V. Río Rojo

V

RÍO ROJO.

Dejamos la sierra durante cuarenta y ocho horas. Esteban Estrabón se pierde en las hemerotecas y en los anaqueles de la biblioteca de la ciudad. Irene y yo nos desplazamos a París y después a Aubervilliers. París: aquella comedia musical de mayo. La fascinación del comunismo de café. Muchos años después de haber vivido en esta ciudad vuelvo a ella. Irene y yo comemos en un bistró.

Busco a un hombre al que llamaban Bazoka, es uno de los del retrato a tinta china, uno de aquellos vagabundos del fusil que no fijaron nunca un domicilio. Lo encuentro, guiado por los informes que me han dado viejos amigos, en el hospital de la seguridad social, a las afueras de París. Decrépito, amarillento, tiene la muerte ante sus ojos. En su cuerpo quedan las huellas de algunos balazos. En la UVI le han puesto las condecoraciones de la agonía: cordones que terminan en bolsas de sangre, mierda y orina, oxígeno y papilla blanca en la cabecera de la cama.

Nadie supo nunca su lugar de nacimiento, ni su dirección postal, ni su verdadero nombre, como tampoco se supo el de Gafitas, ni el de tantos otros que, al ser abatidos, daban el último recado para una mujer o una localidad. No fue un topo, sino un camaleón. Durante su vida se disfrazó del entorno. Aprendió topografía en las academias de la nieve y siempre actuó como un irregular. Como Guardaespaldas o Sidecar, como Gafitas, tuvo cien apodos en los penosos libros de las fronteras.

El camaleón es un león de tierra, con ojos de reptil y extremidades ágiles. Este animal silvestre aparecía entre los juncos como una gama de frecuencia. No siempre los héroes zapadores, los que vuelan puentes, los que se abren paso con el fusil ametrallador, mueren jóvenes. Bazoka quiso apurar su juventud. Nunca pretendió llegar a viejo. Lo hizo todo para tener una existencia corta, pero intensa. Sin embargo, se está muriendo en el hospital con otros viejos como él. Es un jubilado más chupando el gota a gota. Mira por los cristales como si esperara ver una bandada de perdices. Conoce los lugares y el tiempo que vivimos en los últimos días de las partidas. Cuando estábamos preparando este proyecto, tuve la inmensa suerte de saber el paradero de Bazoka. Me informaron de sus últimos movimientos y residencias unos reporteros franceses que le habían entrevistado para la televisión.

La UVT no es el lugar de las sombras. Hay un reloj para que no se desorienten los pacientes que no saben distinguir el día de la noche, la mañana de la tarde, pero Bazoka, atado por los tubos, sabe que se está apagando como un candil sin aceite.

Bazoka me reconoce. Por su conversación confirmo que no se le ha ido la cabeza. Le pregunto por su enfermedad, por sus nietos.

—Los tengo de varios países, hablan diferentes idiomas. Uno habla árabe.

—¿También estuviste en el continente negro?

—Estuve.

—¿Antes de estar en la serranía?

—Antes.

—¿Hubo fuerzas más allá del Estrecho?

—Claro, nos preparaban para un desembarco por el sur. Allí nos dejamos cientos de vidas. Luego me dieron la orden de ir a la serranía. Nos dieron la información de que el mariscal enviaría aviones con paracaidistas para empezar la reconquista.

—¿El mariscal de la viruela?

—No el mariscal de la parte de acá. El máximo dirigente del Partido.

—Primero luchaste en la Resistencia.

—Claro. El número de españoles que pelearon en la Resistencia fue de cerca de diez mil. Luego el Partido organizó a unos tres mil para invadir España por los Pirineos. Nosotros teníamos algo que no tenía nadie: la fe en el Partido, más fuerte que la fe en Dios. Creíamos que la historia estaba de nuestra parte. Y además siempre confiamos en nuestros amigos de la Estrella Polar.

Cuando se le acaba un discurso que sabe de memoria, empieza a contestar con monosílabos. Le digo:

—No desconfíes de mí. Nunca te he hecho una putada.

—Pues sí, estuve antes en el desembarco de las partidas que llegaron desde el otro lado del Estrecho. Me he pasado la vida pegando tiros. También allí se quedaron muchos huesos. También fracasamos y eso que algunos habíamos peleado en el Batallón de Acero.

—¿El Batallón de los Poetas?

—No, ése era el del Talento; el nuestro era el de Acero. Lo fundaron en un convento. Yo entonces era casi un chico. Cantábamos aquello de

¡Las compañías de Acero,

cantando, a la muerte van!

Su temple es duro y es fiero:

tienen el aire de guerrero

y valiente el ademán.

¡En el crisol de ese acero,

se funden en un afán,

el proletario, el obrero,

el arisco guerrillero

y el invicto capitán!

¡Las compañías de Acero

son de acero, y triunfarán!

—¿Qué hicisteis con Gafitas?

—Eso que te lo diga Grande.

—No me llevé bien con Grande nunca. Además, ha muerto.

No me ha oído.

—Claro, fuiste un disidente.

—Me pasó por encima el aparato y sobreviví. No me expulsaron: me fui antes. Yo ya era un apátrida, así que tuve que seguir escondiéndome por las aduanas. Tú aguantaste, yo no. No era nadie, por eso no me persiguieron, como a otros.

—Quien se opone al aparato es aniquilado, como si se suicidara.

—Así es. Me quedé sin amigos, sin compañeros. Solo me siguió una mujer, a la que también declararon disidente. Tuvimos que echar a andar en la oscuridad.

—Yo nunca te negué.

—Tú no, por eso vengo a verte. No quise hablar nunca con Grande.

—Pues él era el responsable de la retirada. El único que sabe lo que ocurrió.

—Él tenía la versión oficial, ésa no me interesa.

—Grande anduvo en esas organizaciones de la Memoria.

—La memoria será mejor perderla.

—Grande se pasó los últimos años de su vida buscando quijadas, rodeado de arqueólogos.

—Coño, siempre fue un hombre fiel, nunca se desviaba.

—Disciplinado hasta el final.

—Casi no me lo creo. Grande buscando calaveras.

—Quemábamos las calaveras y ellos también.

—Quemábamos a los chivatos, a los traidores.

—Y a los que no eran fieles.

—¿Vas a confesarme?

—No, todo ha pasado, pero tú sabes que apiolamos a gente que no seguía el pentagrama.

—Grande estuvo en la organización de la Memoria. Qué cosas hay que oír.

—Guió a los arqueólogos por las cunetas y los camposantos. Y a los historiadores, a los forenses y a los voluntarios.

—¿Cómo lo hacen?

—Hurgan en las fosas. Utilizan el ADN. Buscan huesos como si fueran mariposas.

—Pues trabajo tienen, hemos ido dejando una hilera. Me extraña que Grande buscara muertos. No era su estilo. Si buscan, encontrarán huesos de todos. Además, me suena a esas cosas que hacían los curas, que convertían las iglesias en almacén de calaveras, enterraban a los obispos debajo de donde se decía misa y había que tapar el mal olor con incienso.

—Hablas de Grande con ironía.

—Pero le seguí con los ojos cerrados como esos locos que cruzan por un cable las distancias entre rascacielos. Respeto a Grande, pero no me lo imagino buscando huesos. Ya te digo: eso me parece una costumbre de curas.

Su frente, antes dura y bronceada, ahora está amarilla. Los brazos fuertes, asaeteados de agujas y morados, pero tiene esa extraña lucidez que a veces acompaña al moribundo en sus últimos resuellos. La mirada es la misma, burlona y fría, mirada nueve largo, un tanto desconfiada, ajena a cualquier conversación. Siempre parecía estar de paso, participaba en las conversaciones a desgana, aunque escuchaba con muchísima atención. Lo recuerdo metido en el saco de dormir, al lado de la dinamo o guisando en el hornillo de gasolina o vigilando a la pareja desde los pasillos de las riscas. Le digo:

—Grande no formaba parte del equipo de rescate.

—Chorra —contesta—, ni yo tampoco, pero él fue el encargado de sacarnos de allí y de llevarnos hasta la frontera, como llevan los pastores a las ovejas por la vereda: contándolas.

—Él notaría que faltaba una.

—No recuerdo.

—Faltaba la oveja negra.

—Grande era el jefe.

—Gafitas quedó en la sierra.

—Quieres saber qué fue de Gafitas, pero yo nunca me fié de Gafitas, no supe nunca quién era.

—Te lo recuerdo: tenía un par de cojones.

—Eso es verdad. Pero llevaba su propia brújula.

—Estaba en la pelea.

—Las órdenes —continúa Bazoka— eran sacarnos del pinar después del asalto al campamento más importante, donde cayeron como peces en un pozo cuando estalla la dinamita.

—¿Por qué nos evacuaron?

—Ya no teníamos salida.

—Sí, la teníamos.

—Estábamos rodeados, querían salvarnos el pellejo. Pero insisto, Grande no era del equipo de rescate. Nunca se ha explicado esa acción porque se realizó en plena clandestinidad. Muchos han muerto, incluso ya faltan algunos de los siete que vinieron a rescatarnos. Parecían borrachos. Las riscas les producían vértigo, además del mareo que ya traían de haber navegado, porque la primera parte de la operación se hizo por mar. Tuvieron que esconder los fusiles ametralladores en una viña de uvas moscatel porque no podían con los macutos: una metralleta, dos granadas, trescientos cartuchos, más un fusil ametrallador y una dinamo con pilas de repuesto.

—¿La orden de cargarse a Gafitas vino de la Dirección? —le pregunto.

—Yo no sé nada.

—No quieres recordar.

—Todo lo que se hacía se consultaba con la Dirección. Recibían todos los días mensajes de radio y daban las órdenes. No me jodas, que estoy muy mal. Si quieres que te diga la verdad, sigo sin fiarme de nadie. Solo me fiaba de mi pistola. Pienso que había espías de todas partes. Por eso nuestra partida siempre permanecía intacta. Si me cuentan ahora que Gafitas era un enviado de la Orquesta Roja, me lo creo. Si me lo dicen de Grande, también me lo creo. Creo que la Orquesta Roja llegó a hacer dobles, a clonar a los agentes como luego hicieron con las ovejas.

—¿Tú sospechas que Gafitas fuera espía?

—Tal vez había muchos Gafitas, tal vez el que conocimos no era más que una copia. Pero lo que te puedo asegurar es que solo hubo un Bazoka y que no tenía otra obediencia que la de sus santos cojones.

—¿Piensas que se lo cepillaron porque descubrieron que era agente secreto?

—No, eso no, después de una guerra en la que se daba el nombre de la santa madre estepa a las avenidas, todos éramos agentes secretos.

Yo me tengo que ir al otro barrio con algunos secretos.

—Grande desconfiaba de mí.

—Todos desconfiamos de todos. Ten en cuenta que nunca íbamos por carreteras o por caminos trillados, ni podíamos pasar el río por los puentes. Hubiera sido peligroso; teníamos que cruzar a nado, con el agua hasta las pelotas.

Sin la desconfianza no hubiéramos salido de la ratonera. Pero Grande no solo era astuto y desconfiado como un campesino. Llevaba la suspicacia a un extremo inaguantable. En nombre de la seguridad nos cacheaba con la mirada profunda. Leía nuestra mente.

Tengo que responderme a una pregunta: por qué elijo para hablar y preguntar a Bazoka, experto en explosivos, y nunca pensé en Grande, el jefe de las partidas, el que, según la versión oficial, rescató a los últimos combatientes vivos. Por qué cruzo los infinitos corredores del hospital en pleno tráfico de moribundos para llegar hasta un anciano solo, entubado, que espera la hora final; por qué no fui antes a ver al responsable de la verdad. Tal vez porque pienso que Bazoka es persona. Es decir, auténtico, verdadero, seguro, puro, y aunque Grande también era un hombre cabal, nunca se salía de la orquesta. En sus últimos días aparecía incluso en la televisión; iba contando la vida de las cuadrillas, nuestra vida, como un cuento de hadas, o ni siquiera como un cuento de hadas, porque no seguía aquella costumbre de convertir en mito las historias. Presidía comités y procuraba no salirse de la versión oficial, que a su vez ocultaba hechos y tapaba los huesos que fingía querer hallar.

Hubo años de silencio, años de olvido, años de medias verdades. Pero lo cierto es que ninguno de los que sobrevivieron en aquellos vallejos donde los pájaros cantan como locos, en el inmenso pinar donde solo se veían pastores, forestales o colmeneros valencianos con alpargatas de fantasía, se reconocía en los relatos oficiales. En los primeros años se les recibía con flores, muchachas hermosas en las ciudades extranjeras; luego no hubo nada más que un largo silencio, un mutismo extraño, incluso en las naciones del exilio donde los antiguos luchadores trabajaban en las fábricas y vivían una nueva clandestinidad.

—Eso que te lo diga Grande.

—Grande no me lo va a decir porque ya no está y yo no pertenecía a la organización, y sobre todo, porque ni a mí ni a nadie podía contarse todo lo que pasó, ni por qué pasó, ni quién fue responsable de la evacuación, ni por qué a Gafitas no se le vio nunca más, ni por qué, si se contaron todos los supervivientes, uno a uno, no notaron que faltaba el más importante, uno de los más importantes. Yo tengo una sospecha, Bazoka. Te lo digo ahora, cuando tal vez nos veamos por última vez. Gafitas era muy inteligente y sabía que, si lograba llegar en el equipo de rescate, lo iban a humillar como hicieron con nosotros.

—En eso tienes razón —reconoce Bazoka—. Nos trataron como a kapos, a traidores.

—No, a ti no, Bazoka —le digo—, ni tampoco a Grande. A nosotros sí. Como a kapos, como a escoria. Dejamos atrás el monte, pasamos dificultades y, cuando llegamos adónde creíamos que estábamos a salvo, enseguida echamos de menos el oxígeno y la libertad de la sierra. Ni siquiera nos querían dar el certificado de refugiados políticos. Ellos dieron la orden de evacuación, pero hubieran preferido que nos acribillaran en el monte. Tú lo sabes bien, Bazoka, los de las partidas no éramos de fiar, podíamos ser espías, o renegados de las contrapartidas.

—Recuerdo lo que les dijo a los de la Dirección un muchacho muy bruto cuando le preguntaron por qué había salido del monte y había llegado hasta el exilio: «Hemos venido para que vosotros nos relevéis; hemos venido a traeros los fusiles engrasados».

Todo había cambiado. Nadie es igual en la vejez que en la juventud, ni siquiera somos el mismo hoy que ayer. Grande no cambió nunca, desde los dieciocho años fue solvente, fiel, seguro, indestructible. Todos fuimos dudando. Solo él permaneció leal a sus ideales adolescentes, cuando pegó el primer tiro. Tampoco espero que me lo cuente todo Bazoka, que estuvo pringado en la evacuación. No fue uno de los siete enviados de arriba, pero para Bazoka, Sidecar, uno de los que nos rescataron, era su otro yo, una vida paralela. Los dos volvieron de combatir en la estepa, los dos habían sobrevivido a los campos de concentración. Sabían preparar los cartuchos de dinamita como si liaran cigarrillos. Sabían guisar en el casco de hierro del soldado unas patatas en caldo. Habían sobrevivido a los treinta grados bajo cero y, sobre todo, a las purgas lejanas y cercanas, tal vez porque, en vez de discutir de saltos cualitativos, destruían objetivos. Los dos, Bazoka y Sidecar, pertenecen a una raza que se ha extinguido: la de aquellos hombres que se jugaron la vida por ideas que no se han demostrado después ni científicas, ni siquiera posibles. Hombres avezados en la lucha clandestina, de muchas identidades y biografías.

Bazoka mira hacia atrás con resignación y sin arrepentimiento.

—Los dirigentes refugiados estaban impacientes y no se acordaban de los que habían muerto en los campos de concentración. El derrumbe del poder en el interior les parecía fácil, cercano. Teníamos una visión equivocada de lo que estaba ocurriendo. Creíamos que nos esperarían con los brazos abiertos. Pero la gente no nos hacía caso, y si nos lo hacían era por miedo, no por amistad. Enseguida vimos que la batalla estaba perdida.

Le digo para comprobar si recordaba quién era yo:

—Me fié más de ti que de Grande. Me llevaste de putas la primera vez. Además, fuimos al cine, a ver una película de John Wayne.

Río Rojo, con John Wayne y Montgomery Clift —precisa.

—Llegamos en un camión y lo cogimos como si fuera un taxi.

—Venía con nosotros el que follaba borriquitas.

—Se llamaba Bernardino. Se ocupó con una señora rubia que cojeaba, muy aseada. Cuando terminó y nos fuimos en el mismo camión, con el mismo camionero, es cuando dijo que el sexo le olía a lejía. Pagaste con dinero nuevo, porque el viejo ya no valía. Total, cuarenta y cinco monedas y diez de propina. No nos cobraron ni la mistela ni el coñac del camionero.

—¿Y qué fue de Bernardino?

—No se vino con nosotros, se quedó en el monte, donde siempre había vivido.

—También faltaba en la lista.

—Pero casi nadie lo echó en falta.

—Bernardino, aquel bigardo, un ser silvestre y huraño pero leal como un perro, de una fidelidad de resinero, flaquísimo, de ojos sombríos, ojos perdidos. ¿Se quedó emboscado? —me pregunta.

—Nadie le convenció nunca de nada, a nadie obedeció, no se creó ninguna bola.

Entonces el viejo Bazoka dice algo misterioso:

—Algo ocurrió que desconocemos. ¿Por qué fueron cayendo, una a una, todas las partidas y la nuestra siguió? Era como si alguien nos hubiera protegido. —Después de unos segundos en silencio, continúa—: Le he dado muchas vueltas a la cabeza y no he llegado a conclusión alguna. Nosotros volvimos sanos y salvos, mientras que los demás se quedaron en los cementerios.

Bernardino no huyó al monte, estaba siempre en él, y siempre estará. Ahora mismo me estará viendo cómo me acerco a la aldea en compañía de una mujer rubia. Siempre estuvo en guardia contra todo. No manejaba la pistola, sino la navaja. Nunca pudo entender eso de la ideología o de la religión, para él la vida era pura resistencia. Nunca fue un corazón desengañado porque nadie le engañó nunca. Nada se creyó de los catecismos. Ni el pensamiento ni la especulación eran lo suyo. Por eso no lo cazaron nunca. Siempre se escapaba como el gavilán.

Bernardino nunca había salido del monte. Ni siquiera había ido a tirar cohetes en las fiestas del Santo Cristo, ni había sido, como yo, ángel en la procesión de moros y cristianos. No sabía leer. Era un animal más de la sierra. Cuando cruzamos la ciudad por vez primera, él se hipnotizó ante la estatua de un pastor que se alzaba en la calle principal. Luego la cambiaron de allí y la llevaron a las hoces. Jamás se me olvidará cómo Bernardino se quedó clavado ante el bronce. Nunca había visto un cine, y no le extrañó el cine. Nunca había visto una mujer, y no se escandalizó cuando la señora rubia coja se lo llevó para arriba a ocuparse y pidió una palangana. Lo que a Bernardino lo dejó clavado en mitad de la calle fue el bronce del serrano seco y duro, nacido en los mismos parajes de donde procedíamos, al lado de una oveja también de metal. Subimos hasta cerca de la catedral. Pasamos por el edificio de la Audiencia, donde empapelaban a algunos de la partida a los que no mataban, y lo único que le llamó la atención fue el pastor. A mí todo lo contrario, lo que me iluminó como una aparición fue ver cómo aquella gitana se quitaba el vestido y se quedaba desnuda. No digo que no sea un hijo de puta. Sé lo que es disparar una pistola contra alguien, pero jamás he matado a una mujer.

Aquel primer momento lo recuerdo como un striptease para mí solo, entre el revoloteo de las campanas del congreso de la Virgen y el miedo a que llegaran en ese instante los guardias. La recuerdo como una de las más bellas obras de la naturaleza. Me sentí feliz, y ahora, cuando aún lo recuerdo, no lo veo como algo real, sino como un cuento, una fábula. Siempre he visto el cuerpo desnudo de una mujer como un enigma, como un premio inmerecido. Antes de la pulsión sexual, del deseo, lo que me asombraba era la maravilla del desnudo. El deleite, para mí, estaba unido a una curiosidad infantil: los lunares, el talle, el hechizo de los movimientos, su voz ronca de cantaora, sus líneas de manzana dorada.

Las dos casas de putas estaban en el mismo barrio, entre los conventos, sobre los ríos. Desde la ventana veía el lejano horizonte de mi aldea en una tarde morada. «¿Qué tal la yegua?», me preguntó Bazoka. Me extrañó que un hombre con tantos viajes y de tan buen trato con las mujeres llamara yegua a la granadina. Me explicó que yegua significa puta.

Maté a hombres, los vi morir, di vueltas por muchas ciudades, participé en acciones desesperadas, sentí el oscuro sabor del miedo, pero nunca he vivido una aventura, una y otra vez, la primera y la última vez, como la de ver que una mujer se desnuda ante mí o para mí. Me parece un prodigio. Es la mayor aventura que he podido protagonizar.

Aquella gitana tenía la piel tan suave como las plumas de la paloma, las tetas tan fragantes como un racimo de uvas —tal vez porque estaba preñada—, los muslos luminosos y los ojos verdes y jóvenes como una dolorosa golfa. Era una rosa en medio de la oscuridad de la tarde. Me hubiera gustado volver a verla en la ciudad, en la suya o en cualquier parte. Me hubiera gustado escribirle una carta, porque fue tan emocionante el encuentro que pocas veces he sentido tanto placer.

Era muy importante que Bernardino, que hasta entonces había practicado el bestialismo, se acostara con una mujer, aunque Bazoka le quitaba importancia a lo de follar con animales. Me contaba que la mayor parte de los dioses adoptaban forma animal para acostarse con hombres.