VI. Las mulas llevaban guirnaldas de flores

VI

LAS MULAS LLEVABAN

GUIRNALDAS DE FLORES

Llevamos hablando un buen rato en la UVI, Bazoka y yo, con el objetivo de saber qué había hecho el equipo de rescate con Gafitas, cuando un médico mulato me dice que no puedo estar allí ni un minuto más. Pero Bazoka, que goza de la simpatía de las enfermeras, insiste en que estábamos hablando de su propia vida, que son sus últimas palabras, y el mulato hace una seña a la enfermera para que le permita que yo siga en la UVI.

De pronto, inesperadamente, Bazoka pregunta:

—¿Bernardino llegó contigo al Pedrón, donde teníamos el campamento? ¿De dónde coño salió aquel tipo silvestre?

—Bernardino ya estaba allí, os seguía los pasos, pero nunca lo veíais.

—¿Erais cuatro de aquella sierra?

—Tres.

—Uno eras tú.

—El hijo de Colás.

—Dos, Bernardino.

—El de la navaja.

—Tres, el hijo del Capador.

—Exacto.

—¿No había otro?

—Sí, era Eladio, el de la honda, pero ése era el traidor, estaba en contacto con la brigadilla.

Cuatro muchachos vigilados por la lechuza cuando la serranía no era lo que es hoy. Desde entonces han desaparecido millones de abejas y hasta setecientas especies de mariposas.

Bazoka nos recuerda a los tres y al traidor.

—Erais gente brava.

—Ya sabes lo que se decía: que los niños de esa sierra se habían alimentado durante siglos con leche y sangre que mamaban en botijos de arcilla en forma de torito.

—Sí, recuerdo lo de los biberones de arcilla.

Se refiere Bazoka al momento en el que nos incorporamos a las partidas, cuando mataron a mi padre y al Capador, cuando Bernardino, el hijo del Capador y yo, además de Eladio, nos unimos a los hombres armados del monte, entre los que estaba Bazoka.

—¿Conocías desde siempre a Bernardino? —me pregunta.

—Yo lo conocí mucho antes que a ti. Éramos del mismo sitio.

—¿Nunca había salido de la sierra?

—Nunca.

—¿Cómo que no? ¿No estuvimos juntos en la ciudad?

—Seguramente no pisó la ciudad más que aquella vez que fuimos a la casa de putas.

—¿No fue a la escuela?

—Los hombres del monte le enseñaron a leer. Bernardino no fue a la escuela nunca. Vivía en la casilla de su padre resinero. Su madre murió en el parto. Nunca perteneció a nada ni a nadie. Nació en la cresta de la montaña, ahí se crió. Ahí seguirá, si es que no ha muerto. Bernardino tuvo la suerte de no asistir a aquella escuela del pueblo donde nos ponían de rodillas.

Bazoka tiene recuerdos insólitos. Dice, de pronto:

—Una de las cosas que más me extrañó de él era que siempre iba muy bien peinado. Se arreglaba el pelo con un peine que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón.

—Bernardino —completo el retrato de mi amigo— una vez se folló una borrucha, y, aunque después hizo cosas sonadas, lo de la borriquita era lo que más se recordaba de él.

—Cuando Bernardino se juntó con nosotros, sabíamos lo del bestialismo, pero ahí Gafitas, aunque era tan dogmático, tan curilla, tuvo un arranque de humanismo. Dijo que en las montañas los actos de bestialismo eran normales desde siempre. Contó que los curas en los tiempos antiguos quemaban al que practicaba el acto contra natura, así lo llamaban, y quemaban también a la burra. Conocía párrafos de la Biblia en los que se ordenaba que mataran a quien entrara en coito con un jumento. Nos relató cómo Bernardino llevaba una vida que no valía un real, trabajando por la ribera de sol a sol con resineros y leñadores, embarcando las reses en la estación de Chillaron, y que lo que había hecho era lo que hacían desde siempre los gañanes, los mozos de mula y los cabreros con las ovejas, con las gallinas y con las burras.

Fuimos Bazoka, Bernardino y yo por vez primera, y tal vez última, a la ciudad. Mujeres enlutadas, mujeres de gobernadores y alcaldes con mantillas, las nubes amenazantes, nubes rosas y violetas, relámpagos que salían del río, las golondrinas locas que planeaban cerca de la virgen negra, de las cruces y de las patenas, mujeres de luto, pálidas y flacas como sardinas arenques. Volvimos a recordar en el hospital a los viejos que no iban a la procesión y que partían las plazas con sus garrotas, el camino por los conventos y las casas con escudos y lagartijas, la risa en cascadas de Bernardino, sus ojos de serena crueldad. La ciudad olía a café y a incienso. Estábamos cerca de las montañas como gigantes coronados de enebro, y allí, en la ciudad, solo había geranios en las altísimas ventanas y cipreses en la puerta de la inclusa. Volvimos a recordar al camionero muerto de miedo que nos llevó a la ciudad y nos esperó tomando coñac en la mesa camilla donde había un brasero. Las carreteras de la sierra adornadas con arcos de tomillos y flores. La explanada de San Antón, cerca del río, estaba repleta de mujeres, hombres, niños, curas, canónigos, guardias y enfermos que habían llegado en camionetas o caballerías al congreso del Sagrado Corazón de María. Sacaron, tambaleándose, a la virgen de piedra negra con el niño en brazos, la virgen que con un candil alumbró al rey para la conquista de la ciudad. La virgen negra, que con su luz disipaba la sombra del pecado, era la reina del día mientras nosotros nos entregábamos al pecado.

Las plegarias del puente y de la explanada, los cánticos litúrgicos y los cohetes llegaban por las ventanas hasta la casa en la que estábamos. Tal vez por eso, desde entonces, siempre que observo un acto piadoso, me acuerdo de aquella señora con el pelo cardado que me pidió, justamente, que no la despeinara; aquella señora gitana que me lavó el miembro en una palangana blanca con bolladuras negras.

—Las mulas llevaban guirnaldas de flores —le digo.

—Ya lo creo, lo recuerdo como si fuera hoy. Y solo iba armado yo. Vosotros aún erais alevines.

Ahí se equivoca: mi amigo Bernardino siempre llevaba la navaja en el sobaco. Cuando estuvimos en la partida jamás disparó la metralleta o la pistola, pero era una fiera con la navaja. Para él, el monte era un sitio donde esconder y contraatacar y la navaja, su arma.

—Sí, no llevábamos armas, ni un real. Recuerdo que pagaste tú… —digo a Bazoka.

—Por supuesto, pagué yo.

—¿Y sabían los jefes que nos ibas a llevar de putas?

—Yo me escapaba de la vigilancia de Grande y de Gafitas. Es que los responsables eran como curas.

—Nos dijiste que era una casa de niñas y las mujeres eran mayores.

—Pero tenían sus papeles de puta. Pasaban cada semana los reconocimientos médicos.

Recuerda, como yo, los carros, las flores y la gente. Bazoka, Bernardino y yo esperamos en la choza de la viña de Juan a que llegara el camión a la curva. Entonces él le echó el alto y se paró el camión. No dijo, como otras veces: «Viva la República», sino «Llévanos de putas, camarada». Le habló al oído, metiéndole el nueve largo en los riñones. «Da la vuelta. Vamos a la ciudad».

El camionero que se dirigía a cargar troncos, sacó antes una bota que llevaba y nos la ofreció. Luego siguió un poco más allá de la curva y puso el camión mirando al revés. Nosotros, Bernardino y yo, nos subimos detrás tapados con mantas porque hacía mucho frío. Tardamos menos de media hora, a pesar de que por la carretera bajaban jarotes con burros cargados de leña y gentes andando o en coches que iban al congreso mariano. El camión paró en el número catorce de una casa del barrio de San Antón, encima del río que bajaba turbio. Bazoka saludó a la mujer que abrió la puerta. Bajaron tres chicas gruesas, muy pintadas. Una era gitana y estaba embarazada. Bazoka las trató como a señoras.

Uno no se olvida nunca de la primera vez que va de putas. Sobre todo si el que lo lleva es uno del que nunca se sabía de dónde venía ni adónde iba, un hombre sin nombre que nunca se separó de su pistola, estuviera en los ficus o en los arrozales.

Durante sus pasadas vidas, éste que ahora agoniza y blasfema por los dolores pisó con sus botas víboras hocicudas o culebritas ciegas, cruzó los ríos y las montañas, asesoró a barbudos, mató a amarillos que no le habían hecho nada y habló todos los idiomas de las guerras. Ahora el comandante desconocido se está muriendo. Rodeado por los tubos y mascarillas del hospital de la asistencia pública, espera la muerte como la esperan los esquimales, dejándose llevar. Por fin va a sacar la bandera blanca y se va a rendir. Bazoka, exiliado durante toda la vida, siempre arrimó el ombligo a la causa, pero no quiere hablar de Gafitas.

Insiste una y otra vez en que de eso no quiere hablar, que cumplía órdenes, que no formó parte del equipo de rescate, que la crítica y la sospecha son muy fáciles, pero había que sacar de allí a muchos hombres y estábamos rodeados. «Toda nuestra fuerza —dice entre gestos de dolor— se nos ha ido en discusiones».

Siempre me he preguntado por qué las reuniones eran tan largas. Ellos insistían en que sin disciplina no se va a ninguna parte.

—Nos traicionaron las estafetas —dice Bazoka como en sueños—, aquello había que terminarlo. No íbamos a ninguna parte. Nos mataban como a cochinos. Las cosas no salieron como habíamos pensado. Los puntos de apoyo estaban quemados. Los pastores y los resineros nos huían. Los depósitos de víveres se habían quedado vacíos. No ayudábamos al pueblo, sino todo lo contrario, comprometíamos a la gente, muchos daban con sus huesos en la cárcel del castillo y, en realidad, las montañas estaban ya dominadas por los guardias.

Todo muy bien, Bazoka, pienso, aquello había que terminarlo. La Dirección quería salvarnos el pescuezo. Pero ¿qué pasó con Gafitas? ¿Por qué no se fue con el equipo de rescate? ¿Por qué nadie lo vio nunca? ¿No sabes si se fue solo o se lo llevaron los demonios? Fuiste el último en ver a Gafitas.

Lee mis pensamientos y dice:

—Tú no sabes lo que pasó. Primero los políticos se vistieron de sargentos, cuando desde el exilio pensaron que la resistencia de las montañas era lo correcto. Empezaron a comprar lanchas motoras para el desembarco. Pero después empezó la guerra fría. Vieron que no venían en ayuda los ejércitos vencedores y entonces cambiaron de táctica. No tenían ni puta idea de lo que pasaba en el interior. Pensaron que las acciones de los hombres armados habían alcanzado su techo. El de la guerrera y las botas de mariscal que fumaba en pipa les dijo que los de la partida debían ser destinados a proteger a los dirigentes del Partido de los Fusilados. Ya no era el momento del combate. Les dio medio millón de dólares, un abrazo y la orden de disolución. La Dirección planteó la conveniencia de la retirada y la disolución. Los jefes decidieron que, a la luz de un examen concreto de la realidad, el deber era ligarse a las masas. Perdía su razón la lucha de las partidas. Se decidió la disolución. En vez de luchar entre los pinos había que pelear entre los tranvías.

La operación de retirada fue muy difícil. Algunos no la aceptaron y siguieron en el monte. Fueron a rescatarnos a la sierra siete hombres, y la mayoría han muerto. Algunos sin una esquela, otros con el saludo de los periódicos de las pequeñas agrupaciones. Pero el jefe de la expedición era Sidecar, el de la victoria o la muerte, «Patria o Muerte, venceremos», el escalofrío del primer y el último salto en paracaídas, un hombre, tres cargadores. Jamás se sentaba de espaldas a la puerta. En realidad casi nunca se sentaba en ninguna parte. Siempre vivió al acecho. Incluso muchos años después, cuando ya no iba a las guerras ni llevaba dinamita en los bolsillos, cuando ya era un jubilado y vivía de las pensiones de los países en los que luchó, no se fiaba de nadie aunque hablaba con todo el mundo, como si quisiera averiguar algo de todas las personas con las que se encontraba. Le llamaban Sidecar porque iba en ese tipo de moto cuando tenía que adelantarse a los batallones para poner minas.

Cuando llegó el equipo de rescate a la sierra, estuve a su lado una mañana mientras hablaba con Grande, con Gafitas y otros mandos al lado de una lumbre de roble, tomando café. Yo estaba de vigía en lo alto de una roca gris. Si me hubieran interrogado, pocos datos me habrían sacado de él. Nunca le vi de cerca. Vi al radiotelegrafista, que nos dejaba escuchar los partidos de fútbol, y no solo la radio de los mensajes. Incluso hablé con el comisario político, que me hizo una serie de preguntas sobre armamento y sobre nuestras familias, pero nunca cambié una palabra con Sidecar. Parece que, efectivamente, antes de subir a las montañas había llegado en barco, luego atravesó las viñas de moscatel, con los guardias siguiendo su rastro, y consiguió subir a los campamentos. No fue una tarea sencilla caminar cuarenta noches con cuarenta kilos a la espalda. El radiotelegrafista reconoció que tuvieron que asaltar algunas masías, para requisar gallinas, chorizos y perniles, aunque siempre pagaron los productos que se llevaron. De esa acción me habla Bazoka en la UVI. Solo al final de la conversación logro que diga algo que yo no sabía.

—¿Cuándo viste por última vez a Gafitas? —le pregunto.

—En la Fuente del Hueco, en aquellos días en los que se preparaba la retirada. Luego se lo tragaron las simas.

—¿Discutió con los que vinieron con el equipo del rescate?

—Gafitas siempre discutía y ya no se fiaban de él. No comprendió el cambio de línea. Quería seguir, sin darse cuenta de que ya no había manera de seguir con aquellas operaciones. Quiso continuar. Se habría muerto en un domicilio fijo.

Se lo tragaron las minas o se momificó en un chozo. Ni Bazoka ni nadie reclamó entonces los huesos de Gafitas. Pero me quedé con unas palabras misteriosas que balbuceó Bazoka antes de entrar en coma: «Fuente del Hueco, a la sombra de un tejo».