IV. Dulces y flores

IV

DULCES Y FLORES.

Estamos desayunando en el hostal y ya está el americano interrogándome. Las conversaciones que Esteban guarda en su grabadora y después en su ordenador se parecen más a sesiones psiquiátricas que a conversaciones para una tesis o un estudio. Es muy anárquico y caprichoso. Dispara preguntas a granel, sin orden ni concierto. Mientras se come el huevo pregunta:

—¿Se arrepiente de algo?

—No.

—Pero tuvo que matar a gente.

—Maté e intentaron matarme. Acabé con gente inocente y también acabaron con parte de mi familia.

—¿Se siente orgulloso de su pasado?

—Solo estoy orgulloso de que nunca lograran meterme en una cárcel. Casi todos mis vecinos, los hombres que trabajaban en el monte, antes de llegar las cuadrillas, sufrieron palizas o fueron detenidos.

—¿Y cómo se portó con ellos la democracia?

—Muchos años después no recibieron ni una condecoración, ni una ayuda, ni siquiera una palabra de aliento.

—¿Por qué se fue del Partido? —pregunta el nieto de la Brigada Lincoln.

—Me fui del Partido de los Fusilados cinco minutos antes de que me echaran.

—¿Cómo se defendió en el exilio?

—Fui doblemente desterrado y errante.

—¿A qué se dedicaba?

—Tuve que dedicarme a vender cristal de Bohemia y aprovechar mi experiencia con el revólver para pasar antibióticos entre dos fronteras de indios.

—¿Se siente un luchador por la libertad?

—Cuando se celebra la fiesta de la libertad, nunca me siento concernido. Siempre fui un refugiado. Al principio me daban dulces y flores cuando llegaba a las ciudades. Luego, un interminable silencio. Nunca lograron hacer de mí una cucaracha, pero sigo siendo extranjero en todas partes. Me fui un poco antes de comprobar cómo los supuestos héroes de la revolución saquearon las riquezas del país de la Estrella Polar de nuestros hermanos los rusos. Los dirigentes terminaron vendiendo pisos en las costas del sol.

Estaban al mando del tesoro y se lo quedaron. Arrasaron las compañías del petróleo, las compañías navieras, los bancos. Se escaparon de allí y buscaron alianzas con todos los mañosos del mundo, contrataron a los abogados de los gánsteres. Nuestros antiguos jefes constituyeron una red mañosa y de espionaje que domina parte del mundo. Nosotros estábamos dando tiros, sin saberlo, para ellos.

Salimos a la calle. Nos acompaña Irene. Cruzan los pájaros como exhalaciones. Veo las malvas que curaban, y brillan los ocelos azulísimos del lagarto. Recuerdo como si fuera hoy la música del acordeón que surgía de las blanquísimas lengüetas de caballo, también el salón del baile, el olor a moza y a mistela. El campo estaba tranquilo hasta que empezó una batalla desigual, secreta, extraña. Ni siquiera fue una batalla, sino una serie de escaramuzas que acababan en la cárcel o en la parte civil del cementerio, o más bien en tumbas secretas, casi nunca en el hospital. Entonces no se hacían prisioneros: ni ellos, ni nosotros.

Unos años después de la evacuación, un misterioso hombre con chaqueta de cuero con el que jugaba al ajedrez en una de esas casas del destierro donde se acogía a un número del cupo de exiliados y donde era mejor no hablar de política, sobre todo de la del país que nos acogía generosamente, ese hombre me explicó que en esta zona nos habíamos enfrentado por un plan diseñado muy lejos de aquí. Un plan condenado de antemano al fracaso, cuando había miles de prisioneros en las cárceles y millones de hambrientos fuera. Las operaciones eran un asunto de prestigio para el Partido de los Fusilados y para el Partido de los Cangrejos. «Todos sabían que nadie saldría vivo de la serranía, pero necesitaban mártires. Nadie colaboró con los de las partidas. Los que desde el exilio consintieron esta matanza fueron unos irresponsables».

Voy hablando a Esteban y a Irene de la pajarita de las nieves, de las nutrias que se esconderán entre los juncos. Les hablo de las oscuras montañas que se alzan delante de nosotros. A Irene el paisaje le recuerda al del Tíbet. Le llevo la contraria:

—Pero aquí no llegaron ni los frailes ni los gitanos. No se ve ni un convento. A pesar de haber tantos mimbres, nunca descubrimos caravanas de vagabundos en las riberas de los ríos.

Esteban, sin grabadora, me pide que relate el momento de mi huida de esta tierra.

—Una mañana de hace más de cuarenta años apagamos las hogueras —le cuento—, quemamos los pasquines y salimos en dirección al mar.

—¿Reconoce plenamente el paisaje? —dice.

—No. Apenas me recuerda al de entonces. No había casas rurales, ni tejadillos de uralita, ni esos puticlubs con naipes rojos. Han quitado los postes de color ceniza. La poca gente que se ve lleva zapatos de deporte, no abarcas como entonces.

Irene sonríe irónicamente para preguntarme:

—¿Crees que encontrarás la calavera como el príncipe encontró la del bufón?

—Dicen que el esqueleto humano está compuesto por más de doscientos huesos. Alguno quedará.

—¿Y a quién informarás del hallazgo en caso de que logres encontrar los huesos?

—A nadie.

—¿No irás a uno de esos comités de la memoria?

—Jamás. Ahora que la muerte digna es un derecho, miran las cosas de atrás, de los tiempos en que era una manera de sobrevivir. Celebran lo que fue una masacre como una victoria o una derrota. Solo fue una matanza. —Les digo—: Yo no necesito ni arqueólogos, ni forenses, ni ADN, tan solo un pico y una pala. Y quiero ver al sepulturero que medía con un metro de hule amarillo a los cadáveres para hacerles el traje de pino. Sé dónde puede estar el muerto. Conozco algo que llevaba colgado en el cuello.

—¿No hay buenos y malos en su memoria? —pregunta el investigador.

—Solo vencidos y vencedores. O más bien todos derrotados.

—He leído que van a llevar el caso de los desaparecidos y asesinados al Tribunal de Derechos Humanos.

—Que hagan lo que quieran. Yo solo quiero saber qué pasó con Gafitas: si lo mataron contra un pino o se escapó.

—¿Lo admiraba?

—Sí.

Gafitas era un proscrito que me dijo algo que no he olvidado: «Nunca te avergonzarás de ser valiente. Te dirán que los valientes están en el cementerio. No hagas caso: mueren antes los cobardes».

Sigo contando la historia más tranquilo, porque no está delante la maldita grabadora:

—Gafitas era más valiente que ninguno, pero los huesos son todos iguales, blancos, porque están hechos de calcio. Quiero comprobar si queda algo entre la tierra de aquel hombre de bigotes de gato, de ojos grises de acero, flaco como una estaca de roble, que olía a colonia, que se afeitaba poniendo un espejito en los troncos de las encinas. No sé si lo fusilaron, lo ahorcaron o pudo escaparse. Él mismo decía que la muerte en la horca es rápida e indolora. «Antes, en la puerta de las ciudades se colgaba a los penados para asustar a la gente. O los ponían en jaulas suspendidas delante de los palacios de Justicia. Los usaron unos y otros para matar brujas y líderes o para ajusticiar criminales de guerra». —Les doy una versión de la retirada—: Un día, con las caras tapadas, ya solo con armas cortas y mochilas ligeras donde llevábamos vendas y alimentos, con la brújula y el mapa en los bolsillos, nos dirigimos hacia el este. Miramos atrás y vimos arder el hondón donde habíamos estado escondidos. Desde las entrañas del barranco salían llamas y humo. Unos instantes después de nuestra evacuación, las tropas del general que había declarado los montes zona de guerra prendieron fuego a la yesca donde ya se extinguían nuestras lumbres. Habíamos perdido. Nunca habíamos vencido. Pero la situación se hizo insostenible cuando creció el pánico entre la gente de los caseríos, que al amanecer tenían que llevar un candil encendido. Les daban el alto tres veces. Si a la tercera no levantaban las manos, los guardias disparaban.

No es que Irene tenga celos de mi silencio. Intenta desdramatizar los recuerdos diciéndome que en su tierra hay osos, lobos y cientos de pájaros, azafrán y amapolas después de las nevadas. También allí son largos los inviernos, hubo hambre después de la guerra y los niños jugaban tirando de las botas de los ahorcados.

Cada uno pasamos lo nuestro, pero yo me acuerdo, a medida que nos acercamos a la vega que hay antes de llegar a mi casa, de que por aquí íbamos a la escuela con las carteras colgadas y una toza en la mano. Ya no queda nada de aquella estampida de gente y de animales. Por las sendas bajaban caballerías cargadas de espliego, de leña, de hongos. La vereda era una película de vacas rojas y ovejas blancas. Lo que mejor recuerdo es el momento de poner el pie en las hojas de los árboles para ir a lavarme en el río, entre las rocas, apartando el hielo, era el comienzo de una aventura que duraba todo el día y daba tiempo para todo: para buscar lenguazas, para poner los lazos, para ir a la escuela y para ver cómo parían las vacas.

No veo a casi nadie en las cercanías de mi aldea. En aquel tiempo había segadores, carreteros, leñadores, tartanas de gitanos, ganados, sobre todo en la vereda. Pero hay algo que me recuerda al pasado: un hombre anciano con tapabocas.

Les voy contando a Irene y a Esteban:

—En el momento de la retirada de nuestra partida, que era en realidad una rendición, íbamos con tapabocas.

—¿No se veían las caras?

—No sabíamos quiénes éramos. A lo largo de la caminata, nos contamos muchas veces para ver si seguíamos todos. Pronto nos dimos cuenta de que faltaba uno de los comandantes: Gafitas.

—Creo que Bernardino era un auténtico combatiente del monte —interrumpe Esteban—, el nombre mismo del luchador, maquis ,en francés significa «monte bajo, denso e intrincado».

—Así lo creo yo. Bernardino era un auténtico huido y vivía en rebeldía. Pero él no se oponía con la pistola al sistema porque no tenía ni idea de lo que era el sistema.

—¿Usted sí?

—Tampoco yo. Aunque los que vinieron de lejos me explicaron lo que estábamos haciendo. Nunca creí que Bernardino se enterara. No es que fuera tonto, no. Es que no tenía otra lógica que la del monte. No le entraban en la mollera las abstracciones.

—¿Por qué los del Partido de los Fusilados se echaron al monte?

—Al principio porque pensaron que los Aliados iban a hacer un desembarco. Los que habían combatido en la Resistencia intentaron la reconquista por los Pirineos. Primero fracasaron en el valle de Arán. Después, porque se equivocaron de estrategia.

—Algunos siguieron en el combate a pesar de la orden de evacuación.

—Tal vez Gafitas fue uno de ellos.

—Tal vez.

—¿Cree que el Partido de los Fusilados fue el que inició y retiró las partidas?

—No, las partidas surgieron espontáneamente al final de la guerra. Algunos huyeron por miedo a ser fusilados. Aunque realmente empezaron en la propia guerra. Las organizó Negrín, que era cangrejo, aunque rojo. Luego miles de combatientes pasaron la raya y fueron metidos en campos de concentración. Y ahí los organizó el Partido de los Fusilados para pelear en la Resistencia.

Vuelvo a recordar el silbo del capador, el botiquín de campaña, los descansos bajo los madroños y las sabinas. Regreso con la imaginación a la ratonera donde nos metieron y de la cual salimos casi todos.

—¿Qué hipótesis maneja —dice Esteban Estrabón— sobre el final de Gafitas?

—Tendríamos que encontrar el casco del soldado ario donde hacíamos café. Puede estar enterrado en la tierra.

—¿Llevaba un casco?

—Lo trajo Bazoka desde la estepa helada rusa y se lo regaló. Tal vez esté en los sótanos de los juzgados con los brazaletes de la partida o en algún cuartel de los iguales.

—¿Se movían con brújulas?

—Ellos, los que no eran de la sierra, llevaban mapas y se movían con brújulas. Nosotros no necesitábamos otra brújula que las estrellas, el río o el sol. Bernardino, el hijo del Capador, yo y algunos otros podíamos andar por el monte con los ojos cerrados.

—¿Qué es eso del catecismo del buen combatiente?

—¿También sabes eso? Con el catecismo del buen combatiente nos hicieron creer que había que andar más allá de las montañas, más allá de los confines del horizonte, y que en la montaña estaba el combate.

—Eso lo enseñaba Grande —insinúa Esteban.

—Grande nos daba clase y nos convencía de que la montaña, desde los tiempos antiguos, representaba a los esclavos, a los parias, mientras que el llano era el lugar de los conservadores.

—Son las teorías de Grande, comandante de la partida.

—Exacto. No creía en otro camino que el que llevara a la victoria. No sentía culto o devoción por nadie, excepto por una doctrina omnipotente porque la consideraba exacta. Gafitas era más descreído, más desconfiado. Sonreía con malicia cuando Grande, el jefe de los jefes, nos decía bajo los pinos, en un descanso del bosque, al lado de una lumbre: «El marxismo es una ciencia completa y armónica; da a los hombres una concepción del mundo íntegra, irreconciliable con toda superstición, con toda reacción y con toda defensa de la opresión».

—Se le veía la experiencia, la destreza.

—Por supuesto. Se notaba que en la guerra había participado en el asalto a ciudades y había sacado los viejos cañones de las armerías. Presumía de no haber levantado jamás una bandera blanca. Nos decía: «El combatiente atrincherado no debe temer a nadie. Poco daño puede hacerte un tanque o una camioneta de los guardias al estar agazapado. No es ninguna cobardía tenderse en la batalla. Un buen combatiente administra bien su vida, pues solo el que vive puede seguir luchando». Gafitas asentía cuando el comandante nos contaba que el Partido de los Fusilados estaba en las estribaciones de la sierra. «Somos millones de puños que llegan hasta el fin del mundo».

En el laberinto de recuerdos vuelvo a sentir el aroma de los cigarros de hebra, el sabor a tierra arenosa del chocolate. Irene comenta que las mariposas son muy bellas. Le digo a Irene:

—Aquí puedes encontrar orquídeas como mariposas que no volaran. Dijo Darwin que esa flor es más sensible al tacto que cualquier nervio del cuerpo humano.

Me reservo decirles que no solo viven mariposas sino cientos de escarabajos, arañas, larvas, moscas azules y moscas verdes que llegaban a los cadáveres de los burros después de que los buitres descubrieran la carroña. En el campo solo morían las vacas, los burros y las ovejas. Por eso, cuando empezó el tiroteo y llegaron los maquis y los batallones de picos, los insectos necrófagos vivieron muy felices: podían comer carne de hombre. Muchos años después, en el siglo XXI, llegaron a la sierra arqueólogos con cazamariposas para descubrir los huesos y las larvas de los cadáveres.

La calavera con las tibias cruzadas, símbolo universal, es una de las primeras imágenes que yo recuerdo de mi niñez, allá en la central hidroeléctrica. «No tocar, peligro de muerte». Aún no sabía leer, pero ya entendía que no podía acercarme a los transformadores, mientras las máquinas y las turbinas estaban a toda marcha y comíamos en familia junto a la estufa resplandeciente.

Otro de los símbolos que tengo metido en el inconsciente es el de la víbora. Fue el primer aviso que me dieron: cuidado con la víbora. Se acercaba a nuestras alpargatas en la carretera buscando el calor de los camiones de la madera.

Les cuento:

—La víbora es sorda. Por eso, a veces las pisaban las ruedas de los coches.

Lo de la víbora me lo relató el Manco, soldado republicano, soldado rojo, excombatiente de la batalla de Teruel, que antes de alistarse había sido cabrero. El Manco me contaba cosas maravillosas mientras escupía y por el aire se notaba una ráfaga de sangre. Era, a pesar de que le habían arrancado un brazo en la guerra, hermano de todos los hombres del mundo. Me daba consejos prudentes mientras tomaba baños de sol bajo el cielo helado, en la mecedora; lo hacía para curarse la tuberculosis que cogió en el camino de vuelta desde las montañas, en las trincheras de nieve, de donde se evacuaban a los heridos y a los muertos con mulas.

Esteban Estrabón, el americano nieto de la Brigada Lincoln, tiene esa fascinación de los americanos liberales por la historia de España, que más que un encantamiento es un síndrome. Le fascina que nos enseñaran la asignatura de Marx entre las ardillas.

—Pues sí, amigo. Grande nos hablaba allí arriba más allá de la Hocecilla, en el campamento de Valdecabras, de Marx, de Platón, de Espartaco, de Tomás Moro, de Saint-Simon. Nos relataba el trabajo diario de los mineros, que consistía en cargar a las espaldas doscientas libras de mineral desde mil metros de profundidad, y vivían de pan y judías; hubieran vivido solo de pan, pero los patronos se dieron cuenta de que no podrían trabajar tanto si únicamente comían pan; por eso les obligaban a comer también judías, porque son ricas en fosfato de calcio.

—¿Qué le queda de ese sueño?

—Pesadillas. El sueño se ha disipado. Hemos salido del siglo de los campos de concentración, pero no hemos encontrado nada nuevo. Murió Stalin, aquel hombre de las botas largas al que Picasso le dibujaba flores y palomas. También los poetas más célebres de la tierra le dedicaban poemas al mariscal de la blusa blanca en los que decían: «Padre y camarada, que tu alma nos ilumine».

El viaje de la memoria tiene muchas bifurcaciones, ramales y precipicios. El río y el cielo siguen iluminándose con las culebrinas. Se oyen otra vez los tiros de los cazadores. Sus disparos siguen inquietándome. Me acuerdo de nuestra cabaña en la orilla del Paraná, donde no pesco, como aquí de niño, truchas, sino surubíes de ochenta kilos atigrados y toros de río, entre indios que apenas habían dejado de cazar con flechas.

—¿Qué habrá sido de Bernardino? —insiste en el tema el americano.

—No lo sé.

Sin decirle nada voy recordando que a Bernardino lo contrataban los de la Mesta para embarcar las reses en la estación de Chillaron. Nunca iba a la ciudad, a pesar de estar tan cerca. Cuando tuve bici, en las épocas en las que se embarcaban las ovejas en los vagones, yo iba a verlo. Disfrutábamos de una vida de aventuras, entre tratantes de caballos, que solían ser gitanos, charlatanes, tipos duros que, sin embargo, cantaban cuando se emborrachaban y nos contaban historias de la trashumancia, de los gancheros, de los carreteros.

La cañada real y el río comunicaban la sierra con el mundo entero, pero Bernardino no traspasaba nunca los confines de su rodal. Sabía silbar, manejaba con precisión la navaja, curaba a los animales y tal vez no los distinguía de las personas.

Esteban espera y también la grabadora. Pienso en voz alta ante su ordenador:

—La mayoría de los que conocí solo son estiércol de los ababoles; muchos de ellos ni siquiera tienen una cruz de yeso, como los de la guerra. Hay muchos esqueletos perdidos en estos valles.

En la sesión de la tarde, desde la terraza del hostal, edificado en las riscas desde donde se ve allá abajo el río como una línea sacada del lapicero de dibujar, Esteban sigue metiéndome los dedos en la boca:

—¿Qué clase de formación tenían aquellos combatientes de las partidas?

—Unos —contesto— eran casi analfabetos; otros, intelectuales que vinieron de muy lejos.

No hay libros, ni tesis, ni historias que puedan explicar por qué, si vivíamos tranquila y pobremente en nuestras casas, en nuestras escuelas, tratando de vencer al hambre, de pronto, nos vimos envueltos en un interminable tiroteo.

—¿Por qué los españoles se odiaban tanto?

—Los españoles y los que no son españoles. La gente se odia, se mata y se persigue por ideas que les han metido en la conciencia otros que ni siquiera estaban seguros de ellas.

Me pide el americano que le hable de mi padre.

—Se llamaba Colás.

—¿Era creyente?

—No lo sé. Blasfemaba cuando se le escapaba la fuina. Sin embargo, hacía la señal de la cruz en el pan que iba a cortar y en caso de que se cayera un cantero, lo besaba. Nunca le vi en misa ni nos intentó aleccionar sobre religión.

—¿Estuvo con los rojos?

—Lo movilizaron en la guerra, pero se quedó en la central hidroeléctrica a la orden de los militares.

—¿Conoció a Gafitas y a Grande?

—Conoció a Gafitas en las madrigueras de los zorros que están cerca del puente de abajo. Iba con dos hombres más. Le preguntó por la caza. Y respondió que el zorro huele el hierro, y aunque se le ponga carne de conejo cerca de los cepos, no mete las patas. Le habló del animal más listo de todos, que se hace una bola y rula, se mete entre la cabra y el chivo, para separarlos, y entonces ataca al cabrito. Le preguntó que si había estado en la guerra. Contestó la verdad: «Nos dejaron en la central, pero movilizados». Algunos años más tarde, cuando Gafitas me dio clases de tiro, me dijo: «Tu padre era un buen hombre, un hombre inteligente. Un gran cazador. Nos ayudó sin saber siquiera quiénes éramos».

El mulato siempre se queda en el rastro de Gafitas y de Grande. Pregunta:

—¿Cuáles eran las diferencias políticas entre Grande y Gafitas?

—Para Gafitas todo el arte militar se basaba en la obediencia, mientras que para Grande, el objetivo era lograr que todo el pueblo se levantara en armas. Gafitas nos ponía el ejemplo de Julián Romero, que nació cerca de mi aldea y que acabó tuerto, sin una oreja, sin un brazo, pero siendo guardaespaldas de Felipe II. Él solo mató a los cinco que iban a asesinar al rey. Empezó de tamborcillo y llegó a maestre de campo. Peleó en la batalla de San Quintín y fue espía, arcabucero y espadachín. Al final, su viuda pidió al monarca que le devolviera los ocho mil ducados que había prestado de sus bolsillos a sus soldados hambrientos. Grande no estaba de acuerdo con ese modelo de soldado. No había que servir a ningún rey, sino a los trabajadores. Tampoco le gustaba el concepto de heroísmo que nos quería inculcar Gafitas. Aseguraba que el culto al héroe y a la muerte no estaba en el programa del Partido de los Fusilados. Gafitas seguía contándonos, en la lumbre, mientras se asaban las patatas y hervía el puchero, que Julián Romero había sido un verdadero soldado, hasta el punto de que fue pintado por el Greco y se hicieron poemas sobre él. Pero ¿qué tenían que ver los electricistas con los soldados? Gafitas reconoció que habían metido en un gran lío a los obreros de la central, que les habían hecho difícil la vida solo con su presencia. Tan difícil les hicieron la vida que no queda nadie de los que ponían en marcha las turbinas, los mismos que sacaban los juncos de la presa con largas palas y arreglaban los postes de la luz.

Esteban Estrabón se interesa por mi familia y me pregunta si voy a ir a visitarlos. Contesto:

—No queda nadie; acaso habrá sobrevivido algún primo lejano. Todos mis hermanos se fueron, sin mirar atrás, a buscarse la vida en las ciudades. La presencia de las partidas fue el inicio de la destrucción de mi familia. No tengo otra familia que Irene.

Ella aguanta en silencio mi mirada perdida, mis largos ensimismamientos, mientras hace fotografías de los tolmos y hasta de las nubes moradas que iluminan toda la ribera. Está fascinada por la tarde, por las águilas que cruzan el cielo, y no deja de repetir que es muy hermoso el valle.