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Buf, vaya engorro. Un premio literario de relato breve dotado con veinte mil euros en cuyas ediciones nunca ha ocurrido nada. De repente, ¡zas!, un cadáver. Para más cojones con ácido prúsico, el que utilizaban los nazis en sus cámaras de gas. Esto es demasiado para mi edad, y eso que creía haberlo visto todo. Luego está el mamarracho del presidente del jurado que defiende la seriedad del premio. Ja, nada más hay que ver a la lagarta para percatarse de tal seriedad. Neonazis, lagartonas, dinosaurios eméritos… a la mierda todos.

Ahí se acerca la Mari con el de la coliflor por pajarita. Parece caminar más despacio que cuando se despidió. Espero que ese arrastre de pies no me anuncie su ingreso inmediato en el camposanto. Por su parte, el gesto del presidente del tribunal al detenerse ante mí es de extremo terror.

—Esté tranquilo, señor Gallifa —le digo—. Sólo quiero aclarar algunos extremos. Nada, mero procedimiento.

Hostias, qué bien me ha quedado la palabreja. Asiente tembloroso.

—¿Cuántos originales han de enviar los participantes al concurso?

—Sólo uno, que custodia el secretario. Los otros miembros del tribunal leen fotocopias.

—Ya. En esta ocasión, ¿cuántos recibieron?

—Más o menos los de todos los años: dos mil.

—¿Cómo han de enviarlos los autores?

—En el relato sólo ha de figurar el título y el seudónimo, así como en el frente del sobre. Dentro, han de agregar una plica con sus datos personales y currículo.

—La señorita Zorravista ¿añadió fotografía?

—No sé si entiendo a qué se refiere…

—No me haga caso, cosas mías.

Pero la pregunta le ha descolocado y le tiembla la pajarita. Prosigo:

—¿Cuándo abren las plicas?

—Después de fallar el premio.

—¿Dónde las guardan?

Señala una caja de cartón.

La Mari no espera mis órdenes; se enfunda unos guantes de látex y se lanza sobre la caja.

—¿Cómo se titula? —pregunta.

—Pieza criminal.

Al cabo de un rato, alza uno, al tiempo que grita satisfecha:

—Aquí está.

—Ábrelo con cuidado —ordeno.

La inspectora se lo entrega a Pepote, quien lanza un chorrito de vapor desde un aparatito de los suyos que debe de costar una pasta gansa al contribuyente. De inmediato las solapas se despegan como por arte de magia.

Como era de esperar, está vacío.

Pepote lo guarda con cuidado en otra bolsita, por lo del rollo de las huellas.

Indico al resto de policías que abran los sobres que quedan y adjunten las filiaciones a cada relato.

En menos de diez minutos han finalizado la tarea y acomodados las plicas con sus correspondientes cuentos, excepto el de Pieza criminal. Esto es una especie de callejón sin salida.

—No le des vueltas, Gorgui. Ha sido la lagarta.

—¿En qué te basas?

—Estaba enfrente de la víctima y era la única que podía leer el título del relato. En cuanto vio que tenía en sus manos el de Pieza Criminal, le puso el pie en la entrepierna para que sudase. El resto ya lo sabemos.

—Ya, Mari, ya. ¿Y por qué?

—Yo qué sé, Gorgui. Tú siempre has defendido que lo importante es el cómo, que el quién vendrá de seguido y que el por qué importa poco.

—Es cierto, pero en este caso creo que no hay un porqué o es dudoso.

Han llegado el juez y el forense y se han dirigido a Pepote, que parece estar explicándoles lo que sabemos hasta ahora. De un momento a otro ordenarán el levantamiento del cadáver.

Miro el reloj: las tres. Oficialmente, ya estoy jubilado. Hora de comer. Me largo. No pinto nada aquí: que se encarguen Pepote y la Mari del quién y del por qué. Yo me retiro a casa a sufrir con mi hijo. Los asesinos ingeniosos han dejado de incumbirme.

—Inspectora —llamo—, el caso es suyo. Si necesitase algo, ya sabe…

—No te preocupes, Gorgui. Mañana a primera hora, antes de que te marches a Tarifa, leerás el informe y las razones por las que esa lagarta mató al tío ese.

Enciendo un cigarro y me encamino a la calle.

Llovizna. Subo las solapas de la gabardina y doy otra calada. Se me hace difícil dejar un caso a medias.

La inspectora, que me ha seguido, se detiene detrás de mí.

—¿Cuándo te parece bien que hablemos de nuestra hija?

—Lo dejamos para mañana, Mari. En cuanto tenga la jubilación en la mano, lo discutimos.

—De acuerdo, Gorgui.

Reemprendo bajo la lluvia el camino hacia casa. El mundo de la investigación y de la policía se terminó para mí. Treinta y cinco años descubriendo criminales y no he resuelto el problema de la sociedad ni el mío propio. Una vida a la mierda.