II
EQUIPO DE RESCATE.
Cruzo el mar en compañía de Irene y de Esteban Estrabón, que en todos los sitios llama la atención con su sombrero de vaquero y su equipaje mediático. Una semana después de la primera entrevista en la ribera del Paraná, llegamos a la orilla del Júcar, un río más pequeño en el centro de España, con el objetivo secreto y particular, al margen del encargo de la universidad, de buscar a un sepulturero, a un anarquista con garrota que bebe anís del mono y a la calavera de un hombre que no se quiso entregar. De todos los hallazgos daré cuenta al investigador, pero es mejor que me guarde alguna información para serle más útil, sin meterlo en los oscuros recovecos de esta historia. Esteban está interesado en el paradero y el fin de Gafitas, pero no tanto como yo. Le sigo el rastro desde hace mucho tiempo, sin apenas resultados. De los que aparecemos en el retrato es el más alto, el más flaco. Ahora lo busco para saber si se lo tragó la tierra, se devoró a sí mismo o acabaron con él. Dicen que el cielo cubrirá a quien no tenga sepultura, pero creo que todo el mundo tiene derecho a ser cubierto por la tierra o a ser quemado en un tanatorio, y nadie es tan vil para merecer que se lo coman los cuervos. He pedido a Esteban que los primeros días de nuestra estancia en la sierra nos deje solos a Irene y a mí. Él está encantado de poder sumergirse como una rata en los archivos del Partido de los Fusilados y de dejarnos hacer lo que nos plazca.
En ésta serranía, que empieza aquí y nadie sabe dónde termina, una vez estuvo el mar.
—¿Por qué dices eso? —pregunta Irene.
—Porque un forestal encontró el fósil de un calamar tan grande como una artesa de las que empleaban las mujeres para lavar. Algunos pastores hallaron cocodrilos de piedra y dinosaurios de arcilla petrificada. Nos explicó don Juan, el maestro, que las aves de ahora son dinosaurios evolucionados y que hace muchos millones de años aquí hubo un mar, por eso se pueden encontrar calamares en el cerro de San Felipe. Estos montes debieron de estar sumergidos en las profundidades de un océano y en algún instante volaron, como ardillas, dinosaurios de cuatro alas. Lo más inquietante es que aún quedan torcas, lagos secos o cubiertos de agua salada de hasta quinientos metros de diámetro. El océano que se fue saca los ojos al relente y no es difícil de creer que, como cuentan los más viejos, una vez una torca se zampara una viña.
Yo vuelvo a ver si la torca se tragó también a Gafitas, que caminaba por los montes como si desfilara por un llano. No perdía nunca la línea recta y solía decir que con una brújula y una pistola un combatiente en el monte es invencible.
Irene va a mi lado silenciosa.
No hubiera sido capaz de volver sin ella. Nunca me he liberado de su magnetismo. Con sus ojos de católica y aquellas trenzas rubias, no del todo tapadas con el gorro de astracán, intentó, según ella, liberarme de la amnesia de mi niñez. Irene de ojos misericordiosos, siempre a mi lado desde que empezó a vigilarme, amor dulce y amargo con el que nos burlamos de las leyes y las consignas.
No llego a esta parte de la tierra, que es la mía, en plan detective. No quiero demostrar nada a nadie, sino a mí mismo. Tengo que hablar con un sepulturero y con un hombre que arreglaba bicicletas, para ver si alguno me puede llevar hasta el rastro de Gafitas. Ahora ese hombre del taller, si es que vive, estará cojo, porque le hirieron en la guerra, donde peleó con la quinta del chupete, ni siquiera en la del biberón o la del saco. Nos arreglaba las ruedas y los frenos cuando salió de la cárcel, después de haber sido pistolero; contaban de él mismo que una mañana apareció en la puerta del cura un gato muerto, con un cartel que decía:
Cura curato, si no te vas
te verás como este gato.
Los talleres de bicicleta, como los carteles de la Legión, invitaban a los jóvenes a la gloria. O a entrar victoriosos en el parque de los Príncipes o a llegar a comandantes. Lo otro era ser cura, u obispo incluso. En el taller del Cojo estaba Marilyn Monroe entre el olor a grasa y las bicicletas rotas.
A pesar de la bicicleta y del acordeón, de las estampidas del ganado por la vereda, no guardo una gran idea del campo que dejé atrás ni tampoco de los campesinos a cuya clase pertenecí. Cuando estuve en homenajes y mítines, ya en el exilio, donde nos trataban como a héroes, oí hablar bien de los labriegos y sospeché que tenían sobre ellos una versión idealizada. Describían el campo como un lugar de hombres y mujeres leales y auténticos. Yo pensaba, aunque no lo dijera, que el campo era una invención de las ciudades, una creación de la cursilería de los señoritos. No era cierto que fuéramos siempre con el corazón en la mano. También hay campesinos mezquinos, egoístas, brutos y violentos, con una pistola debajo del cuero.
El que busco era uno de aquellos hombres que nos daban clase de teoría, pero él se salía de las ideas fijas y no decía lo del opio del pueblo. Él hablaba más de cómo acertar disparando al corazón o a la cabeza. El que nos daba doctrina era Grande, que sustituyó al cura en la enseñanza moral.
Nadie supo nunca de dónde vino Gafitas ni adónde iba, ni dónde terminó su vida, ni por qué desapareció, ni si lo borraron de la tierra como se borra una mancha de sangre. Yo nunca supe ni su principio ni su fin, ni si lo mataron o lo dejaron escapar.
Salí de la serranía hace muchos años y quiero averiguar qué fue de él, de un hombre que no se fiaba ni de su sombra, adónde fue a parar, quién lo vendió o quién lo mató. Él nos dijo que nuestros primeros padres no eran los que nos habían dicho. Nos lo explicó cuando le conté que a un chico mayor, de los que iban a las clases de adultos a aprender a leer, a escribir y a contar, don Juan, el maestro, le dijo que Dios hizo a Eva de una costilla de Adán; se levantó del pupitre con intención de irse y dijo:
—Eso es mentira.
Nos intentó convencer de que nuestros primeros padres fueron los peces y de que las verdades absolutas pertenecen al género de la ficción.
Sucede que unos recuerdos se enredan en otros y no consigo acordarme de quién era el más valiente de los dos hombres que mandaban, Gafitas o Grande. Tampoco estoy seguro de si eran unos hombres buenos o unos hijos de puta. ¿Qué hubieran hecho de haber ganado? Gafitas no me habló de una Estrella Polar en el norte, ni del padrecito Koba que todos teníamos mucho más allá de las tierras de la sierra donde estábamos, mucho más lejos de las montañas donde los hombres llevaban las ametralladoras en las mulas.
El que hablaba de la Estrella Polar era Grande, el ortodoxo, el que nunca se salía del pentagrama, al que han enterrado recientemente con asistencia de autoridades y de la televisión, el que nos recitaba poemas dedicados al hombre de la blusa blanca y de las botas largas. Algunos días, Grande se vestía con la blusa negra de los rebeldes lejanos y admiraba su época y su guía lejana, con su cara de viruelas que, igual que yo —me dijo una vez—, dibujaba flores y barcos con un lápiz de colores, aunque después haya resultado la época más violenta y cruel de la historia.
Grande o Gafitas, Gafitas o Grande. Ellos apenas conocían mi nombre. Mi nombre es nada, nadie, cualquiera, ninguno. Mi partido es la tinta china. Mi partido fue, después de irme de aquí, el aparato especial de falsificación para confeccionar carnés, placas de policía y hasta carnés de conducir. Salvé el tipo y salvé los tipos de otros con esa invención china, un líquido de carbón vegetal muy molido con resina. El humo negro disuelto en aceite con goma arábiga salvó muchas vidas, liberó a mucha gente, apoyó a cientos de refugiados y exiliados. Decían que yo era un genio de la falsificación, de las placas de cinc o del offset. En una buhardilla inventé la identidad de grandes agitadores.
También tuve muchos nombres, muchos alias. Yo mismo repartí apodos cuando falsificaba pasaportes en los países helados.
Mi primer nombre fue Julián, el único verdadero que tuve, el nombre de un santo que hacía cestas y al que mi madre rezaba. También mi madre oraba a san Antonio cuando perdía el dedal. Desde niño me embobaron los charlatanes, los pregoneros y los santos de la enciclopedia, a los que pintaba con los lapiceros grandes de carpintero de colores distintos. Dibujaba casas de donde salía humo y clavaba al hombre de culo gordo que estaba junto al crucifijo con la mecha de un chisquero en la pierna, al lado de la virgen con niño. Los sigo pintando, ahora mismo, mientras espero un café.
Irene, mi mujer, mi compañera, mi amiga, mi maestra, mi amante, mi enfermera, mi enemiga, mi psiquiatra, la de los ojos de católica, que es alta y grande y rubia como su patria, de todas estas cosas hace teoría. Habla de nostalgia, un lujo que yo no me puedo permitir. ¿Nostalgia de qué? Del destete, del seno materno, dice.
La afición a pintar me ha mantenido libre hasta hoy mismo. Mi vocación era pintar, pero acabé siendo un pintor de pasaportes. Al final falsifiqué hasta el carné del Partido de los Fusilados y el pasaporte de Irene y los frascos de los antibióticos cuando los pasaba por la frontera.
Con tinta china, pinceles, una lupa, tapicerías de sillones, goma y una máquina de fotografiar me escapé de los que me perseguían cuando estuve acorralado. Me han llamado de muchas maneras, pero apenas he sido un sistema operativo, un hombre encerrado en una habitación sin ventanas aderezando documentos para héroes que iban a la horca.
Al volver a lo que llaman patria, no veo gente tapada con mantas, ni subida en borricos. Ni apenas quedan caballerías. Ni siquiera siento el zumbido de los moscardones. Pinos y chopos, chopos y pinos y casi ningún ser vivo más. Solo un buitre planea por el cielo terso. Eso significa que está acechando a algún animal muerto, pero no vuelan tordos, ni palomas, ni caminan perros, ni se encuentran ovejas perdidas. Un solo buitre, tal vez un alimoche, porque es pequeño y blanquecino. Irene mira al cielo con sus grandes ojos azules, que han adquirido una curiosidad infantil.
—¿Alimoches? —pregunta—. ¿No son africanos?
—Sí, pero saltan de continente en continente.
—Son las aves del islam y de los faraones.
Irene siempre me sorprende. ¿Acaso le dieron clase de alimoches en la Central, cuando intentaron aleccionarla para que su cuerpo fuese su arma, cuando hasta los curas eran agentes del frío, cuando su patria era un corredor de ejércitos invasores?
Cuando la conocí, yo era un bárbaro y ella una sofisticada cazadora de secretos que se juntaba con unos tipos que bebían coñac en las comidas, y llevaba una pistola eléctrica en un paquete de cigarrillos. Era intérprete, traductora, estudiante de psiquiatría y yo no era nada, no era nadie.
Irene, sin yo saberlo, estudiaba mis impulsos salvajes primitivos. Examinaba mis dibujos como si fueran análisis de orina. Estudiaba mi estrés postraumático e informaba de todo a la Orquesta Roja, o más bien a la Capilla Roja, puesto que estábamos en un lugar donde se mezclaron las dos creencias en movimiento: los párrocos que llevaban el son de la orquesta y los comisarios, aquéllos que decían: «No existe Dios, solo el Partido. Todo lo sagrado se desvanece en el aire. No hay nada después de la muerte».
Yo era la cobaya. Irene tenía mi cerebro en su poder como un repollo, con sus supuestos cien mil millones de neuronas. Incluso cuando nos íbamos a la cama, para lo cual tardamos mucho tiempo, porque yo me desvelaba en la cama, estaba acostumbrado a dormir en el suelo, Irene me preguntaba por asuntos del pasado. Yo fingía que no recordaba, aunque en realidad no quería hablarle de la miseria y de la ignorancia de mi pasado.
Luego llegó a quererme, pero incluso entonces veía mis recuerdos como un caótico almacén del córtex temporal, que es donde se guardan los recuerdos de la niñez, recuerdos deformados por los episodios traumáticos que sucedieron cuando formé parte de las partidas de los hombres del monte. Sí, claro, olvidamos lo que queremos, lo que nos angustia, pero la memoria es infinita y se refugia en rincones lejanos de la cabeza, de donde salen en los sueños o en los momentos de peligro.
Irene no encontraba en mí lo que buscaba, la culpa, el odio, la vergüenza. Analizaba los senos que pintaba e insistía en la nostalgia del destete.
Solo encontró a un huido, ni siquiera a un deportado.
Le digo, ahora, mientras conduce:
—Hemos visto un solo alimoche, antes había muchos.
—¿Y qué fue de ellos? —pregunta Irene.
—Me han contado en la estación de servicio, mientras tú fuiste a comprar, que se han alejado. También han emigrado. Se han ido al llano para atacar a las ovejas.
—¿Por qué? —insiste Irene.
—Porque les colocaban a las reses muertas en contenedores.
—No entiendo.
—Llegó el turismo rural y una cosa que se llama ecoturismo. Como no había carroña en el campo, los alimoches no iban a los comederos.
Ella no comprende.
—No entiendo por qué no aceptaron las facilidades.
—No se fiaban de tanta facilidad.
Mientras hablo, veo entre la niebla del pasado: a los rehaleros con sus perros, a los galgueros con sus collares, a los cetreros con sus halcones y a los buscadores de jazmines para el té o para el perfume. Me acuerdo del jazmín, el rey de las flores, que se ponían las mozas en el cabello, y también de los halcones. Pienso que esto también interesará mucho a Irene. Me preguntaba por ellos en el pasado para no hablar de nada que nos comprometiese, cuando había un micrófono en cada canapé, en cada edredón. Irene, incluso después de tanto tiempo, es mi inquietud, mi desasosiego, mi curiosidad, mi encantamiento, mi deseo, mi quimera, mi insomnio, una tiranía aceptada.
—Hubo un tiempo en que por aquí aparecían cazadores con polainas de ante y halcones en el puño. Llevaban el ave como el que tiene un perro —le digo.
—En la antigüedad los reyes los sostenían en el puño. Eran muy difíciles de amaestrar —contesta ella.
Veo en los últimos confines de la memoria a Cele y a su tinada. Estaba rodeado siempre de halcones, de alimoches, de lechuzas. El mejor adiestrador. Primero los domaba y luego los vendía a la gente de dinero de la ciudad; y también a los aeropuertos, para que exterminaran las aves que se cruzan con los aviones en el momento del despegue. Incluso algunos curas venían en mulas a comprar halcones, porque los clérigos han sido desde siempre amigos de la cetrería.
Conozco a Irene. Sabía que le iba a intrigar lo de los alimoches y los halcones.
—Cuentan las leyendas —me dice— que los buitres, los alimoches y las aves rapaces tenían el instinto de las batallas y, antes de que estallaran, ya estaban volando en hileras.
Le cuento:
—Aquí no hubo batallas, sino una matanza. Este país se llamó el de los buitres porque estuvo durante todo el tiempo en continuas guerras. Pero la última, en la que yo participé, no fue una guerra, sino una matanza.
—¿Y por qué hay esa obsesión por buscar los huesos?
—Yo sé lo que busco.
No quiero inquietarla contándole que, efectivamente, los días en los que se enfrentaban los guardias con los hombres del monte aparecían en círculo bandadas de buitres. Nosotros estábamos acostumbrados a que los halcones se comieran a los patos, a las águilas, a los cervatillos y a los corderos; los abejarucos, los lobos de las abejas, atacaban en vuelo a las obreras que hacían la miel para los colmeneros.
Matar o morir, sobrevivir, permanecer, tabaco, pan, vino, invernar, asobinarse, acechar, atacar como saetas, éstas son las leyes de la serranía. También los hombres, para sobrevivir, eran alimañeros, garduñeros o cetreros como Cele. Cazaban tejones o nutrias, como hacían los propios tejones o nutrias.
Le comento a Irene que yo estuve algunas veces en el criadero de rapaces y cuando volaban no se las podía seguir con la vista. Cele nos explicaba el proverbio de estas aves: «Se elevan con la suavidad de una plegaria y descienden con la rapidez de una maldición».
Cele era amigo de mi padre. Siempre hablaban de la caza. De la mayor o menor velocidad de los halcones, mientras el domador acariciaba el pico ganchudo y las garras de las rapaces.
Irene, en cierta manera, vuelve como si quisiera nacer otra vez conmigo. En la oscuridad del día nublado, su figura rubia reluce. Cuando salimos del coche para presenciar el andamio de los pinos, camina con mucha agilidad sobre sus zapatos de deporte. Le cuento que en estos cerros puede escucharse el viento porque habla. Relataban los viejos que en otros tiempos se oía el caramillo del pastor; durante el día, las perdices, las tórtolas, los ruiseñores, los jilgueros, y por la noche, el cárabo y las zumayas servían de guías al caminante o saltaban delante de él en su vuelo. En la ribera del río se criaban grillos de colores.
En un claro de la chopera de troncos blancos, y de algunos olmos, aún estará mi casa, rodeada de gallinas y de perros, entre el canal y el río, seco o con riada, según las estaciones. Y habrá permanecido en pie, como una catedral entre los pinos y los chopos, la central hidroeléctrica que hizo gente que vino de lejos para aprovechar el ímpetu del río.
Convirtieron los molinos de harina y los batanes en fábrica de electricidad. La presa lleva por el canal hasta la turbina el agua que hace mover las máquinas. Durante los inviernos, cuando el frío mordía, íbamos a los generadores a calentarnos las manos heladas.
Cuando los robles eran más jóvenes, hubo en este vallejo, ahora cubierto por nubes cenicientas y oscuras, un choque irregular e inesperado entre los que vivíamos aquí y los que vinieron de fuera. Tal vez el origen del encuentro que hubo entre los hombres del monte y los trabajadores de la central fue la fascinación que los de las cuadrillas tenían por las centrales eléctricas. En medio del pinar, las turbinas, las presas y los generadores significaban el futuro y la electricidad. Antes se llamaba a las centrales fábricas de luz. La gente quedaba fascinada al ver que del agua que entraba desde la presa, y salía por las turbinas, surgía después la electricidad como un prodigio.