VII. La Palabra Del Pasado

VII

LA PALABRA DEL PASADO.

Irene y yo volvemos de Francia. En el regreso a la sierra hemos perdido la pista del mulato. Comemos en el ventorro. Ella ha escuchado en la televisión que están buscando huesos por todas partes.

—Hablan de que a los comités no les dejan buscar las fosas anónimas —dice—. Acusan a los que mandan de querer enterrar el pasado.

—No es verdad —le contesto—. Han hecho leyes para la recuperación de los restos.

Le explico que eso de reclamar los cadáveres ocurrió muchos años más tarde, cuando los chicos que no habían matado ni un piojo empezaron a buscar los esqueletos de sus antepasados o de los que los habían matado. Pero el muerto al que yo buscaba no pertenecía a ningún bando.

—No, Irene, nadie reclamó nunca los huesos de Gafitas. Se lo tragó el olvido, la burocracia, la corrección. Tampoco hubieran reclamado los huesos de Bazoka, ni los míos, por supuesto. Nosotros, ya te lo dije, estábamos fuera de la estadística. Que busquen, que busquen, como si pudieran reunir las cenizas de los cuerpos que se quemaron.

Hasta unos días antes de iniciar este viaje tampoco sabía nada de Bazoka y ahora lo he encontrado. Volvieron los compañeros, nos rescataron a los supervivientes y él se fue a otra guerra. Muchos años después, cuando murió el hombre pequeñito de culo gordo y hubo amnistía, estuvo tentado de volver, pero se enteró de que a los compañeros que se habían chupado cuarenta años de exilio no les daban ni siquiera casa o una pensión de mierda. Bazoka dijo que iba a volver su puta madre, y que él no regresaría hasta que le pusieran un batallón con banda de música en la estación. Otros, que se resignaron y regresaron porque no podían aguantar la melancolía, terminaron de chóferes de diputados, de guardaespaldas de jefes, de telefonistas o guardianes de los archivos. Los héroes sobraban. Se hablaba de olvido y de memoria con la misma hipocresía. En las conversaciones que tuve con algunos viejos compañeros, desperdigados en las ciudades del frío, nadie decía nada de Gafitas, que había sido junto a Grande el jefe casi legendario de la serranía.

La palabra del pasado era la palabra del oráculo, pero no todas las palabras o los hechos llegaban a los comités. Ya lo decía Gafitas antes de evaporarse: «Todos sueñan con dominar mediante las metralletas, desde la mesa de un café o de un comité. Como eso no es fácil, terminan recurriendo a la política». No todos los que lucharon antes o después habían muerto, pero vivían casi exiliados. Y el caso es que no había muchas vergüenzas que ocultar en un tiempo que no fue más que una sucesión de matanzas.

El inevitable Esteban vuelve, y con él la costumbre de beber y de hablar a la grabadora. Me pregunta por Bazoka.

—Estuve con él. Luego me contaron que murió a las pocas horas de dejarlo en Aubervilliers.

—¿Qué impresión le causó la última entrevista?

—Me dio algunas claves, pero fue disciplinado hasta el final.

—¿Bazoka era un dogmático?

—No. En el Partido de los Fusilados el dogmatismo dio paso a la democracia. En otros lugares la organización podía estar asociada a las purgas, a los ajustes de cuentas. Aquí no. Ya en aquellos años se hablaba de reconciliación y de olvido.

Muchos años después se activó la memoria. Dijeron que todo era para reparar olvidos y daños morales. Insistieron en leyes de espejos y cirios rotos, malvas y amapolas de cuneta, fuego fatuo. Decían que buscaban tumbas decentes para todos. No hay mármol para adornar tantos huesos.

Estamos almorzando en el ventorro. Algunos turistas que van a buscar los lugares encantados de la sierra comen ensalada y hongos. Ahí está el río que nace en un cerro con nombre de santo, a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, junto a afluentes que van solos al mar o al océano, según su capricho. Tal vez me engaño y en realidad he vuelto a mi tierra solo por el río. Para mí es algo que vive, el origen de mis sueños. Soy dependiente de esta fiera poderosa, que engaña con su apariencia de postal entre los olmos y los chopos y luego se desborda y mata todo lo que encuentra a su paso. Los hombres de la partida, que estaban fascinados por la electricidad y por el río, nos hablaron de los filósofos a la orilla del cauce.

Concretamente de Tales de Mileto, que hizo saltar chispas frotando una varilla de ámbar con un vestido de lana.

Canta una alondra, aunque no es su hora. Su hora es el alba, gorjea antes de los quiquiriquís. Cuando salimos del ventorro y llegamos al altillo que hay más allá del pequeño pinar, vemos el caserío o aldea donde nací. Les digo:

—Nos ha recibido la alondra, aunque es un pájaro huidizo que no vuela para que no lo descubran, sino que camina o corre, no tan recto como las perdices. Luego se oculta entre las matas de espliego y los tomillos.

Es del color de la tierra y no se acerca demasiado al río, donde saltaban las pajaritas de la nieve y los grajos. Ahí está el río que dividía a los resineros de los pastores, el que habla y se enfurece. El que nos traía troncos. En la chopera nacían violetas, en las colinas, espliego que segábamos y acarreábamos hasta los alambiques. Más allá, en el pinar, crecían entre las agujas de yesca los níscalos que luego vendíamos con los conejos en el mercado.

Esteban Estrabón quiere que le dé más detalles de mi entrevista con Bazoka.

—Bazoka —le digo— pidió a la enfermera que le trajera una chaqueta que le habían guardado. Sacó del bolsillo una brújula y me la dio: «Con esta brújula —dijo— nos movimos en la sierra, y nos guió en la evacuación». La brújula, que según nos contaba Grande, fue el primer prodigio de la electricidad, basado en el magnetismo. «En la ciudad griega de Magnesia —contaba— se hallaron unas piedras que se atraían entre sí». El agua y la electricidad, para aquellos hombres que luchaban en la nieve, era el signo del progreso. Energía cinética, oí decir por primera vez. Ahora, tantos años después, me cuentan que un satélite vigila de día y de noche el río para prever las crecidas. «Son satélites de baja órbita», me dicen quitándole importancia. La noticia me engancha porque me acuerdo de cómo aquel hilo verde se convertía en una enorme serpiente, en un demonio.

Con mi mujer, Esteban, el coche, un mapa y la brújula que me dio Bazoka antes de morir, sigo por los caminos de la sierra y por el río, que sigue siendo verde, como entonces, aunque de pronto se achocolataba, crecía cuando el afloramiento del hielo, bajaba dando zarpazos a la noche por encima de nuestros sueños, de nuestros proyectos y se llevaba parte de los huertos, los melones, los espantapájaros y algunas ovejas que pastaban en la ribera.

El río de nuestra niñez era verde, pero de pronto se ponía furioso y mataba. Corría por nuestras venas. Era parte de nosotros. Pasaba el agua por nuestro sueño, el rumor era un somnífero natural. Pesca y agua para comer y para lavarse.

El río es lo que queda de mi familia, forma parte de mis afectos y me ha transmitido códigos de conducta que limitan los bordes de la conciencia. El trote y las crecidas del agua fueron aprovechados por las centrales hidroeléctricas después de sujetar las aguas bravas en embalses. En su primer tramo discurre por dolomías rojas, por gargantas de rocas y muelas inverosímiles. Ahora está poblado de piscifactorías, y en las centrales hay pocos empleados porque se han sustituido por ordenadores. Se celebran concursos de piraguas que parten de la central y llegan a la ciudad; los palistas llevan chaleco salvavidas para cruzar un río que, en otro tiempo, si no había mucha riada, nosotros pasábamos nadando. En los vados recogíamos los gusanos para pescar truchas.

Otras veces, cabezotas, aunque las truchas, que también pasaban hambre, picaban incluso con el pan. Ahora los campeonatos de timón móvil los patrocinan las casas de refrescos. Rodeando la central está el bosque interminable, con su laberinto de piedras monstruosas, sus barcos de piedra sobre mares de madera y con las muelas cortadas por el cuchillo del tiempo durante siglos. En la hondura del valle discurre el río, verde, joven y pacífico. No parece que sea el mismo de las atroces riadas, cuando se lleva todo lo que encuentra en las riberas y se escapa por las vegas.

No me encuentro por el camino ni una tartana de gitanos, con sus caballerías atadas detrás, ni veo los alambiques del espliego o del aguardiente, ni buhoneros, ni guardias, ni tratantes, ni predicadores. Se oye el silbo de los mirlos y me los imagino haciendo los nidos como suelen, en forma de taza.

Cuando nos acercamos con el coche, desde la carretera de la ciudad al carril que va al salto, veo dos casas: la de Angustias y la de Mala Leche, arriba, en el verdín de los Castillejos, cuyas últimas riscas se juntan con las nubes. Compruebo que todo ha cambiado en el mundo menos la aldea donde nací y el pueblo donde iba a la escuela. Se ven menos cabríos. En las dos casillas hay antenas de televisión y no está tumbado a la sombra de la parra de Angustias el gorrino de san Antón. El animal recorría el mismo camino que nosotros cuando íbamos a la escuela y vivía de la caridad y de las sobras. Era un cochino vagabundo, pero al final de la caminata se refugiaba en la puerta de la casa de Angustias, la bruja.

Nosotros éramos cochinillos de san Antón. Vivíamos hocicando y corriendo de casa en casa. Vagabundeábamos en invierno y en verano. También nos daban comida las vecinas; pero nos diferenciábamos del cochino en que teníamos que ir limpios como una patena; los pantalones y la camisa remendados, pero eso sí, limpios, bien peinados y, si era posible, con tupé. Cuando el pelo crecía un poco, nos metían sin piedad la maquinilla.

Nos paramos entre los huertos y la chopera y compruebo que a las dos casillas no las ha destruido el tiempo; están igual que entonces, cuando éramos tan flacos y llevábamos pantalones cortos, íbamos a la escuela, acompañábamos a nuestros padres a robar cerezas y melones y éramos felices, aunque lo ignorábamos. Retozábamos como chivos entre los tomillos y no nos preguntábamos para qué y por qué estábamos en el mundo. Las preguntas existenciales llegaron después, cuando se oyeron los tiros y descubrimos que la pelea continuaba. Cogíamos endrinas gateando. Llevábamos la merienda a nuestros padres cuando tenían turno en el salto. Vivíamos en libertad como los demás animales del pinar y de la dehesa. Pero, de pronto, empezaron a preguntarnos adónde íbamos y de dónde veníamos, los perros no cesaban de ladrar y todo se tornó misterioso, la gente en los corrillos hablaba entre susurros. En los recreos, en vez de jugar con la pelota o la vejiga del cerdo, los chicotes contaban algunas cosas que habían oído en casa: «Hay guardias que se disfrazan de bandidos». «Unos y otros buscan escopetas sin licencia». «Llevan boinas y chaquetas de cuero». Los padres hablaban en voz baja. Las parejas de los guardias venían a la central hidroeléctrica más veces que antes y empezó a correr el rumor de que había hombres armados, aunque nosotros no los habíamos visto nunca. Pero estaban. No los veíamos, pero sentíamos su presencia cambiante. Nos contaron que tenían guías que iban por delante enseñando los caminos y los objetivos. Dormían en sacos. Me lo contaba el Manco, el que me enseñaba de todo mientras se mecía y escupía. Cuando yo era niño, le preguntaba por las lechuzas y la diferencia que tenían con los búhos y él me lo aclaraba mejor que el propio maestro:

—Las lechuzas no tienen orejas de plumas; los búhos, sí.

—¿Es verdad que sus ojos son los de los muertos?

—Eso son supersticiones.

También le preguntaba por los mastines de la vereda, por las águilas calzadas y por las cabrillas, ese enjambre de luciérnagas del cielo.

—Las cabrillas son las pléyades —me decía—. Se ven bien al amanecer, los hombres antiguos las llamaron las Siete Hermanas.

Me preguntaba por la escuela y yo le decía que los niños estaban hambrientos y que teníamos que escondernos para sacar del talego la tortilla, porque nos miraban con ojos de llanto. El Manco me decía:

—Eso no es nada comparado con el hambre de la ciudad. Los camareros de las pensiones se meten las croquetas en el bolsillo para después llevarlas a su casa.

Pero cuando ya iba creciendo y crecían los rumores de gente forastera que vivía y dormía en el monte sin ser pastores, resineros o forestales, me atreví a decirle:

—Esos hombres que se refugian en los montes llevan macutos, no morrales, como nosotros.

—Llevan macutos para la comida y las armas. ¿Es que los has visto?

—No.

—Si los vieras, es como si no los vieras, ¿entiendes?

—¿Y quién les da comida?

—La gente de los ventorros, los pastores.

—¿Y si no quieren dársela?

—Los obligan con las metralletas.

—¿Por qué se refugian en los cerros?

—Están huyendo. Son duros como el pedernal y no quieren caer presos.

—¿Por qué?

—Porque en la cárcel les ponen inyecciones de aguarrás.

Aquel dato invadió mis sueños. Le dije otro día:

—Dicen en el recreo que han asaltado el coche de línea.

—¿Y qué se han llevado?

—Todos los bultos, harina, latas de sardinas, dos jamones. Y además han apresado al cobrador y han reclamado veinticinco mil pesetas al dueño del autobús. Pero cuentan que los guardias los encontraron y mataron a dos.

—He oído en la radio que han declarado el estado de guerra en toda la sierra —me dijo un día el Manco, mientras comía migas.

El Manco siempre estaba escuchando la radio clandestina rodeado de gallinas, al sol, porque se lo había recetado el médico. Me ordenó que tuviera la boca cerrada, con los hombres del monte y con los guardias. Me alertaba:

—Los de la brigadilla se disfrazan como los de la partida. Nunca se sabe quién es quién.

—Pero ¿qué buscan los de la partida?

—Víveres. A veces se llevan ovejas. Piden pan, aceitunas y tocino. Lo malo es que requisan las escopetas de los cazadores y eso es lo que peor sienta a los guardias. Piden comida, judías, patatas, tocino, pollos, paquetes de cigarrillos. En el Pedrón hicieron que un pastor matara dos corderos, pero se los pagaron. El peligro es que te vayas de la lengua. Entonces te cortan el pescuezo. Han ahorcado a un resinero que los delató. Lo colgaron en un pino y pusieron un cartel que decía: «Ajusticiado por traidor».

—¿De dónde vienen?

—De lejos, pero hay entre ellos enlaces y gente de todas las aldeas que les piden apoyo.

Al Manco, alpargatas y pana, siempre tosiendo, a pesar de estar enfermo, los guardias iban a preguntarle cosas. Siempre me trató como si fuera una persona mayor. Él sabía que yo no era de los que se van de la lengua. El Manco estaba tísico, pero la cabeza la tenía muy bien. Antes se dedicaba a guardar cabras, pero en la guerra aprendió muchas cosas. Vino muy cambiado. Les decía a los de la central hidroeléctrica que la guerra continuaba, y que él, si hubiera estado sano, ya estaría en el monte.

—¿Matan a los curas? —le preguntaba.

—No.

—Pues dicen que han matado a uno.

—No es verdad.

—¿Creen en Dios?

—Unos sí y otros no. Dicen que es más útil un maestro de escuela que mil curas. Dicen que la religión solo sirve para asustar a la gente. Creen más en la ciencia que en Dios.

El Manco, aún tísico, a punto de morir, seguía leyendo a Voltaire. Nos contaba que las abejas eran superiores a los hombres porque producen miel con sus secreciones y nosotros solo expulsamos basura. Lo decía mientras escupía.

Me acuerdo de los que durmieron como alacranes: los guardias y los de las partidas. Los guardias no tenían ni siquiera linternas. Iban con gorros de tela, no de charol. La nieve fue la mortaja de unos y otros. Algunos de los hombres que vinieron al monte antes entraron en las ciudades con bayoneta calada, dispararon sobre otros hombres y a veces los dejaron sin vida. Ahora los que no han muerto lo recuerdan todo como una pesadilla. Viejos y solos, sin un duro. Apenas sin creer en nada, extranjeros en todos los países, especialmente en el suyo. El matar no los hizo malos.

Alrededor del caserío, donde pasé los primeros años de mi vida, una mancha verdinegra en el mapa, bajo un cielo azul que hiere de puro azul, con nubes corinto o de acero o negras como el tizón antes de la tormenta, entre la pobreza y el hambre, por las crestas a las que solo llegaban las cabras y los milanos, había gente y casi oíamos sus pasos, pero nunca la veíamos. Eran fusiles ocultos que no nos molestaban.

Me vienen a la mente aquellos días, a medida que avanzamos hacia la aldea. Paso por el molino donde, de noche, acarreábamos sobre las mulas costales de trigo y volvíamos con costales de harina. Veo los pájaros descendientes de aquéllos que cazábamos con criba en los nevazos.

¿Qué es el pasado? Unas sábanas que aún mojadas se lleva el viento, las piernas de la chica que las tiende, el vuelo majestuoso de un buitre anunciando la muerte como otras veces las campanas que doblan, el aceite blanco de la orza de los chorizos y los huevos de las gallinas en los nidales, el olor a riada, el romper a volar una banda de perdices, los tiros que hacen eco en el Pedrón y luego van brincando por la cresta de todos los cerros hasta hundirse en las umbrías. Y, sobre todo, esa primera mirada a las bragas de las niñas cuando se despeñaban por el terraplén de arena roja o cuando las veíamos orinar. De pronto uno se siente atraído por sus trenzas, sus risas y sus chillidos. El deseo nos encendía como a los animales que nos rodeaban. Uno de los adultos que iban a la escuela de noche nos contó un día algo que jamás he olvidado, aunque haya estado en tantos lugares y en tantos jergones.

—En la ciudad hay una mujer que se llama Perica. Le das una perra gorda y te enseña el coño.

—¿En la calle? —preguntaban los chicos medianos, incluso los que iban a ingresar en el seminario.

—No, en un portal. Al lado de la tienda de libros de don Paco, el profesor de matemáticas.

—¿Y cómo lo hace?

—Lleva un vestido negro y lo alza como un rayo. Casi no da tiempo a verlo.

Tal vez el primer suceso importante de nuestra vida fue el embarazo de la Solé y todo lo que ocurrió después. Soledad era nuestra, una chica un poco mayor que nosotros. Vimos cómo sus tetas crecían como el fruto, y como el fruto maduraban. Soledad era la reina de la aldea, tan fina como el relente, con el culo resplandeciente como un sol, que contoneaba cuando volvía de la fuente con el cántaro de agua en la cabeza. La de piernas doradas y muslos largos; caminaba como una criatura más del monte, con empaque y ritmo. Soledad, la de los dos pezones como guijarros, seguramente casi negros, tan hermosa como los ángeles de la vidriera de la iglesia, limpia como una patena, alegre como una chivita. También en la UVI Bazoka recordó a la Solé:

—Se enamoró locamente de un desconocido.

—Pero tú le conocías.

—Claro. Y tú. Antes de que viniera al monte merodeó por la aldea, por la vereda y por el pueblo.

—Sí, era un forastero al que los otros mozos no le pudieron sacar la patente —recuerdo.

—¿Qué era eso de la patente?

—Una especie de tributo que se sacaba a los de otros pueblos que se hablaban con una chica del nuestro. Si no pagaban, lo echábamos de cabeza al pilón donde bebían las caballerías y le dábamos los galgos, una cosa bárbara que consistía en tirarle del miembro. No le pudimos sacar la patente porque apenas lo vimos un par de veces antes de que lo acribillaran.

Bautista era uno de los que merodeaban, ojeaban y se asobinaban por las inmediaciones de la central y de las casillas. Contaban que también el hombre al que nunca se le había visto la cara, la sombra que cruzaba las noches de luna, era preso del amor.

A Solé, que siempre había tenido la cara encarnada, se le volvió pálida. Apenas se la veía por la aldea. No iba a cocer pan, ni a buscar hongos, ni a segar espliego. Nos quedamos sin reina, nosotros, los chicotes de la aldea; porque la Solé era la que nos limpiaba los mocos, la que tendía la ropa. Le veíamos los muslos largos cuando el viento le levantaba las faldas. Era arisca con los mozos que iban a sacarla a bailar y dulcísima con nosotros. Nos acompañaba al final de la noche como una clueca, nos contaba como si fuéramos corderos y nos regresaba a la aldea.

De aquella época aún me suena en el recuerdo el acordeón con su melancolía, el clarín de la plaza de carros, los cohetes que anunciaban el baile. Sacaban al Cristo y a la Virgen con uvas en los pies. Toda la porción del tiempo que queda atrás pertenece a la muerte, pero la Solé y la puta granadina están siempre presentes en mí como los perros que acompañaban a los pastores por las veredas y las nieves, los charlatanes que vendían duros a cuatro pesetas y ofrecían un peine de nácar y un espejo de China, mientras predicaban: «El que sabe y el que sabe se aprovecha; no les doy esto por un millón, ni por medio millón, ni mil duros ni mil pesetas; diga usted cien reales y serán suyos el peine, la brújula, la alfombra, el espejo y el reloj».

Luego fuimos soldados sin uniforme y nuestra conciencia se convirtió en un cementerio.