a Irene—. Sonreía sin miedo, no como las otras, que decían de usted a los forasteros. Nadie sabía explicarse cómo, habiendo nacido en la casilla, parecía una reina. Nunca fue a la escuela como los otros chicos. Cuando cumplió veinte años, si iba a lavar al arroyo, o con la canasta de la masa al horno, la seguía el gorrino de san Antón. Angustias conocía todas las pócimas abortivas, pero no se las hizo tomar a su hija.
—¿Cómo era Bautista? —pregunta Esteban.
—Cerraba los ojos tocando el acordeón. Los de la cuadrilla tomaron el pueblo después de encerrar a la pareja en el ayuntamiento. No los mataron porque no querían estropear la fiesta. El baile estaba cerca de la plaza de carros para la vaquilla. Después de la procesión de moros y cristianos, Bautista se subió al tablado de los músicos y tocó un pasodoble que llegó a los pinares y a las vegas.
Ejecutó varias piezas y la gente empezó a bailar, incluidos los más viejos y los más pequeños, los que venían con Bautista con los fusiles colgados boca abajo. Nos dio un catecismo. El nuevo catecismo, decían. Pero estaba hecho del mismo papel oscuro y sucio del que estudiábamos en la escuela y en la iglesia.
Algunos años más tarde, Gafitas me confirmaría que Bautista no pertenecía al Partido de los Fusilados, ni tampoco el autor del catecismo, que se llamaba Felipe Carretero y que no era de los nuestros. Había otro catecismo, el auténtico, el de 1913, el de Eduard Bernstein, un escrito pedagógico, más aburrido que el de Carretero. En el catecismo auténtico se decía que el esclavo es vendido una vez para siempre y que el obrero debe venderse cada día e igualmente cada hora.
Le describo a Esteban Estrabón el destino del catecismo:
—En casa, mi madre, escondió el nuevo catecismo en un arca. Pero aún recuerdo algunos de los párrafos: «Creo en el Trabajo todopoderoso, roturador de la tierra, impulsor de fábricas y talleres, extractor del mineral en el fondo de las minas, con las naves, surcador de los mares. Creo en la Ciencia, que fue concebida por el estudio y desvelo de los hombres. ¿Cuáles son los artículos de nuestra fe? El primero, creer en un solo dios, El Capital, el segundo, creer que es trabajo no pagado; el tercero, creer que este robo está legalizado; el cuarto, creer que la unión es la fuerza; el quinto, creer en la eficacia de la asociación; el sexto, creer que la acción es beneficiosa; el séptimo, creer que existe la lucha de clases». También explicaba que la Humanidad fue concebida por la Naturaleza. Y nos invitaban a cambiar el padrenuestro por otro que decía: «Padre nuestro que gimes en la tierra, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en el mar, en el aire, como en el suelo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy y perdónanos la mala defensa que hasta el momento hemos hecho de él, así como nosotros perdonaremos a los capitalistas, nuestros deudores, lo mucho que nos lo han comido, y no caigamos en una mayor explotación por nuestras torpezas en defensa de nuestra causa. Líbranos de ese mal. Amén». También nos decían: «Señor mío, salvador y redentor mío, por ser vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas, me propongo firmemente nunca más faltar, olvidar ni incumplir los cargos que para la propaganda me fueran dados, y apartarme de los traidores que nos ofendieron. Os ofrezco mi vida, obras y trabajos en la defensa de vuestra causa. Amo a la Humanidad, amo al Hombre, amo a la Mujer, amo al Niño», o: «Burguesía, la ignorancia es contigo; maldita tú eres entre todas las tiranías que ha padecido la Humanidad y maldito es el fruto de tu régimen, en el que nos obligas a vivir». Los dos catecismos coincidían en una cosa que ninguno de los creyentes ha obedecido nunca: no matarás.
En la fiesta del acordeón, los moros y el catecismo, entre cohetes y ángeles, Bautista, el cangrejo, conoció a la Solé. Entonces yo descubrí que había varios catecismos, pero aún no podía comprender por qué los llamaban cangrejos a los compañeros de Bautista. Mucho tiempo después descubrí que había muchas clases de luchadores. Bautista sería un cangrejo, pero, como los otros, siempre vivió y caminó junto a la muerte y se acostó con ella. Cada facción de la cuadrilla tenía una concepción de la vida y de la lucha, y entre ellos estallaban las diferencias, que parecían a simple vista pequeñas, pero engendraban el odio. Los agitadores animaban las herejías, proyectaban en ellas sus rencores, eran idólatras, desconocían la duda.
Angustias, la comadrona, sabía sacar la lengua a las lagartijas para hacer sortilegios. Nos sacó de la tripa de nuestras madres a todos y luego nos curaba los males con anís de pepino, agua de Carabaña, madreselvas y clavelinas. Metía la lengüecita de las lagartijas en la boca de las novias para atraer al mozo. Tal vez Bautista llegó un día a la casilla con la disculpa de tener algún mal o pedir algún conjuro. En realidad iba a festejar a la moza más bonita de la comarca, la que mejor bailaba. Más tarde me contaron que se veían en la estación de Chillaron, donde Bautista se mezclaba con los ganados y los pastores y ella iba a vender escobas de esparto.