IX. Mala Leche

IX

MALA LECHE.

Cuando nos tuvimos que echar al monte, había visto morir a cerdos, a conejos, a pollos, pero nunca había visto morir a un hombre. Tampoco había sentido lo que supone acariciar el metal de una pistola. Había otros que con el arma en la mano se sentían poderosos. Yo no. Desde el Pedrón miraba horas y horas a la chopera donde estaban mis vecinos y los de la central, muertos de frío y de miedo.

Los de la cuadrilla le habían requisado la escopeta a mi padre y como consecuencia de ello hubo una represalia de los guardias con aplicación de la ley de fugas. Mi padre había entregado la escopeta de cañón con la que cazaba a los hombres de la partida. Iba con el Capador y los dos fueron sorprendidos en el momento en el que iban a llevar víveres a la cuadrilla de Grande, Gafitas y Bazoka, al campamento de Valdecabras.

La escopeta de un cañón era, junto a los cepos, uno de nuestros modos de vida. Por la noche, cuando había luna, mi padre ponía un papel de fumar en el punto de mira y disparaba sobre las bandas de conejos, mientras Cele, otro de la central, pegaba un tiro lo más lejos posible para que Mala Leche, el guarda, se desorientara y se dirigiera a aquella zona. Me extrañó mucho que entregara la escopeta. Él me había confesado que no tenía licencia. Que nadie sabía de su existencia, que los guardias, los mismos que también iban a la central hidroeléctrica y se calentaban las piernas heladas en la estufa de todos, ignoraban que escondía el arma y que los de la cuadrilla eran tan peligrosos como los guardias para nosotros. Pero él, como cazador furtivo, sentía más simpatía por los hombres del monte que por los guardias. Vi a mi padre sangrar por la nariz y por la espalda e hinchar el pecho con resuellos, pero aún vivía. Al que sí vi muerto fue al Capador, con los ojos abiertos, azulados, ya sin respirar, con las pupilas fijas.

De pronto me encontré en una cacería, que los jefes denominaban resistencia, y que Bernardino, el hijo del Capador y yo llamábamos huida. Los guardias nos llamaban bandoleros. Presenciamos cómo al Capador y a mi padre les aplicaron la ley de fugas. Los tres estábamos viéndolo todo desde la cresta de un cerro. Cuando oímos los disparos, bajamos a auxiliar a los heridos. Pero mi padre, agonizando, me dijo en sus últimas bocanadas: «Vete con ellos, que no te cojan los guardias».

Y nos fuimos los tres. El hijo del Capador porque también habían matado a su padre, Bernardino no se tenía que echar al monte, él era el monte, y yo me vi metido en la cuadrilla para cumplir la última voluntad de mi padre. Nos fuimos al monte y así conocí a aquellos hombres raros avezados en la lucha. Me encontré con Gafitas, al que ya habíamos descubierto una vez en la vereda, con sus botas altas, siempre recién afeitado, sus bigotes canos, retorcidos en las puntas.

Gafitas nos impartió las primeras clases.

—Hay que tener una resistencia de hierro —nos dijo—. Los cobardes y los débiles no valen para esto. Aún estáis a tiempo de volver a vuestras casas.

Ya no podíamos volver. Nos hubieran metido en la cárcel.

Los jefes que siempre daban ejemplo eran Grande, Gafitas y Bazoka. La primera acción en la que tomé parte, aún sin armas, fue el asalto a un coche de viajeros. Sacaron a la gente a la cuneta amenazándola con pistolas y metralletas. Les fueron exigiendo el dinero que tenían en la cartera. Bajaron de la baca las maletas y se quedaron con víveres de las cestas: un jamón, docenas de huevos y también con algún traje.

A la vuelta de esas acciones, Gafitas nos aleccionaba:

—Nos llaman bandoleros y ladrones, pero el dinero que sacamos en los asaltos es para ayudar a los presos.

Nos informó de que tenían colaboradores en los pueblos. Lo que no nos dijo es que eran cómplices a la fuerza. Metían en los riñones las pistolas Star para proveerse de huevos, pan, aceitunas y quesos. Asaltaban a los recaudadores de contribuciones del Estado y pedían rescate por secuestrar a los dueños de las fincas. Ellos se llamaban a sí mismos resistentes armados y calificaban de verdugos a los que gobernaban. Nos contaban que en todo el territorio había más de tres mil combatientes. Entonces no lo sabían ellos ni yo, pero cuando peleaban en los cerros de mi aldea ya estaban dejados de la mano del Partido de los Fusilados, que tenía otra política e inició una labor sistemática para quitarle importancia, e incluso para desprestigiar a las partidas. Grande, Bazoka y Gafitas habían elegido resistir en las montañas. Aguantaron en la lucha más de diez años, cuando la táctica era bien vista por el Partido y cuando no. Cualquier cambio de estrategia era difícil de seguir. En la guerra, o en la guerrilla, son más difíciles las retiradas que las invasiones.

Nosotros, los de la aldea y el pueblo, dejamos la escuela de don Juan para entrar en la escuela de Gafitas, que nos explicaba las cosas al revés que don Juan. Nos enseñaba a manejar explosivos, nos daba clases de topografía y en vez de en historia sagrada, nos instruía en la asignatura de la política.

Gafitas a su vez nos convencía de que a lo largo de todo el territorio, en todos los montes y riberas, había un inmenso ejército clandestino. Muchos años más tarde me enteré de que siempre estuvimos acorralados por el enemigo. En realidad, nuestra táctica fue en todo momento defensiva. Dábamos golpes audaces, tomábamos pueblos, izábamos la bandera con franjas violeta, pero el enemigo pronto se dio cuenta de que tenía que destruimos. Empezaron a funcionar más de veinte escuelas anti partidas. Los guardias ya no llevaban tricornios de charol, sino gorros de soldado con borlas rojas, y la lucha empezó a ser desigual.

Bazoka me lo había confirmado en el hospital:

—A nosotros nos faltaron armas, municiones y, por último, el apoyo de la Dirección.

Grande nos enseñó quién era Marx. Nos contó que nació en Tréveris, que sabía griego. Nos hizo aprendernos de memoria aquel pasaje donde el barbas citaba a Shakespeare y hablaba del oro, amarillo reluciente, precioso, que convierte lo negro en blanco, lo feo en hermoso, lo falso en cierto, lo ruin en noble, lo viejo en joven. «Funda y destruye religiones, bendice al maldito, hace adorable la lepra, pone al ladrón en el banco de los senadores». Marx llamaba al oro vil ramera de la humanidad, pero nosotros nunca habíamos visto oro, ni siquiera en los dientes. Grande nos habló de las mujeres del algodón. Nos explicó la ley del desarrollo de la historia humana. Al principio no entendíamos nada, y menos que el hijo del Capador y yo, Bernardino, que escuchaba como si le hablaran en chino. Pero había cosas que quedaban claras: el capitalismo moriría debido a sus crímenes.

—A las dos, a las tres y a las cuatro de la mañana —contaba Grande—, chicos como vosotros, y aún más pequeños, eran sacados a la fuerza de las camas y obligados a trabajar por la simple costa hasta las doce de la noche.

Nos llevábamos muy bien con Bazoka, sobre todo desde que nos llevó a la casa de putas. Decía que también peleábamos por la liberación sexual.

En los primeros tiempos de la sierra, me acordaba de mi padre y de la gitana de Granada. Hablaba con Bernardino del viaje a la ciudad. Me confesó que la señora coja le lavó el miembro en una palangana y se le quedó tan frío que le costó mucho tiempo conseguir que se le pusiera duro. Bazoka me aseguró después que nos llevó a la casa de tolerancia para que Bernardino no se apareara más con bestias. En las hogueras o en las largas horas de lluvia, cuando nos metíamos en las cuevas, se contaba que los tres, Bazoka, Grande y Gafitas, habían luchado ya en dos guerras.

Hasta el campamento, uno de los enlaces, cuyo nombre ocultaré aunque hayamos pasado de un siglo a otro, vino a traer tabaco y pan. Él fue el que nos contó que Angustias había acabado con Mala Leche. Angustias se adelantó a Bernardino, que se la tenía jurada al guarda desde que le dijo a la pareja y al cura lo de la borrucha. Hasta que llegó el enlace, yo creía que había sido Bernardino quien lo había matado, porque un día me hizo una señal con su propio pescuezo y su navaja, mientras pronunciaba su nombre y otro día, en un descuido, le vi el reloj de bolsillo que solía llevar el guarda con una cadenita de plata. La que se dedicaba a ser partera y a curar a la gente con bálsamos y ventosas, la mujer rubia, casi albina, con gafas de vaso que vivía enfrente de Mala Leche, aquel tipo escorado, lo había matado con un botijo.

Mala Leche, siempre con la escopeta colgada a modo de escapulario, era el chivato de los guardias y el esclavo de los señoritos que llegaban con polainas de ante los domingos. Decían que era un verdugo jubilado. Verdugo de garrote. El Manco me había contado cómo era el garrote, un poste de madera de dos metros de largo y trece centímetros y medio de ancho y una silla, situada junto al poste, donde se ataba al condenado a muerte. Creo que me contaba lo del garrote para alejarme de cualquier tentación de unirme a las partidas. A la mayoría de los hombres del monte los fusilaban o les aplicaban la ley de fugas. Pero a algunos, para mayor oprobio, les aplicaban garrote. Les negaban el honor de un pelotón de fusilamiento.

Los furtivos siempre sentíamos su mirada en el cogote. Flaco como un cabrero, con reloj de bolsillo, solitario, venido de lejos. Contaban que Mala Leche había dado matarile a mucha gente en la guerra. El enlace que vino de la aldea nos contó que el guarda tenía dos botijos: uno bañado y el otro normal, blanco.

—Un día se acostó y no se levantó.

—¿Qué pasó? —preguntamos.

—En la autopsia le encontraron estricnina, el veneno que usaba para matar a los zorros y a los perros salvajes.

—¿Cómo lo hizo Angustias?

—Cuando él se fue al Pedrón porque oyó disparos, Angustias debió de entrar a la casilla y ponerle veneno en los dos botijos, para que se quedara tieso bebiera de donde bebiera. Lo mataron como a un bicho. Se le agotó el resuello. Fue una mala muerte para vengar la cacería del novio de la Solé.

—Todos sabíamos que el que seguía los pasos de Bautista, como seguía las huellas de todos los laceros y escopeteros, era Mala Leche.

Bazoka lo confirmó en el hospital:

—Lo mataron a la espera. El que dirigió la cacería fue el guarda.

También nos contó una desgracia que a mí me afectó especialmente, casi tanto como la muerte de mi padre:

—Después de que liquidaran a Mala Leche, los guardias reunieron en la plaza del pueblo a todos los de los caseríos y las aldeas, los de los ventorros, los de las casillas, los pastores, los forestales. Nos daban en el culo con los fusiles como si fuéramos ovejas. Nos llevaron al centro del pueblo, con las manos en alto, y un mando de grandes estrellas en la bocamanga nos dijo que al que diera una miga de pan o un cigarro a los de las partidas lo iban a colgar. Todos estábamos en el centro del pueblo con las manos en alto. Todos menos uno, el Manco, que no se podía mover de la mecedora porque estaba tísico. De pronto, mientras nos echaban el discurso a todos, empezó la riada. El río comenzó a crecer y alcanzó primero la altura de los chopos de la ribera. Más tarde llegó a rodear las casas y a la mecedora donde estaba el Manco. La riada se lo llevó.

Los de la partida conocían muy bien al Manco. Bazoka sabía de sobra que el Manco había estado luchando en las trincheras de la alta serranía, donde nacen los ríos, y donde se mataron a gusto. Yo les relaté lo que sabía:

—Era un gran hombre. Tardó muchos meses en llegar a la aldea desde lo alto de la serranía. Tardó muchos días porque se iba escondiendo.

Pero yo no sabía que el Manco, desde la mecedora, hacía señas y pasaba mensajes a los hombres armados. Fue Grande el que nos lo contó esa mañana. El día que conocí a Grande, del que todo el mundo hablaba y a quien nadie había visto nunca. Se acercó a mí con la cara descubierta y me habló de mi amigo.

—El Manco era un héroe. Estoy seguro de que no fue la riada lo que le empujó río abajo, sino el enemigo.

Todos los hombres y algunas mujeres de las partidas coincidían en el veredicto: Grande es grande.

—Es el que mejor resiste.

Los que le conocieron tenían de él una opinión favorable porque sabía luchar contra las adversidades. Donde estaba Grande estaba el Partido de los Fusilados. No era un maniaco como la mayoría de los líderes políticos que conocí. Nunca se vestía con cazadora de cuero, sino al estilo de los apoderados de toros. Nunca se puso visera, sino sombrero de paja, de segador, cuando apretaba el solitrón. Bajo sus órdenes aguantamos algunos años, rodeados casi siempre. Grande tenía oído de tísico para detectar los pasos del enemigo. Aguantó en el monte seis años sin desnudarse nunca y, aunque la vida se mueve por rachas, jamás cayó en desgracia ante los líderes ni los programas porque aprendió desde muy joven a sobrevivir.