I. Esteban Estrabón

I

ESTEBAN ESTRABÓN.

Volvía de pescar salmones y en la puerta de la cabaña vi por vez primera a Esteban Estrabón, mulato, largo y encorvado, con sombrero de cowboy ,escribiendo en el ordenador portátil. Se levantó y, dirigiéndose a mí con la mano abierta de viajero, dijo:

—Vengo desde muy lejos a hablar con usted. Mi nombre es Esteban Estrabón.

Lejos era Chicago. Se llamaba de forma tan pretenciosa porque había nacido en un barrio negro donde suelen poner nombres mitológicos o de gran eco histórico a los recién nacidos. Además, el apelativo le iba bien porque, según me enteré más tarde, el forastero se dedicaba a hacer averiguaciones históricas para una universidad. Yo ya no sufría episodios de manía persecutoria. En otros tiempos, lo hubiera calificado de espía. Incluso en esa ribera del Paraná se han refugiado agentes jubilados del equilibrio del terror, aquello que se extinguió y dio paso a un mundo aún más peligroso.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté con poca amabilidad.

El mulato, sin decir palabra, sacó de la mochila una carpeta y de ésta, una postal ajada de color café. Me la dio. Allí estaba yo, cincuenta años antes, en compañía de Grande, Gafitas, Bazoka, Bernardino y el hijo del Capador. Seis hombres. Grande, el hombre pequeño, jefe del 11.º Sector de la Agrupación; Bazoka, el tanquista; Gafitas, larguísimo, con sus bigotes de lobito de río; Bernardino, el hondero; el hijo del Capador y yo. En ese instante, se me encendieron todas las alarmas. El dibujo a tinta china que mostraba lo había realizado yo mismo. No tenía ninguna duda de que el visitante logró el documento en el archivo del Partido de los Fusilados, en el de la Benemérita o en el de los Antiguos Amigos de la Estepa del Frío. Los seis estábamos armados, unos con el fusil en bandolera y los otros con el arma apoyada en el suelo. El mulato me miraba con una sonrisa, pero yo me sentí otra vez preso de una vida que no quería recordar. Me quedé en silencio. De pronto apareció mi mujer, Irene Gretkowska. Le di el retrato. Ella descubrió enseguida, con su mirada cárpata, quién era el autor del grabado. Conocía bien mis dibujos, sobre todo los antiguos: el cajón, como una nave interplanetaria, el puente, como el símbolo de una derrota, el río como un hilo de esmeralda. Ella se sabía la película de dibujos animados que yo le había relatado de mi lejana juventud. También conocía los horrores.

Esteban Estrabón la saludó. Ella se fue a la cabaña para traernos unas copas. Yo seguía enmudecido. De pronto, el de Chicago sacó otro dibujo: era un gallo, el ave erguida y arrogante.

—El gallo —dijo— que canta dos veces.

Aquello me extrañó aún más. Era un dibujo muy reciente. Tenía un significado que Estrabón había adivinado. Desde siempre el pueblo ha insultado y compuesto sátiras utilizando las aves de corral, y hasta ha usado el gallo como desdoro del cantante al que se le rompía la voz. En las óperas, en vez de arrojar tomates cuando al tenor le fallaba la garganta, arrojaban al escenario un pollo de cresta roja para denunciar la desafinación. Se llama gallina al cobarde y gallo al valentón. En las fabulaciones el que manda es el gallo, el que canta es el gallo. El gallo de corral canta al amanecer para dejar claro su territorio, para demostrar su condición de macho. Los gallos despertaron a los habitantes de la Tierra antes de que se inventara el reloj, ese ingenio de los monjes para ir a los rezos a la hora precisa. El gallo es el símbolo del patriotismo y la victoria en algunas naciones. Simboliza al rey. Los augures y los adivinos utilizaban los hígados de oca y de pollo para hacer previsiones. También los testículos del gallo, dueño del harén, eran utilizados por las brujas para la elaboración de filtros.

Las veletas tienen forma de gallo para recordar a los fieles las negaciones de san Pedro. Según los evangelios, Jesús dijo: «Antes de que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces».

Ahí estaba el simbolismo: en la traición. Cuentan que en los países llanos los gallos solo cantan una o dos veces porque no encuentran eco. En las montañas de donde procedían los dibujos, los gallos se vuelven locos al amanecer por un efecto contrario al del llano: creen que los ecos son otros machos que le disputan el alba y cantan cuatro o cinco veces. En esta historia el gallo cantó dos veces para anunciar la traición.

Irene volvió con dos whiskys. Yo seguía callado. El mulato y yo brindamos. Me gustó su manera de beber.

—¿Y en qué puedo servirle? —le pregunté.

—Estoy haciendo una tesis sobre las agrupaciones de la serranía. Usted me puede ayudar.

—¿Cómo?

—Volviendo al lugar de los hechos. La universidad costeará los gastos del viaje.

Volver al lugar de los hechos. Regresar a una zona del mapa de España cuyas aldeas borran las manchas de los pinares en un laberinto verde entre las provincias de Cuenca, Guadalajara y Teruel. Retornar al sitio que quedó enterrado en la Historia.

Volvimos a beber, volvimos a brindar. Yo apenas hablaba. Estrabón comentaba:

—Conozco su serranía. La he estudiado a fondo.

—¿Ah, sí? Yo apenas la recuerdo ya.

Entonces me habló del río, un buen motivo para relacionarnos de una manera cordial.

—En la serranía —me dijo— nacen muchos ríos. Tantos que se tienen que repartir los mares y los océanos. Entre esos ríos se enfrentaron dos ejércitos irregulares.

Era cierto lo que decía el yanqui. Algunos, como yo, éramos niños al comienzo de la pelea. Éramos dueños de las crestas de la sierra y nos divertíamos con todo lo que volaba, huía o atacaba. Entonces el monte estaba lleno de aullidos y de gritos, y algunas veces sonaban disparos que, como los cantos de los gallos, botaban en las riscas y se despeñaban en los abismos, volvían a emerger y regresaban a las hondonadas. Los hombres errantes iban de aldea en aldea, a deshora. A veces estaban hambrientos y sedientos y asaltaban los caseríos para buscar comida; otras veces se llevaban en los macutos, junto a las bombas, a los arrogantes gallos que cantaban al amanecer.

Iban vestidos para la Historia. Los políticos, desde lejos, desde París, Varsovia y Moscú, jugaban al ajedrez en las montañas. Luego, cuando los políticos dejaron de vestirse de soldados y se quitaron la guayabera o la camisa sin cuello y siguieron la orden que les dio Stalin, el hombre de la pipa hecho de acero, Koba, con bigote y botas de mariscal, con la cara picada de viruelas y los dedos de los pies soldados porque era hijo de un zapatero borracho, empezó la retirada. Muchos de los combatientes acabaron en los cementerios civiles; algunos contaron su historia, tomando vodka, junto a un piano bar. Era una generación que conoció las trincheras y los campos de concentración. Una generación de supervivientes a la que yo pertenecía. Y de pronto, o tal vez tan tarde, un vagabundo con mochila y ordenador estaba a mi lado con un vaso en la mano, trayéndome una postal de un tiempo borrado, bajo los álamos, al lado de una cabaña, en la ribera del Paraná, un río de diecisiete mil kilómetros, al otro lado del mar, en una zona de búngalos para turistas y espías jubilados. Esteban Estrabón se mostraba alegre ante mi propia consternación. Tal vez, como yo no dejaba de mirarle, adivinó mi curiosidad y me dijo:

—Mi abuelo estuvo en la Brigada Lincoln, cuando por segunda vez dejaron a los negros pelear en la guerra.

El tipo era uno de esos largos y alegres norteamericanos que viajan mucho. Contagiaba su juventud y su candidez.

Me regaló un libro que él mismo había escrito sobre el general Giap, el volcán bajo la nieve.

—Giap —me dijo— cogió el fusil que ustedes y el Che abandonaron. Era un jefe de soldados con sandalias que pensaba que para hacer la guerra es preciso que sean movilizadas las fuerzas del pueblo. Logró que el país entero se transformara en campo revolucionario.

A la tercera copa, logró el mulato que hablara con él sin desconfianza. No había en su visita otro objetivo que acercarse a mí para que le contara la historia del dibujo a tinta china. Sacó de la mochila una serie de informes de la universidad en los que se le autorizaba a costear un viaje a España, una expedición a mi propio pasado, y al de otros que lucharon en las montañas con brújulas y mapas; juntos los de fuera con los que habíamos nacido en las aldeas de la sierra donde ocurrieron los hechos.

—De muchos de aquellos combatientes —dijo— no queda ni una huella, ni una foto.

—Fueron derrotados —repuse—. A algunos los bajaron los iguales, los civiles, desde los cerros, con la cabeza colgada en la tripa de las mulas, con las narices rozando los tomillos, entre mujeres enlutadas.

—¿Se refiere a la Guardia Civil?

—Claro. Nosotros decíamos los guardias o la pareja, simplemente. Pero tenían muchos nombres: los picos, la Benemérita, los iguales.

—Los aceitunos, los cigüeños, la palma —añadió.

Enseguida comprobé que estaba puesto en el asunto.

No prometí nada. Esteban Estrabón se fue en el todoterreno en el que llegó. Al despedirse utilizó una expresión familiar:

—Consúltelo con la almohada.

Y cuando puso el vehículo en marcha, bajó la ventanilla y añadió:

—Por supuesto, la invitación a ese viaje incluye a su esposa.

Aquella noche apenas dormí. Al amanecer, en una tensa duermevela, mientras Irene descansaba dulcemente, regresaron, a ráfagas, unas alucinaciones, que ya habían dejado de perseguirme. Recordé cómo millares de fusiles se amontonaban en los patios de las casas cuartel cuando el Partido de los Fusilados decidió que nuestra agrupación se retirara. Entre el sueño y la vigilia confundí los pájaros de la sierra donde nací, en el macizo central, con los pájaros del Paraná, la víbora picuda de aquella ribera con el basilisco, una mezcla de víbora y de gallina. Me levanté. Di vueltas alrededor de la cabaña. Comparé los dos paisajes. Mi cabeza viajó al río que parte las rocas, al lugar donde empezó mi vida, a aquella naturaleza rica para los pájaros, los conejos, los jabalíes, las nutrias, las cabras, las ovejas, las vacas, y tan dura para las personas, que tienen pocas cosas a las que sacarle fruto porque la altura y el frío hacen imposibles las cosechas de cereales y los ganados apenas dan trabajo a un puñado de pastores. Yo había borrado mi pasado y había olvidado que la gente vivía casi de milagro en unos pueblos pequeños de piedra y teja, donde lo único que tenían asegurado era la leña. Había pastores que sobrevivían con una sardina y un cacho de pan, trabajando de sol a sol, durmiendo bajo las nogueras. Recordé cómo de pronto recibieron, recibimos, una visita inesperada: las cuadrillas y las parejas o las parejas y las cuadrillas, los iguales y los forajidos, porque al final no se sabía quiénes eran unos y quiénes eran otros. Unos llamaron a aquella pelea disparatada resistencia armada; otros denominaron bandidos a los hombres y mujeres armados del monte. Algunos venían de lejos; habían aprendido el oficio de guerra en guerra; otros se habían escapado de los campos de concentración. Y ahora un capullo, un americano bebedor, mulato y largo venía a verme para que le contara la historia que anunciaron los gallos que cantan dos veces.

Enseguida pensé en Irene. Si me acompañaba en ese viaje, tendría la historia completa de mi vida —que hasta entonces se había basado solo en mi propia narración—. No es que le hubiera mentido sobre mis orígenes, pero temía decepcionarla si descubría que no todo era como se lo había imaginado. No se iba a desengañar con el paisaje, que sería aún más bello de lo que pensaba, sino con la historia que habría que recrear: una lucha de traidores, de hombres buenos, malos y regulares, de asesinados. Sabía, desde hacía mucho tiempo, que en las montañas donde yo había nacido habían nacido también un río grande y muchos pequeños; conocía la historia del puente, del cajón, incluso de los hombres de las partidas con los que había luchado. Irene siempre había querido que volviéramos y yo nunca me decidí. Pero alguien había llegado a la cabaña con el retrato del pasado. Y de pronto, me entraron unas ganas terribles de regresar y de averiguar qué había ocurrido con uno de los que estaban en aquel dibujo. A ella le emocionó la idea del regreso. En cuanto se lo propuse, empezó a hacer las maletas.

Esteban volvió. Irene y yo le dijimos que estábamos preparados para el viaje. Apenas pusimos algunas condiciones: que pasáramos por Varsovia y por la comuna de Aubervilliers en Saint-Denis, a las afueras de París. El americano iba y venía con el todoterreno, traía los vuelos y los horarios de viaje. Me propuso que grabáramos algunas sesiones antes de la marcha y yo le dije que sí. Tenía que aclarar unas dudas previas.

Me propuso que hiciera una breve descripción de cada uno de los dos jefes que figuraban en la estampa que me mostró. Le contesté:

—Grande era el jefe de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. Un hombre de acción, pequeño, vestido de guayabera. Un leal militante del Partido de los Fusilados. Organizaba y mandaba los asaltos económicos, los sabotajes a los trenes y autobuses de viajeros. El auténtico comandante. Silencioso y escurridizo. Decía que el que no lucha muere y que la cuestión no es solo entender la vida, sino cambiarla. Pensaba que el poder estaba en la punta de las bayonetas. Grande aseguraba que el pueblo puede vencer a un ejército regular, que la trinchera está en las montañas y que hay que crear primero un foco para que luego pueda estallar la insurrección.

—¿Bazoka? —siguió preguntando.

—Un revolucionario profesional. Un tanquista. Empezó a dar tiros el día 18 de julio y ya nunca dejó de disparar.

—¿Gafitas?

—Un misterio. Tengo que hacer el viaje para entenderlo.

—¿Por qué a algunos de los componentes de las partidas se les llamaba cangrejos? —Esteban preguntaba demasiado.

—Se referían a los socialistas; decían que siempre van hacia atrás.

—¿Y los anarcos?

—Los que llegaron a la sierra diciéndonos que anarquía significaba sociedad sin autoridad. Traían en el morral las palabras más alegres. Decían que no hay noche sin día, ni libertad sin anarquía. Vencían con las palabras cuando proclamaban que el Estado es un inmenso cementerio que solo puede sostenerse por el crimen.

—¿Qué piensa tantos años después de todo aquello?

—Que los peones se devoraban mientras unos hombres, desde muy lejos, dirigían una conspiración que no iba a ninguna parte. Querían conquistar el poder con la fuerza y el lenguaje de los fusiles. Era una conjura con coartada ideológica, con la aureola de la clandestinidad, con la esperanza de encontrar en las aldeas gente que los apoyara.