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La lagarta toma asiento, se remanga un poco la falda y cruza las piernas. Buf, a ver si me hace el numerito de Sharon Stone en Instinto básico. Pues no, para mi desgracia. Saca un pitillo y lo inserta en una boquilla alargada de marfil. Lo enciende con calma y expulsa el humo al cielorraso. Me clava los ojos y parpadea. ¡La madre que me parió! Estoy sudando. Así no hay quien se concentre: parece Ava Gardner resucitada y en plena forma. La Mari está tensa, como dispuesta a saltar sobre ella para arrancarle los pelos y clavarle las uñas. Esto se pone divertido.

—¿Por qué asesinó al señor Gabriel? —escupe la inspectora sin darle aliento ni permitirme que me seque el sudor.

—¿Me está acusando? —responde, calma, la Matahari.

—Usted es la única que no cuadra en este elenco de dinosaurios —continúa la Mari.

—Mi presencia aquí está plenamente justificada, como ya expliqué.

—¿Mantenía relaciones con algún miembro del jurado?

La inspectora está embalada, pero la lagarta se defiende bien.

—¿Con alguno? ¡Qué va! —responde con flema y añade—: ¡Con todos!

—Así que confiesa que mantenía relaciones sentimentales con el difunto.

—No eran sentimentales, sino sexuales.

Ay, ay, esto ya se ha desbocado. Va muy, pero que muy mal. He de cortar la línea de interrogatorio de la inspectora.

—¿En qué la beneficia su muerte? —prosigue la Mari.

—¿A mí? En nada.

Enciendo un cigarro y espero a que la inspectora agote sus preguntas que no conducen más que a un callejón sin salida. La Zorravista mantiene la calma; es tan fría que podría llevar escamas. Sin embargo, la inspectora va acalorándose a medida que se suceden las respuestas sin arrojar luz sobre lo ocurrido.

—Perdón un momento —intervengo—. En la reunión del jurado, ¿cuál era su ubicación?

—¿Mi ubicación? Frente a Gabriel. ¿Por?

—Así que le vería sudar.

—Claro, siempre sudaba cuando le apoyaba el pie descalzo sobre la bragueta.

—¿Ese fue el caso?

—Ajá. Apenas sentarme, le puse el pie en la entrepierna y comencé a mover los dedos. Ahí fue cuando comenzó a transpirar.

Será mamarracho el presidente del jurado. «Momento glorioso»… Y era la lectura de los textos concursales la que lo transportaba a la gloria, sí.

—¿Qué pasó luego?

—Sudaba muchísimo. Las gotas de la frente le caían sobre los papeles y tenía las manos empapadas. Entonces sentí aquel olor a almendras amargas y, a continuación, Gabriel se derrumbó.

—¿Qué pensó usted entonces?

—Un orgasmo incontrolado.

—Ya. ¿Y al ver que no reaccionaba?

—Un ataque al corazón por la Viagra.

—¿Sabe si tenía enemigos?

Sonríe y da otra calada, antes de responderme con una pregunta:

—¿Usted no conoce el mundo de la literatura?

—Ilústreme.

—Todos se presentan como grandes amigos, pero se acuchillan por la espalda. Son lo más parecido a las putas.

«Metáfora de la bondad», lo definió el de la pajarita. «Metonimia de la piedad». Será mamarracho el tal Gallifa.

—De lo cual está usted bien informada —interrumpe la inspectora.

—¿Qué más da escritores, putas o policías? La misma mierda en la misma cloaca.

—No hay más preguntas —corto antes de que esto se desboque—. Puede retirarse, señorita Elena Zorravista.

La lagarta abandona la sala con el contoneo de caderas y hombros con que la tomó por asalto. Me vuelvo hacia la inspectora, que parece echar humo por las orejas.

—Mari, deberías calmarte.

—Es que me sacan de quicio este tipo de mujeres. Luego nos quejamos de que no se nos valore y…

—Anda, sal a la calle y da un paseo. Olvida a la lagartona y regresa con la mente fría.

La Mari revisa su bolso, saca el mechero y un cigarro y se encamina hacia la puerta con pasos decididos.

Yo voy a ver qué hacen los oxímoron en la sala de juntas con el cadáver. Entro. Han encendido la luz y la gama de colores provocada por sus productos ha desaparecido. Uno de ellos pasa un bastoncito con algodón por encima de los folios de un relato, que se me antoja que poseen un tono azulado. Con un cuentagotas lanzan un chorrito de agua sobre una de las páginas. Interesante: están utilizando máscaras antigás. Al instante, el folio desprende un hilo de ligera bruma y el olor a almendras amargas regresa.

—Gas prúsico —exclama Pepote.

—¿Me puedes explicar qué has descubierto?

—La causa de la muerte, Gorgonio: gas prúsico.

Me acerco al cadáver, intento mover sus brazos, demasiado rígidos para el poco tiempo que lleva muerto. No hay duda, ha fallecido por inhalación de ese gas.

—¿Cuál es tu hipótesis? —le pregunto.

—Creo que han salpicado cianuro de hidrógeno sobre este relato —responde, mientras recoge los tres folios con sus manos enguantadas—. El color azulado así nos lo indica.

—Entiendo. El sudor de las manos y de la frente del difunto lo convirtió en una disolución acuosa. Y ya tenemos el gas venenoso.

—Así es, Gorgonio.

—Pepote, ese gas ¿no era el utilizado por los nazis en…?

—El mismo.

Joder, esto se complica. Ahora neonazis y todo. Después de la matanza de Noruega, va a resultar que se han trasladado hasta aquí. Buf, menos mal que mañana me jubilo.

Ojeo los folios impregnados en cianuro de hidrógeno. El relato lleva por título Pieza Criminal. No contiene ni el nombre del autor ni ningún seudónimo. Me parece que el señor Gallifa, presidente del jurado, tiene mucho que explicar.

—Mari —grito—, tráeme al de la pajarita.