III. Clubs de alterne

III

CLUBS DE ALTERNE.

Lo primero que he descubierto en las dehesas que hay antes del río y la central es que los robles han crecido, como ha crecido mi cintura. Un roble puede vivir hasta mil años, un hombre no llega ni a cien. Durante el tiempo que no he estado aquí, se han ensanchado los troncos, que eran también jóvenes cuando yo era niño. Cortaron las viejas encinas y se las llevaron en camiones para hacer quillas de barcos y barriles con los que envejecer el whisky. Vuelvo a mi tierra después de tantos años y lo que me llama la atención es el cambio en la dimensión de los robles. Es una manera de centrar mi imaginación en las cosas más simples y menos conflictivas de los recuerdos.

También me he fijado en que cerca del ventorro, donde los de la Mesta se abastecían de harina y de vino, han montado un club de alterne con luces rojas y anuncios fluorescentes en el que hay prostitutas polacas y brasileñas.

Me pregunta Irene que cómo imagino la aldea en la que nací. Le gustaría que contestara antes de llegar. Le digo que la aldea estará perdida entre el pinar, la chopera y el río, que seguirán jugando al burro los viejos, los que antes eran niños y ahora serán ya jubilados. Estamos en el ventorro esperando a Esteban, que llega y prácticamente me mete la grabadora en la boca. Ha escuchado la pregunta de Irene y me la repite.

—¿Cómo se imagina a los compañeros de su edad que no hayan muerto?

He decidido contar casi todo. Le contesto:

—Serán como yo habría sido si no hubiera tenido que aprender a matar o a morir.

—¿Cuál fue tu primera muerte?

No le contesto. Está mal planteada la pregunta, aunque sigue, curiosamente, el estilo de los propios veteranos: «Mi primera muerte, mi última muerte». «Hicimos unas muertes». Pero hay en mí una coraza para seguir guardando los secretos más dramáticos. Irene ha ido a la habitación a arreglarse, seguramente para que hable con más libertad, pero yo no le voy a contar a Esteban cómo se echa una soga a la rama del pino para ahorcar a un enemigo. Al que primero ayudé a colgar fue a un cartero. Se quedó pavorosamente blanco, con la valija colgada a los pies. Según me dijeron, cayeron algunas cartas de amor que no leyeron, sino que quemaron en la lumbre. Eso no se lo voy a decir a él. El contrato no me lo exige. Me limitaré a relatar historias de los seis hombres que figuran en el dibujo a tinta china. Recuerdo muy bien cómo ahorqué a un hombre. Había que colgarlo y lo colgué. Después disparé el fusil contra enemigos y nunca sentí aquella angustia de cuando el cartero. Tuve que vomitar detrás de una sabina. Aquello ocurrió hace mucho tiempo y, sin embargo, nunca olvidaré que dije que iba a orinar, pero en realidad eché las tripas. No se me iban de la cabeza los ojos desorbitados y la cara de yeso del cartero. Ya había sentido náuseas cuando apenas andaba a gatas y vi cómo un chico al que llamaban Eladio, mayor que yo, echaba un gatito al caldero de los gamones, que hervían en la lumbre para la comida del cerdo. No sé por qué lo hizo, pero el caso es que, en el instante en que más borboteaba y se alborotaba el líquido del caldero, arrojó al gatillo. Eladio era hijo de Cele, el que amansaba a los gavilanes; luego nos llevó al puente y echó al canal las otras crías de la camada y observó cómo entre maullidos se iban hundiendo. Nunca dijimos nada a nadie y probablemente los gorrinos se comieron el gato. Eladio era mucho mayor que nosotros y había vivido la guerra.

—Vi cómo unos hombres con pañuelo rojo en el cuello mataban a un cura —nos contó.

—¿Cómo? —le preguntamos.

—Disparándole como a un conejo parado.

—¿Dónde?

—En la cruz, donde está el lagarto. Luego lo llevaron al pueblo y lo pusieron en la carnicería abierto en canal como si fuera un gorrino. Después partieron con el hacha el órgano de la iglesia, quemaron el archivo parroquial, se mearon en los cálices y tiraron las campanas al centro de la plaza. Con las imágenes hicieron leña para el ayuntamiento y para las escuelas.

No todo se puede contar. Cuando haya cosas demasiado fuertes, me callaré. Ahora Esteban me pregunta por el Manco.

—¿Conoció al Manco? —me pregunta.

—Sí, mucho.

Esteban está bien documentado. No solo quiere averiguar qué fue de Bazoka, de Grande, de Gafitas, de Bernardino, del hijo del Capador y de mí, sino que también sabe que en esta historia existió el Manco, en quien yo tanto confiaba. Intento contar su historia:

—Era nuestro. Había nacido en la aldea. Guardó el cabrío de joven. Luego se fue a la guerra. Estuvo en la batalla de Teruel y cuando volvió era otro. Me contó que antes de ir a Teruel vio cómo los milicianos convirtieron las iglesias en almacenes, en teatros, y también cómo rompieron lápidas y sarcófagos de los cementerios. Me explicó que en las ermitas metían a los ganados. Revestidos con las sotanas y las ropas de misa de los curas, salían bajo palio por las calles y casaban a las milicianas con milicianos. Los escopeteros vestidos con monos de mecánico fusilaban, después de arrastrarlos, a los frailes, a las monjas o simplemente a los creyentes en las carreteras.

—¿Y qué decía de lo que pasaba en la retaguardia?

—Nos contaba que arrastraban a la gente en calzoncillos y la fusilaban en las tapias de los cementerios o en las cunetas. El Manco decía que esas atrocidades solo ocurrían en la retaguardia. Él había tenido el honor de presenciar la última carga de caballería en la batalla de Teruel con una temperatura de quince grados bajo cero. Hubo un enfrentamiento brutal de infantería sobre la nieve, mulos con ametralladoras, un asedio a la ciudad día y noche, miles de soldados, vehículos y caballos. Bajo un frío feroz los soldados atacaron la ciudad. En el asalto muchos se quedaron sepultados para siempre en la nieve. Pero a ésos nunca los van a encontrar, porque cuando se derritió la nieve se los comieron los alimoches, que estaban también hambrientos. Llegó la derrota y el Manco tuvo que volver, serranía abajo, con otros heridos hambrientos. Sin medicinas ni un cantero de pan, tardó muchos meses en llegar a la aldea. Quedaron muertos miles de soldados un poco más al norte de la serranía, en una geografía que era como una pistola que apuntaba al corazón del mar. Los batallones del Manco conquistaron una ciudad aún más nevada que nuestros pueblos. La ferocidad de la batalla fue tal que hubo decenas de miles de muertos.

Luego, cuando Esteban se queda con la botella y el ordenador en uno de los hostales de carretera cercanos a mi aldea, yo me voy con Irene hasta la cruz que hay entre la carretera y el camino que cruza la vereda. Le prometo al de Chicago que volveremos en una hora. Vuelvo a recordar a Eladio, que aquí mismo cazaba lechuzas con su padre. Las lechuzas no eran las mejores rapaces para la cetrería, pero ellos las vendían en el mercado a buen precio porque servían en lugares con ratones, para esquilmarlos. Eso no se entendía mucho en la sierra porque la lechuza era, en cierto modo, ave de mal agüero. Habitaba en las ruinas de las ermitas y en los cementerios. Las curanderas y parteras aconsejaban caldo de lechuza para las enfermedades de los niños. Preparaban mejunjes de molleja de gallina, de orina de toro y de sesos de gorrión para diversos males del alma o del cuerpo.

Cele y su hijo manejaban con precisión el gomero de horquilla de madera con dos gomas y atrapaban lechuzas entre dos luces. Antes de esa hora no se movían del sitio donde permanecían durante el resto del día.

Aún me inquietan, a pesar de que ha pasado tanto tiempo, sus cantos lúgubres y sus malos presagios. Recuerdo que Gafitas asociaba el animal no a la mala suerte, sino a la sabiduría. Pienso que fue Gafitas, porque Grande siempre hablaba de la liberación del pueblo o de la manera de detectar a los traidores. Cada uno de ellos tenía una idea diferente de la lucha. Para Gafitas, todos los hombres, como todos los animales, están siempre devorándose entre sí. Los machos se pelean por las hembras, y el aire, la tierra y los ríos son campos de destrucción y enfrentamiento. Grande solo hablaba de la guerra revolucionaria. Como digo, Gafitas tenía una idea muy positiva de la lechuza. Decía que Minerva era serena, observadora, sutil, el símbolo de la estrategia en la guerrilla. «Sus pupilas anchas se apoderan de la noche. Es, como nosotros, una sombra que se cruza en el camino, que se esconde en los graneros. Tienen lo que se denomina visión estereoscópica y antena parabólica. Son silenciosas y, donde ponen sus ojos, ponen sus garras».

Cuando vuelvo del paseo con Irene, veo que Esteban está algo cocido, más contento. Vuelve a sorprenderme, porque también conoce la existencia de Eladio.

—¿Qué pasó con Eladio, el hijo del cetrero? —me pregunta.

—Que algunos años más tarde sería uno de los que hacían tragar lejía a los pastores que interrogaban.

—¿Por qué?

—Porque se pasó de bando.

—¿Cómo?

—Se puso del lado de los guardias civiles que se disfrazaban de hombres del monte. Fue uno de los más duros integrantes de la contrapartida. Mataba a los heridos como a cochinos después de obligarles a cavar su propia tumba. Le encantaba dar el tiro de gracia y esperar a que los agonizantes dejaran de resollar y se les llenaran los ojos de hormigas. Algunas veces se le vio dando vueltas con el gomero alrededor de su cabeza. Cambió las alpargatas por las botas.

—¿Qué pensaba el Manco de él?

—¿Qué va a pensar? Que era un traidor.

Esteban repasa y repasa las sombras. Pregunta por Gafitas, el misterioso, el de las palabras exactas, que iba a la pelea como el que va a la oficina, por Grande, el ortodoxo, por Eladio el traidor.

Algunos de ellos no existirían ni en el recuerdo si yo no los mentara y el mulato fuera metiendo su recuerdo en el ordenador. No es cierto que los héroes sobreviven a su tiempo. Éstos fueron héroes desconocidos y cadáveres ocultos. Lucharon y murieron como revolucionarios, y algunos como traidores. Entonces no estaba permitido el matiz. Grande decía: «Somos simples combatientes».

Y Gafitas, al que yo seguía como un perro, hablaba de morir como héroes y de la manera bella de morir.

Hablo a Esteban y a Irene de la fuerza del río. Les comento que para mí ese río es el personaje más importante de este rastreo. El río de las crecidas, de los gancheros, del cajón como una nave interplanetaria.

Irene, que conoce la Biblia, me dice:

—Las Sagradas Escrituras relatan que hay un río cerca del Paraíso. Beber de sus aguas provoca el olvido, para reencarnarse y ser más feliz.

Esteban graba y apunta todo, incluso las citas de la Biblia.

—El río —los convenzo con ayuda de la copa— era un personaje, parte de nuestra familia. Siempre escuchábamos su rumor, sus amenazas, porque el río también sufre depresiones y goza con las alegrías, tiene su estado de ánimo. Cuando don Juan nos contaba, en la lección sobre los griegos, que un río era pretendiente de una mujer y que llamaba a su corazón bajo tres formas (una con cuerpo de toro, otra como serpiente y otra con aspecto de hombre, de cuya espesa barba fluían los chorros de una fuente), nosotros, los de la aldea, nos mirábamos reconociéndonos en esa mitología El río me acompañó en mi destierro, cuando era un refugiado. ¿Verdad, Irene? —Ella asiente con los ojos.

Al compás del recuerdo del río nació mi amor por Irene. Cuando yo llegué a su país, que no sabía siquiera dónde estaba, ya me habló de mi propio río, como si fuera una adivinadora, y de lo que de él y de sus aguas verdísimas, del mismo color de los pinos, hablaban los poetas que yo no conocía y ella sí. Incluso hablaba de las mozas que bailaban los domingos por la tarde al son del acordeón, mozas que iban a buscar piñones o a bailar.

—En las orillas de ese río —apunta Esteban— se desarrollaron los hechos.

—Así es. El río entró en las lecciones. El río y la electricidad eran también una teoría de las partidas. Resulta cómico que los que nos enseñaban a disparar nos contasen los prodigios del apila-miento de discos de cinc y de bronce que usó Volta. Nos hablaban también del electroimán, de los rayos X y de los catódicos cuando aún no había llegado a las casas la televisión.

Esteban Estrabón da saltos en el tiempo y en los asuntos. Ahora me pregunta qué pienso de la Ley de la Memoria Histórica.

Intento explicarle mi postura:

—En los últimos años, pagados por el Estado, se han organizado comités de memorias que hurgan en los juzgados y en los cementerios.

Esteban reconoce que no solo se tragó la tierra a Gafitas, también a mí.

—No sé si habrán encontrado —le digo— en los sumarios algunos de mis nombres o de mis alias; tampoco sé si alguien se acordará de mí en esta comarca.

Él se interesa por mi actual manera de ver las cosas. Sin expresarlo así, quiere saber si estoy arrepentido de haber estado en la lucha clandestina.

—Después de haber estado en muchos sitios no tengo las cosas tan claras como los paisanos que dejé —contesto.

—¿Cómo se ve a sí mismo, como un exiliado?

—En diferentes departamentos, oficinas y aeropuertos me han llamado de todo: refugiado, exiliado, desterrado, apátrida, ex, renegado. Siempre me consideré a mí mismo alguien que huía.

Aún hoy, cuando camino por la calle siempre miro hacia atrás por si alguien me acecha. Mi mujer llamaba a eso paranoia, manía persecutoria. Cuando trabajábamos en una fábrica de vodka, la veía clandestinamente en un apartamento tan pequeño como una celda. Tenía un frigorífico donde apenas había una salchicha y un pollo helado. Más tarde huimos juntos con los papales que yo falsifiqué para los dos. Aprendió a vivir como yo, huyendo y sorteando las fronteras. Para mí todos son los mismos enemigos. Para ella también, aunque le ha costado trabajo admitirlo. Yo simplemente altero los papeles para sobrevivir.

Intento darle a Esteban una versión de mi vida:

—Siendo apenas un joven campesino tuve que aprender un idioma, una manera de relacionarme. Me refugié primero en Varsovia, una ciudad arrasada por la guerra.

—Entonces, ¿militaba en el Partido?

—Milité sin que me preguntaran.

—¿Cómo los recibieron en Varsovia?

—Al principio, a los que llegábamos desde aquí, nos recibieron con los brazos abiertos, como a héroes.

—¿Qué recuerdo tiene de esta tierra?

—No tengo buen recuerdo.

Nunca podré olvidar que aquí rematé a heridos que se desangraban. Llegó un momento en el que no cerraba los ojos al disparar, aunque jamás encontré placer en la mirada de los que iban a morir.

Al día siguiente nos acercamos al Ventano del Diablo. Le cuento una versión inocente, turística del lugar. Le digo que en algunas de las cuevas de las riscas hay pinturas rupestres que conservan su color brillante de sangre, arcilla y frutos triturados desde hace miles de años.

—¿Qué animales hay? —pregunta Irene.

—Sobre todo cabras y caballos.

Es muy sensible en lo que atañe a los animales. Piensa todo lo contrario que Gafitas, que decía que eso de la piedad con los animales es una gilipollez, porque las bestias carecen de sentimientos y son como máquinas. Sin embargo, el Manco, mientras se balanceaba rítmicamente en la mecedora, me contaba que hubo un tiempo muy lejano en el que algunas mujeres se apareaban con machos de cabríos, y los libros sagrados ordenaban que se sacrificaran aquellos cabrones con los que se hubiera fornicado. «No les hacían caso, los mataban, no los echaban a los buitres, sino que los convertían en somarro al aire del cierzo».

A ella no le digo que, según cuentan las viejas leyendas, por este precipicio arrojaban a los que se apareaban con animales. A las mujeres, por tener trato carnal con el diablo; a los hombres, por otras modalidades de bestialismo, sobre todo con cabras y burras.

Cuando mi mujer, Irene Gretkowska, eslava y católica, procedente de un país frío de catedrales, escucha lo del diablo, se santigua, a pesar de haber sido educada en el ateísmo comunista. Militó desde niña en la parroquia polaca. Luchó contra los invasores. En la serenidad de la madurez, recupera algunos ritos de sus antepasados. Conoce mi historia, pero no mi país. Tenemos biografías diferentes, pero desencantos conjuntos. Peleábamos en los astilleros para que llegara la libertad y llegaron los tanques con soldados de piel de conejo. Ella estaba con la Estrella Polar, pero al final es de las que puso la cruz en los astilleros. Ya es mayor y no tiene que emigrar de su país para venir a recoger fresa en los mares de plástico. Tiene la mirada gris-azul, serena y compasiva.

Hicimos el amor detrás de un castillo donde nos hospedábamos los desterrados. Podríamos haberlo hecho en la cama, pero entonces aún yo solo me encontraba libre rodeado de árboles; en los sitios cerrados me sentía preso.

Vimos caer juntos algunas verdades que parecían inamovibles. Sin embargo, a veces una psiquiatra, sobre todo si duerme en tu misma cama, tiene una idea de ti basada en reflexiones más que en observaciones. Si le doy todos los detalles de este viaje, me hablará, como ya ha hecho otras veces, del olvido selectivo, de la culpa, de la neurosis de guerra. No quiere entender que en mí la curiosidad es una forma de averiguar en qué momento y lugar están las trampas, es una forma de transgresión, una forma de fortalecer mis propias ideas. Esteban se va a buscar pilas y folios.

Le cuento, mientras ella conduce serenamente, que este río corre por mi inconsciente.

—¿Por qué corre por tu inconsciente? —pregunta mientras para el vehículo y respira como si se fuera a meter el cielo en los pulmones. Luego coge una espiga verde de espliego que se coloca en sus hermosos cabellos rubios.

Le explico:

—De noche aún sueño que estoy colocando dinamita en los pozos o pescando truchas —le contesto—. El río es la voz que yo escuchaba de niño mientras dormía. La sigo escuchando ahora como una nana.

—¿Dormías en la ribera?

—Ahora verás el caserío y la aldea. Éramos cinco familias entre el canal y el río de las piedras blancas. Claro que dormía sobre el mismo río. Así sentía su corriente. Notaba sus crecidas, sabía si el agua era turbia o verde solo por la música de la corriente. Dormía siempre con la cabeza orientada al río y me imaginaba que con el agua tan cerca de mi almohada este iba lavando los cantos. Hs verdad que los dejaba como patenas.

No le digo, en cambio, que cuando crece, el río es un asesino; baja vacas muertas y se lleva a hombres que se han dormido. Nosotros, aquellos niños, notábamos cómo se iba encolerizando mientras echábamos el sedal con cabezotas en el anzuelo a la corriente de las turbinas. Los de la ciudad lanzaban la cucharilla de plata y de colores mucho más lejos, pero no sacaban más peces.

Ella me dice, como inquieta por mi silencio:

—Cuidado con la nostalgia.

—¿Por qué?

—Porque, a veces, se construye sobre errores. La memoria es muy traidora, engaña. Eso de que lo tenemos todo almacenado en el cerebro como si fuera un disco duro es una estupidez. Almacenamos lo que podemos, lo que queremos seleccionar.

—Es cierto —le respondo—, el pasado está lleno de trampas y coartadas. No hay más que ver cómo cuentan nuestra propia historia. Al final de un cambio, todo consiste en modificar los rótulos de los hoteles y los nombres de las calles.

—Algo hemos madurado —asegura ella—. Por lo menos ya sabemos que la experiencia consiste en no rendir culto a la personalidad de nadie.

Y que hay que acercarse a la historia y contar las cosas, como dijo aquel agitador que cayó luego en desgracia. El historiador debe colocarse en lo alto de las murallas de la ciudad asediada, abrazando con su mirada a sitiadores y a sitiados. Era, según él, la única manera de escribir la historia.

—Sobre todo desde que descubrimos que la resistencia se dirigía desde los hoteles.